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Language:
Español
Stats:
Published:
2025-11-23
Updated:
2025-12-16
Words:
8,399
Chapters:
3/8
Comments:
6
Kudos:
10
Hits:
172

El precio de la corona / The price of the crown.

Summary:

En Camelot, amar es desobedecer.
Y quienes desobedecen, pagan un precio que ni los cuentos se atreven a narrar.
Tres vidas unidas por la corona, tres corazones destinados a romperse y un juramento imposible de ignorar.
Ella soñaba con libertad, mientras que él juró vivir sin ella.
Y cuando sus caminos se cruzaron, el destino ya tenía escrita la tragedia.
__
Please! Feel free to translate this work using a translator and right here on this page to make it easier to read in your preferred language. Also, feel free to leave comments in whatever language you prefer; I'll read them <3 (ANY TRANSLATION PUBLISHED WITHOUT MY CONSENT WILL BE REPORTED). What I mean is, please use your browser's built-in translator, not create translated books TTnTT. This fic was originally written in Spanish. I don't yet speak English well enough to do a more efficient translation myself. I apologize if there are errors or if some parts are confusing. Btw, is also published on my Wattpad profile under my username (Lachicasolitaria123) //Este fic está escrito originalmente en español. Lo siento algunas partes resultan confusas de leer. Asimismo, está publicado en wattpad bajo mi mismo usuario (Lachicasolitaria123).

Notes:

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Also, feel free to leave comments in whatever language you prefer; I'll read them <3
(ANY TRANSLATION PUBLISHED WITHOUT MY CONSENT WILL BE REPORTED).
What I mean is, please use your browser's built-in translator, not create translated books TTnTT.
This fanfic was originally written in Spanish. I don't yet speak English well enough to do a more efficient translation myself. I apologize if there are errors or if some parts are confusing.
This work is also published on my Wattpad profile under my username (Lachicasolitaria123).
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¡Por favor! Sean libres de traducir por medio de un traductor y en esta misma página esta obra para facilitar su lectura en su idioma preferido.
Asimismos, sean libres de dejarme los comentarios en el lenguaje que mejor les parezca, yo me encargo de leerlos <3
(TODA TRADUCCIÓN QUE SEA PUBLICADA SIN MI CONSENTIMIENTO SERÁ DENUNCIADA).
Lo que quiero decir es que usen el traductor de su navegador, no que hagan libros traducidos TTnTT.
Este fanfic está escrito originalmente en español, aún no domino el inglés lo suficiente para hacer una traducción más eficiente yo misma. Lo siento si hay errores o algunas partes resultan confusas de leer.
Asimismo, esta obra está publicada en mi perfil de wattpad bajo mi mismo nombre de usuario (Lachicasolitaria123).

Chapter 1: Había una vez... un príncipe y una doncella

Chapter Text

Había una vez, más allá de los bosques espesos y los ríos que parecían cintas de plata, un reino llamado Camelot. Sus murallas de piedra caliza resplandecían incluso bajo los días más nublados, y los senderos empedrados olían siempre a calma, flores silvestres e historias por escribirse.

Camelot era un lugar donde los campesinos reían sin miedo y los artesanos trabajaban orgullosos, pues sobre ellos reinaba un hombre justo, el rey Jules, un líder amado porque jamás dejó que la autoridad aplastara su humanidad.

Era noble y querido por todos. No permitía las injusticias y siempre estaba del lado del pueblo, buscando mediar el conflicto. Gracias a ello, se había ganado la confianza de sus súbditos, quienes estaban encantados por su gran carisma y su capacidad de gobernanza, criticada por quienes no creían en un rey tan bueno, sí, pero honrada.

Le gustaba escuchar más a los viejos de las aldeas antes que a los nobles presumidos con los que el deber le obligaba lidiar. ASÍ temía en remover su corona en cuanto un niño lloraba, para demostrar que nadie era demasiado grande como para consolar, ni tan duro para no empatizar.

El reino prosperaba bajo su mando, sin embargo, en donde caía la luz, también lo hacía la sombra.

El rey Jules se casó con una princesa de apellido antiguo, de un reino lejano que pereció bajo la sangre, quien llegó a Camelot siendo una joven dulce, aunque marcada por la pérdida. Su llegada no fue una coincidencia ni un acto de su independencia, pues no tuvo más opción que aceptar ser desposada para sobrevivir y enorgullecer su apellido por una última vez.

Así lo decidía su corona.

Al inicio, todo se sintió como amor a primera vista. Rápidamente ella y Jules se enamoraron y aquella imposición real pronto se convirtió en amor de verdad.

O de eso quería convencerse.

Quien un día fue una princesa alegre y bondadosa, luego del matrimonio, se convirtió en una reina amargada y rencorosa.

La actitud amable del rey que la enamoró algún día, ahora solo le provocaba rechazo. El cariño que alguna vez sintió por él se volvió envidia. Lo veía rodeado de amor, respeto y alegría, todo aquello que ella había perdido para siempre y jamás recuperaría.

No era su reino, no era su familia, no era su escudo el que se izaba todas las mañanas.

Jules se esforzaba por compartir el crédito, que "bajo un buen rey existía una buena mujer", decía él. Sin embargo, lo que para cualquiera eran palabras dichas desde el amor, para ella era solo un acto de humillación.

Palabras que le recordaban que estaba destinada a ser la sombra de un rey que no la necesitaba.

A pesar del profundo amor que se tuvieron, sus ideales nunca coincideron, y como la última palabra la tenía él, su opinión nunca llegó a tener un peso verdadero.

Y así cada día, su corazón se volvía un poco más duro

Tiempo después, tal y como el deber mandaba, de lo poco que quedaba entre ellos nació Arturo, el único príncipe heredero de tal dichoso reino.

Arturo era la viva imagen de su padre.

Sus ojos, verdes como las praderas, brillaban siempre, llenos de curiosidad y energía. Corría por los jardines levantando torbellinos de hojas, y cada guardia que lo veía pasar sentía el impulso de sonreír, porque él encendía luz en donde sus pequeñas patas azules tocaban el suelo.

Era un niño risueño, energético, bondadoso por instinto. No conocía la maldad, por lo menos no de la que derrama sangre. Aún así, a su corta edad y casi nada de experiencia, no era tonto. Sabía que habían peligros afuera de las altas murallas, peligros de los que hablaba su papá, pero que estaría dispuesto a afrontarlos por el bien de su futuro reino.

Su valentía, aquella que no conocía la precaución ni la espera, lo habían hecho rápidamente apreciado y respetado por todo el que lo rodeaba. Se metía en muchos problemas, pero siempre respondía con una sonrisa gigante, porque a pesar de todo, hacía lo correcto, ayudar a su pueblo.

El reino estaba en buenas manos.

El rey, tan generoso como era y podía, solía permitir que ciertos funcionarios se hospedaran en el castillo junto a sus familias, cuando el trabajo los obligaba a distanciarse por largas estancias que normalmente los mantendría alejados y podrían fracturarlas.

A pesar de los problemas detrás de puertas con su esposa, no quería que en el reino hubiesen hogares desunidos. Y aunque a veces le costaba, él tenía que dar el ejemplo primero, así como permitir que Arturo creciera la imagen de la familia real perfecta, con ambos padres juntos.

Gracias a esa costumbre, un día llegaron a Camelot Sir Rowan, uno de los hombres más capacitados del rey y casi su mano derecha, Maribelle, una noble cocinera quien era su esposa, y con ellos su hija, Lady Amelia Rose o, como Arturo decidió llamarla en el momento en el que se conocieron, Ammes.

Ninguno con sangre real en las venas.

Lady Rose había heredado la fuerza intelectual de su padre y la testarudez cálida de su madre.

Era una niña con una voz dulce y risa de campanitas, con una mirada que derretía a cualquiera, pero también con pensamientos firmes y mirada curiosa. Siempre alerta, siempre cuestionando.

Mientras otras niñas jugaban a bordar, ella prefería perderse entre los estantes de la biblioteca o corretear porel pueblo, preguntando el porqué de las cosas y si podía ayudar en algo.

Era rebelde, pero no maleducada. Era valiente, pero no temeraria. Era una soñadora, una niña con el corazón encendido por la justicia y la libertad, pero no ingenua.

A pesar de su corta edad, se había dado cuenta de que el mundo no siempre era justo, que a veces había cosas que la gente tenía que hacer por deber, aunque no quisieran, como los reyes y las reinas.

La sola idea de pensar en ello le provocaba una incomodidad en el pecho y un rechazo absoluto. Entendía poco cómo funcionaba la política y las clases sociales, pero lo que resultaba inconcebible era la obligatoriedad de un gobernante que se sacrificaba así mismo en beneficio de todo un pueblo.

Quizás era egoísta, tal vez, pero en su corazón de niña creía que la individualidad y el deber podían coexistir, no eliminarse uno para que subsista el otro.

Ella decía que el rey debía tener mucho amor en su corazón para hacer tal sacrificio, pero que al mismo tiempo debía sentir una enorme tristeza, porque en todos los cuentos que había leído, nunca se mencionaban sus propios sueños.

Aquella omisión era pasado por alto por todos, pues ya entendían que era lo normal en la realeza, menos ella.

En secreto, una vez le confesó a su papá, con la cara y voz más seria que pudo poner a su corta edad, que ella haría el cambio, que con ella acabaría la tristeza del rey, porque nadie merecía vivir así, desplazado por el precio de la corona.

Su padre asintió orgulloso, revolviéndole las púas y rescatando su gran coraje. Le dijo que algún día encontraría la forma de hacer ese cambio realidad, pero advirtiéndole que a veces en la vida se tienen que hacer pequeños sacrificios para ganar.

No obstante, en esos mismos cuentos, habían historias que sí le gustaban, unas en donde las princesas no bajaban la cabeza, donde huían de matrimonios impuestos y se defendían a sí mismas, demostrando que valían más que un compromiso.

Donde habían caballeros.

Esos mismos que se imaginaba con un imponente porte, una brillante armadura y un corcel leal.

A veces cerraba un libro con las mejillas encendidas y murmuraba despacito que ojalá algún día pudiera conocer al suyo. No uno perfecto, no uno de leyenda, había que ser realistas, sino uno que viera su fuego y no intentara apagarlo, solo avivarlo.

Uno que le provocara las mariposas en el estómago que sentían las princesas bonitas de sus cuentos.

Soñaba con un final feliz, uno donde todos viven felices para siempre, incluso el rey y la reina.

Era una doncella, jamás tendría que pasar en apuros como una princesa de sus cuentos, y, aunque estaba tan agradecida por ello, pensaba en si es que las reinas, desde sus posiciones reales, podrían cambiar sus propios destinos y ser libres, sin necesidad de escapar.

O estaban condenadas a vivir para siempre presas del deber real.

O si es que los reyes soñaban con gobernar, si entonces así no eran tan miserables como parecían serlo.

Era así como la pequeña Rose disfrutaba de su libertad.

El día en que conoció a Arturo, la vida de ambos cambió sin que nadie lo advirtiera.

Apenas la vio entrar al salón principal, de pie detrás de la capa de su padre, Arturo se acercó con la naturalidad de un niño que aún no conoce el rechazo y que tenía un protocolo de cordialidad que aplicar.

—¿Quieres ver los jardines? —le preguntó luego de una torpre reverencia, mostrándole un diente torcido que hacía su sonrisa más encantadora.

Ella, con una mirada curiosa y el corazón acelerado, le respondió con emoción.

—¿Los jardines donde dicen que hay un guardia que gruñe si pisas su césped?

—Sí —rió Arturo—. Esos mismos.

—Vamos —le dijo ella, tomándolo de la mano sin dudar, saliendo disparados del lugar, dejándo a sus padres desconcertados por la inesperada interacción de los pequeños.

Fue desde ese instante en el que el príncipe y la doncella se hicieron inseparables.

El castillo se llenó de risas nuevas. Corrían sin descanso por los pasillos, repartiendo alegría y bondad como si fueran flores y chismes.

Donde Arturo corría, Amelia lo seguía.

Donde Amelia discutía, Arturo se reía, fascinado por su valentía.

Ella lo hacía pensar. Él la hacía sonreír.

Ella tenía convicción.

Él tenía corazón.

Eran un equilibrio, un complemento perfecto.

Pronto su vínculo dejó de ser una simple amistad. La cercanía, el tiempo que pasaban juntos, las ideas que compartían hicieron que algo dentro de ellos cambiara a algo más profundo, más familiar, algo fraternal.

Comenzaron a tratarse como hermanos, Arturo defendiéndola cuando la querían castigar por rebelde, Amelia llamándole la atención cuando a veces se amargaba y daba miedo como su madre la reina.

Sin embargo, el resto no lo veía así. Para ellos, ese cariño fraternal era más que eso, era el inicio de un amor infantil, ese tipo de romance que inicia desde temprana edad y con el tiempo se fortaleceía más.

Y que, para satisfacción de ellos por el dolor ajeno y tristeza de los supuestos jóvenes amantes, sería imposible.

Una doncella jamás se convertía en princesa, y los príncipes solo se casan con reinas.

Los adultos rara vez ven claro cuando se trata del corazón. En su necedad, cegados por la perversión y morbosidad, los molestaban cada vez que los veían tomados de la mano o compartiendo un libro.

—¡Qué linda pareja hacen!

—¿Se casarán cuando crezcan?

—Parece que la princesa rebelde ya encontró a su príncipe.

Comentaban sin parar.

Los niños se defendían desesperados apenas eran señalados.

—¡No somos novios!

—¡Es mi hermanita!

—¡Es mi hermano!

Pero los comentarios se repetían y las risas graves solo resonaban más y más.

Aún así, el único que no se reía era el rey.

Cada vez que veía lágrimas en los ojos de Arturo o frustración en la mirada de Amelia cuando los ponían en tal incómoda situación, Jules sentía un nudo apretarse en su pecho.

Temía que aquellas insistencias adultas rompieran el vínculo natural y precioso que los pequeños habían formado. Por eso los alejaba del bullicio, del juicio, de la torpeza de los mayores.

Solía mandarlos a los jardines privados, los dejaba horas en la biblioteca, les permitía paseos guiados por los salones escondidos del castillo. A cualquier sitio en donde pudieran ser niños, sin juicios, murmullos y ni compromisos ficticios.

Pero aunque lograra protegerlos del resto, no podía protegerlos de ella.

De la reina.

Ella observaba desde las ventanas altas, desde los balcones cruzados, cada risa, cada abrazo, cada travesura compartida. Siempre en silencio.

Veía a Arturo reír con Amelia como nunca reía con ella. Veía cómo la pequeña doncella corría a donde quería, sin ataduras, sin responsabilidades, sin deberes reales.

Tenía la libertad, la felicidad y la luz que ella había perdido.

La había escuchado parlotear un par de veces, sobre justicia, independencia y sueños.

Ella le decía que era una jovencita con gran imaginación, pero por dentro el odio la consumía. Su corazón, completamente ennegrecido por los recuerdos de su tierra destruida y su anterior vida, se torcía aún más.

Lady Rose era un espejo de lo que ella había sido una vez.

Un espejo que la reina odiaba mirar.

Y así, en un rincón del palacio, donde las risas infantiles se mezclaban con los susurros que solo los envidiosos escuchan, el destino, o alguien siendo parte de el, comenzaba a trazar la historia que cambiaría Camelot para siempre.

 

_________

¡Hola AO3!
Esto es un poco extraño, es mi primera vez por aquí, sean amables por favor.
No sé si es normal hacer este tipo de notas al final, si el formato es el correcto, jsjs.
En fin, quería expandir mis fics un poco más allá, que la barrera del idioma no fuese un impedimento para llegar más lejos y compartir un poco de mi amor por el Shadamy, que es a través de la escritura.
¿Han visto que el shadamy ha sido tendencia por el trend de princessXknight? Me he deshidratado con cada video que me salía y por eso me he inspirado.
Un one-shot iba a ser muy largo, así que lo he dividido en un fin de cinco capítulos y alguito más jiji (los que leen Guía Para Erizo Primerizos en Wattpad (también es un shadamy que trata sobre su camino en convertirse en padres), habrá un pequeño cameo spoiler al termino de esta historia, pal resto, piña jiji).
También planeo traerla por aquí, pero tal vez en diciembre jiji.
No se preocupen por las actualizaciones. La historia ya está terminada en cuestiones de trama, solo me falta darle la mágia y los capítulos serán publicados.
Un beso a todos, espero mi presencia sea bien recibida, y si no, no harán que deje de escribir >v<.
Se despide, su kerida escritora Chetos, ansiosa de leer todos sus comentarios y aclarar sus dudas.
-QCB

Chapter 2: Había una vez... un caballero

Notes:

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Chapter Text

Más allá de las colinas que bordeaban Camelot, donde los caminos se volvían senderos estrechos y el bosque se hacía espeso y silencioso, vivía un zorro anciano de corazón noble, manos sabias y mirada cansada.

Venía de un estirpe de inventores y científicos tan brillantes que el mundo, incapaz de comprenderlos, los llamó durante siglos hechiceros.

Su mente podía crear maravillas nunca antes vistas. Diseñaba medicinas capaces de bajar la fiebre en minutos, aparatos para sostener huesos rotos, ungüentos que calmaban dolores que ni los curanderos convencionales podían tratar.

El pueblo, quienes no entendían del todo cómo es que podía hacerlo, agradecían la ayuda del hombre quien los sanaba sin pedir nada a cambio. Pero había un sector, uno muy feróz, que aún creía que todo lo que hacía era gracias a la brujería.

Un día la enfermedad tocó su puerta. Su hija, María, una joven dulce pero fuerte, enfermó poco después de dar a luz. La infección desconocida la devoró lentamente, y Gerald, sin saber cómo tratar esa dolencia que nunca antes había visto y sin poder hacer nada para salvarla, decidió que pasarían sus últimos días en tranquilidad, lejos de los murmullos que con cada sol aumentaban.

Las habladurías en el pueblo empeoraron luego de su exilio voluntario.

Algunos teorizaban en que el viejo zorro había finalmente envejecido lo suficiente para ya ni siquiera ser capaz de curar a su propia hija. Otros cuestionaban el porqué de tan impecable linaje de zorros que caracterizaba a los Robotnik había nacido un erizo de extrañas franjas rojas. Y el resto asumía que esto último y la enfermedad de la rubia eran parte del castigo divino de Gaia por hacer brujería.

Por eso, para proteger a su hija enferma y su nieto y evitar que la ignorancia de los hombres encendiera llamas contra ellos, se fueron lejos.

No tenían la culpa de ser tan dichosos y decidir usar las habilidades que Gaia les había otorgado para ayudar a los demás, pero al final del día, el morbo, el chisme, los prejuicios lamentablemente tomaban más lugar que las acciones buenas que alguna vez hizo por ellos.

Aún así, el zorro nunca guardó rencor en su corazón y tampoco se negó a ayudar a quienes tiempo después lo buscaron para curar algún dolor de cuerpo.

Al poco tiempo, María falleció. Gerald, devastado, la enterró bajo un roble viejo, en un terreno donde el sol siempre tocaba primero la tierra al amanecer, brillando tan radiante como los cabellos dorados de su amada hija.

La rubia dejó un bebé huérfano, un pequeño erizo de pelaje oscuro como la noche y de franjas rojas que parecían brasas encendidas, contrastando con el semblante resplandeciente como los rayos del sol del pelaje su madre.

Lo llamó Shadow.

Gerald dedicó el resto de su vida a educar al pequeño erizo en lo bueno de la vida, pues María nunca quiso que Shadow conociera la maldad. 

Extrañaba a su hija a horrores, cada noche le lloraba a las estrellas poderla ver una vez más, pero aún así, con el dolor de su alma carcomiéndolo, cumplió a pie de la letra su último deseo, forjar a su nieto como un hombre bueno, de buenos valores y libre de la amargura hacia una sociedad que desde tan pequeño le enseñó lo que era el sacrificio.

Shadow creció rodeado de libros polvorientos de medicina artesanal, frascos de cristal con líquidos extraños, pergaminos con fórmulas largas y hierbas medicinales colgadas del techo. Escuchaba historias sobre valentía, sobre honrar la vida, sobre ayudar a los demás sin esperar nada a cambio. Otras veces prefería hojear entre los libros de historia y fantasía de su abuelo, quien no lo dejaba salir tajantemente y por ello le tocaba imaginarse al pueblo como sus libros de cuentos.

Cuentos en donde no existía el mal y todos estaban dispuestos a ayudar.

Aún si su abuelo lo encerraba por horas, porque sabía era lo que María habría querido por su bien, lo admiraba y quería ser como él. También extrañaba a su madre, aunque no la había conocido más allá de las anécdotas que le contaba el viejo cuando lo acompañaba en su taller.

A pesar de todo, era un niño feliz, tranquilo, curioso. La malicia no era un término de conocía, no mataría ni por casualidad a una mosca, por eso, de grande soñaba con continuar el legado de su apellido, seguir ayudando a través de la ciencia a los más necesitados.

Pero la desgracia encuentra incluso a quienes solo buscan vivir en paz.

Una noche, cuando el cielo estaba cubierto de nubes gruesas y la luna no lograba atravesarlas, hombres llenos de odio los emboscaron. Esos mismos que en el pasado asociaron la inteligencia de su apellido con brujería, compasión con peligro y conocimiento con amenaza.

No hubo tiempo para empacar, casi no para escapar, antes de que el fuego de las antorchas quemara la humilde choza en donde vivían.

Shadow no entendía lo que pasaba, no comprendía porqué aquellos mobians le gritaban cosas horribles a él y a su abuelo, el porqué habían destruído todo a su paso. Se suponía que todos los hombres en el mundo eran buenos, ¿de qué se trataba aquella actitud tan hostil que estaban mostrando hacia ellos?

Las llamas poco a poco devoraron el hogar, dejándolos atrapados dentro de ella. Una viga cayó sobre Gerald dejándolo aprisionado, mientras empujaba al erizo hacia una ventana, mientras le pedía que corriera lejos y no mirara atrás.

El pequeño por primera vez no obedeció. No quería dejar a su abuelo atrás, así que, desesperado, intentó mover la madera con sus pequeñas manos, intentando liberar a su abuelo e huir juntos.

Mas todo intento fue inútil.

—¡Shadow, debes irte ahora! ¡No hay tiempo!

—¡No, abuelo! ¡No puedo irme sin ti! —exclamaba el pequeño mientras las lágrimas mojaban sus mejillas—. Eres todo lo que tengo, abuelo...

El humo comenzaba a asfixiarlo, sus bracitos se debilitaron y su ojitos picaban. Los gritos, el calor, el dolor de ver a su única familia herida, no lo dejaban concentrarse. Por mucho que lo intentó, no pudo mover la viga, su pequeño cuerpo colapsó y pronto cayó inconsciente al lado del zorro.

Lo último que recuerda de aquella noche, mientras con sus últimas fuerzas su abuelo lo atraía a su pecho, protegiéndolo de las llamas con su propio cuerpo, fue una deslumbrante luz sobre ellos, que tan rápido como llegó, desapareció.

El cielo finalmente rugió y la lluvia de desató, indignado por aquella injusticia. El fuego se apagó y aquella gente vengativa huyó, creyendo que ya habían cumplido con su mortal misión.

Cuando Shadow despertó, fue tosiendo y con dolor, no solo físicamente, sino en el corazón. El único hogar que había conocido ahora estaba hecho cenizas y a su lado, el cuerpo inerte del hombre que más había querido en el mundo yacía casi calcinado.

—¿Abuelo? Ya se fueron, abuelo, ya puedes despertar —le susurraba al cuerpo con dificultad, pero al no ver respuesta alguna de este, se desesperó.

No podía estar pasando de nuevo.

—¿Abuelo? Abuelito, eres lo único que tengo, no me dejes por favor. Anda, vamos a correr.

Nuevamente, nadie respondió.

Recordó lo que el viejo le había enseñado, a verificar el pulso, a revisar la respiración.

Nada.

Aún era muy pequeño para saber que aquellas heridas rojizas y negruzcas sobre la piel del zorro no eran parte de su atuendo, sino, una marca mortal, pero lo suficientemente grande para entender que sin los latidos del corazón, la vida había acabado.

Le costó asimilarlo, porque  sabía que ya nada podía hacer. Su abuelo se había ido, y esperaba de todas sus fuerzas que en el cielo pudiera reencontrarse con su mamá, porque algunas noches lo escuchó sufrir por ella, y él, al verlo así, sentía un dolor en su corazoncito, por lo que a veces lo acompañaba con lágrimas silenciosas, como justo ahora.

Con las pocas fuerzas que le quedaban, fue a enterrarlo al lugar a donde fueron miles de veces, donde descansaba Maria. Ahora, bajo aquel roble en donde el sol al aparecer parecía hacer cobrar vida, yacían padre e hija.

Shadow había quedado huérfano otra vez, y el destino y el viento se encargaron de guiarlo.

Caminó sin rumbo, guiado únicamente por el hambre que le retorcía el estómago, el frío que le calaba los huesos, el miedo que lo obligaba a mantenerse despierto y una pequeña esperanza testaruda que aún se negaba a apagarse. Esperanza que solo existía porque Gerald jamás le enseñó el lado malo del mundo, ese en donde habitaban los que los habían atacado solo el bueno.

Pero el pueblo no era bueno, y él, en su ingenuidad, creía que debía existir una razón que justificara el porqué aquellos malos habían actuado así, como Gerald le decía que no a algunas cosas porque su madre lo habría querido así.

Sin embargo, cuando llegó y quiso buscar algún refugio o respuesta, esperando algo de ayuda de quienes alguna vez ayudó, cayó en la triste realidad de que nada era como en los cuentos de princesas y las palabras de su abuelo sonaron más que nunca.

"Nunca esperes nada de nadie".

Lo evitaban como la lepra. El zorro nunca lo llevó con él y los pocos que reconocieron ese pelaje oscuro, fingieron no haberlo visto nunca. Se persignaban al pasar, bajan la mirada o cerraban ventanas con brusquedad.

La superstición e ignorancia hicieron el resto, pues luego la noche del incendio, la lluvia no cesó. Las gotas se convirtieron en un aguacero tan intenso que algunos, arrepentidos por lo que habían hecho, aseguraron que era un castigo enviado por Gaia. Otros, más crueles, murmuraban que era un último hechizo de Gerald, vengándose de todos antes de rendirse ante la muerte.

Esto último alimentó la paranoia de la gente, finalmente creyendo que aquella familia no era buena, que nunca los ayudaron de corazón, porque la venganza y el amor nunca iban de la mano. Y cuando luego de unos días vieron al pequeño erizo caminar tambaleante entre las calles, aún con restos de hollín, asustado, temblando, fue como ver un fantasma, pues se suponía que debía estar hecho cenizas y que los muertos no regresaban después de asegurarse de que estaban muertos.

Rápidamente lo asociaron con mal presagio, así que lo evitaron lo más que pudieron.

Mientras, Shadow deambulada entre ellos y los escuchaba hablar. Con la inocencia ya resquebrajandose, poco a poco empezó a entender por qué nadie se compadecía por él, porque poco a poco el mundo le dio la espalda por segunda vez, porque su apellido significaba rechazo.

Una día, cuando las bayas silvestres se terminaron y el hambre se hizo insoportable, se acercó con cautela a un puesto de pan que apenas surtía sus canastas. Tan solo bastaba que un trozo se cayera, uno que ya no se pudiera vender, uno del que nadie se daría cuenta y que él lo podría aprovechar.

Shadow no quería robar. Era contra todo lo que su madre y su abuelo le habían enseñado, pero el hambre era un enemigo real y sabría que no resistiría más sin probar algún bocado de comida real.

Esperaba que, desde el cielo, lo perdonaran. Era por una causa justa, justificaba, no le haría ningún daño a nadie tomar lo que se convertía en basura. Rogaba porque Gaia pensara así también.

Efectivamente, aquel pan cayó y en el barro terminó, y justo cuando lo tomó para limpiarlo y callar su adolorido estómago, un gritó resonó.

—¡Alto ahí! ¡Landronzuelo!

Unas manos lo tomaron bruscamente y soltó la masa del susto.

No entendía el porqué aquella coneja le gritaba tanto, pero el miedo de que nuevamente le hicieran daño lo inundó. Nunca antes le habían levantado la voz, mucho menos sostenido con tanta fuerza.

Segundos después, que parecieron horas, y aún aturdido, pasó a manos de un guardía quien lo arrastró con brusquedad por la ciudad, lastimándole su bracito.

—¡Por favor! ¡No me hagan daño! ¡Prometo portarme bien de nuevo! —suplicaba, siendo ignorado como ya era costumbre.

Shadow fue tirado a un calabozo oscuro y que olía mal. Lo encerraron por desobediencia y robo.

No entendía qué había pasado, su estómago aún rugía, sin embargo su brazo había dejado de doler y esa noche por lo menos dormiría bajo un techo, aunque hiciera frío, aunque tuviera miedo.

Lamentablemente, que descansara no estaba en los planes de Gaia.

Sus compañeros de celda no resultaron ser mejores que aquel guardía que después, al verlo y reconocer que era el nieto del hombre con quien alguna vez fue a curarse a aquella choza alejada, le alcanzó un pedazo de pan duro y algo de leche.

La golpiza fue infernal, y las palabras que ahora podía escuchar claramente lo hicieron reaccionar.

—¡Así que te gusta robar!

—¡Defiéndete, debilucho!

—¡Mírale esas franjas, es anormal!

—Es ese fenómeno parte de los Robotnik. ¡Cuidado que los puede hechizar!

—Ni siquiera es un zorro como ellos. ¡Deberíamos matarlo, para que se pudra en el infierno como la prostituta de su mamá!

Ese último insulto le atravesó el pecho como una lanza.

Su madre. Su dulce madre.

La mujer que jamás llegó a conocer, pero que su abuelo le describió como buena, generosa y valiente. La madre cuya marca llevaba orgullosamente en las púas: aquellas franjas rojas que siempre le había dicho que eran un regalo, no una maldición.

No iba a permitir que nadie escupiera su nombre así.

No entendía del todo lo que significaban palabras como prostituta o infierno, pero sí comprendía algo. Aquella gente estaba insultando a su familia, a lo único que había tenido, a quienes amaba.

Y eso encendió algo dentro de él.

No era odio. Era convicción.

El abuelo siempre le decía que la familia era sagrada, incluso cuando ya no estuvieran con vida.
Así que él sería quien honraría su memoria, incluso si era lo último que haría por ser el único Robotnik aún con vida.

Sería leal a ellos hasta el final de sus días.

Impulsado por la adrenalina que le provocaba las palabras de los matones y con las pocas energías que aquel humilde alimento le había dado, tanteó en el piso hasta agarrar un palo de escoba que vio tirado dentro de la celda, como parte de la basura.

Lo empuñó torpemente al principio, pero pronto, algo en su interior despertó. 

Su postura cambió, sus piernas se afirmaron, sus ojos ardieron con una decisión que ningún niño debería tener a tan corta edad. Respondía a cada golpe no con crueldad, sino con una firmeza desesperada, protegiéndose como podía y protegiendo el honor de su familia con cada movimiento.

Era pequeño, estaba herido, tenía miedo, pero esa noche, en aquel calabozo oscuro, por primera vez peleó con el corazón, no solo para sobrevivir, sino, por quienes amaba.

Y, para su sorpresa y la de los guardias que los miraban como si fuera un show de bufones, lo hacía bastante bien.

El guardía que anteriormente lo había alimentado lo observaba detenidamente, resultándole curioso como un pequeño de siete años pudiese derribar a niños más grandes. La convicción, la forma en la que empuñaba el palo con naturalidad, la fuerza que intentaba aplicar resultaba impresionante.

Si era una habilidad nata o parte de aquella brujería de la que hablaban, no importaba ahora. Nunca antes había visto tal determinación, concentración, coraje para pelear y aquello podría interesarle a la Guardía Real.

Quizás el distinto para el pequeño Shadow no era del todo incierto.

Al día siguiente, lo sacaron del calabozo tan pronto el sol se puso. Aún estaba adormilado, pero el dolor agudo de los golpes en su cuerpo terminó de arrancarlo de golpe del sueño.

Frente a él se erguía un cocodrilo imponente, vestido con una armadura pesada y acompañado por dos escuderos que llevaban el emblema del rey. Sus ojos afilados analizaban al pequeño erizo, quien se tallaba los ojitos con dificultad, como si evaluara el filo de una espada recién forjada.

—¿Dices que en este niño se encuentra el futuro de la caballería del reino? —preguntó, cruzando los brazos.

—Se lo juro, Sir Vector. ¡Arremetió contra los matones como si hubiera entrenado toda su vida! Ni siquiera pueden levantarse después de tal golpiza.

Shadow se sintió de inmediato culpable.

Él no había querido causarles tanto daño. Solo había intentado protegerse… y proteger la memoria de quienes amaba.

Sir Vector se inclinó hacia el pequeño, agudizando su análisis.

—Así que te gusta golpear, ¿eh?

El erizo tembló y se puso de rodillas inmediatamente, recordando las enseñanzas de Gerald sobre mostrar respeto hacia la gente que servía al rey.

—N-no, mi señor. Yo solo me estaba defendiendo y defendiendo la memoria de mi madre y abuelo, señor —respondió rápidamente.

No había desafío en sus palabras. Solo sinceridad.

Sir Vector arqueó una ceja. Luego, una sonrisa casi imperceptible asomó bajo su hocico.

Lealtad, valor, humildad.

Cualidades difíciles de encontrar en un niño, pero que el rey Jules aprobaría.

—Bien, muchacho. Antes de llevarte ante el rey, ¿cuál es vuestro nombre?

Shadow abrió la boca y casi pronunció su nombre verdadero.

Shadow Robotnik.

Pero se detuvo a tiempo. En estos días había aprendido que su apellido era una sentencia de muerte y al parecer Sir Vector no lo había reconocido.

Si descubría quién era, no tendría la oportunidad de irse con ellos al castillo, donde recordaba vagamente en algunos cuentos que no trataban de hierbas que la vida era un poco más fácil de sobrellevar que vivir hambriento por las calles.

Así que buscó en su memoría, en uno de estos libros fantasiosos de caballeros que protegían reinos y rescataban a las princesas de destinos injustos, y un nombre en particular resonó dentro de él.

Provenía de la historia de un caballero leal, honorable, valiente, que no temía desenvainar su espada por su rey y derramar sangre por su reina.

—Lancelot, mi nombre es Lancelot, señor.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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BUENOS DÍAS, BUENAS TARDES, BUENAS NOCHES.

Reaparezco rapidito nomás porque tengo que dormir ya que hoy tengo mi última prueba antes de entrar a mis exámenes finales.

¿Qué les parece la historia? ¿Cómo la ven?

Hay algunos datos extra, por ejemplo, la razón del pq Shadow es un erizo es porque María, tan risueña y enamoradiza, se enamoró de uno de los caballeros del rey que casualmente era un erizo, que lamentablemente tuvo que ir a combate y la dejó.

Por otro lado, Gerald, en su trauma y dolor, pues no pensaba muy bien del todo y por eso se enfocó solo en mostrarle lo bueno del mundo a Shadow, olvidando que debe existir un equilibrio del bien y el mal, es por eso que Shadow le tuvo mucha fe a ese pueblo de mierda carajo.

Hablando del pueblo, este queda algo lejos del castillo del rey Jules, por lo que Vector y Shadow tendrán que hacer un viajecito para empezar su entrenamiento.

Hace mucho no interactúo con contenido de estilo medieval. Me estoy guiando un poco de lo que me acuerdo de Game Of Trones, House of the Dragon y un fanfic tmb Shadamy al que le tengo mucho cariño que es el de camotito, de nombre "The heart's desire".

En fin, tendré que añadir un capítulo más pq las cuentas no me daban para la trama. Ahora sí empieza lo chévere jsjs.

Asimiso, este mini fic y Guía Para Erizos Primerizos ya se encuentran disponibles en Ao3, yupiii, para que todos los que no entiendan español puedan leerlo en el idioma de su preferencia.

Pronto subiré también Rosa Roja y Reparaciones Rotas <3

En fin, mi gente linda, nos estamos leyendo prontito para el capítulo tres y el smut de GPEP.

Los quiero un montón, quiero agradecer a todas las personitas de aquí en wattpad por su apoyo, las de tiktok y mis amiwitas en twitter (Mon, Fely) y tmb a ForeverAngelCou que no sabe la inspiración que me da. Las tkm a todas/os/es.

-QCB

Chapter 3: Había una vez... un cómplice que apareció

Chapter Text

El entrenamiento de Lancelot fue próspero desde el inicio.

Tal y como lo anticipó Sir Vector, el rey quedó fascinado al ver a aquel erizo empuñar una espada de madera con la misma determinación que tendría un caballero de su guardía. Cada movimiento del pequeño era certero, eficaz, como si hubiese nacido para ello, aunque, claro, faltaba técnica, pero la pasión estaba ahí.

Sin embargo, poco o nada sabían aquellos hombres que el trasfondo de tal destreza era desgarrador, trágico, inaceptable. Imagínate nunca haber luchado antes, no haber tenido necesidad ni interés en hacerlo, pero tener estar forzado a ello para defender lo único que conociste y amaste en tu corta vida.

Tu familia.

Cuando luchar es la única opción para salir adelante en un mundo cruel e injusto.

Ese fue el destino que Gaia había decidido para Lancelot.

Fue traumático y tuvo mucho miedo, pero pudo encontrar en aquel dolor una nueva convicción. Una en donde ya no estaba su familia, pero que a través de ella siempre la protegería y honraría.

Aprendió pronto que el mundo no era tan bueno como lo retrataba su abuelo en aquellas tardes doradas en el taller. Era cruel, despiadado, egoísta. Luego del incendio, del incidente en la carceleta, de sus pocos días de entrenamiento real, comprendió que para personas como él, marginadas, excluidas, raras, no había siquiera un poco de humanidad.

Aunque el rey Jules parecía ser la excepción a la regla, algo en él despertaba una desconfianza silenciosa en Lancelot, una corazonada que no sabía poner en palabras. Un presentimiento de que no todo andaba bien.

Aún así, el puesto de aprendiz era su única oportunidad de sobrevivir, así que se adaptó a la fuerza, pues ya nada podía perder. El resto de aprendices no resultaron ser mejores que sus primeros bravucones. Algunos lo empujaban, otros murmuraban sobre sus franjas rojas, sobre su origen y el resto lo miraba con desprecio o simplemente lo evitaban.

Tuvo que protegerse apenas llegó al lugar, pues para aquellos aspirantes, les resultaba normal, como una tradición, darle una especie de “bienvenida” a los nuevos. Esta consistía en una cena aparentemente normal, de la que luego pasarían a un breve festejo en el patio central, que más que festejo, sería una golpiza brutal que buscaba tentar la resistencia de los nuevos aprendices, tanto física como moralmente, disfrazada primero de confraternidad y acogida.

Lancelot no fue absuelto de aquella cachimbeada. Es más. Sus compañeros pusieron expectativas altas en él al haber llegado sin dar las pruebas de ingreso y sin pasar por el debido reclutamiento. Tampoco ayudaba el hecho de que se hubiera esparcido como pólvora el rumor de que el rey le tuviese interés.

Sin embargo, más pronto de lo que esperaban, aquellas expectativas se esfumaron.

El erizo, ajeno a la tradición, bajó la guardia un poco, dejándose llevar por la poca esperanza en el mundo que aún conservaba.

Grave error.

En cuanto el primer golpe llegó, la realidad de lo que estaba por suceder, como un deja vú, le cayó como un balde de agua frío.

La historia se repetiía nuevamente.

Un golpe por ahí, una patada por allá, y él, pequeño, paralizado, solo se dejó hacer.

Algo dentro de él palpitó luego de que el más grande de todos lo tomara del rostro con brusquedad y escupiera con desprecio que definitivamente este no era el gran caballero que esperaba el rey, magullando el poco orgullo que había florecido en él.

No lo permitiría más.

Todo gramo de comparecencia en su flacucho cuerpecillo ser se esfumó.

Estaba harto. Harto de no ser respetado, harto de que todos fueran tan despiadados, harto de ser señalado, y ahora harto de que incluso su talento fuese cuestionado.

Harto de todo.

Los golpes se reanudaron luego de las carcajadas, cayendo como gotas de agua sobre él. Habían dejado de dolerle desde hace varios minutos, desde que su mente se desconectó del lugar. Ya no pensaba en un porqué, en la malicia del mundo, en cuándo todo terminaría. Ya no había lugar para cuestionamientos, solo para acciones.

La ira rápidamente reemplazó a la duda e incertidumbre en su sistema y, sin poder controlarlo más, un grito visceral salió desde lo más profundo de su ser.

—¡Déjenme en paz! —rugió.

El grito fue ensordecedor.

El menaje vibró, el ruido de la noche se silenció y la violencia se suspendió.

Sus compañeros se miraron atónitos, sorprendidos, pues gracias al silencio y nada de resistencia del azabache, lo creyeron sumiso, desmayado o sin la suficiente fuerza para siquiera jadear.

—Tsk. Al parecer el fenómeno no es mudo y habla —se burló uno.

Las risas no se hicieron esperar y en cuanto la siguiente patada amenazaba en llegar por parte de un pajarraco gris, con un golpe seco Lancelot lo mandó a volar, barriendo con otros pendencieros que estaban en su camino.

El patio nuevamente se sumió en silencio.

El aprendiz mayor que hace un momento lo había despreciado, dio un paso adelante, divertido por la escena.

—Así que tienes agallas, ¿eh? —desafió—. Pues a ver si no se vuelven a esconder en cuanto te parta la cara, mocoso malcriado.

Lancelot lentamente se incorporó. Su pechito subía y bajaba rápidamente. La adrenalina se apoderó de todo su ser.

Ya no más debilucho.

Ya no más huérfano.

Ya no más engendro.

Un aura escarlata lo rodeó. Sus ojos, los cuales estaban cerrados con fuerza, intentando contener las lágrimas de impotencia, frustración y enojo, lentamente se abrieron, acompañados de un ceño fruncido que nunca antes se había molestado en usar.

En su mirada, sus rubíes ardían como brasas.

Tomó una decisión.

Si el mundo decidía verlo como un monstruo, que lo hicieran temiendo.

Sus púas se erizaron, haciendo que sus vetas rojizas brillarán peligrosamente bajo la luz de la luna, como si de sangre derramada sobre su oscuro pelaje fuera.

Todo lo que fuese parte de él, lo usaría a su favor, a un favor que él mismo se haría para estar finalmente en paz.

Su origen, su familia, sus marcas, su destino.

Todo.

Y funcionó.

Tomó una de las espadas de madera que descansaba en la esquina en donde lo tenían acorralado y la empuñó con firmeza.

Los aprendices sintieron un escalofrío recorrerles el cuerpo en cuando Lancelot dio el primer paso hacia al frente, y por inercia, ellos dieron uno hacia atrás.

Intimidados.

Si hubiera sido otro aprendiz, probablemente se habrían muerto de risa ante ese intento mediocre de suficiencia, pero había algo alrededor del azabache, en su mirada, en su aura, en su postura, en la manera en la blandió la espada que los hizo retroceder.

A todos menos al aprendiz mayor, que lejos de intimidarse, no esperó más para dar el primer golpe.

Mas todo fue en vano.

Una ventisca atravesó el patio, apagando las velas que alumbraban la noche de aparente celebración y haciendo que el ambiente se volviera aún más pesado. Sin embargo, dos de todas quedaron prendidas sin explicación alguna, y esas fueron las dos únicas luces que rodeaban alumbrando y calentando el corazón feroz de Lancelot.

El mayor sintió un escalofrío recorrerle la espalda y supo rapidamente que nada bueno saldría si daba un paso más o si provocaba más al vetado.

—Maldita sea, sí está maldito —susurró, aún sin creer lo que veía, pero no pudo pronunciar nada más. Se calló al sentir la mirada penetrante del erizo sobre él, casi sintiéndose calcinarse en vida.

Salió disparatado, abriéndose paso entre el resto de gente que esperaba ansiosa que pusieran al nombrado fenómeno en su lugar, ahora decepcionados, temerosos y entendiendo su lugar.

El tumulto poco a poco se dispersó entre murmullos y fastidio.

Comprendieron que el erizo no iba a ser manipulable, así que, por su bien, y en una tregua silenciosa, lo dejaron en paz.

Los años transcurrieron con tranquilidad.

Shadow rápidamente se volvió popular entre los aprendices.

Con el paso del tiempo creció y sus habilidades se pulieron de tal manera que se le había concedido el honor de enfrentarse ante los caballeros principales del rey gracias a su excelente desempeño, demostrando ser un muy buen contrincante pese a su edad y rango.

Un poco más de práctica y su camino como mano derecha del rey pronto vería la meta.

Ya no era el paje temeroso que llegó al castillo sin nada más que el recuerdo de sus seres queridos. No. Ahora, con catorce años, Lancelot se había convertido en un destacado escudero de futuro prometedor.

Luego de su revelación en la bienvenida, había por fin adquirido el respeto de sus compañeros, tanto de los nuevos como de los viejos, algunos por temor y otros por admiración. A pesar de que nunca dejó su actitud seria y estoica, quienes se acercaban con cautela, eran ayudados por él en lo que necesitaran sin necesidad de dar nada a cambio, demostrando que la amargura que el erizo mantenía por fuera no había tocado su noble corazón.

Eso para los pocos afortunados que tuvieron la valentía de abordarlo. El resto simplemente lo evitaba por miedo.

Ya no era necesario mantener aquella fría postura, sin embargo, para Lancelot se convirtió en su armadura emocional. Sabía que nadie más lo molestaría o se atrevería a insultarlo a él o su familia, si la mantenía, aunque muy en el fondo sabía que ya no era necesario mostrarse tan intimidante.

Aún así, prefería evitarse altercados con el resto de aprendices.

Su destreza estaba únicamente destinada para defender a los suyos y la corona, no para desperdiciarla en peleas absurdas.

Y también había comenzado a disfrutar la paz. Aquella paz que se la había sido arrebatada de niño y que, cuando la noche decidía no castigarlo con las claras imágenes del calvario vivido antes de llegar con los caballeros, lo arrullaba con una ternura que lo hacía dudar sobre su estancia en la tierra.

Asimismo, el miedo y respeto infundidos lo hicieron apreciar aún más la soledad con la que venían acompañados. Había internalizado que, desde la partida de su abuelo, estaba solo en el mundo, y en ella y la paz había encontrado su refugio, un lugar para descansar.

Bastaba un gruñido, una mueca, un cruce de brazos y estaría tranquilo por el resto del día.

¿Y su mirada?

Desde que tuvo el derecho a usar un yelmo, pocas veces la mostraba, y si alguien la veía, no podría olvidarla, pues desde aquella noche, el fuego en sus ojos nunca más se apagó.

 

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Un día llegó la ansiada noticia. Finalmente el rey buscaba un escudero para su hijo, el príncipe Arturo. Y no uno cualquiera, sino, aquel que fuese lo suficientemente capaz para luego convertirse en caballero real y la inquebrantable mano derecha.

Se realizó entonces el torneo real entre los más destacados aprendices, más por formalidad que por duda, pues la vacante ya estaba decidida desde el primer día, solo había que demostrar el porqué.

Lancelot ganó cada duelo con una eficiencia perfecta y los caballeros de la orden de Jules no tardaron en darle la razón a su majestad.

El muchacho de franjas rojas era el indicado para ocupar tan importante puesto dentro del castillo y en la familia real.

Fue anunciado ganador y pronto lo llevaron a aquella fortaleza donde se decidía el destino de Camelot, dejando atrás los días de aprendiz y listo para empezar su nueva vida sirviendo al futuro rey.

Lo que el azabache no sabía era que dentro de aquellas murallas de piedra caliza no solo le esperaba lealtad, sino, algo más que había perdido y haría temblar su armadura más de una vez.

Los muros se elevaban como gigantes de piedra blanca que parecían medir el valor de quien cruzara sus puertas, sin embargo, lejos de intimidarse, el joven erizo sabía que todo ahora se hacía definitivo. Que aquel lugar sería su destino, su deber, su vida entera y debía estar a la altura..

El sonido de sus pasos, el metal chocando entre sí, las capas ondeando al ritmo del andar del resto de caballeros, todo resonó sobre el suelo alfombrado de un terciopelo tan rojo como el de sus vetas.

No temblaba, no podía, pero estaba nervioso.

Había escuchado que Arturo era un chiquillo más o menos de su edad, carismático, energético, siempre en movimiento. Pensaba en cómo seguirle el ritmo, en cómo adaptarse a su agitada agenda, en cómo no cometer ningún error. El yelmo que cubría su rostro le devolvía la respiración en un eco suave y metálico que lo mantenía centrado. A salvo de ser leído, observado, juzgado.

A salvo de ser vulnerable, incluso de tan bondadoso rey.

El paso se detuvo en cuanto las puertas de madera se abrieron para mostrar el salón real, en donde lo esperaban el rey Jules con su porte firme, y a su lado con una sonrisa radiante, Arturo, intentando ocultar su emoción tras la formalidad de un príncipe.

El mismo que ahora tenía su vida en sus manos.

—Acércate, muchacho —ordenó el rey.

Lancelot avanzó hasta arrodillarse, manteniendo la mirada clavada en el piso, siguiendo los modales que Sir Vector le había inculcado desde pequeño.

Jules lo observó largo rato. Había algo en él, una mezcla de ferocidad y fragilidad escondida que presentía y que lo había impresionado desde la primera vez que supo de su existencia y vio su valor.

—Desde hoy, Lancelot —dijo el rey, con voz solemne—, serás el escudo de mi primogénito, el caballero mi hijo, la mano derecha del príncipe Arturo. Serás su sombra. Su espada. La vida del único heredero del reino estará ligada a la tuya hasta el fin de tus días. ¿Juráis servirle con honor, obediencia y lealtad hasta tu último aliento?

El corazón de Lancelot golpeó dentro del yelmo, sintiendo el peso de sus palabras asentarse dentro de él.

El juramento era del tipo que no se rompía.

Ni por miedo.

Ni por amor.

Ni por nada.

Colocó la mano sobre su pecho, justo donde dolía su pasado y latía su futuro.

Con la voz decidida, sin chistar ni dejar pasar un segundo más, declaró:

—Mi rey… lo juro por Gaia, por el reino, por mi sangre. Mi vida pertenece a Camelot. Y, a partir de hoy, mi deber, lealtad y convicción… al príncipe Arturo.

Jules asintió satisfecho.

El protocolo siguió su curso, otorgándole una nueva armadura, un nuevo yelmo y una espada forjada especialmente para él.

En cuanto la formalidad terminó, Arturo rápidamente dio un paso adelante hacia su nuevo compañero.

No conocía a más muchachos de su edad, salvo a Ames y algunos primos que lo visitaban eventualmente, pero ahora las cosas habían cambiado. Su padre le nombró un caballero, pero para él, se le había regalado algo más que eso.

Un nuevo amigo.

Uno que no se iría al anochecer y lo acompañaría en cada una de sus aventuras y travesuras, pues, después de todo, su rosada amiga no podía hacerlo todas las veces.

—Déjame presentarme, aunque ya me conocéis —dijo, extendiendo la mano no como príncipe, sino como igual—. Soy Arturo, pero puedes llamarme Sonic.

Lancelot lo miró a través del metal, inclinándose un poco por respeto, observándolo más de cerca y dejando que su melodiosa voz calara en él.

No debía hablar sin permiso, lo sabía bien, pero el rey observaba la escena en silencio, casi expectante, como si viera el nacer de algo que no fue capaz de otorgar en sangre a su pequeño.

—Es un honor… mi príncipe —respondió simplemente.

La mano de Arturo siguió estirada, paciente, sincera.

Y, tras un breve momento, tras el permiso disfrazado de casi imperceptible asentimiento, Lancelot la tomó, provocando un choque de metales que calló al salón entero con el fino sonido.

Arturo sonrió satisfecho, pero el azabache se quedó paralizado.

Nadie lo notó, para su suerte y gracias al yelmo, pero el joven erizo contuvo el aliento, incrédulo ante lo que sentía.

Esa mano, esa sensación, ese peso, esa electricidad.

Creyó no volver a experimentar.

Hacía años que no tocaba una mano tan cálida.

Hacía años que no sentía algo tan similar... al calor de una familia.