Chapter Text
Alistair estaba a pocas semanas de cumplir diecisiete años y aún no tenía un pokémon al que llamar “compañero”.
Bueno. En realidad, Alistair estaba a pocas semanas de cumplir diecisiete años, y todavía no estaba seguro de sentirse cómodo con ese nombre. No sin tener todavía una ciudad real en la que vivir, o una casa a la que poder llamar suya, al menos, mientras lo del nombre se resolvía.
Bueno. En realidad, en realidad, Alistair estaba a pocas semanas de cumplir diecisiete años, sin un pokémon al que llamar “compañero”, sin un nombre que se sintiese bien, sin una historia memorizada… y sin el vigorizante empujoncito de las manos gentiles que toda una vida se habían preocupado en darle aquello que llamaba “suyo”. Porque, siempre hijo del dinero que les brindó a ellos una casa donde vivir, el calor de un hogar y un nombre que, de ahora en más, no traería para sí más que escarnio y vergüenzas; todo lo que había celebrado familiar pesó junto a la tragedia de tener que lavar sus rostros y sonrisas con la misma fuerza con la que ahora diluía los rastros de bilis en sus dedos. Todos y cada uno de ellos condenados, por su seguridad, a nunca vadear más allá de las ínfimas costas donde la memoria era capaz de sembrar los pies sin lastimarse a sí misma.
Explicar por qué algo tan simple como una polaroid borrosa le alebrestaba el pecho daba más o menos igual cuando lo único que se atrevía a recibirlo frente al espejo eran los manchones de un rostro que era y había sido. Los bordes habían sido marcados con letras negras y en mayúsculas que deletreaban “CASA”, como si el simple hecho de existir y gritárselo en silencio a la cara fuese suficiente para materializar algo más que un peso inamovible sobre sus hombros. «Al menos la intención está», recordó de su madre, quien cada tanto intentaba brindarle cierta sensación de estabilidad en el huracán al que eran sus mañanas, corriendo de cuarto en cuarto y memorizando números telefónicos que, de otra forma, nunca vería la necesidad de usar otra vez. Un pequeño soplo de normalidad en una situación que parecía tener la morbosa fascinación de quitar el suelo bajo sus pies. Todos esos privilegios, claro…, y cuando recordase dónde estaba su nuevo y brillante lugar: en los silencios esquinados y miradas contemplativas que fallaban recordar algo tan importante como «Hey, tonto. Eres capaz de sentir».
Porque… él ya no era “Alistair”, sin pokémon, sin familia y sin un lugar al que pertenecer en la brillante región oligárquica que erguía con orgullo sus monumentos de paz.
Ahora, él era Alistair (“AEL-ihS-Teh-R”, según la tarjeta de pronunciación); sin pecados, sin sombra, y sin ganas de embarcarse en el mismo tedioso viaje que se forzó a iniciar en su dulce niñez, ya fuese para darle un trasfondo significativo a las sonrisas orgullosas de su madre, o porque la protección de testigos requería que hiciese una nueva vida en el infierno al que les arrojaron sin preguntar.
Eveline (nombre que sí se le hacía fácil recordar), no había tenido reservas con su emoción cuando le informó que uno de los hombres más buenos e influyentes de la región, el profesor Augustine Sycamore, le había dado el visto bueno a sus centinelas para embarcarlo en su pequeña excursión enciclopédica. Oferta que no solo se limitaba a su integración de una división de niños prodigio que lo harían desarrollarse en esa importante experiencia formativa —¿maestro pokémon? ¿Investigador? ¡Quién sabe!—; sino que también le brindaría el privilegio de escoger uno de los tres pokémon iniciales que la región de Kalos otorgaba a sus jóvenes aspirantes.
—Fuego, agua y planta —acallada por el barullo del aeropuerto internacional, la voz de su madre había sonado nostálgica. Ella nunca fue gran fan de las criaturas. No que él supiese. Sin embargo, el cambio de aires parecía haberle vuelto más prudente con respecto a ciertos temas—. Es reconfortante saber que, pese a la distancia, hay cosas que no cambian.
Alistair no tuvo reservas para murmurar una profanidad. En cualquier otro momento, aquello le habría costado un resoplido de Nana, o una risilla intrépida por parte de quien le incitaba a ello. Lavar el confort que le provocaban esa clase de pequeñas cosas era difícil si no se concentraba, pero él sentía que estaba mejorando. Una técnica en camino a perfeccionarse, incluso si sus mejillas sonrosadas por el frío indicaron lo contrario.
—Nada ha cambiado… —expresó al cabo; la cerámica, tibia entre sus dedos, le ayudó a ello—, si ignoras el hecho de que enumeran sus rutas desde el uno.
Ante la mirada escrutadora de su madre, Alistair dio otro sorbo a su café. El saborcillo terroso típico de los campos de Alola le hizo fruncir el ceño. Hacía mucho que no daba una vuelta por sus deslumbrantes playas, y dudaba bastante poder volver a tocar suelo tropical en lo que le quedaba de vida.
—No sería la primera vez que pasa, cariño. —La mirada olivácea de Eveline buscó algo entre la multitud a su espalda. Sombras, recuerdos—. Unova lo hace. Siempre lo ha hecho.
Sin ganas de un revés ingenioso, Alistair dejó que los avisos del altavoz ahogaran el resto de la conversación. Un vuelo a Sinnoh con escala en Hoenn partiría en quince minutos; la voz metálica de los parlantes hizo un último llamado a los interesados para que se dirigieran a la zona de abordaje. Si tenían suerte, su vuelo a Kalos sería el siguiente.
—Pero… No vamos a Unova, ¿cierto? —concluyó la mujer, perdida en su propio mundo. Luego, como quien no quiere la cosa, hizo señas apremiantes al mozo que les atendió.
Lo siguiente que viene a él cuando debe recordar ese día es el pequeño tríptico turístico que rapiñó de un estante al fondo de la sala de espera. Ubicado estratégicamente junto a los cubículos que vendían variedad de dulces tradicionales, muñequitos de plástico y la siempre confiable barra de chocolates y golosinas, Alistair se sumió en lo que paulatinamente se convertiría en su única diversión por el resto del viaje: Kalos como producto. Como una idea que sentías haber perdido hace mucho tiempo, sin saber cuánta falta te hacía tenerla en brazos. Un entramado de montañas, ríos y valles dispuestos en acuarelas para dar luz a un edén personal, mientras su historia y folklore tomaba el arduo trabajo de dar voz a la fantasía que eran sus tierras.
Por desgracia para la región, Alistair conocía ya la mayoría de esos trucos. Una infancia recolectando sellos en pasaportes no transcurría sin dejar huella, mucho menos si era algo que activamente le interesó por un periodo bastante significativo en su vida. Además, ¿por qué la mayoría de sitios tenían que tener nombres tan artísticos y pomposos?
«Oh, por Arceus en lo alto», pensó, torciendo los labios. Si ellos, los kalosianos, sentían la necesidad de vender sus maravillas sobre un papel barato en una tienda de regalos, entonces lo que fuera que tuvieran en sus tierras no debía ser tan bueno y profundo como querían convencerle. No, señor. Él lo había dicho una vez hacía mucho tiempo, al fondo de un escandaloso rebaño de niños en uniformes, y tal parecía que las cosas no cambiarían ahora que la vida tuvo la graciosa idea de volverlo a raíces más humildes para el descubrimiento.
“¡Ven y disfruta del legado histórico que remonta más de tres mil años en nuestra siempre abundante tierra!”
(Imágenes de cascadas, un valle, monolitos y tres cuadros desencajados de la capital)
“Los cinco sitios imperdibles que no puedes pasar por alto mientras recorres las grandes ciudades”.
—Atención, por favor. —El parlante emitió tres campanadas melódicas. Alistair, consciente de qué venía, echó un vistazo a la gran ventana que daba hacia la pista de despegue—. Extendemos nuestro llamado a los pasajeros del vuelo ciento dieciocho con destino a Kalos. Les pedimos, por favor, se acerquen a la puerta de embarque número cuatro, así como recordamos tener a mano la documentación pertinente para su identificación y abordaje. Agradecemos su colaboración y les deseamos a todos un buen viaje.
Tin, tin, tin.
Alistair buscó a su madre entre una multitud que despertaba de su letargo. Si bien no le hacía mucho peso dejar que el último avión de la noche se fuera sin ellos, tan acostumbrado como lo estaba a dormir en suelos fríos y salones bulliciosos, la idea de perderlo por culpa de su indecisión trajo un picor incómodo en sus palmas. ¿Qué la tenía tan embelesada? ¿Si debía llevar un llavero de growlithe o esa fea figurita de cerámica de un vulpix sin colas?
—Sí, mira… —Alistair se sostuvo el puente de la nariz cuando su madre le preguntó qué opinaba. El alboroto de pasos y voces amenazó con empeorar su jaqueca—. Cualquiera que te haga sentir mejor, mujer. No es como si te gustasen los de tipo fuego, de todas formas.
Con la chuchería bien guardada en una bolsita plástica, Eveline le entregó los boletos al uniformado junto al último umbral que los separaba del largo pasillo hacia el avión. Alistair observó con una expresión vacía al proceso. No había razón para darle un adiós más ceremonial a su tierra natal. No existían tampoco suficientes salas de espera en ese lado de la región, no pasillos o cuartos fríos y metálicos, que lo hicieran sentir nostalgia por esa parte tan extraña de su vida. Para la ocasión, un suspiro cargado de algo más que el frío polar de los aires industriales debería bastar para infundir algo más que una dignidad derrotista en sus pesares: cargar consigo la certeza de que no quedaba más para él que bosquejos de recuerdos, y que las pocas siluetas de voces y sonrisas que agitaban una despedida imaginaria bajo las sombras de la tarde sería mejor dejarlas morir con el resto de pasajeros apretujados en la cabina.
Su madre se decantó por un silencio inusual apenas despegaron de la pista, ahorrándose los ocasionales comentarios de cómo el atardecer pintaba las nubes de rosas y morados, o cómo las pocas estrellas que vadeaban un firmamento pronto a la llovizna tendían confundirse con los luceros y señales de las antenas del aeropuerto.
—Una de las camareras en la barra me dijo que las cafeterías de la capital debía ser una parada obligatoria cuando lleguemos. —El susurro enérgico de una mujer joven agitó los sueños dispersos de Alistair. Bien acomodados en sus lugares, una de las aeromozas le habían dado una almohada para el cuello luego de ver sus patéticos intentos por acurrucarse en el duro asiento de semi-cuero. ¿No pudieron también darle tapones para oído?—. Tú crees, cariño… ¿Crees que podamos ir ho… mañana?
La risilla de un hombre se ganó el reproche de la muchacha. Alistair gruñó, frunciendo el ceño. La pareja frente a él era joven y sensiblera. Recién casados, según cómo parloteaban respecto a su paradisiaca luna de miel, en tanto ella señalaba con emoción el mismo desgastado folleto que se topó en las tienditas.
—Tenemos el hotel para cenar y ponernos cómodos —dijo el marido—. Ya ha sido un día bastante agitado, ¿no crees?
—Recuérdame llamar al señor Jean-Pierre cuando aterricemos, hijo —farfulló su madre, dándole un susto—; luego de que haya cambiado la tarjeta del teléfono por la que me dieron en el hostal.
Alistair levantó una ceja. Su madre miraba por la ventana con una expresión indescifrable. No todos los asientos tenían sus pequeñas luces apagadas, por lo que las sombras de los que sí iluminaron parcialmente el rostro de la mujer, dándole un aire mucho más deprimente y pueril de lo que Alistair creyó ver jamás.
—¿Iremos al hotel cuando lleguemos? —preguntó, de voz grave y aletargada. Eveline no se volvió a mirarlo.
—No —dijo, y juntó las manos sobre su regazo. Ya no tenía ningún panfleto. Tampoco anillos—. Iremos directo a la nueva casa. En el pueblo aquel que nos dijeron. Pueblo Boceto.
Un vacío perplejo golpeó el estómago de Alistair, lavando de sí cualquier intento por descansar lo que quedaba de vuelo.
Si el culpable de ello había sido la cadencia en sus palabras, la creciente turbulencia que bamboleó la máquina, o la abrupta realización de las aguas negras y tormentosas que acortaban la distancia entre ellos… él no tuvo tiempo para decidirlo.
—Tengo… —Sus dedos se encontraron con el frío broche del cinturón. Tenía manchas de óxido hacia los bordes y era incómodo contra su vientre—. V-voy al…
¿Mal de alturas? ¿Un movimiento improvisto del viento contra el maldito pájaro metálico?
Habiendo hecho gran parte de su infancia entre compartimientos privados y pantallas con las que distraerse, Alistair no le había dedicado un solo pensamiento a la posibilidad de sufrir vértigo. Jamás había necesitado una bolsa; nunca el terror paralizante de pensar hacia dónde iba y qué le esperaba allá. Porque él, por muy difuso que le pareciese el mundo ahora que tambaleaba por el pasillo, nunca lo había necesitado. La caridad, el cuidado. La preocupación por qué le depararía el destino…
—Cariño…
Alguien golpeó la puerta del baño. Suave.
Alistair dio otra arcada en el inodoro, sosteniéndose con fuerza de la cerámica. Decir cuándo llegó sería tan difícil como pensar en cuánto tardaría en salir, demasiado absorto en su patético revoltijo de bilis y solo bilis, sin rastro alguno de comida.
—Sé que los viajes largos nunca te han sentado bien, cariño —el tono dócil de su madre le causó náuseas. Ella no podía verlo así. No podía.
Los nudillos de Alistair palidecieron cuando volvió el rostro hacia la puerta.
—Pero… tenemos que irnos ya, dulzura. ¿De acuerdo? —continuó ella, seguidos de murmullos más lejanos. Alguna azafata, supuso—. El taxi nos pasará buscando dentro de media hora, y estas buenas personas necesitan que dejemos el avión pronto para terminar su trabajo. ¿Está bien, Alistair?