Chapter 1: Capítulo 1.
Chapter Text
“Algo no está bien.”
El cuerpo en la cama se agitó levemente, como si el malestar se filtrara desde lo más profundo de su ser. Al abrir los ojos, la primera imagen que percibió fue un techo desconocido, ajeno, completamente fuera de lo que esperaba ver al despertar. Sin duda, no estaba en casa.
El miedo comenzó a invadirlo, un frío inusual que tensó sus músculos antes de que pudiera procesar dónde estaba. Su respiración se agitó y, por un instante, el terror tomó el control de sus pensamientos. ¿Dónde estaba? ¿Cómo había llegado allí? ¿Qué le habían hecho? La posibilidad de estar atrapado en un sueño, de haber sido secuestrado, de haber sido ultrajado, se entremezclaban en su mente sin darle espacio para hallar respuestas. Cada suposición era peor que la anterior, cada incertidumbre se clavaba con angustia en su pecho.
Las voces de dos mujeres rompieron el silencio, lejanas al principio, pero firmes. Mantenían una conversación en inglés fluido y apresurado, ajenas a la confusión que dominaba al joven en la cama. Sus atuendos no encajaban con nada que el tratara de recordar; parecían salidas de una película de época, con vestidos anticuados y sombreros de copa puntiaguda con ala ancha.
Nicholas se movió con esfuerzo, tratando de incorporarse, su mirada fija en las figuras. El ligero cambio no pasó desapercibido.
Las mujeres se detuvieron de inmediato.
Una de ellas cruzó la distancia en cuestión de segundos, inclinándose hacia él con una expresión expectante.
—Are you alright, Mr. Scratch? Do you feel any better?
Nicholas parpadeó, confuso. ¿Quién era ese tal Scratch? No tenía sentido.
—¿Quién...? —murmuró, su voz atrapada en el desconcierto— Yo soy...
La frase quedó inconclusa.
Un dolor ardiente irrumpió en su cabeza, cortando cualquier intento de respuesta. El mareo llegó como una embestida, un golpe brutal que lo obligó a doblarse por el costado de la cama, su cuerpo invadido por las náuseas.
El vómito fue instantáneo, e incontrolable.
—¿Qué le sucede, Poppy? —la pregunta llegó cargada de alarma.
—¡No lo sé, Minerva! —exclamó la mujer a su lado, sosteniendo el brazo de Nicholas para evitar que se desplomara— Lo revisé mientras estaba inconsciente. No encontré nada extraño ni fuera de lo común.
El dolor se disipó tan abruptamente como había llegado. Nicholas exhaló, sintiendo el alivio recorrer su cuerpo.
Madame Pomfrey al percatarse de que el cuerpo del joven se volvía a relajar, no perdió tiempo en acomodarlo nuevamente, presumiendo la eficacia de sus habilidades no le dio oportunidad de resistirse.
—Señor Scratch, ¿comió o bebió algo fuera de lo común en el tren? ¿Tal vez algo de magia salió mal?
Las palabras de la mujer flotaron en el aire.
Nicholas se aferró a ellas, tratando de darles sentido, pero lo único que obtuvo fue más confusión. ¿Quién era Scratch? ¿De qué tren hablaban? ¿Magia?
Nada encajaba.
Sin embargo, algo sí estaba claro: podía entenderlas perfectamente. Cada palabra en inglés se deslizaba en su mente con una claridad imposible. No había barrera de idioma, ni esfuerzo consciente por traducir, solo la certeza de que sus palabras llegaban a él de manera natural, como si siempre lo hubiera hablado.
Pero no podía ser.
La comprensión era instintiva, automática, y aquello lo inquietó más que su propia desorientación. Para él, el inglés había sido un muro imposible de cruzar; los verbos irregulares, la pronunciación traicionera, la sintaxis extraña, todo le había resultado una tortura. Nunca había dominado el idioma, y ahora, en medio de este caos, lo entendía sin esfuerzo.
Un escalofrío le recorrió la espalda.
Era demasiado fácil.
Demasiado natural.
Como si su mente ya no fuera enteramente suya.
Madame Pomfrey esperó un instante por una respuesta que no llegó. Luego, sin vacilar, sacó la varita del delantal, apuntó al suelo y, con un movimiento rápido, hizo desaparecer el vómito.
Nicholas ni siquiera reaccionó.
Al menos, no externamente.
Pero su mente se tambaleó.
Lo que acababa de ver debía tener una explicación lógica, se trataba de un truco, alguna forma avanzada de tratar de jugarle una broma. No podía ser real.
Su mirada se deslizó hacia el suelo ahora impecable, buscando alguna prueba de que lo que acababa de ver no era más que un engaño. Pero no había rastros, ni residuos, ni nada que apoyara su hipótesis.
Era magia.
Un escalofrío le recorrió la espalda.
No era como leerlo en un libro, no era como ver los efectos en una película. Lo había visto con sus propios ojos.
Tal vez aún dormía. Tal vez esto era solo una pesadilla confusa y dolorosa.
—¿Nicholas?
El nombre lo hizo girar inconscientemente. Si, ese era su nombre, o la forma de pronunciarlo en inglés.
Por un instante, su mente vaciló.
Vaciló al percatarse de que la respuesta estaba ahí, lista, construida con precisión en su cabeza antes de que siquiera se hubiera planteado pensar en ella. Pero ¿cómo?
La sensación era extraña, como si la lengua se moviera por sí sola, como si las palabras no fueran suyas, pero, al mismo tiempo, sí lo fueran.
—Yo… ¿sí, profesora? —respondió.
Las palabras salieron en inglés, sin esfuerzo. Demasiado fácil.
McGonagall frunció el ceño.
No solo por el tiempo que se había tomado en responder, también por el tono vacilante, la duda que se reflejaba en su mirada. Nicholas no parecía seguro de sí mismo, sus expresiones cambiaban demasiado rápido, fluctuando entre el temor, la sorpresa, el desconcierto y el nerviosismo.
Por un instante, la profesora vio algo diferente en él, algo que no encajaba con un estudiante de Hogwarts.
Algo que le recordó, fugazmente, al desconcierto de los padres muggles de algunos de sus estudiantes.
Minerva McGonagall negó ligeramente, pero continuó.
—¿Puede recordar lo que hizo hoy antes de la ceremonia de selección?
Nicholas parpadeó.
¿Ceremonia?
Nicholas intentó concentrarse, claro que el recordaba lo que estaba haciendo, o eso creía.
Sin embargo, tras unos minutos esforzándose, para su pesar, se dio cuenta de que su mente se sentía como una hoja en blanco, borrosa, fragmentada.
¿Qué había hecho antes de despertar aquí?
Se esforzó un poco más, tratando de pensar en las posibilidades, ¿estaba cenando? ¿leyendo? ¿caminaba? ¿estaba en cama?
Entonces los destellos de imágenes aparecieron en su mente.
Fue a la cama temprano. Si, ahora lo recordaba con claridad, tenía que madrugar para su trabajo de medio tiempo. Se había forzado a dormir antes de la medianoche para no arrastrarse cansado durante el día siguiente.
Pero… otro recuerdo apareció, ajeno a esa rutina.
La entrada al Gran Comedor.
Las velas flotaban sobre su cabeza. Las cuatro mesas, Las túnicas, y, los colores en ellas.
Entonces, un torrente de recuerdos imposibles apareció en su mente, imágenes superpuestas unas sobre otras arrollándolo con la fuerza.
Treinta y cuatro años de recuerdos.
Veintiún años de una vida que parecía haber terminado demasiado pronto.
Si, primero estaban esos recuerdos, el ultimo era haberse ido a la cama. Y, entonces se habrían paso trece años de recuerdos de una nueva vida.
Lo comprendía, o trataba de hacerlo.
Ahora era Nicholas Scratch, un estudiante de tercer año en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería.
La verdad lo golpeó sin piedad, expandiéndose en cada rincón de su mente con una claridad brutal.
Y nuevamente el miedo se instaló en su pecho, tan físico como el dolor reciente. Las náuseas regresaron, pero esta vez no por la incomodidad de su cuerpo.
No solo era un estudiante de tercer año. Era 1993
Harry Potter estaba en tercer año.
El pensamiento fue una chispa al inicio, un destello fugaz, pero en cuanto la chispa se convirtió en fuego, consumió todo lo demás.
El giratiempos de Hermione.
Sirius Black.
Peter Pettigrew.
Todo cayó sobre él como un pie sobre un insecto, aplastándolo.
Él sabía lo que iba a pasar.
Las muertes.
Los sacrificios.
La guerra.
Su estómago se encogió con un miedo primitivo que nada tenía que ver con la desorientación inicial. No se trataba solo de quién era ahora.
Se trataba de lo que ocurriría.
Ese universo de ficción, las tramas que alguna vez había leído y discutido con emoción. Ahora eran su realidad.
Y él estaba atrapado en medio de todo.
El miedo había sido sustituido por pánico.
McGonagall observó desconcertada al chico.
—¿Nicholas? —Insistió.
La profesora lo observaba con paciencia, pero también con expectativa.
Nicholas sabía que debía responder, pero su mente seguía atrapada en la tormenta de pensamientos que lo consumían.
¿Qué debía decir?
Se tomó un segundo. Respiró.
Debía de pensar con claridad. Como un adulto.
El concepto lo golpeó con cierta ironía. ¿Podía considerarse un adulto? Había vivido veintiún años antes de esto, había tenido responsabilidades, problemas, una vida bajo reglas distintas. Pero ahora tenía trece años.
Su cuerpo era diferente. Su voz, su entorno.
Su edad, para los presentes, era la de un niño.
Pero esas dudas “existenciales” tenían que esperar.
McGonagall seguía esperando una respuesta, y no podía darse el lujo de quedarse en silencio.
La verdad no era una opción.
Si soltaba todo lo que pasaba por su cabeza, si confesaba lo que sabía, si admitía que tenía recuerdos incompatibles con su edad, terminaría en el hospital San Mungo en cuestión de horas.
No podía arriesgarse a eso.
Tenía que mentir.
La primera regla era simple: mantenerse dentro de lo creíble.
La segunda: no dar más información de la necesaria.
Se humedeció los labios, controlando la respiración, y finalmente habló.
—No sé qué me pasó. Solo recuerdo el dolor.
Su voz sonó lo suficientemente cansada, lo suficientemente confundida, lo suficientemente creíble.
Madame Pomfrey frunció el ceño, pero no por desconfianza. Más bien, por la falta de información con la que debía trabajar.
McGonagall asintió lentamente, como si evaluara su respuesta, pero no insistió.
Por ahora, la mentira parecía funcionar.
Pomfrey no insistió, aunque su mirada seguía cargada de evaluación mientras lo examinaba. Sus manos trabajaban con eficiencia, midiendo su temperatura, analizando sus signos vitales, determinando con la experiencia de años que el joven frente a ella no tenía nada físicamente preocupante.
Pero no se detuvo ahí.
Con un movimiento fluido, sacó su varita y la colocó suavemente sobre el pecho de Nicholas.
—Revelio Maleficium —murmuró, su voz firme pero tranquila.
Un leve resplandor azul emanó de la punta de la varita, extendiéndose en ondas sobre el cuerpo del joven. Nicholas observó, inmóvil, mientras el brillo se desvanecía sin dejar rastro.
Pomfrey frunció ligeramente el ceño, moviendo la varita hacia su frente.
—Diagnosio Magicae —recitó, esta vez con un tono más bajo.
La varita vibró levemente en su mano, pero no emitió ningún destello. Pomfrey asintió para sí misma, como si confirmara algo que ya sospechaba.
—Nada fuera de lo común —murmuró, más para ella que para los demás.
Nicholas no pudo evitar sentir un escalofrío. Los hechizos eran suaves, casi reconfortantes, pero la idea de que su cuerpo pudiera estar siendo analizado por magia lo hacía sentirse vulnerable de una manera que no podía explicar.
Pomfrey guardó la varita con un gesto decidido.
—Físicamente está bien, y no hay rastros de magia oscura o alteraciones mágicas. Sin embargo, deberá quedarse esta noche.
La sanadora se retiró un momento, regresó con una pequeña poción en un frasco oscuro y se la tendió.
—Bébalo. Es una poción de sueño sin sueños —explicó con voz firme—. Descansará profundamente y no tendrá interrupciones.
Sin sueños.
La idea lo inquietó más de lo que esperaba.
Nicholas no bebió de inmediato.
Dormir sin sueños significaba no procesar nada, no enfrentar los recuerdos sobrepuestos, no encontrar fragmentos de respuestas en su subconsciente.
Solo vacío.
Pero tal vez eso era lo mejor. Tal vez no debía enfrentarse a lo que su mente escondía.
Inevitablemente, bebió la poción. No tenía otra opción.
El líquido fue cálido y reconfortante, y el efecto no tardó en asentarse.
Pomfrey asintió con satisfacción.
—Descanse, señor Scratch. Si no sucede nada fuera de lo común esta noche, podrá asistir a clases mañana.
Nicholas se tumbó en la cama, sintiendo el efecto de la poción arrastrarlo hacia el sueño inmediato, absoluto.
No hubo resistencia.
No hubo imágenes.
No hubo recuerdos sobrepuestos.
Solo oscuridad.
Pero en algún rincón de su mente, la certeza de lo que sabía seguía ahí, esperando a despertar con él.
Chapter Text
El amanecer trajo consigo una claridad inesperada.
Nicholas Scratch abrió los ojos, sintiendo su mente más ordenada de lo que había estado la noche anterior. Sus recuerdos no estaban fragmentados ni superpuestos. Eran nítidos, definidos, como si estuvieran organizados en una línea perfecta, separando con precisión dos vidas distintas.
Su último recuerdo como Nicolás —no Scratch, sino el hombre de veintiún años que había vivido en el mundo en el que Harry Potter solo era una historia de ficción— era irse a la cama la noche del 1 de septiembre de 2016. Ese pensamiento marcaba el final de una existencia y el inicio de otra. Trece años de vida en este mundo, en el que era nuevamente un niño que hacía dos años había empezado a asistir a Hogwarts, se acomodaban en su memoria con una fluidez irreal.
Todo se sentía familiar y, al mismo tiempo, extraño y nuevo.
La certeza de pertenecer a este mundo contrastaba con la inquietante sensación de ser un intruso en su propia vida. Sabía cómo moverse por el castillo, cada pasillo, cada escalón engañoso, como llegar a cada clase. Pero no debía estar aquí.
El pensamiento lo perturbó, pero lo apartó con esfuerzo. No era el momento. Debía de concentrase, analizar lo que sabía.
Nunca, en ninguno de los libros que había leído, se mencionaba a un tal Nicholas Scratch.
No existía en el canon de la historia de Harry Potter.
Y, sin embargo, aquí estaba, con recuerdos de una vida familiar y dos años en los pasillos de la escuela.
Cuestionar la existencia de Nicholas Scratch, su existencia, solo basándose en los libros, era inquietante. Pero…
La historia de Harry Potter nunca había pretendido ser una lista exhaustiva de cada estudiante en el colegio.
Hogwarts albergaba a cientos de alumnos, distribuidos en cuatro casas, cada una de ellas con siete promociones en formación.
El mundo de Harry Potter se movía en torno a los estudiantes con los que él interactuaba directamente, aquellos que impactaban su historia o que tenían algún papel en los eventos cruciales de su vida.
Pero eso no significaba que el resto no existiera.
Por cada Draco Malfoy y Cho Chang, había docenas de nombres que se perdían en la rutina escolar, en el anonimato de los pasillos. Pero todos ellos con una vida propia.
El colegio no giraba solo alrededor de Harry.
Lo podía ver en sus recuerdos, alumnos vivían su día a día, tomaban clases, hacían deberes, se metían en problemas y volvían a sus salas comunes sin que su existencia fuera relevante para la narrativa central.
Nicholas encajaba, era uno de ellos.
Era uno de los muchos estudiantes que simplemente nunca había cruzado el círculo inmediato de Harry Potter.
No había enfrentado a trolls, ni participado en la caza de la Piedra Filosofal. No era un jugador de Quidditch, ni un prefecto, ni alguien con una historia lo suficientemente llamativa como para aparecer en los libros.
Era solo otro alumno más.
Uno que, hasta ahora, había transitado el mundo mágico sin ser relevante para el destino de Harry Potter.
Eso no significaba que fuera ajeno a los eventos que se desarrollarían a cabo en los siguientes años. Sabía lo que ocurriría. Conocía la guerra que se avecinaba.
Consciente del curso de los eventos, Nicholas sabía que el anonimato no estaba garantizado.
Su estatus como nacido de muggles sería una diana en su espalda cuando llegara el momento.
Si quería sobrevivir, evitar convertirse en una víctima del caos cuando la guerra llegase, debía aprender a navegar en las sombras de la historia.
Debía prepararse.
Evitar a ciertas personas. No cruzar miradas con otras. No llamar la atención más de lo necesario.
Tal vez podría cambiar ciertos eventos estratégicamente, asegurarse de que Harry Potter tuviera ventaja antes de que la guerra estallara y tal vez acortar el tiempo o las consecuencias de esta.
Sin alterar el equilibrio más de lo necesario.
Pero...
¿Sería realmente posible?
El pensamiento quedó suspendido en su mente, como una advertencia latente.
Y si todo fallaba… se iría del país en cuanto el Ministerio cayera. Su padre, Johann Scratch, un compositor y productor musical muggle, tenía los recursos para salir de Inglaterra sin problemas. No sería cobardía, sino supervivencia.
Arriesgar su vida y la de su único familiar por una guerra inducida por un viejo loco y adultos ciegos sería estúpido.
Siguió acostado unos instantes, sumido en pensamientos que solo él podía comprender, hasta que el sonido de cortinas moviéndose lo sacó de su enredo mental.
Madame Pomfrey entró con paso firme y se acercó a la cama sin esperar una respuesta.
—Señor Scratch, ¿cómo se siente hoy? —preguntó, mientras ponía una mano en su frente y luego le tendía una poción en un frasco oscuro.
—Buenos días —respondió, sentándose en la cama. Tomó el frasco y bebió el contenido sin protestar.
La sanadora sonrió con satisfacción.
—Muy bien. En el baño encontrará ropa y túnicas limpias. Cuando termine, búsqueme, podrá ir por sus cosas antes de desayunar.
Nicholas asintió y se dirigió al baño.
Pero cuando se vio en el espejo, la lucha interna se intensificó.
Su reflejo lo observaba de vuelta, casi con la misma desconexión que él sentía.
Era su rostro.
Pero al mismo tiempo no lo era.
Las facciones eran jóvenes, la piel limpia de cualquier rastro de madurez. Los ojos marrones claros, la tez pálida, el cabello negro desordenado.
Nada de esto coincidía con la imagen que su mente aún conservaba de sí mismo.
La incomodidad se instaló en su pecho.
Se sintió fuera de lugar, atrapado en un cuerpo que no le pertenecía.
No como un simple cambio de apariencia.
Como una distorsión de la realidad en la que vivía.
En su cabeza, él seguía siendo un adulto.
Seguía pensando con los filtros de la madurez, con la experiencia de alguien que había transitado la vida mucho más allá de los trece años.
Su manera de procesar el entorno, de analizar la situación, no correspondía con la biología que habitaba ahora.
Pero su cuerpo contradecía cada impulso mental.
Los huesos eran más ligeros, las extremidades menos definidas. Su altura, menor.
El peso de sus movimientos diferente.
Era un adolescente otra vez. El 8 de julio, había cumplido trece años.
Y, sin embargo, nada de eso tenía sentido.
El choque fue inmediato, una sensación cercana a la disforia, un rechazo visceral al cuerpo que ahora debía habitar.
Tanteó su propio rostro con un dejo de incredulidad, recorriendo su mandíbula, su nariz, los ángulos de sus ojos.
Su tacto coincidía con la imagen en el espejo.
Pero no coincidía con la idea que tenía de sí mismo.
Era demasiado joven. Demasiado alejado de lo que se suponía que debía ser.
Pensar en lo que implicaba revivir esta edad hizo que la incomodidad se transformara en una pesadilla tangible.
Sus recuerdos de la adolescencia no eran particularmente gratificantes, y ahora tendría que atravesarla de nuevo, desde el inicio.
Con todas sus complicaciones.
Con todos sus cambios.
Con todos los conflictos de identidad que un niño de trece años debía enfrentar, pero con la conciencia de alguien que ya había pasado por ellos.
La paradoja lo inquietó.
Se apartó del espejo con cierta resistencia, como si mirarse demasiado tiempo pudiera agravar la sensación de desconexión.
Ciertamente, sería un asco revivirlo.
Madame Pomfrey lo revisó una última vez y con la advertencia de regresar si se sentía mal antes de dejarlo ir.
Al caminar por el castillo, todo era sorprendentemente familiar.
Llegar a la entrada de la sala común fue fácil: sabía dónde girar, cuándo saltar sobre un escalón falso, qué tapiz atravesar.
Se detuvo ante el cuadro de la Dama Gorda, cautivado por los detalles, como si lo viera por primera vez.
—¿Contraseña? —preguntó la retratada mientras se alisaba el vestido.
Pero antes de que pudiera responder, el cuadro se movió como si fuera una puerta, y del agujero circular salió Percy Weasley.
El pelirrojo lo miró con un gesto de cortesía forzada.
—¡Nicholas! ¿Ya te encuentras mejor? —preguntó, aunque su tono tenía un matiz de desaprobación—. Anoche armaste revuelo.
La emoción de "conocer" a un personaje de los libros se desvaneció de inmediato.
La expresión en el rostro de Percy, la mueca de falsa preocupación, el tono petulante y condescendiente hicieron que Nicholas sintiera irritación instantánea.
Y, según sus recuerdos, esa sensación era perfectamente normal con ese Weasley en particular.
—Hola, Weasley. Me encuentro mejor —respondió, tratando de no sonar cortante— ¿Cuál es la contraseña? —agregó antes de que el prefecto tuviera oportunidad de hacer más preguntas.
—¡Cierto! Es Fortuna Maior.
—Gracias. —respondió de forma tajante, pasando junto a él para a su habitación.
El pasillo donde estaban las habitaciones de los chicos seguía en el mismo lugar que recordaba.
Nicholas cruzó el umbral de la habitación tratando de guardar silencio, observando el espacio con una mezcla de familiaridad y desconexión.
Cuatro camas con cortinas de terciopelo rojo oscuro se alineaban en la habitación, cada una con su baúl al pie. Tres de ellas permanecían cerradas, ocultando a los otros ocupantes de la habitación.
Sus compañeros de cuarto.
No tenía una relación cercana con ellos.
Los leves ronquidos y balbuceos apagados tras las cortinas de cada una de las camas indicaban que ninguno de ellos esta despierto.
Nicholas se encogió de hombros mentalmente. Era lo mejor, no tenía las ganas o la intención de iniciar una conversación.
Se acercó a su propia cama, la segunda de la derecha, junto a la ventana.
Estaba tendida con precisión. Junto a la estructura de madera, su baúl descansaba intacto.
Sin perder tiempo, se inclinó sobre él y sacó su bolso mágico.
Era una bolsa discreta, de color oscuro, con refuerzos encantados en los bordes para evitar el desgaste.
Nada demasiado impresionante, pero lo suficientemente útil para aliviar el peso de los libros.
Podía almacenar sus pergaminos, plumas y tinta sin dificultad, además de los libros de sus materias obligatorias. Su capacidad era amplia, pero no infinita.
No se comparaba con la bolsa extendida de Hermione, pero tenía el encantamiento suficiente para que cargar todos los libros no fuera un martirio diario.
Mientras los acomodaba dentro, sus pensamientos viajaron automáticamente a su primer viaje al Callejón Diagon.
El recuerdo llegó con claridad, como una fotografía vieja desenterrada entre fragmentos recientes de memoria.
Había sido en compañía de la profesora Sprout.
El día anterior le habían informado que era un mago.
Aquel momento seguía siendo vívido en su mente, aunque ahora su perspectiva sobre él era completamente distinta.
Sprout le había entregado la carta con una sonrisa cálida, asegurándole que todo en ella era real.
Nicholas no lo había creído al principio.
¿Magia? ¿Hogwarts?
Las palabras habían sonado absurdas, irreales, sacadas de una novela de fantasía más que de la boca de una profesora de verdad.
Pero entonces, en el Callejón Diagon, la incredulidad de padre e hijo se evaporo.
El muro de ladrillos abriéndose para revelar las tiendas mágicas, el bullicio de los compradores, la imagen imponente de Gringotts en el fondo.
Cada detalle había marcado la diferencia entre su vida como muggle y la que ahora le era propia.
Su padre había estado con él en aquella visita, mirándolo todo con una mezcla de curiosidad y desconcierto.
Cuando llegaron a Flourish y Blotts, el peso de los libros lo había golpeado de inmediato.
Su padre frunció el ceño, observando el tamaño de los volúmenes con un gesto crítico.
—Esto no tiene sentido. ¿Cómo esperan que cargues esto cada día?
Fue en ese momento cuando insistió en conseguir una mochila “especial”, algo que pudiera aligerar la carga sin hacer que Nicholas sufriera por cada material escolar.
El encargado le presentó varias opciones, algunas demasiado ostentosas, otras demasiado básicas.
Al final, optaron por una bolsa reforzada con un encantamiento de reducción de peso, lo suficientemente funcional para que llevar varios libros no significara arrastrarlos por todo el colegio.
El pensamiento le arrancó una pequeña sonrisa.
Volviendo al presente, cerró el bolso y lo acomodó sobre su hombro.
Con todo listo, salió del cuarto y se dirigió al Gran Comedor.
El camino hacia el Gran Comedor transcurría sin esfuerzo, como si sus pies conocieran la ruta mejor que su propia mente.
No necesitaba prestar atención.
Sus pasos se movían con precisión instintiva, esquivando los escalones falsos, girando en los pasillos correctos, evadiendo los estudiantes que cruzaban a su lado.
Todo su cuerpo se desplazaba por el castillo con la facilidad de la costumbre, mientras su mente se hundía en una espiral de pensamientos que lo absorbían por completo.
La sensación seguía ahí. La incomodidad persistente.
El reflejo en el espejo había sido una confirmación brutal de lo que ya sabía, pero que aún no lograba aceptar del todo.
No era la primera vez que experimentaba esa desconexión. Cada mirada fugaz a sus propias manos, cada movimiento que notaba diferente en su cuerpo le recordaba que había cambiado.
Era Nicholas Scratch.
Pero al mismo tiempo, seguía siendo alguien más dentro de su propia cabeza.
El choque entre su conciencia y su biología lo perseguía como una sombra silenciosa.
Cada vez que levantaba la mirada, veía los pasillos como si los recorriera en dos tiempos distintos.
Como si su memoria evocara caminos gastados por pasos que no pertenecían a este cuerpo.
Giró a la izquierda. Bajó un tramo de escaleras. Evitó a un grupo de Ravenclaws.
Sus movimientos eran precisos, automáticos, como si siguiera una coreografía que había aprendido hace años.
Pero ¿cuánto de eso realmente le pertenecía?
El trayecto al Gran Comedor se desdibujó en su mente, sumergiéndolo más en la sensación de estar atrapado entre dos versiones de sí mismo.
Cuando finalmente cruzó las puertas, el murmullo de las voces de aquellos que, al igual que él, habían llegado temprano lo sacó abruptamente de su trance.
Sin pensarlo demasiado, se dejó caer en uno de los asientos libres y se sirvió algo de desayuno, aunque su atención estaba lejos del plato frente a él.
El aroma del café y el sonido lejano de conversaciones se fundieron en un telón de fondo borroso, un eco distante que no lograba romper el círculo vicioso de su mente.
Sus dedos rodearon la copa con un gesto ausente, sintiendo el calor del líquido sin realmente percibirlo.
El ruido a su alrededor se difuminó, cediendo espacio a los pensamientos que insistían en arrastrarlo de vuelta a la noche anterior.
La ceremonia de selección.
El Sombrero sobre la cabeza del pequeño Dennis Creevey.
El grito inmediato de "¡Gryffindor!".
El dolor.
La punzada fulminante en su cabeza, la sensación de ser arrastrado hacia la nada. Y luego, la oscuridad.
Luego, había cambiado.
—¡Nicholas! —exclamó una voz entusiasta, sacándolo de sus pensamientos.
David, uno de sus compañeros de cuarto, un chico inglés de padres muggles, se dejó caer en el asiento frente a él, con una sonrisa amistosa.
—No te vimos en el cuarto anoche, ni esta mañana. ¿Cómo te sientes? —preguntó, con evidente curiosidad.
David no era su amigo, no realmente. Pero, de sus tres compañeros de cuarto, era con quien más había conversado en los últimos dos años. Las conversaciones solían girar en torno a clases, nada más.
Nicholas, desde pequeño había optado por la distancia como su mejor escudo.
No porque temiera a los demás. Sino porque aprendió demasiado pronto que las sonrisas podían ser falsas, que el afecto podía ser interés disfrazado.
Años de acompañar a su padre, viendo cómo los adultos intentaban congraciarse con él para ganar favor en la industria musical, le enseñaron a reconocer la hipocresía disfrazada de amabilidad.
Sin embargo, En el mundo mágico, su apellido no tenía el mismo peso.
Aquí, nadie trataba de congraciarse con él para ganar el favor de su padre, nadie veía en él una oportunidad para establecer conexiones en la industria musical.
Su existencia en Hogwarts no dependía de las expectativas ajenas.
Y, sin embargo, la distancia seguía ahí.
Era demasiado tarde.
La costumbre de mantenerse apartado ya estaba arraigada en él, no como una decisión consciente, sino como una segunda naturaleza.
En su vida pasada, el aislamiento si había sido un método de preservación. La escuela no era un espacio seguro.
Ser cómo era en la escuela, había significaba aprender a navegar en un campo minado, esquivar comentarios disfrazados de bromas, decidir cuánto de sí mismo era seguro revelar.
La soledad en ese entonces fue una elección totalmente consciente. Con el tiempo eso había cambiado, pero al igual que con el niño, ya era demasiado tarde, se había vuelto parte de su personalidad.
Pero al pensarlo con más profundidad, una incómoda duda surgió en su mente.
¿Era realmente necesario continuar así?
Por primera vez, la respuesta no parecía tan clara.
Nicholas levantó la mirada. El Gran Comedor estaba casi lleno.
El reloj en su muñeca marcaba cuarenta minutos desde que había llegado, 40 minutos perdido en sus pensamientos.
—Me dieron algunas pociones y dormí bien. Me encuentro mejor —respondió sin entusiasmo.
David asintió, conforme con la respuesta, justo cuando Fred Weasley pasó repartiendo los horarios de tercer año.
—Los horarios de tercero —anunció, dejando un pergamino frente a él antes de marcharse.
Un estallido de risas surgió desde la mesa de Slytherin.
Nicholas levantó la vista junto con los demás, siguiendo la reacción.
Harry, Ron y Hermione acababan de sentarse, y en cuanto los vio, recordó la aparición del dementor en el tren.
La voz de Pansy Parkinson resonó desde la mesa de Slytherin:
—¡Eh, Potter! ¡Vienen los dementores, Potter! ¡Uuuuuuuuuh!
Las carcajadas se expandieron entre los estudiantes de su casa.
David se inclinó sobre la mesa, bajando la voz.
—¿Escuchaste lo de Potter?
Nicholas negó con un leve movimiento de cabeza.
David sonrió con cierto tono divertido.
—Dicen que se desmayó tras ver al dementor que subió al tren.
Nicholas frunció el ceño.
—Bueno, eso demuestra que no lo ha tenido fácil —respondió, sin bajar la voz—. Esas criaturas son asquerosas, se llevan la felicidad y dejan solo lo malo. Si su vida hubiera sido un campo de flores, no le habría afectado más que a los demás.
La afirmación fue clara, directa, sin suavizar el peso de sus palabras.
En la mesa de Gryffindor, Harry y Hermione levantaron la vista.
El comentario no había pasado desapercibido.
David pareció meditarlo por un segundo, antes de asentir.
—Sí, tienes razón.
No hubo más que decir.
Nicholas desvió la atención a su horario de clases.
Las materias obligatorias estaban ahí, como siempre.
Las optativas que había elegido al finalizar el año anterior también.
Adivinación y Estudios Muggles.
Frunció el ceño.
No le serían útiles.
Adivinación se vería opacada con el conocimiento que tenía de los próximos seis años.
Estudios Muggles era irrelevante para alguien que había vivido como muggle toda su vida.
Nicholas se puso de pie. Se despidió de David con un gesto breve, su mente ya enfocada en lo que debía hacer.
La mesa de los profesores estaba parcialmente vacía. McGonagall no estaba allí.
Tendría que buscarla en su oficina o en su aula antes del inicio de clases.
Dio media vuelta, avanzando hacia el vestíbulo principal. El pergamino seguía en su mano, sus ojos repasando las opciones disponibles en el programa académico.
“¿Que debería de elegir?”
Estaba tan absorto en sus pensamientos que no vio venir el impacto.
El choque fue breve, pero suficiente para interrumpir su marcha.
Nicholas levantó la vista de inmediato, preparándose para disculparse.
Pero entonces, el rubio abrió la boca antes que él.
—¡Fíjate por dónde vas! ¡Maldito sangre sucia!
El tono de desprecio fue absoluto.
El gesto teatral, sacudiéndose la túnica como si se hubiera manchado, desencadenó risas entre sus compañeros.
Nicholas se tensó al instante.
El insulto hirvió en su interior con rabia.
No fue solo el ataque. No fue solo la condescendencia. Fue el significado detrás de esas palabras.
"Sangre sucia."
El equivalente al racismo y clasismo en el mundo mágico.
La ira ardió en su pecho, una llama alimentada por años de supervivencia en una escuela pública donde los matones esperaban cualquier señal de debilidad.
Nicholas no podía callarse.
El ruido en el Gran Comedor se apagó de inmediato cuando la voz de Nicholas se alzó sobre el murmullo habitual.
—¿¡Yo, un sangre sucia!? —exclamó con fuerza, haciendo que los presentes giraran la vista hacia la escena.
Draco Malfoy se mantenía firme, su expresión de desagrado reflejaba una satisfacción anticipada.
Pero Nicholas no tenía intención de dejarlo ganar.
—¿Cuándo los que dicen ser sangre pura llevan generaciones fornicando entre primos y hermanos para tener vástagos?
El jadeo general recorrió las cuatro mesas como una onda expansiva.
Ese no era un tema que se mencionara en voz alta.
Nicholas sabía lo que estaba haciendo.
—No es de sorprender que los que presumen de ser sangre pura sean unos desquiciados que nacen locos o estériles, incapaces de seguir con su preciada línea de sangre.
Observó con fría suficiencia a los Slytherin, notando la incomodidad en muchos de ellos.
Algunas de las chicas bajaron la mirada, consternadas.
Malfoy se tensó de inmediato.
—¡Cállate! —gritó, su rostro adquiriendo un tono escarlata.
Nicholas no retrocedió.
—Ni la magia puede arreglar la asquerosa abominación que es fornicar con tu propia sangre —añadió, asegurándose de que el desprecio se reflejara en su expresión—. Eso sí es sucio y asqueroso.
El Gran Comedor quedó sumido en un silencio incómodo.
Nunca, o casi nunca, alguien mencionaba la endogamia de los “sangre pura” con tal franqueza.
Era un secreto a voces, un hecho que los hijos de muggles solían ignorar.
Pero Nicholas no era como los demás.
Había aprendido a reconocer los sistemas de poder y las grietas en ellos.
Y si Malfoy quería jugar con insultos, él estaba dispuesto a devolver el golpe con la misma intensidad.
Desde su posición, Nicholas podía ver los rostros tensos en cada mesa.
Al otro lado del salón, los profesores empezaron a ponerse de pie.
Malfoy levantó la varita y lo apuntó.
El hechizo estaba a punto de salir cuando la voz de Albus Dumbledore retumbó a sus espaldas.
—¿Qué está sucediendo aquí?
La pregunta no tenía tono de enojo ni sorpresa.
Nicholas aflojó la presión en su varita y relajó los hombros.
Malfoy bajó la suya con un movimiento tan fluido que parecía ensayado, haciéndola desaparecer en los pliegues de su túnica.
Nicholas se preparó mentalmente, componiendo una pequeña y falsa sonrisa antes de girarse hacia el director.
Evitó mirarlo directamente a los ojos.
—Buen día, director —saludó con formalidad—. Vera, Draco y yo estábamos intercambiando opiniones... lo que pensamos el uno del otro.
Dumbledore inclinó ligeramente la cabeza.
—Ya veo. Espero que ya hayan finalizado. Sr. Scratch, si no estoy mal, todos aquí deberían estar en clase.
Como por arte de magia, la campana de advertencia sonó en lo alto del castillo.
Nicholas miró su reloj.
Dumbledore tenía razón.
—Tiene razón, señor —asintió con leve inclinación—. Con permiso.
Sin esperar respuesta, pasó junto a él y abandonó el Gran Comedor.
Detrás de él, el movimiento del centenar de estudiantes llenó el espacio.
Cuando Nicholas salió al patio de transformaciones, notó de inmediato la falta de aire.
Había caminado más rápido de lo habitual. Casi corriendo.
Se detuvo junto a la puerta, recostándose en la pared, tratando de recuperar el aliento.
Debía mantenerse alejado de Dumbledore.
Evadirlo a toda costa.
O al menos empezar a trabajar en la oclumancia.
Más allá del miedo de que alguien husmeara en su mente, violando su privacidad, lo aterraba lo que podría ocurrir si el director o cualquier otro descubría lo que sabía.
La información de los años venideros.
Los cambios que podrían desencadenarse.
Lo que podrían hacerle por obtener esas respuestas.
Inspiró profundamente, se enderezó y continuó su camino hacia el aula de McGonagall.
Al llegar, encontró la puerta abierta.
El salón aún estaba vacío, pero la profesora ya se encontraba en su escritorio, revisando pergaminos.
Nicholas se detuvo en el umbral.
¿Cómo era posible que ya estuviera corrigiendo ensayos antes de que siquiera iniciaran las clases?
Dio un par de golpes en la puerta.
—Con permiso —murmuró antes de entrar.
Caminó por el pasillo que formaban los escritorios. A mitad del trayecto, McGonagall levantó la mirada, frenando sus pasos.
—¿Sucede algo, señor Scratch, se encuentra bien? —preguntó con tono severo— Madame Pomfrey me informo que hoy se encontraba en perfecto estado.
—Si profesora, estoy bien. —Dijo Nicholas con tono vacilante.
Estaba tan bien como podría estar alguien en su situación.
La mirada de McGonagall se desvió al reloj de la pared
—Entonces, en este momento debería estar de camino a su clase de Adivinación en lo alto de la Torre Norte.
Nicholas sintió el calor en sus mejillas.
—Sobre eso...
El joven de trece años no pudo evitar sentirse intimidado por la profesora.
—Quisiera cambiar mis clases optativas.
McGonagall frunció el ceño.
Se puso de pie y se acercó hasta quedar a pocos metros de él.
—¿Sus motivos?
Nicholas contuvo el aliento.
Los verdaderos motivos no eran una opción.
Sonrojado, la miró a los ojos y respondió rápidamente.
—El semestre pasado no lo tenía muy claro, y desconocía que algunas profesiones requieren de NEWTs específicos —desvió la mirada, esperando que su nerviosismo pareciera más vergüenza que mentira—. Estuve leyendo en el verano, y me di cuenta de que las clases que elegí no me servirían de mucho para lo que quiero.
McGonagall lo observó con atención.
Entonces su expresión se suavizó ligeramente.
—Ya veo.
El joven se sorprendió por su reacción.
La profesora no parecía molesta.
—Parece que le debo una disculpa, señor Scratch —continuó, sin esperar una pregunta—. No sabía que desconocía este aspecto al elegir sus optativas. Es encomiable que, por su cuenta, haya empezado a considerar sus planes a futuro. Sin embargo, parece que pasé por alto que algunos estudiantes podrían necesitar más orientación. Debí haberme asegurado de que esto quedara claro cuando hice el anuncio el semestre pasado.
—Descuide, profesora —se apresuró a decir Nicholas—. Después de todo, se puede arreglar... ¿cierto?
Trató de sonar ligeramente inseguro, esperando que McGonagall no lo cuestionara más.
Por un instante, la sombra de una sonrisa cruzó el rostro de la mujer.
Luego, dio media vuelta y regresó a su escritorio.
—Claro que se puede arreglar, señor Scratch. ¿Su horario?
Extendió una mano hacia él.
Nicholas entregó el pergamino rápidamente.
Se inclinó un poco sobre el escritorio, observando cómo McGonagall desdoblaba el pedazo de pergamino y le daba un golpecito con su varita.
Los espacios de las clases optativas quedaron vacíos al instante.
—¿Qué tiene pensado para sus clases, señor Scratch?
La profesora tomó otro pergamino, colocándolo junto al horario.
—Runas Antiguas y Cuidado de Criaturas Mágicas.
McGonagall asintió con aprobación.
—Una gran mejoría en su elección, teniendo en cuenta su promedio.
Volvió a revisar los pergaminos y con otro toque de su varita, los espacios se llenaron con las nuevas clases.
Extendió el horario actualizado hacia Nicholas justo cuando los primeros alumnos empezaban a entrar al aula.
Nicholas lo tomó con rapidez, agradeciendo con un leve asentimiento antes de salir.
Los pasillos estaban llenos de estudiantes que caminaban con prisa hacia sus respectivas clases.
Nicholas repasó el pergamino entre sus dedos, su mirada fija en las modificaciones en su horario.
En una esquina del documento, a consideración de McGonagall, había una nota con los libros que necesitaría para sus nuevas asignaturas.
- Runas Antiguas Fáciles
- Diccionario de Runas
- El Monstruoso Libro de los Monstruos
Parte de la mañana estaría libre.
Eso le daba margen para conseguir los materiales.
Tendría que pedir prestado el catálogo de Flourish y Blotts a Katie Bell en cuanto la viera, para así encargar los libros por lechuza.
Mientras tanto, buscaría en la biblioteca, con la esperanza de encontrar copias disponibles hasta que sus ejemplares llegaran.
Miró nuevamente su horario.
La clase con Hagrid era justo después del almuerzo.
Si alguien creía que la señora Pince tenía un ejemplar de El Monstruoso Libro de los Monstruos en su biblioteca, estaba delirando.
El pensamiento se instaló con frustración.
Si tan solo pudiera salir del castillo…
Un viaje de ida y vuelta por la red Flu no tomaría ni una hora.
Y ni siquiera tendría que viajar hasta Flourish y Blotts en Londres. Si recordaba bien, Hogsmade también tenía una librería.
Si tan solo pudiera salir…
La idea se instaló en su pecho con una sensación incómoda.
Por ridículo que sonase, el castillo empezaba a recordarle una prisión.
En su otra vida, había tenido la libertad de un adulto.
Ahora, ese concepto de independencia tenía que resultarle ajeno.
Pero no lo hacía.
Seguía presente.
Estaba por subir las escaleras del vestíbulo cuando dos chicos de Hufflepuff pasaron corriendo hacia las mazmorras.
Probablemente iban a su sala común, recordaba que en las mazmorras no solo estaba la entrada a la sala común de Hufflepuff, también estaba la de Slytherin y la entrada a la cocina.
La cocina.
Un lugar del que había leído muchas veces en los libros.
Sabía que existía, y que los elfos domésticos se encargaban de preparar las comidas para todo el castillo, que su presencia en Hogwarts era silenciosa pero indispensable.
Pero nunca había estado allí en persona.
Nunca había visto cómo funcionaba realmente.
El niño dentro de él sintió un impulso de curiosidad genuina.
Sería increíble poder verla, descubrir el espacio oculto que mantenía la vida de Hogwarts en marcha, ver por primera vez a los elfos domésticos.
Se trataría de una autentica primera vez, algo que en ninguna de sus dos vidas había visto.
Entonces la idea nació casi con distracción, a raíz de un deseo infantil de explorar un rincón que hasta ahora solo existía en palabras impresas.
Pero, la conciencia del adulto hilaba un pensamiento más práctico.
Si los elfos domésticos podían salir a “voluntad” del castillo…
Tal vez podría pedirles ayuda.
La idea tomo forma con mayor claridad.
Sí, tendría que tomarse un tiempo para conocer la cocina.
Podría hacerlo bajo la excusa de explorar un sitio nuevo, pero también con la intención practica de averiguar si los elfos podían conseguirle los libros que necesitaba.
Con un nuevo propósito en mente, cambió de dirección y bajó las escaleras tras los chicos de Hufflepuff.
Solo necesitaba localizar el pasillo de la entrada y encontrar el bodegón.
Al bajar, vio a los chicos girar a la derecha.
Camino tras ellos y al doblar en la esquina los chicos habían desaparecido.
Ese debía ser el pasillo.
Revisó cada cuadro hasta detenerse en uno enorme, del tamaño de la pared.
Sin pensarlo demasiado, le hizo cosquillas a la pera.
La fruta se sacudió entre unas inquietantes risas antes de sobresalir como el pomo de una puerta.
La cocina de Hogwarts era impresionante.
Una sala enorme, con un techo altísimo, tan grande como el Gran Comedor sobre ella.
Montones de relucientes ollas y sartenes colgaban de los muros de piedra, y una gran chimenea de ladrillo dominaba el extremo opuesto.
Cuatro largas mesas de madera, réplicas exactas de las del Gran Comedor, ocupaban el centro.
Alrededor de ellas, cientos de elfos domésticos trabajaban con precisión impecable.
Pequeñas criaturas con orejas grandes y murciélaguescas, ojos saltones y expresivos, vestidas con fundas blancas con el escudo de Hogwarts.
Al notar su presencia, los elfos más cercanos hicieron una reverencia.
Una elfina, con una voz aguda pero amigable, se acercó con entusiasmo.
—¿Le apetece beber o comer algo, señorito Scratch?
Nicholas parpadeó, sorprendido por la atención de la pequeña criatura.
—Oh, hola. Sí, por favor. Un poco de zumo de frutas estaría bien.
Al instante, dos elfos aparecieron con una bandeja cargada con una jarra, una copa y galletas.
Dejaron la bandeja en la mesa más cercana y volvieron rápidamente a sus labores.
Nicholas miró la bandeja por un momento antes de tomar la copa, sintiendo el fresco aroma de la fruta en el zumo.
—Vaya… Son muy eficientes. Gracias.
La elfina sonrió con evidente orgullo por el cumplido.
—¿Podemos hacer algo más por el señorito? —preguntó con genuina disposición.
Nicholas se inclinó ligeramente, evaluando la posibilidad.
—Bueno, no sé si puedan hacerlo. Y si no, no hay problema.
Trató de sonar casual.
—Me faltan algunos libros para mis clases. ¿Podría ir uno de ustedes a Flourish y Blotts o a la tienda de Hogsmeade? Claro, yo les daría el dinero.
La elfina se balanceó sobre sus pies, sus orejas agitándose un par de veces como si lo estuviera considerando con seriedad.
Entonces, con un pequeño saltito, asintió con la cabeza.
Nicholas sonrió con satisfacción.
—¡Genial!
Sacó un trozo de pergamino con la lista de libros y su monedero, extendiéndolos con cuidado.
—Estaré esperando aquí.
La elfina asintió con entusiasmo y desapareció con un sonoro ¡Pop!
Nicholas se apoyó sobre la mesa, exhalando con ligereza mientras su mirada recorría la cocina por primera vez con auténtica atención.
Los elfos trabajaban de manera impecable.
Ollas relucientes colgaban sobre el fuego, burbujeando con contenido humeante mientras algunos elfos agitaban cucharones.
Las largas mesas de madera se llenaban con bandejas preparadas, listas para ser enviadas al Gran Comedor en cuanto fuera el momento.
Nicholas dio un sorbo al zumo, disfrutando el frescor de la fruta sin pensar demasiado en su desayuno anterior.
Ahora que lo pensaba, recordaba vagamente lo que había comido, el hambre aún estaba presente.
La espera se sintió menos ansiosa, más tranquila, mientras observaba cómo los elfos mantenían en marcha la cocina del castillo.
No habían pasado cuarenta minutos cuando otro ¡Pop! a su lado lo hizo sobresaltarse.
—Aquí está lo que pidió el señorito —anunció la elfina, sosteniendo un paquete de papel marrón sobre su cabeza. Encima del paquete, su monedero descansaba intacto.
Nicholas tomó el paquete, sintiendo cómo se sacudía levemente entre sus manos.
—Te lo agradezco. Eres muy competente.
La elfina hizo una reverencia y se alejó dando pequeños saltitos.
Nicholas apretó con fuerza el paquete, que parecía tomar confianza, determinado a liberarse de su agarre.
Con una última mirada a la cocina, se dirigió a la clase de Transformaciones.
El camino de regreso al patio de transformaciones le tomó más tiempo del necesario. Cuando finalmente llegó, entró justo detrás de Harry, Ron y Hermione.
La mayoría de los asientos ya estaban ocupados, por lo que tomó el lugar junto a Hermione, con Harry y Ron sentados tras ellos.
La profesora McGonagall inició su conferencia sobre animagos, explicando la regulación sobre ellos y el complejo proceso de transformación.
Entonces, en una demostración espectacular, se convirtió ante los ojos de todos en una gata atigrada, con marcas en el pelaje que simulaban el contorno de unas gafas.
Segundos después, recuperó su forma humana con absoluta naturalidad.
Nicholas aplaudió, sorprendido por la transformación.
McGonagall frunció el entrecejo, observando a la clase.
—Gracias, señor Scratch… Bueno ¿Qué les pasa hoy? —preguntó, tras llamar la atención de todos con un pequeño estallido de su varita—. No es que tenga importancia, pero es la primera vez que mi transformación no consigue arrancar un aplauso de toda la clase.
Las miradas se volvieron automáticamente hacia Harry.
Nadie dijo nada.
Nicholas recordó de inmediato que ellos venían de la clase con Trelawney.
Se inclinó ligeramente hacia Hermione.
—¿Adivinación? —susurró.
Hermione asintió y levantó la mano.
—¡Por favor! —dijo, indignada—. Profesora, acabamos de salir de nuestra primera clase de Adivinación y… hemos estado leyendo las hojas de té y…
McGonagall interrumpió con un gesto exasperado.
—¡Ah, claro! No tiene que decir nada más, señorita Granger. Díganme, ¿quién de ustedes morirá este año?
Las miradas volvieron a posarse en Harry.
Él suspiró, resignado.
—Yo —respondió, bastante mortificado.
Nicholas lo observó por un instante, notando la tensión en sus hombros, el gesto incómodo en su rostro.
El muchacho bajito y flacucho.
No era lástima. Nunca lo había sentido así.
Pero algo en la escena lo incomodó de manera genuina. Algo que sabía que en realidad no sentiría el Nicholas de 13 años.
Harry ya estaba acostumbrado a cargar demasiadas cosas sobre sus hombros, y ahora, incluso en una clase, tenía que soportar otra mirada colectiva sobre él, como si fuera una profecía ambulante.
El silencio se sintió demasiado pesado, como si el aula entera esperara ver una reacción, como si el aire mismo estuviera en pausa, esperando a que Harry callera muerto en cualquier instante.
Nicholas decidió la atmósfera sofocante.
Antes de pensar en la lógica de la respuesta que había sido parte del argumento de McGonagall, en los libros, soltó una carcajada, inesperada pero intencionada, con el fin de desviar la atención.
Las miradas saltaron de Harry hacia él, descolocadas.
—Bueno… todos saben que cada año, la profesora Trelawney predice la muerte de un estudiante, ¿no?
Nicholas se inclinó ligeramente en su asiento, adoptando un tono deliberadamente casual.
—Y bueno, Harry es una apuesta segura.
No fue burla.
No fue desprecio.
Fue una afirmación parcial, que volvió un momento incómodo en algo casi mundano, que hizo que el peso sobre Harry disminuyera, aunque solo fuera un poco.
El comentario se quedó flotando en el aire.
Nicholas miró a McGonagall, buscando alguna reacción.
Ella inclinó la cabeza con aprobación.
—Sí, así es, señor Scratch.
McGonagall clavó sus ojos en Harry con firmeza.
—Tendría que saber, Potter, que, como ha dicho el señor Scratch, Sybill Trelawney, desde que llegó a este colegio, predice la muerte de un alumno cada año. Ninguno ha muerto todavía. Ver augurios de muerte es su forma favorita de dar la bienvenida a una nueva promoción de alumnos.
La profesora se detuvo un instante, como si tratara de contenerse.
—Si no fuera porque nunca hablo mal de mis colegas…
McGonagall volvió a frenarse a mitad de la frase.
—La adivinación es una de las ramas más imprecisas de la magia. No les ocultaré que me hace perder la paciencia. Los verdaderos videntes son muy escasos, y la profesora Trelawney…
Se quedó en silencio, mordiéndose la lengua antes de continuar.
—Me parece que tiene una salud estupenda, Potter, así que me disculpará que no le perdone hoy los deberes de mañana. Le aseguro que, si se muere, no necesitará entregarlos.
Hermione soltó una risa espontánea, al igual que Nicholas.
El ambiente se relajó por un instante.
Nicholas se giró en su asiento, observando a Harry y Ron.
Harry parecía mucho más tranquilo.
Ron, en cambio, seguía con un gesto de preocupación.
El murmullo de las alumnas detrás de ellos llamó su atención.
—Pero… ¿y la taza de Neville? —susurró Lavender a Parvati.
Nicholas rodó los ojos, harto del dramatismo.
—Deberías dejar esa clase, Harry. O cambiarla. Ahora que la mujer te ha visto muerto, no va a soltar el tema.
No esperó respuesta y se concentró en tomar nota de la clase.
Cuando la lección terminó, los estudiantes empezaron a recoger sus cosas, arrastrando sillas y organizando pergaminos con rapidez.
El flujo natural de la salida lo llevó al pasillo, entre conversaciones sueltas sobre adivinación y la “absurda” predicción de Trelawney.
David le alcanzó e igualo su paso mientras caminaban juntos.
—¿Qué fue todo eso? —preguntó—. ¿Qué pasó en la clase de Adivinación?
Nicholas se encogió de hombros, sin interés en extender el tema.
—No sé. Cambié mis optativas esta mañana. A futuro, la Adivinación sirve para muy poco. ¿No es irónico?
El tono cerró la conversación sin esfuerzo, desviando la atención hacia los pasillos abarrotados de estudiantes.
El Gran Comedor se desplegó frente a ellos, iluminado por los grandes ventanales y la multitud de alumnos que ya estaban acomodándose en sus mesas.
Nicholas tomó asiento, deslizando su bolso a un lado antes de sacar con mano firme El Monstruoso Libro de los Monstruos. Acaricio el lomo de este, que quedo inmóvil tras una sacudida.
Sabía cómo manejarlo, cómo asegurarse de que no intentara atacarlo.
Pero el volumen seguía probándolo, agitándose de vez en cuando, como si estuviera buscando una oportunidad para liberarse.
Cada vez que eso ocurría, Nicholas presionaba con fuerza el lomo, manteniéndolo en su sitio.
El ruido del Gran Comedor se desvaneció momentáneamente mientras se sumergía en la lectura.
Hasta que un golpe repentino de vajilla lo sacó de su concentración.
Levantó la vista justo cuando Hermione empujaba el estofado hacia Ron, su expresión firme, pero algo condescendiente.
—Ánimo, Ron —dijo—. Ya has oído a la profesora McGonagall.
Ron no parecía convencido.
—Harry —dijo en voz baja y grave—. Tú no has visto en ningún sitio un perro negro y grande, ¿verdad?
Nicholas frunció el ceño con discreción, sintiendo cómo la conversación tomaba un rumbo que le resultaba molesto.
Harry se detuvo un segundo antes de responder.
—Sí, lo he visto —admitió—. Lo vi la noche que abandoné la casa de los Dursley.
Otro golpe de vajilla cortó el murmullo a su alrededor.
Hermione frunció el ceño, claramente irritada.
—Probablemente, un perro callejero.
Nicholas asintió con naturalidad, captando la atención de los tres.
—Sí, eso tiene sentido.
Hermione le echó una mirada de aprobación mientras seguía comiendo.
Ron, por otro lado, no parecía convencido.
—Hermione, si Harry ha visto un Grim, eso es… eso es terrible —insistió—. ¡Mi tío Billius vio uno y murió veinticuatro horas más tarde!
Su tono tenía un dramatismo exagerado, como si quisiera reforzar la sensación de amenaza sobre Harry.
Nicholas tensó la mandíbula.
Había visto esa dinámica demasiadas veces en su otra vida.
Sentía hastío.
Hastío hacia las voces que, en lugar de calmar, avivaban el pánico con comentarios innecesarios.
Ron no parecía disfrutarlo, pero parecía querer que Harry estuviera de verdad aterrado.
Y Nicholas no iba a permitirlo.
Hermione intentó disipar el temor con lógica.
—Casualidad —dijo Hermione, sin darle importancia.
—Probable…
—¡Nadie está hablando contigo! —soltó Ron, casi gritando hacia Nicholas.
El tono fue innecesariamente agresivo.
Nicholas cerró su libro con fuerza, haciendo que los Gryffindor de tercero miraran con curiosidad.
—No tienes que ser grosero, Weasley.
Su tono fue frío, calculado, asegurándose de que no sonara alterado.
—No hablan precisamente en voz baja, y no es un secreto lo que sucedió en clase de Adivinación.
Ron estaba arrinconando a Harry, empujándolo al miedo como si fuera un entretenimiento.
Nicholas no tenía intención de dejarlo seguir.
—Además, a menos que Harry estuviera en un bosque, una ciénaga o en medio de un cementerio, sería más probable que le cayera un rayo encima, que ver un Grim.
Ron se puso rojo, su ira creciendo con rapidez.
—¿Tú qué sabes? —casi escupió—. Los Grims le ponen los pelos de punta a la mayoría de los brujos.
Nicholas mantuvo la calma.
—Porque el Grim no es un fantasma ni un espectro que vaga por cualquier lugar —respondió con tranquilidad—. Es una criatura mágica, y en el libro de clase lo dice.
Tomó su libro y lo extendió hacia Hermione, abierto en la página correcta.
Hermione esbozó una sonrisa de superioridad antes de leer en voz alta.
—Aquí tienes la prueba —dijo con satisfacción—. El Grim es tan peligroso y difícil de ver que, cuando los brujos lo ven y mueren horas después, se lo atribuyen a la criatura debido a la coincidencia.
Levantó la mirada hacia Ron.
—El Grim no es un augurio. Es una superstición en sí mismo. Y no hay prueba más grande que Harry, que tras un mes todavía está con nosotros.
Harry se mantenía atento a la conversación, pero ahora mucho menos afectado por el dramatismo de Ron.
—Oye, ¿cómo abriste el libro? —preguntó, interesado— El mío siempre me trata de morder.
Nicholas mostró cómo hacerlo, tanto a Harry como a los Gryffindor que estaban cerca.
Ron seguía moviendo los labios sin pronunciar nada, su expresión mostrando una mezcla de irritación y derrota.
Hermione, por otro lado, ignoró olímpicamente su reacción. Sin más, sacó su libro de Aritmancia, lo apoyó sobre la jarra de zumo y cambió de tema.
—Creo que la Adivinación es algo muy impreciso —comentó, pasando páginas—. Si quieres saber mi opinión, creo que hay que hacer muchas conjeturas.
Nicholas asintió con la cabeza, terminando su almuerzo.
Si se apresuraba, quizás tendría tiempo para hablar con Hagrid antes de la clase y ayudarlo a prepararse para enfrentar a Malfoy.
Tomó sus cosas y salió rumbo a los terrenos de la escuela.
Notes:
A quien lo lea...
Hola,
Este es un trabajo en proceso. Es un proyecto que me interesé en hacer para mi propio entretenimiento.
Me cansé de buscar un fanfic que fuera de mi gusto, así que decidí escribir uno yo mismo.
Estoy interesado en los comentarios.
Chapter Text
El día estaba un poco opaco, y la humedad de la lluvia del día anterior aún se sentía en el aire. Nicholas corrió por el sendero hasta la cabaña de Hagrid, sintiendo cómo el aire húmedo enfriaba la piel de su rostro.
Al llegar, lo encontró junto a la puerta, preparando lo que parecían ser hurones muertos, sus grandes manos manejándolos con una destreza sorprendente, teniendo en cuenta el tamaño de sus dedos.
Era una imagen que, en otro contexto, habría resultado grotesca, pero en el caso de Hagrid, era completamente natural.
El semigigante era tal como lo describían en los libros, aunque la realidad tenía un peso distinto. Su imponente figura no solo irradiaba fuerza, sino también una calidez difícil de describir.
Era imposible no sentir respeto por él. Recordaba su historia, conocía su nobleza, su lealtad, su ingenuidad y su enorme corazón.
En su vida pasada, había simpatizado con él como un lector. Ahora, como estudiante de Hogwarts, lo veía desde una perspectiva completamente diferente.
A pesar de sus defectos, de su tendencia a la imprudencia y de su amor mal sano por criaturas peligrosas, Hagrid era bueno. Noble. Fiel. Sus defectos no opacaban sus virtudes.
Pero para Nicholas, ser un buen hombre no bastaba para ser buen profesor.
Eso lo sabía. Y sabía que, si las cosas seguían su curso original, Hagrid sería arrastrado por el juicio de aquellos que querían verlo fracasar.
No solo el juicio de los alumnos malintencionados, que generalmente eran de Slytherin y Ravenclaw. El juicio del Ministerio. El juicio sobre Buckbeak.
Si quería que Hagrid tuviera éxito como profesor, debía asegurarse de que sus clases tuvieran estructura y utilidad. Sus años trabajando en el Bosque Prohibido eran prueba suficiente de su experiencia. Pero si dejaba que el juicio ajeno lo nublara, incluso Buckbeak lo pagaría.
Primero debía de asegurarse de que los alumnos lo vieran como un verdadero docente y no como un entusiasta de las criaturas mágicas, no debía permitir que acabara siendo un blanco fácil para los ataques.
Nicholas respiró hondo, acomodando su expresión para que no revelara sus pensamientos internos.
—Hola, Nicholas, llegas temprano —saludó Hagrid con su voz grave y fuerte—. Anoche… tuviste un pequeño incidente, ¿crees poder asistir a la clase?
Nicholas tensó los hombros de inmediato, pero se forzó a relajar la postura antes de responder.
—Oh, sí. Fue solo un desmayo. Nada grave. Ahora estoy bien.
Hagrid frunció el ceño, pero no parecía totalmente convencido.
—Madame Pomfrey dijo que no encontró nada de qué preocuparse.
El ceño fruncido de Hagrid se relajó ante la mención de Madame Pomfrey, si ella decía que el chico estaba bien, era porque lo estaba.
—Bueno, la profesora McGonagall me informó que te decidiste por esta clase —Dijo con alegría, por tener un estudiante más en su clase.
Nicholas asintió con naturalidad.
—Sí, lo estuve pensando durante el verano y me decidí por Cuidado de Criaturas Mágicas —mintió sin vacilar.
A lo lejos se escucharon las campanas que marcaban el cambio de clases. Pronto empezarían a llegar los demás.
Nicholas aprovechó el buen humor del semigigante.
—Hagrid… —comenzó Nicholas, tratando de sonar lo más inocente posible—. ¿Puedo decirle algo que podría sonar impertinente?
Hagrid dejó de lado su tarea por un momento y lo miró con curiosidad.
—Dime, muchacho —respondió con amabilidad—. ¿Sucede algo?
Nicholas vaciló apenas un instante antes de continuar.
—Bueno, verá… Escuché que la clase de hoy sería con hipogrifos.
El semigigante se mostró sorprendido por la afirmación.
—Ya ves cómo es Hogwarts, los chismes vuelan —agregó rápidamente Nicholas, sabiendo que la clase era una "sorpresa".
Hagrid pareció desconcertado, pero entones sonrió más ampliamente.
—¡Ah, sí! ¡Lo son! ¡Hipogrifos! Vas a ver, son criaturas magníficas. Orgullosas, fuertes…
Nicholas aprovechó la apertura para intervenir con tacto.
—Justamente por eso quería hablar con usted…
El semigigante lo miró con atención, dándole espacio para continuar.
—Escuché a unos de Slytherin hablar sobre sabotear su clase. Quería advertirle… Creo que los Hipogrifos están bien, pero son peligroso…
Hagrid se puso rígido de inmediato, su mandíbula se endureció y sus manos se cerraron en puños, lo poco de lo que se podía ver de su rostro, entre el espeso cabello y barba, pareció tomar un color carmín.
—¿Sabotear mi clase? —preguntó con rudeza.
Nicholas asintió con seriedad, tratando de sonar lo más casual posible.
—Podrían intentar algo… Y si eso pasa, o si alguien sale lastimado…
—No sería raro…
El silencio se instaló entre ellos.
Hagrid desvió la mirada hacia los hurones muertos, como si estuviera procesando la información.
Nicholas decidió asegurarse de que captara su punto con claridad.
—Por eso, lo prudente sería que se asegure de que todos escuchen con atención. Desde el principio. Sobre todo, los Slytherin.
Hagrid afirmó con la cabeza, su expresión se ensombreció ligeramente.
—Gracias, Nicholas. Estaré atento.
Las voces de los estudiantes comenzaron a acercarse por el camino. Nicholas sintió que había dicho suficiente, y sin perder más tiempo, se unió al grupo que se estaba formando.
Cuando el grupo ya se había reunido Hagrid se dirigió a la clase con entusiasmo.
—¡Vamos, dense prisa! —gritó al ver a los alumnos acercarse—. ¡Hoy tengo algo especial para ustedes! ¡Una gran lección! ¿Ya está todo el mundo? ¡Bien, síganme!
La clase avanzó tras el semigigante casi a trote, siguiendo sus enormes zancadas hasta el límite del bosque. Allí, un prado cercado esperaba, aunque a simple vista no había nada en su interior.
—¡Acérquense todos! —gritó Hagrid—. Asegúrense de que tienen buena visión. Lo primero que tienen que hacer es abrir los libros…
Una voz desagradable interrumpió la clase.
—¿De qué modo? — preguntó Draco Malfoy con evidente sarcasmo, su expresión reflejando más burla que genuina curiosidad.
Hagrid frunció el ceño.
—¿Qué?
Malfoy, con su usual actitud de superioridad, sacó su ejemplar de El Monstruoso Libro de los Monstruos, atado con una cuerda. Otros Slytherin lo imitaron, mostrando sus libros sujetos con cinturones o pinzas.
Pero, a diferencia de lo ocurrido en el canon, solo los Slytherin mantenían sus libros cerrados. Todos los Gryffindor tenían sus ejemplares abiertos, listos para ser usados.
Una risa espontánea se expandió entre los estudiantes de Gryffindor.
—¡Pues abriéndolos! —gritó alguien, alimentando la carcajada grupal.
Hagrid, aunque orgulloso de su casa, y también divertido, dio un par de fuertes aplausos, llamando la atención con rapidez.
—¿No han sido capaces de abrir el libro? —preguntó, su tono más firme al dirigirse a los Slytherin.
Los mencionados se removieron incómodos, algunos mirando de reojo a sus compañeros como si esperaran que alguien más respondiera primero.
Malfoy, visiblemente más irritado, empezaba a ponerse rojo, aunque Nicholas no podía decidirse en cual era el motivo, era ira o vergüenza contenida.
—Tienen que acariciarlo —indicó Hagrid, como si fuera lo más obvio del mundo—. Hermione, ¿puedes mostrarles?
Hermione dio unos pasos adelante, cerró el libro y, sujetándolo con fuerza, acarició su lomo con la otra mano.
El volumen se estremeció, se abrió por sí solo y quedó completamente tranquilo en su mano.
Los murmullos entre los Gryffindor se intensificaron.
Malfoy no perdió oportunidad de disfrazar su incomodidad con un ataque inmediato.
—¡Qué tontos hemos sido todos! —escupió con sarcasmo—. ¡Teníamos que acariciarlo! ¿Cómo no se nos ocurrió?
El comentario no logró arrancar ninguna reacción de burla a su favor.
Hagrid inclinó la cabeza ligeramente, su expresión pasando de exasperación a una severidad inesperada.
—Diez puntos menos para Slytherin por la grosería del señor Malfoy —sentenció con voz estridente.
El silencio cayó sobre la clase con una intensidad inesperada.
El color en el rostro de Malfoy desapareció por completo. Hasta los Gryffindor enmudecieron, sorprendidos por el cambio de tono en la voz de Hagrid.
Nunca se habían imaginado que el amable y cariñoso semigigante pudiera sonar tan enojado.
Nicholas, atento al desarrollo de la escena, no pudo evitar sentirse satisfecho en silencio.
Si Hagrid mantenía esta actitud, su intervención habría valido la pena.
Los Slytherin abrieron sus libros tras un breve barullo, sus movimientos apresurados reflejaban la incomodidad de haber quedado en evidencia.
Hagrid, satisfecho con la respuesta, enderezó la espalda y asintió.
—Ahora hacen falta las criaturas mágicas. Iré por ellas. Esperen un momento.
Con paso firme, el semigigante se dirigió al bosque y desapareció entre los árboles.
Un murmullo se extendió entre los estudiantes. Nicholas observó a Malfoy de reojo, esperando el comentario mordaz que encendiera la tensión, pero no hubo nada. Solo el chismorreo susurrado de los Slytherin. Eso también había cambiado.
De pronto, un grito emocionado irrumpió en la atmósfera.
—¡Uuuuuh! —exclamó Lavender, señalando hacia el otro lado del prado.
Las miradas se dirigieron al punto señalado. Trotando con elegancia, una docena de criaturas emergía de la distancia.
Tenían el cuerpo, las patas traseras y la cola de caballo, pero las patas delanteras, las alas y la cabeza de un águila gigante. Sus picos reflejaban un tono metálico, y sus ojos ardían con un naranja brillante.
Las garras de sus patas delanteras, afiladas como dagas, parecían capaces de desgarrar carne con facilidad.
Cada bestia llevaba un grueso collar de cuero atado a una larga cadena.
Hagrid corría detrás de ellas, sosteniendo los extremos con esfuerzo, su expresión iluminada por la emoción.
—¡Detrás de la cerca, atrás! —gritó, tirando de las cadenas y guiando a los hipogrifos hacia el área cercada donde se encontraban los alumnos.
El grupo retrocedió instintivamente, algunos más de lo necesario, cuando el semigigante llegó y comenzó a atar los animales a la cerca.
—¡Hipogrifos! —anunció con entusiasmo—. ¿A que son hermosos?
Y lo eran.
La presencia imponente de las criaturas imponía respeto.
—Lo primero que tienen que saber de los hipogrifos es que son orgullosos —explicó Hagrid, recorriendo a los estudiantes con la mirada—. Se molestan con facilidad. Nunca ofendan a un hipogrifo. Eso podría ser lo último que hagan.
En un rincón del grupo, Malfoy, Crabbe y Goyle parecían estar inmersos en una conversación entre murmullos, sin prestar atención.
Hagrid, al notar la distracción, dio otro fuerte aplauso con sus enormes manos, que resonó con fuerza en el prado.
—Esta es una clase peligrosa —declaró, su tono más grave—. Hasta la criatura mágica más pequeña podría lastimarlos. Señores Malfoy, Crabbe y Goyle, ¿qué acabo de decir sobre los hipogrifos?
El silencio reinó de inmediato.
Los alumnos miraron expectantes a los Slytherin.
—Diez puntos menos por cada uno, por no prestar atención.
Las miradas reprobatorias de sus compañeros recayeron en los tres, Malfoy parecía más tenso que antes.
En tan solo un instante, Malfoy había costado cuarenta puntos a la casa Slytherin.
Más de lo que Nicholas había anticipado.
Hagrid parecía estar arrasando con los Slytherin.
El semigigante retomó la lección con firmeza, como si el castigo fuera solo un recordatorio de que debía ser escuchado.
—Nunca ofendan a un hipogrifo —repitió, su mirada recorriendo a los alumnos—. Siempre deben esperar a que haga el primer movimiento. Son educados, ¿se dan cuenta? Van hacia él, se inclinan y esperan.
Su voz adquirió un matiz solemne.
—Si el hipogrifo responde con una inclinación, significa que les permite tocarlo. Si no lo hace, será mejor que se alejen enseguida. Pueden hacer mucho daño con sus garras.
Las palabras calaron en los estudiantes.
Hagrid continuó señalando distintas partes del cuerpo de los hipogrifos, explicando su funcionalidad, su dieta y los cuidados específicos que requerían.
La clase se tornaba más interesante y dinámica de lo esperado. Si Hagrid lograba mantener este nivel de enseñanza durante el resto del año, Nicholas se daría por servido.
Poseía conocimiento sobre este mundo, pero era consciente de sus limitaciones. Sabía que el camino le enseñaría a Harry lo necesario para salir victorioso, como estaba destinado a ser.
Pero él no era Harry.
Su objetivo no era el heroísmo, sino la supervivencia.
Había decidido mantenerse con vida y ayudar a Harry en la medida de lo posible, pero para protegerse debía aprender más.
Más hechizos.
Más encantamientos.
Más pociones.
Más sobre criaturas mágicas.
Y, si era necesario… magia que algunos magos y brujas considerarían cuestionable.
Porque, al final del día, las reglas no salvarían a nadie cuando llegara la guerra.
La clase continuo sin interrupciones, hasta que…
—¿Quién quiere ser el primero en acercarse? —preguntó Hagrid.
Como acto reflejo, todos dieron un paso atrás al unísono.
El semigigante los observó con expectación.
—¿Nadie? —preguntó en lo que parecía una súplica.
Nicholas a pesar de verse cautivado por lo magníficos y absolutamente fascinantes que eran los hipogrifos, dejo que el canon se desarrollara, nadie se atrevía a dar el primer paso.
Hasta que una voz rompió la tensión.
—Yo —se ofreció Harry, bastante mortificado.
Un murmullo recorrió el grupo.
Lavender y Parvati intercambiaron una mirada nerviosa antes de susurrar con urgencia.
—¡No, Harry, acuérdate de las hojas de té!
Pero Harry no prestó atención, y avanzó hacia Hagrid.
El semigigante sonrió con entusiasmo, aliviado de tener un voluntario.
—¡Genial, Harry! —gritó—. Veamos cómo te llevas con Buckbeak.
Separó al hipogrifo gris del resto, desató su collar y lo soltó con cuidado.
—Tranquilo… Ahora, primero mírale a los ojos. Procura no parpadear demasiado. Los hipogrifos no confían si lo haces.
Los alumnos observaron con un jadeo contenido cómo Harry inclinaba la cabeza.
Un tenso momento pasó antes de que Buckbeak doblara sus rodillas en una inclinación profunda.
Un murmullo emocionado recorrió la clase.
Hagrid sonrió con satisfacción.
—¡Bien hecho, Harry! —dijo eufórico—. Puedes tocarlo. Dale unas palmadas en el pico. Vamos.
Harry pareció vacilar por un instante, pero finalmente se acercó y lo hizo.
Los alumnos rompieron en aplausos.
Todos excepto Malfoy, Crabbe y Goyle, cuyo descontento se reflejaba en sus rostros.
Hagrid, sin perder el impulso del momento, dio un paso más.
—Bien, Harry. Creo que el hipogrifo dejaría que lo montes.
Una ola de incredulidad recorrió a los alumnos.
Para sorpresa de casi todos, Hagrid ayudó a Harry a subir al lomo de Buckbeak, y después de darle instrucciones, le dio un leve golpe en los cuartos traseros al hipogrifo.
Buckbeak emprendió una carrera, extendió sus alas y se llevó volando a Harry.
Buckbeak sobrevoló el prado por un momento antes de descender con elegancia, sus enormes alas plegándose con suavidad al tocar el suelo.
Hagrid exhaló con orgullo.
—¡Muy bien, Harry!
Volvió la mirada al resto del grupo.
—Bueno… ¿Quién más quiere intentarlo?
La excitación creció entre los estudiantes. El éxito de Harry había sido suficiente para vencer la cautela inicial, y ahora todos querían probar.
Hagrid, viendo el entusiasmo, comenzó a desatar uno por uno a los hipogrifos.
En cuestión de minutos, los alumnos estaban repartidos por el prado, inclinándose y tratando de establecer contacto con las criaturas.
Malfoy, Crabbe y Goyle habían escogido a Buckbeak.
El hipogrifo inclinó la cabeza ante Malfoy, que comenzó a darle palmaditas en el pico con expresión desdeñosa.
Nicholas, mientras acariciaba el cuello plumado de un hipogrifo color cobre, captó el tono de voz inconfundible de Malfoy detrás de él.
—Esto es muy fácil —declaró en voz lo bastante alta para que los más cercanos lo escucharan—. Tenía que ser fácil, si Potter fue capaz…
Su tono destilaba arrogancia.
Nicholas giró sutilmente la cabeza, observando la escena con atención.
—¿A que no eres peligroso? —continuó Malfoy, dirigiéndose al hipogrifo—. ¿Lo eres, bestia asquerosa?
En un destello de garras, Buckbeak reaccionó.
Un grito agudo cortó el aire, mientras Malfoy caía hacia atrás, su túnica arrastrándose contra la hierba.
Sangre manchaba su ropa.
Hagrid, con rapidez impresionante para alguien de su tamaño, se esforzaba por volver a ponerle el collar a Buckbeak, evitando que la criatura intentara alcanzarlo nuevamente.
Los alumnos retrocedieron instintivamente, el aire se llenó de murmullos tensos y miradas alarmadas.
—¡Me muero! —gritó Malfoy, el pánico reflejado en su rostro—. ¡Me muero, miren! ¡Me ha matado!
La exageración en su tono era evidente.
Nicholas soltó una carcajada, incapaz de contenerse ante los gritos dramáticos de Malfoy.
A su lado, el hipogrifo color cobre extendió su pico del color del acero y, con un gesto curioso, despeinó su cabello.
Algunos Gryffindor reprimieron una risa, pero no tardaron en acompañarlo en la burla.
—¡Malfoy es toda una reina del drama!
Hagrid, sin perder tiempo, se agachó para examinar la herida.
—No te estás muriendo, es una herida superficial —dijo con voz fuerte.
El semigigante se enderezó, su expresión endurecida.
—Le pueden agradecer la tarea de un pergamino sobre los hipogrifos al señor Malfoy —anunció, lanzando una mirada seria a la clase—. Esto sucede por no seguir indicaciones.
Acto seguido, levantó al rubio en sus brazos con facilidad.
—Que alguien me ayude con la puerta, tengo que llevarlo a la enfermería.
Nicholas reaccionó de inmediato, adelantándose al grupo y abriendo la puerta.
Hagrid pasó con Malfoy en brazos, encaminándose con paso decidido hacia el castillo.
El murmullo entre los estudiantes no tardó en estallar.
La clase comenzó a moverse más despacio tras ellos, mientras los murmullos entre los alumnos de Slytherin crecían, apuntando rápidamente a Hagrid como el responsable del incidente.
—¡Deberían despedirlo inmediatamente! —gritó Pansy Parkinson, su voz cargada de indignación.
—¡La culpa fue de Malfoy! —replicó Dean Thomas con firmeza.
Nicholas, que había permanecido en silencio hasta entonces, pensando en que su intervención no había cambiado mucho el canon, observó la escena con atención. La discusión era inevitable, por lo que recordaba de la historia, ahora, a pesar de la nueva actitud de Hagrid en clase de hoy, seria determinante si esa actitud se mantenía después del incidente con Malfoy.
—Es cierto, Hagrid fue bastante claro con respecto al peligro, y en el registro de puntos de las casas queda claro que le quitaron puntos a Malfoy por no prestar atención —afirmó, poniéndose de pie junto a Dean, su varita discretamente en la mano al notar cómo Crabbe y Goyle se posicionaban amenazadoramente cerca.
—¡Voy a ver si se encuentra bien! —dijo Pansy, sin prestar atención al intercambio, y sin esperar respuesta, salió corriendo hacia el castillo, seguida de cerca por el séquito de Slytherin.
Nicholas se movió junto con los demás Gryffindor, siguiendo el grupo de estudiantes que se dirigía de vuelta a la torre. Una vez dentro, se apresuró a su cuarto, guardó sus libros con rapidez y, sin perder más tiempo, salió nuevamente,
Tendría que cenar rápido, y asegurarse del estado de Hagrid, y si estaba demasiado afectado por el incidente, la clase no le sería útil, ya que inevitablemente se desarrollarían como en el canon. Nicholas no tenía tiempo que perder. Su supervivencia dependía de su preparación…
Dependiendo del estado del semigigante decidiría si continuar esa clase o invertir ese tiempo estudiando por su cuenta.
El Gran Comedor estaba menos ruidoso de lo habitual. Sin embargo, el chisme sobre la herida de Malfoy ya había recorrido todas las mesas. En la mesa de profesores, Hagrid no estaba presente, lo que no era una sorpresa, pero aumentaba su preocupación por lo que vendría. Con naturalidad, se sentó junto a Hermione.
—¿Creen que Malfoy se pondrá bien? —preguntó Hermione, su expresión reflejando una mezcla de preocupación e irritación por el drama innecesario de Draco.
—Por supuesto que sí. La señora Pomfrey puede curar heridas en menos de un segundo —respondió Harry con seguridad, sirviéndose comida.
Nicholas, atento a las dinámicas entre ellos, decidió insertar un comentario que desviara el enfoque de Malfoy.
—Es cierto, Harry sabe de eso —dijo con ligereza, asegurándose de que el comentario alcanzara a los tres.
El rostro de Harry se pintó de un saludable rojo, la vergüenza reflejándose claramente. Nicholas sabía que en Hogwarts todos sabían de las repetidas visitas del chico a la enfermería, y en este caso, hacer notar aquello ayudaba a aliviar la tensión de la conversación.
Ron, todavía preocupado por la situación de Hagrid, compartió su inquietud.
—Es lamentable que esto haya pasado en la primera clase de Hagrid, ¿no les parece? Todo estaba yendo muy bien —comentó con preocupación—. Es muy típico de Malfoy eso de complicar las cosas...
Hermione miró con atención la mesa de profesores.
—No lo habrán despedido, ¿verdad? —preguntó, su tono reflejando un leve temor.
Ron hizo un gesto de irritación.
—Más vale que no… —gruñó entre bocados, sorprendentemente más moderado que lo habitual.
Nicholas decidió intervenir con calma.
—No, no podrían. Seguramente está en la cabaña, después de todo tendría que asegurarse de que los hipogrifos hayan vuelto al bosque.
El razonamiento pareció tranquilizar a los tres, y pronto retomaron la cena sin la misma preocupación de antes.
Cuando terminó de comer, Nicholas se levantó.
—Bueno, con permiso —dijo, preparándose para salir.
Harry levantó la vista con curiosidad.
—¿A dónde vas?
Nicholas no dudó en responder.
—A la cabaña de Hagrid.
Ron miró su reloj y frunció el ceño, evaluando la idea.
—Si nos damos prisa, podríamos bajar a verlo. Todavía es temprano...
Ron parecía querer integrarse en los planes de Nicholas, pero este sabía que la visita debía ocurrir.
Hermione, frunció el ceño, ante la propuesta de Ron
—No sé... —murmuró, mirando de reojo a Harry.
Harry, por su parte, despejó cualquier duda con rapidez.
—Tengo permiso para pasear por los terrenos del colegio —aseguró—. Sirius Black no habrá podido burlar a los dementores, ¿verdad?
Nicholas, esforzándose en evitar poner los ojos en blanco evaluó el tono del comentario que no sonó muy sutil, ciertamente Sirius aun no lo había hecho, faltarían unos días para eso.
Nicholas observó a Harry con atención, tratando de descifrar cualquier emoción en su rostro. La mención de Sirius Black no había provocado mucho. Aún no. Harry seguía viendo al fugitivo como una amenaza. Lo que le daba la certeza de que aparte de su aparición en este mundo, nada más parecía haber cambiado.
Harry, sintiendo la mirada, desvió el rostro con rapidez, como si no hubiera dicho nada.
Nicholas esbozó una sonrisa casi imperceptible antes de girarse hacia los tres.
—Ustedes son muy raros —soltó con tono despreocupado—. ¿Vienen o no?
Nicholas no esperó respuesta. Y, se dirigió hacia el vestíbulo, su ritmo seguro, como si ya supiera que lo seguirían. Y lo hicieron. Era el equilibrio perfecto entre independencia y control sobre la historia.
Fuera del castillo, el ambiente aún se sentía húmedo, y el horizonte se veía teñido de los cálidos tonos del atardecer. Al llegar a la cabaña de Hagrid, Nicholas golpeó un par de veces la puerta. La respuesta llegó casi de inmediato, con la voz grave y característica del semigigante.
—Adelante, entren.
Dentro de la cabaña, Hagrid estaba sentado a la mesa de madera, cenando con tranquilidad. Fang, el perro jabalinero, descansaba con la cabeza apoyada en su regazo. A simple vista, no parecía estar tan afectado como Nicholas recordaba, que habían descrito en los libros.
—¡No te habrán despedido, Hagrid! —exclamó Hermione, con un tono de preocupación que rozaba la alarma.
Hagrid negó con la cabeza tras darle un largo trago a su jarra de peltre, casi tan grande como un caldero.
—No, lo sucedido fue culpa del chico Malfoy —respondió con firmeza—. Gracias a la advertencia de Nicholas, me aseguré de que todos prestaran atención. Aunque seguro habrá problemas con el padre de Malfoy...
Ante la mención de Nicholas, las miradas de Harry, Ron y Hermione se dirigieron brevemente hacia él.
—¿Cómo se encuentra Malfoy? —preguntó Nicholas, desviando sutilmente la conversación—. No habrá sido nada serio, supongo, no lo parecía.
Hagrid bufó con molestia.
—Claro que no. La señora Pomfrey lo ha curado en un instante, ni siquiera le ha quedado una marca. Pero la sabandija sigue gimiendo y diciendo que le duele terriblemente…
Harry se cruzó de brazos, su expresión dejando en claro su opinión al respecto.
—Todo es cuento —afirmó—. La señora Pomfrey puede curar cualquier cosa. El año pasado me hizo crecer de nuevo la mitad de los huesos del brazo. Es propio de Malfoy sacar todo el provecho posible.
Hagrid asintió, confirmando la información con un gesto de aprobación.
—El Consejo Escolar está informado, por supuesto —agregó—. Algunos piensan que empecé muy fuerte y que debería haber dejado los hipogrifos para más adelante. Pero otros, después de explicarles lo sucedido, están de acuerdo conmigo en que esto fue culpa del chico por no seguir las indicaciones.
Esto fue una sorpresa para Nicholas, después de todo su intervención no había sido del todo inútil, y eso era perfecto, tendría un profesor útil.
Nicholas golpeó la mesa con decisión.
—Bueno, Hagrid, si necesitas testigos o pruebas, cuenta conmigo. Estaba cerca y escuché cuando Malfoy llamó “bestia asquerosa” a Buckbeak. Algo muy estúpido, considerando la excelente clase que tuvimos. Sigue con el plan de estudios como lo tenías pensado. Usa la estupidez de Malfoy como ejemplo para los demás.
Hermione intervino, apoyando la idea con seriedad.
—¡Claro! Hagrid. En tu próxima clase con Hufflepuff y Ravenclaw, usa lo sucedido como advertencia. Servirá para disuadir a los imprudentes, y después de una clase sin incidentes, quedará claro que toda la culpa fue de Malfoy.
Harry, como si quisiera reforzar el punto, puso su mano sobre el hombro de Nicholas.
—Sí, y como dijo Nick, somos testigos.
La cercanía de Harry y el uso del apodo hicieron que Nicholas sonriera instintivamente. Pero la conciencia de adulto en él reaccionó de inmediato, apagando la chispa antes de que creciera más de lo necesario.
Ron también asintió.
—Sí, Hagrid, no te preocupes. Te apoyaremos.
Las palabras de los estudiantes parecieron calar hondo en el semigigante. Un par de lágrimas escaparon de sus ojos, y antes de que pudieran reaccionar, los envolvió en un fuerte abrazo. La presión de sus brazos hizo que Nicholas se preguntara si algunas de sus costillas seguirían en su lugar.
Hermione, tratando de suavizar el ambiente, tomó la gran tetera de Hagrid.
—¿Quieren un poco de té?
Hagrid sacó un pañuelo del tamaño de una sábana de su bolsillo y se secó los ojos.
—Sí, puede que un poco de té esté bien.
Con un movimiento preciso de su varita, Hermione llenó la tetera con agua y la colocó sobre el fuego de la chimenea.
Hagrid respiró profundamente antes de hablar.
—Mejor así —dijo, sacudiendo el pañuelo tras hacer sonar su nariz en él—. Habéis sido muy amables por venir a verme. Yo, la verdad…
Pero antes de que pudiera continuar, sus ojos se fijaron en Harry, como si recién lo notara con claridad.
—¿QUÉ CREES QUE HACES AQUÍ? —exclamó, poniéndose de pie tan rápido que empujó la mesa en el proceso—. ¡NO PUEDES SALIR DESPUÉS DE QUE HA ANOCHECIDO, HARRY! ¡Y VOSOTROS DOS LO DEJÁIS! —agregó, señalando a Ron y Hermione.
Nicholas frunció el ceño, fingiendo ignorancia.
—¿No puedes salir? —preguntó a Harry.
Harry evitó su mirada, ruborizándose ligeramente.
—Es algo complicado.
Pero Hagrid no le dio oportunidad de explicar.
—¡Vamos! —gruñó, visiblemente molesto—. Los voy a acompañar. ¡Y que no los vuelva a pillar viniendo a verme a estas horas! ¡No vale la pena!
Entre empujones, los sacó de la cabaña y los escoltó hasta la puerta del castillo.
Mientras subían las escaleras hacia la torre de Gryffindor, Harry miró de reojo a Nicholas con evidente curiosidad.
—Nick, ¿Cuál fue la advertencia que le diste a Hagrid? —preguntó.
Nicholas sintió cómo su rostro se calentaba. La mención del apodo, sumada al hecho de que realmente no quería mentirle a Harry, lo puso en una situación incómoda.
Hermione también intervino, intrigada.
—Sí, lo que sea que le hayas dicho funcionó bastante bien. Parecía mucho más tranquilo de lo que hubiera esperado.
Nicholas respiró hondo antes de responder.
—Bueno… Más que una advertencia, creo que fue un consejo…
No era del todo mentira, pero tampoco una verdad completa. Sin embargo, al ver la sonrisa complacida en el rostro de Harry, Nicholas sintió una punzada de irritación. Parecía que el viejo estaba haciendo bien su trabajo, asegurándose de que Harry se conformara con respuestas vagas y enigmáticas.
Notes:
A quien lo lea...
Hola,
Este es un trabajo en proceso. Es un proyecto que me interesé en hacer para mi propio entretenimiento.
Me cansé de buscar un fanfic que fuera de mi gusto, así que decidí escribir uno yo mismo.
Estoy interesado en los comentarios.
Chapter Text
Lo que había empezado como una brillante y llevadera primera semana de una “nueva vida” comenzó a empañarse cuando, las clases se vieron obstaculizadas por su incapacidad de hacer magia de manera correcta. Desde el primer intento, Nicholas supo que algo estaba mal. Los movimientos de la varita, las palabras de los encantamientos, la concentración que solía acompañar cada hechizo, todo parecía estar bien y ser correcto... pero, no se sentía igual.
La sensación no era solo incómoda, era inquietante. Cada vez que alzaba su varita y pronunciaba un hechizo, el flujo de magia estaba ahí, pero el resultado no era el correcto. Era como si algo fundamental hubiera cambiado en su conexión con la mágica. Antes, hacer magia había sido casi instintivo, un impulso natural que fluía de su cuerpo sin esfuerzo consciente. Ahora, cada intento se sentía torpe, artificial, como si estuviera intentando controlar algo que no le pertenecía del todo.
Los hechizos más simples lo frustraban. Su Wingardium Leviosa no mantenía un objeto suspendido el tiempo suficiente antes de hacerlo caer de golpe. Su Lumos no era más que una débil luz temblorosa que palpitaba antes de apagarse.
Mientras su paciencia se agotaba, comenzó a comparar sus recuerdos con su nueva realidad. Recordaba con absoluta claridad el peso de su varita de acacia, la certeza con la que se movía en su otra vida dentro de este mismo mundo. Pero en su nuevo cuerpo, ese equilibrio había desaparecido. Antes, sus gestos eran fluidos, seguros. Ahora, cada movimiento de su varita le parecía torpe, forzado.
Ahora, había algo amortiguado en cada intento, como si una barrera invisible lo separara se interpusiera entre su magia y el resultado de los hechizos y encantamientos.
Era inquietante.
Era aterrador.
Si no podía confiar en su propia magia, todo se volvía más peligroso. Antes, su varita respondía como una extensión de sí mismo, como un reflejo inconsciente. Ahora, cada hechizo tenía un margen de error, una vacilación que lo hacía cuestionar su propia habilidad.
¿Qué había cambiado exactamente? ¿Era su cuerpo? ¿Era la identidad que ahora llevaba consigo? ¿O era algo más profundo, más difícil de explicar?
Necesitaba respuestas. Pero más que nada, necesitaba recuperar el control.
El miércoles por la tarde, tras finalizar las clases, decidió que dejaría de lado la lectura del estatuto del colegio. Algo que había empezado a leer para su conveniencia. Ya había leído lo suficiente como para comprender que el director estaba ignorando siglos de tradición en sus decisiones, pero el reglamento seguía vigente, y conocerlo sería para su beneficio en caso de necesitar mantenerse seguro y alejado de Dumbledore.
Sin embargo, lo más urgente en ese momento era la práctica. Si no podía realizar un simple encantamiento levitatorio, todos los hechizos que había dominado en los últimos dos años corrían el riesgo de volverse inútiles.
En el pasillo entre los invernaderos, Nicholas intentaba transformar escarabajos en botones. La tarea, que normalmente no representaba dificultad alguna, se había convertido en una fuente de frustración. Tras su vigésimo intento, el resultado seguía siendo el mismo: botones con patas, antenas o ambas cosas. Cada transformación incompleta reforzaba la inquietante sensación de que algo en su magia no estaba funcionando correctamente.
—¿Estás bien, Nicholas? —preguntó una voz a sus espaldas.
El sobresalto fue inmediato. Se giró con rapidez, instintivamente cubriendo con su cuerpo el pequeño montículo de botones fallidos. Neville estaba allí, con las mangas de la túnica recogidas y las manos cubiertas de tierra, sosteniendo una maceta con plántulas de Bubotubérculo.
—Hola, Neville. ¿Qué haces aquí? —preguntó, esforzándose por recuperar la compostura.
Neville sonrió, más relajado de lo habitual.
—Ayudo a la profesora Sprout con los invernaderos —respondió con naturalidad—. Estás aquí hace rato… y te ves un poco molesto.
Era cierto. Nicholas, concentrado en sus fallos, no había notado cuánto tiempo llevaba en el mismo lugar. Observó a Neville con atención; el nerviosismo que lo caracterizaba en clase desaparecía cuando estaba rodeado de tierra y plantas. Aquí, en los invernaderos, irradiaba una seguridad que rara vez mostraba en otros espacios.
Neville bajó la mirada al suelo, donde un botón rojo con patas se arrastraba torpemente sobre el empedrado.
—¿Practicando transformaciones? —preguntó con curiosidad.
Nicholas suspiró y recogió el botón con resignación.
—Sí. No está saliendo como debería… —admitió, sintiendo el calor acumulándose en su rostro.
Neville asintió con comprensión.
—No eres el único. Después de los encantamientos, las transformaciones son lo más difícil. Aún no sé cómo logré completar los exámenes el semestre pasado… —El rubio se dio cuenta tarde de su confesión y su rostro adquirió un tono rosado, claramente avergonzado—. Bueno… nos vemos luego.
Dio un par de torpes pasos para alejarse, recobrando su habitual torpeza. Ahí estaba el Neville que todos conocían.
Nicholas simplemente le sonrió y agitó su mano en una señal de despedida.
Neville siempre había sido torpe con la magia, pero recordaba que años más tarde, cuando por fin tuvo una varita propia y no el lastre de la de su padre, Solo entonces pudo convertirse en el gran mago que siempre había tenido el potencial de ser.
Su varita no lo había elegido.
Y entonces, una idea encajó con una claridad inquietante.
¿Y si su problema era el mismo?
El pensamiento se instaló en su mente, reorganizando sus preocupaciones en un patrón lógico que hasta ahora había pasado desapercibido. Su magia no fluía correctamente, sus hechizos fallaban sin razón aparente, y cada vez que intentaba conjurar algo, el resultado era por mucho deficiente. Pero ¿y si no era un problema de su habilidad? ¿Y si la varita simplemente no lo reconocía?
En un acto reflejo, miró la madera oscura y rígida de la acacia entre sus dedos. Recordaba perfectamente el momento en que la compró, cuando tenía once años y Ollivander le explicó las características de su núcleo de unicornio. Recordaba la sensación de confianza, de conexión con el objeto mágico, como si fuera una extensión natural de su ser. En aquel entonces, la varita lo había elegido sin dudas.
Pero ese Nicholas Scratch ya no existía.
El golpe de la revelación lo sacudió. Desde que despertó en la enfermería la noche del 1 de septiembre, todo había sido distinto. No solo su percepción del mundo, sino su manera de pensar, de reaccionar, de analizar los acontecimientos.
Su personalidad había cambiado. No había dudas de ello.
El Nicholas de 13 años nunca se habría enfrentado a Malfoy. Nunca habría intentado llamar la atención de Harry, Ron o Hermione. Nunca habría considerado con frialdad los acontecimientos del futuro, preguntándose cómo prepararse para sobrevivir a la guerra antes de que siquiera comenzara.
El Nicholas Scratch original evitaba problemas.
Pero él no.
La conciencia de adulto era la que prevalecía, la que dominaba sus pensamientos, la que moldeaba cada decisión con una perspectiva ajena a la de un adolescente común. Su manera de expresarse, la forma en que procesaba los conflictos, incluso su manera de planear con anticipación, no pertenecían a un niño de trece años. Y si su mente ya no era la misma, ¿cómo podía esperar que su varita lo reconociera como su dueño?
El retumbar de las campanas en el castillo lo sacó de su ensimismamiento. Ya casi era la hora de la cena. Recogió el montón de intentos de botón—que ya comenzaban a volver a ser escarabajos—y los guardó en un frasco antes de iniciar su camino de regreso a la torre de Gryffindor.
Si su varita ya no era suya, tendría que conseguir una nueva. Para ello, debía acudir a Ollivander. Pero salir del castillo sin llamar la atención sería un problema. Pedir permiso a su padre no era opción—Christopher Scratch estaba en Asia dirigiendo un proyecto—y solicitarlo a la profesora McGonagall lo obligaría a dar más explicaciones de las que quería. No podía arriesgarse a despertar el interés del viejo.
Lo más sencillo sería esperar una salida a Hogsmeade. Pero la primera visita aún estaba lejos. No podía darse el lujo de esperar tanto tiempo.
Salir del castillo sería complicado… aunque, lo seria si no conocía la manera de hacerlo. Lo verdaderamente difícil sería asegurarse de que nadie notara su ausencia.
Afortunadamente, su tendencia a mantener un perfil bajo jugaba a su favor. No tenía amigos cercanos. Nadie lo buscaría.
La única opción era intentarlo y ver qué sucedía.
Sí. Lo haría el viernes tras terminar las clases. Saldría de la escuela, iría directamente al Caldero Chorreante, volvería a casa y el sábado en la mañana visitaría a Ollivander.
Si todo salía bien, estaría de regreso en el castillo al anochecer.
Con una varita que lo hubiera elegido. Una que lo eligiera por quien era ahora.
Pero…
Aunque Nicholas ya sabía lo que debía hacer, no sintió alivio.
El descubrimiento de la verdad sobre su varita no trajo consuelo, solo una presión más aguda en su pecho. La certeza de que la magia no le respondía igual que antes se transformó en un miedo latente, uno que se instaló en lo más profundo de su mente.
¿Y si se equivocaba?
¿Y si la varita no era el problema?
¿Y si su magia estaba rota de una manera que no podía reparar?
El pensamiento lo inquietó. En su vida pasada, la magia era algo lejano, un concepto fantástico que pertenecía a las historias. Pero aquí, en este mundo, era una parte fundamental de la existencia. Sin ella, ¿qué quedaba? ¿Qué le sucedería?
Mientras caminaba de regreso a la torre de Gryffindor, la urgencia por saber qué le sucedía se volvió más punzante, más sofocante. Ahora, la sensación de que su magia no fluía con naturalidad no era solo una incomodidad: era una amenaza real. Un riesgo que no podía ignorar.
Cada paso le parecía más pesado, como si la incertidumbre lo arrastrara hacia un abismo de dudas.
No podía quedarse esperando.
No podía permitirse la posibilidad de estar equivocado.
Si su magia estaba fallando por algo más que la varita, ¿qué implicaría para su futuro? ¿Cómo sobreviviría si lo que debería ser su mejor herramienta lo traicionaba en el momento más crítico?
La imagen de la guerra, de los combates por venir, de la brutalidad que enfrentaría en unos años, se superpuso sobre su preocupación inmediata. Él conocía el destino de aquellos que no eran lo suficientemente fuertes.
Y en este momento, él era débil.
No podía darse el lujo de seguir siéndolo.
Salir del castillo y conseguir una nueva varita ya no era solo una necesidad. Era una cuestión de supervivencia.
Y debía hacerlo lo antes posible.
—Fortuna Maior —pronunció Nicholas al cuadro de la Dama Gorda.
La entrada a la sala común de Gryffindor se abrió, y apenas cruzó el umbral, Dean y Seamus lo sujetaron por los brazos, arrastrándolo sin previo aviso hasta uno de los sofás frente a la chimenea.
Frente a él, los estudiantes de tercer año ya estaban reunidos, expectantes.
—¿De verdad se puede hacer lo que pusiste en el tablero de anuncios? —preguntó Hermione, su tono reflejando una mezcla de curiosidad y escepticismo—. La última vez que se hizo fue en 1780 cuando…
Nicholas percibió el inicio de una posible cátedra y la cortó antes de que pudiera desarrollarse.
—Bueno, el que no se haya hecho desde entonces no significa que no se pueda hacer ahora —interrumpió con calma, evitando que Hermione se extendiera en detalles históricos—. Es un imbécil, y sinceramente no lo quiero cerca de mí. La excusa de la herida no le dará mucho más tiempo para faltar a clases, así que, si todos lo firman ahora, podremos notificarlo a McGonagall cuando bajemos a cenar.
Tras el incidente de Malfoy con Buckbeak, Nicholas había tomado la decisión de leer el estatuto y las reglas de convivencia de Hogwarts con mayor detenimiento. Inicialmente, lo había hecho para adelantar trabajo en el futuro caso del hipogrifo ante el Ministerio. Fue entonces cuando encontró el apartado de convivencia, una sección aparentemente construida sobre la marcha, redactada como respuesta a conflictos que ya habían ocurrido.
Al leerlo con atención, comprendió que conocer las reglas del lugar le daría una ventaja.
Harry, observando la discusión con interés, tomó asiento junto a él.
—¿Y no necesitamos que McGonagall también lo firme o haga algo? —preguntó—. Es la jefa de la casa.
Nicholas negó con la cabeza.
—No, no es necesario. El estatuto de convivencia de Hogwarts es bastante pobre, y lo que hoy en día se conoce como acoso no está planteado en él. Los profesores no intervienen en el desarrollo de las relaciones sociales de los estudiantes a menos que haya alguna agresión explícita. Por lo demás, siempre se ha incentivado a que los alumnos “solucionen sus conflictos” ellos mismos.
La última frase generó una reacción inmediata.
—Eso es una estupidez —dijo Hermione con indignación.
La inesperada afirmación provocó que todos la miraran, haciendo que se sonrojara al notar la atención repentina.
Nicholas esbozó una pequeña sonrisa.
—Sí, lo es —coincidió—. Así que, si están de acuerdo, podremos anunciarlo antes de mañana.
El grupo intercambió miradas. La oportunidad de alterar la dinámica habitual con Malfoy era demasiado atractiva.
—¡Genial! ¿En dónde firmo? —exclamó Ron con entusiasmo, sus ojos brillando con alegría.
Notes:
A quien lo lea...
Hola,
Este es un trabajo en proceso. Es un proyecto que me interesé en hacer para mi propio entretenimiento.
Me cansé de buscar un fanfic que fuera de mi gusto, así que decidí escribir uno yo mismo.
Estoy interesado en los comentarios.
Chapter Text
Desde el momento en que Malfoy entró en la mazmorra con su espectáculo innecesario, Nicholas ya sabía cómo se desarrollaría la clase. Lo había visto antes en los libros, pero ahora lo vivía con una conciencia completamente diferente.
Snape ni siquiera intentó disimular su favoritismo. Su expresión, aunque carente de emoción real, casi imitaba amabilidad al dirigirse a Malfoy. No hubo reprimenda, ni un mínimo esfuerzo por mantener la imparcialidad que se esperaba de un profesor. Gryffindor, por supuesto, ya estaba acostumbrado a ello.
Pero para Nicholas, la situación adquiría un matiz distinto. Esta era su primera clase después de despertar en la enfermería, pero se había tomado el tiempo para pensar en Snape y en cómo se habían mantenido las interacciones de Nicholas con el hombre. Su mirada se posó en Snape con una percepción que antes no tenía. Este hombre no había aprendido de sus errores.
Severus Snape no era alguien que había tomado su dolor y lo había transformado en algo productivo. No había usado la pérdida de Lily para convertirse en un mejor profesor, ni siquiera en una mejor persona. Había elegido el peor camino: quedarse atrapado en el resentimiento, proyectándolo en quien menos lo merecía.
Había tenido dos caminos posibles al perder a Lily: evolucionar o estancarse. Snape había elegido el segundo.
En su mente adulta, Nicholas veía con claridad lo que muchos otros no notaban con tanta facilidad. Snape no era simplemente un hombre frío. Era un bully.
Pero el peor tipo de bully.
No el matón de los pasillos, no el chico cruel que se aprovechaba de los más débiles porque podía. No. Snape era mucho más peligroso. Snape era un adulto que intimidaba niños.
No había excusa.
Podían decir que había sufrido en su infancia, que James Potter lo atormentó, que su vida estuvo llena de injusticias. Pero eso no justificaba el tipo de profesor en el que se convirtió. No excusaba el hecho de que perpetuara la misma violencia en los estudiantes que debían aprender de él.
Se suponía que debía ser un maestro.
Pero no enseñaba.
Sus clases eran una tortura, poco productiva.
Se limitaba a lanzar instrucciones sin detalles, a esperar que los niños entendieran conceptos avanzados sin explicaciones, a castigar cualquier error con humillaciones públicas. No guiaba a sus alumnos, no les proporcionaba las herramientas para realmente entender la complejidad de las pociones. Solo quería que hicieran ensayos extensos y que, de alguna forma, mágicamente, aprendieran de ellos.
¿De qué servía eso?
¿Cómo iba a aprender realmente un estudiante si el propio profesor no estaba interesado en explicar?
¿No era mejor entonces que cada uno tomara el libro de clases, lo leyera, y practicara las pociones si quería?
Mientras Nicholas preparaba sus ingredientes, sintió que la tensión crecía en su pecho.
¿De verdad debía aguantar esto durante años?
Las pociones eran importantes, eso lo sabía. Pero Snape más que enseñar, era un obstáculo para aprenderlas, no una ayuda.
Y Nicholas no tenía la paciencia para soportar ese tipo de abuso.
Nunca la tuvo.
En su vida anterior, siendo pequeño, había aprendido a navegar entre los matones, a ignorar insultos disfrazados de bromas, a evitar provocar a los que podían hacerle daño. Había sobrevivido al sistema escolar sin caer en sus trampas.
Pero ahora, con la mente de un adulto atrapada en un cuerpo adolescente, ¿realmente tenía que tolerar a alguien como Snape?
¿Era algo que estaba dispuesto a hacer?
No.
No lo estaba.
Cuando Malfoy colocó su caldero junto a Harry y Ron, Nicholas supo lo que vendría. Ya conocía sus patrones, su arrogancia, su afán por hacer que los Gryffindor saltaran al primer insulto. El mismo lo había vivido en el gran comedor. Pero esta vez, las cosas serían diferentes.
Nicholas movió sus ingredientes sin perder tiempo, ya tenía claro lo que haría.
Si Snape iba a permitir que Malfoy intimidara a los demás sin repercusiones, entonces era momento de demostrarle que los intentos del rubio tendrían respuesta, y no podría hacer nada.
—Ron, muévete con David —indicó con tono decidido.
El pelirrojo miró a Nicholas con una mezcla de disgusto e incredulidad.
—No… —intentó negarse, pero el rubio junto a él hizo ruido, llamando deliberadamente su atención.
—David te ayudará con tu poción —insistió Nicholas—. Y yo ayudaré a Harry.
Harry abrió la boca, como si estuviera a punto de responder, pero se quedó en silencio al ver el guiño pícaro de Nicholas. Su rostro adquirió un leve tono rojizo, desviando la mirada de inmediato. Ron observó la expresión de su amigo, luego a Malfoy, y finalmente accedió sin más discusión, moviéndose junto a David.
Justo cuando Nicholas había terminado de preparar sus cosas para continuar con la poción, la voz de Malfoy se escuchó por encima del murmullo de la clase.
—Profesor —llamó con falsa resignación—, necesitaré ayuda para cortar las raíces de margarita, porque con el brazo así no puedo.
Snape ni siquiera levantó la vista de su escritorio.
—Weasley, córtaselas tú —ordenó con indiferencia.
Nicholas apenas reprimió una sonrisa.
Era la oportunidad perfecta para establecer los límites que Snape no imponía.
Se giró, cruzó la mirada con Ron y vio el enojo en su rostro. El pelirrojo ya empezaba a ponerse rojo, como un tomate.
Nicholas no permitiría la humillación.
—Lo siento, profesor, pero Ron no puede hacer eso.
Snape levantó la vista con lentitud, su mirada recorriendo a Harry y Nicholas con un ceño fruncido evidente. Se puso de pie, sus ojos recorriendo el aula antes de detenerse en Ron.
—No veo por qué Weasley no puede hacerlo, Scratch —murmuró con tono peligroso—. Weasley, hazlo.
Nicholas sostuvo la mirada de Snape con calma.
—Lo siento, profesor, pero Ron no puede hacer eso —repitió.
El tono de Snape se volvió más frío.
—Nadie está hablando contigo, Scratch. Weasley…
Nicholas no le permitió terminar. Ya tenía su jugada lista.
—Por su insistencia en que alguien de Gryffindor ayude a Malfoy, supongo que ni la profesora McGonagall ni el director le han informado del reclamo de abstención que hemos presentado los estudiantes de tercer año de Gryffindor contra Malfoy.
El silencio cayó sobre la mazmorra.
Los murmullos cesaron de inmediato.
Todos en la clase habían detenido su labor, sus miradas ahora fijas en la escena que se desarrollaba frente a ellos.
Snape entrecerró los ojos, visiblemente más molesto de lo habitual. Caminó con paso firme hasta quedar frente a Nicholas, clavando sus ojos oscuros en él.
—¿De qué habla, Scratch?
Nicholas no se amilanó por su actitud. Mantuvo la espalda recta y evitó la mirada directa, concentrándose en la boca del profesor. Aunque los libros nunca insinuaron que Snape abusara de la legeremancia como lo hacía Dumbledore, no estaba dispuesto a correr el riesgo.
—Bueno, profesor —respondió con calma—, teniendo en cuenta la falta de educación, la carencia de modales y la actitud hostil de Malfoy, el tercer año de Gryffindor ha decidido entablar un reclamo de abstención. Nos abstendremos de cualquier intercambio con él. Nos hemos comprometido por escrito a no iniciar ningún tipo de interacción, lo que nos da el derecho a reaccionar ante cualquier provocación de su parte.
Malfoy se puso de pie de inmediato.
—¿A qué se refiere? —preguntó Malfoy con tono altivo.
Nicholas lo ignoró.
—Las clases no están exentas del reclamo. Y como lo indica el apartado de convivencia en el estatuto de la escuela, los profesores no podrán intervenir o tratar de modificar la decisión tomada por los estudiantes…
Snape pareció endurecer aún más su expresión.
—Suficiente —cortó con frialdad.
Nicholas se inclinó levemente y sacó de su mochila un pergamino con la firma de la profesora McGonagall, confirmando que la jefe de la casa había sido informada.
Snape desenrolló el documento y lo leyó con atención.
Su rostro permaneció inexpresivo, pero Nicholas pudo notar cómo la ira se filtraba en la fachada de control habitual del profesor.
Finalmente, tras unos segundos de tensión, Snape bajó el pergamino con un movimiento seco.
—Bulstrode, Parkinson —ordenó con voz cortante—. Ayuden a Malfoy con los ingredientes.
Parkinson abrió la boca para protestar, pero se detuvo de inmediato cuando Snape le dedicó una mirada fulminante.
El profesor no esperó más comentarios y volvió a su escritorio con pasos firmes.
La tensión no desapareció de inmediato, pero con el silencio del profesor, el aula comenzó a recuperar su ritmo.
Nicholas volvió a su poción, asegurándose de que Harry no cometiera errores mientras trabajaban.
El ambiente seguía cargado, hasta que la voz de Malfoy volvió a escucharse. Como si no hubiera escuchado el intercambio con el profesor.
—¿Han visto últimamente a ese Hagrid? —susurró con falsedad—. Me temo que no durará mucho como profesor. A mi padre no le ha hecho mucha gracia mi herida…
Nicholas golpeó la mesa con la mano con suficiente fuerza para interrumpir el murmullo en la mazmorra.
—¡No me provoques, Malfoy! —dijo en voz alta—. ¡A mí, a diferencia de tus compañeros de casa, me importa una mierda lo que haga el mortífago que tienes como padre!
Malfoy palideció de inmediato.
El jadeo general de Slytherin y algunos Gryffindor que reconocieron el término resonó en el aula.
Snape, que había estado caminando entre los calderos, se detuvo en seco.
Por un instante, pareció dudar antes de abrir la boca.
—Scratch, vuelve a tu poción. Malfoy, muévete a otro lugar.
Nadie se atrevió a decir algo más.
Nicholas vigiló con el rabillo del ojo a Malfoy, que parecía afectado o impresionado por la falta de respuesta del profesor, hasta que finalmente cambió de mesa.
Nicholas observaba en silencio mientras Snape recorría el aula, su voz cortante resonando en cada rincón de la mazmorra.
—¡Naranja, Longbottom! —se escuchó decir a Snape, que revisaba el trabajo de Neville— ¡Naranja! Dime, muchacho, ¿hay algo que pueda penetrar esa gruesa calavera que tienes ahí? ¿No me has oído decir muy claro que se necesitaba sólo un bazo de rata? ¿No he dejado muy claro que no había que echar más que unas gotas de jugo de sanguijuela? ¿Qué tengo que hacer para que comprendas, Longbottom?
Había una precisión quirúrgica en la manera en que elegía sus víctimas: siempre el más inseguro, siempre el que menos confianza tenía en sí mismo. Nunca aquellos que podían devolverle el golpe. Siempre los que estaban demasiado aterrorizados para siquiera intentarlo.
Neville era su blanco predilecto.
Cada palabra que le dirigía estaba calculada para aplastarlo, para hacerle sentir que era incapaz, que cualquier esfuerzo por mejorar solo terminaría en fracaso.
No solo era un profesor incompetente y poco profesional. Snape era el peor tipo de abusador.
Y eso lo enfurecía.
Los matones eran fáciles de identificar cuando estaban en los pasillos de una escuela, cuando su poder solo dependía de la fuerza física o de la cantidad de seguidores que tuvieran. Pero Snape era diferente. Su poder era institucional. Su autoridad lo protegía, y eso lo hacía mucho más peligroso.
Era intocable.
Y, lo peor de todo, Hogwarts lo aceptaba.
Los profesores lo permitían, los alumnos lo soportaban, el castillo entero había normalizado su abuso como parte de la educación.
Y Nicholas no quería soportarlo.
Las pociones eran esenciales. Sabía que necesitaba aprenderlas. Sabía que ignorarlas por completo solo lo pondría en desventaja cuando la guerra comenzara. Pero, ¿debía pagar el precio de aguantar a Snape por años, cuando todo en su interior gritaba que no quería hacerlo?
Su mano se tensó sobre la mesa.
La voz de Snape se elevó nuevamente, burlándose del fracaso de Neville con un tono cruelmente entretenido.
—Deberían haber terminado de añadir los ingredientes. Esta poción tiene que cocerse antes de que pueda ser ingerida. No se acerquen mientras está hirviendo. Y luego probaremos la de Longbottom...
Nicholas apenas logró contener la ira que burbujeaba en su pecho.
Al terminar la clase, Harry, todavía estaba procesando las palabras de Nicholas.
"Mortífago."
El término resonaba en su mente con extrañeza. No sabía lo que era. No era una palabra que usaran comúnmente en Hogwarts, y mucho menos en una conversación entre estudiantes. Pero Nicholas la había utilizado para referirse al padre de Draco, y lo había hecho con absoluta certeza, como si fuera un hecho incuestionable.
Y, la reacción de algunos no le había pasado desapercibida.
Por un instante, observó de reojo a Nicholas, notando la expresión tranquila y distante en su rostro.
El pelirrojo, que había estado mirando como Harry miraba a Nicholas, se inclinó ligeramente hacia Harry mientras recogían sus cosas tras la clase de Pociones.
—¿Desde cuándo Scratch sabe tanto? —murmuró, intentando que su voz no llegara más allá de ellos dos.
Harry frunció el ceño, sin saber cómo responder.
—No lo sé —admitió.
Nicholas no era alguien con quien Harry hubiera hablado demasiado antes, al menos no directamente. Estaba ahí, en su año, en su casa. Lo veía en clase, en la sala común, en los pasillos. Pero nunca había tenido motivos para prestarle atención más allá de lo cotidiano.
Hasta ahora.
Primero habían sido sus comentarios en el Gran Comedor, en clases de transformaciones y cuidado de criaturas mágicas. Ahora en Pociones, enfrentando a Snape sin dudarlo, exhibiendo un conocimiento sobre cosas que no todos parecían comprender.
Harry no podía evitar preguntarse de dónde venía toda esa información.
La mayoría de los nacidos de muggles tardaban años en adaptarse al mundo mágico, en comprender las complejidades de la historia de las últimas dos décadas, en aprender sobre las familias influyentes. Él e incluso Hermione, con todo su estudio incansable, todavía tenía áreas en las que aprendía sobre la marcha.
Pero Nicholas…
Él hablaba como alguien que ya lo sabía todo.
Harry sintió un impulso de preguntar directamente, pero se contuvo.
No era el momento.
Mientras salían de las mazmorras, el sonido de las conversaciones de los demás alumnos llenaba los pasillos, pero Harry apenas lo escuchaba.
Se dio cuenta de que estaba observando a Nicholas más de lo necesario.
Casi analizándolo.
Como si buscara pistas en su manera de caminar, en sus gestos, en su forma de moverse por el castillo.
Como si tratara de entender quién era realmente.
Nicholas, por su parte, parecía completamente ajeno a la creciente curiosidad de Harry.
Y eso solo lo hacía aún más intrigante.
Salir de la mazmorra tras la clase de Pociones no aliviaba la irritación latente entre los alumnos de Gryffindor. Snape había sido injusto, como siempre, pero la indignación de Ron estalló con más fuerza que de costumbre.
—¡Cinco puntos menos para Gryffindor porque la poción estaba bien hecha! —se quejó en voz alta, gesticulando con frustración—. ¿Por qué no mentiste, Hermione? ¡Deberías haber dicho que lo hizo Neville solo!
Los Gryffindor que caminaban cerca de él asintieron con la cabeza, algunos murmurando en acuerdo. Pero Hermione no contestó.
Ron giró la cabeza con extrañeza, buscando alrededor.
—¿Dónde está Hermione? —preguntó—. Venía detrás de nosotros.
Seamus y Dean, que caminaban más adelante, no tardaron en distraer a Harry con un nuevo tema.
—¡Eh, Harry! —llamó Seamus, inclinándose un poco para que pudiera escucharlo—. ¿Has oído? El Profeta de esta mañana asegura que han visto a Sirius Black.
Nicholas sintió que la conversación tomaba un giro relevante.
Harry frunció el ceño, su atención ahora fija en Seamus.
—¿Dónde? —preguntaron varios al unísono, la inquietud reflejada en sus voces.
Nicholas hizo una nota mental: conseguir una suscripción a El Profeta y El Quisquilloso no sería mala idea.
—No muy lejos de aquí —respondió Seamus, visiblemente emocionado—. Lo ha visto una muggle. Por supuesto, ella no sabe quién es realmente. Los muggles piensan que es sólo un criminal común y corriente, ¿verdad? El caso es que llamó a la línea directa, pero cuando llegaron los del Ministerio de Magia, ya se había ido.
—No muy lejos de aquí… —susurró Ron a Harry, como si las palabras tuvieran un peso adicional.
Antes de que la conversación pudiera desarrollarse más, una voz inconfundible rompió la tensión.
—¿Pensando en atrapar a Black tú solo, Potter?
Draco Malfoy.
Nicholas apenas reprimió una mueca de disgusto.
—No le hagan caso —intervino rápidamente—. El imbécil solo quiere atención.
El grupo continuó caminando hacia las escaleras, pero Malfoy no se rendiría tan fácilmente.
—Desde luego, yo ya habría hecho algo —insistió, con una seguridad falsa que delataba más arrogancia que convicción—. No estaría en el colegio como un chico bueno. Saldría a buscarlo.
Ron y Harry parecían al borde de responder, pero Nicholas mantuvo la mirada fija en el rubio, evaluando la situación.
Malfoy detectó la falta de reacción y se inclinó un poco hacia Harry.
—Tal vez prefieres no arriesgar el cuello. Se lo quieres dejar a los dementores, ¿verdad? Pero en tu caso, yo buscaría venganza. Lo cazaría yo mismo.
Ese comentario sí logró lo que Malfoy quería.
Harry se detuvo de golpe.
Nicholas intentó intervenir.
—Harry, él no te dirá…
Pero Harry pasó junto a él sin escucharlo, empujándolo levemente en el proceso, y le plantó cara a Malfoy.
—¿De qué hablas, Malfoy? —espetó con brusquedad.
Malfoy le dedicó una mirada cargada de satisfacción.
—¿No sabes, Potter...? —musitó con falsa sorpresa, antes de soltar una carcajada que Crabbe y Goyle secundaron con evidente deleite.
Harry apretó los dientes, su paciencia claramente agotada.
—¿Qué es lo que debería saber?
Malfoy soltó una risa despectiva, se giró hacia sus amigos y, sin más, se alejó con pasos satisfechos.
Harry seguía de pie, con los puños cerrados. Su respiración se había vuelto un poco más pesada. La inquietud lo invadía, aunque no tenía suficientes piezas para formar una imagen clara de la amenaza que representaba Black.
Nicholas lo observó con detenimiento.
Era interesante.
Había interferido en el desarrollo de la conversación de Pociones, que implantaría en Harry la idea de que Black lo estaba buscando. Pero, aun así, de alguna manera, la conversación se había desarrollado.
Algunas cosas, aparentemente, tenían que suceder, sin importar la intervención Nicholas.
Harry se giró hacia él con brusquedad.
—¿Tú sabes de qué estaba hablando? —preguntó, su tono aún cargado de enojo.
Nicholas apenas reprimió una sonrisa irónica, sintió el calor subir por su cuello. No sabía exactamente qué lo irritaba más: el tono arrogante de Malfoy o la manera en que Harry lo ignoró cuando intentó advertirle, y ahora estaba ahí haciéndole preguntas.
“Ridículo.” —pensó— Era absurdo sentirse así. Era adulto, sabía que las cosas no siempre salían como quería. Y, sin embargo, la rabia contenida se acumulaba en su pecho como si tuviera trece años de verdad, como si la reacción visceral fuera más fuerte que su racionalidad.
Su enojo estaba infundado, lo sabía. Apenas había cruzado palabra con Harry antes de esta semana. Pero el humor adolescente lo invadía sin permiso, atrapándolo en emociones que reconocía como ajenas a su mentalidad adulta.
¿Serían las hormonas?
Tal vez.
Igualó el tono de Harry con naturalidad.
—¿Ahora sí me quieres escuchar? —espetó con una leve inclinación de la cabeza—. Si quieres obtener información de alguien, quizás deberías cambiar de actitud…
Sin esperar respuesta, se dio media vuelta y subió rápidamente las escaleras.
Al llegar al último tramo, se encontró con Hermione.
—¿Qué sucedió? —preguntó, notando su expresión irritada.
Nicholas se encogió de hombros con un gesto seco.
—Pregúntales —espetó con veneno—. Parece que son incapaces de pensar…
Hermione frunció el ceño, pero en lugar de insistir, simplemente lo siguió por el pasillo.
Nicholas inspiró profundamente, tratando de calmarse.
Sabía que su molestia no tenía fundamentos reales.
Pero el sentimiento estaba ahí, y por el momento, lo dejaría ser.
Notes:
A quien lo lea...
Hola,
Este es un trabajo en proceso. Es un proyecto que me interesé en hacer para mi propio entretenimiento.
Me cansé de buscar un fanfic que fuera de mi gusto, así que decidí escribir uno yo mismo.
Estoy interesado en los comentarios.
Chapter Text
Mientras los alumnos se dirigían a la clase de Defensa Contra las Artes Oscuras, Hogwarts se sentía en plena rutina académica. Nicholas avanzaba entre ellos, consciente de que este año marcaría una diferencia significativa en comparación con los anteriores.
El curso de DCAO había sido una montaña rusa de calidad desde su primer año: primero Quirrell, luego Lockhart. Ahora, con Lupin al frente, se presentaba una oportunidad única de aprendizaje real. Sin embargo, los años siguientes seguirían mostrando inconsistencias, con Crouch, Umbridge, Snape y finalmente los Carrow. Si los eventos se desarrollaban como debía ser, solo en tres de los siete años en Hogwarts se impartirían clases de defensa realmente útiles, claro, sin mencionar la tutoría de Harry.
Por ahora, Nicholas tenía claro que debía asegurarse de estudiar por su cuenta. Este año las criaturas obscuras serían cubiertas en las lecciones de Lupin, pero la defensa y el uso de las artes requerían de más preparación.
Pero al pensar en aprender y ser autodidacta, algo opacaba sus esfuerzos, ¿y si no resolvía el problema con su magia?
Al llegar al aula, Lupin aún no estaba presente, pero varios estudiantes ya habían tomado sus lugares, preparando sus materiales para la lección. Nicholas, en cambio, no se molestó en sacar nada de su mochila. Sabía perfectamente lo que ocurriría en esta clase.
La introducción práctica al boggart era un evento que había leído en los libros, y tenía clara su decisión: no participaría.
La idea de enfrentarse a la criatura no le preocupaba por su naturaleza en sí, sino por lo que podría revelar de él ante los demás. La forma que tomaría su boggart era una incertidumbre inquietante. ¿Reflejaría su antiguo cuerpo? ¿Dumbledore con esa mirada inquisitiva? ¿Su propia imagen fragmentada entre dos identidades?
“Demasiadas variables. Demasiado riesgo.” —se decía, pensando en lo que podría revelar de sí mismo si se enfrentaba al boggart.
A esto se sumaba los problemas al lanzar los hechizos, si debía enfrentarse a un boggart… ¿qué pasaría si el hechizo no funcionaba? ¿Cuántas veces tendría que repetirlo?
Eran incógnitas que no tenía intención de resolver frente a un grupo de adolescentes, y un hombre lobo, fiel seguidor de Albus Dumbledore. Lo mejor sería mantenerse al margen y dejar que el curso de los eventos siguiera su camino.
Lupin entró al aula con rapidez, colocando su maletín sobre la mesa.
—Buenas tardes —saludó con voz tranquila—. ¿Podrían, por favor, guardar los libros? La lección de hoy será práctica. Sólo necesitarán las varitas.
Nicholas miró su varita de acacia. La madera oscura descansaba en su mano, pero no sentía ninguna conexión con ella. Ahora, tras su revelación, la sentía como una extremidad inerte.
El sonido de mochilas cerrándose recorrió la sala mientras los alumnos seguían sus indicaciones.
—Bien —continuó Lupin, satisfecho con la respuesta—. Si tienen la amabilidad de seguirme...
Los estudiantes se pusieron en marcha tras el profesor. Nicholas se aseguró de salir el último, evitando quedar en primera fila.
Al doblar una esquina, todos se detuvieron al escuchar la canción burlona de Peeves resonando por el pasillo.
—¡Locatis lunático Lupin, locatis lunático Lupin! —entonaba el poltergeist con tono burlón.
Lupin, lejos de molestarse, le dirigió un comentario amable.
—Yo en tu lugar quitaría ese chicle de la cerradura, Peeves. El señor Filch no podrá entrar por sus escobas.
Peeves ignoró por completo la sugerencia y, con una pedorreta dirigida al profesor, se dio vuelta y siguió haciendo lo suyo.
—Es un hechizo útil y sencillo —comentó Lupin a la clase, como si estuviera a mitad de una conferencia—. Por favor, atentos.
Alzó su varita a la altura del hombro, apuntó a Peeves y pronunció:
—¡Waddiwasi!
El chicle salió disparado del agujero de la cerradura y, con precisión, fue a taponar una de las fosas nasales de Peeves, quien giró en el aire gritando, antes de alejarse echando maldiciones.
“Al menos hay un profesor competente en este castillo” —pensó Nicholas con satisfacción.
Risas contenidas recorrieron el grupo mientras Lupin retomaba la marcha hasta la puerta de la sala de profesores.
—Entren, por favor —indicó el profesor, abriendo la puerta y permitiendo el paso.
La sala de profesores era un espacio amplio, con paredes de madera oscura y múltiples sillas dispuestas de manera irregular. En su interior, únicamente Severus Snape ocupaba el espacio, revisando unos pergaminos sobre la mesa.
Nicholas, el último en entrar, observó la escena en silencio mientras Lupin cerraba la puerta.
La voz de Snape, cargada de desdén, interrumpió el movimiento.
—Déjela abierta, Lupin. Prefiero no ser testigo de esto.
El hombre se puso de pie y atravesó el grupo de estudiantes con movimientos calculados. Al llegar a la puerta, se detuvo por un instante, girando sobre sus talones.
—Posiblemente no le haya avisado nadie, Lupin, pero Neville Longbottom está aquí —anunció con tono mordaz—. Yo le aconsejaría no confiarle nada difícil. A menos que la señorita Granger le esté susurrando las instrucciones al oído.
El comentario, lleno de condescendencia, no sorprendió a los Gryffindor.
Lupin, sin perder la calma, respondió con su habitual tono tranquilo, aunque con un matiz retador.
—Tenía la intención de que Neville me ayudará en la primera parte de la práctica, y estoy seguro de que lo hará muy bien.
El aire en la sala pareció tensarse apenas un instante. Snape mantuvo la mirada fija en Lupin, evaluándolo con una expresión inescrutable. Nicholas, sin moverse, evitó girarse para ver la reacción completa. No valía la pena exponerse a la legeremancia del profesor.
Finalmente, Snape salió de la habitación con un portazo, dejando atrás su presencia como una sombra persistente en el ambiente.
Lupin, sin perder tiempo, retomó la atención de la clase.
—Ahora...
Se movió hacia el viejo armario que los profesores utilizaban para guardar togas y túnicas. Apenas se acercó, el mueble tembló, golpeando con fuerza la pared.
Los más cercanos retrocedieron instintivamente.
—No hay por qué preocuparse —aseguró Lupin con serenidad—. Hay un boggart ahí dentro.
El murmullo de la clase se intensificó, algunos alumnos parecían intranquilos.
Nicholas, por su parte, se sentía indiferente. Sabía lo que ocurriría. Sabía que esta clase era más un espectáculo que una prueba real.
La clase de Defensa Contra las Artes Oscuras continuaba avanzando con una energía diferente a las sesiones teóricas que habían tenido hasta el momento. En el aula, los estudiantes permanecían atentos, mientras Lupin lideraba la lección con calma y un enfoque práctico que contrastaba con los anteriores profesores de la materia.
Desde el fondo de la sala, Nicholas se mantenía parcialmente cubierto por la multitud de alumnos de pie, permitiendo que la lección siguiera su curso sin atraer la atención hacia él. Se sentó en una de las sillas cercanas, lejos de la acción, sacando pergamino, pluma y tintero.
No participaría en la práctica, pero aprovecharía el tiempo en planear su “excursión” fuera del colegio.
La idea ya había empezado a tomar forma en su mente desde que la tarde del día anterior descubrió que su magia no fluía con normalidad. Posiblemente la varita no lo reconocía. Y no podía depender de algo que no respondía a sus órdenes a la espera de que pudiera salir del castillo de la manera tradicional, quedarse quieto solo lo ponía en una posición vulnerable y de desventaja.
Mientras los demás discutían sobre sus miedos y se preparaban para enfrentar al boggart, Nicholas anotaba cada punto de su plan con precisión.
Primero: salir del castillo sin levantar sospechas. Para eso, necesitaba ropa adecuada. La mayoría de su ropa era muggle, y las pocas túnicas que tenía eran las reglamentarias del colegio. Si quería moverse con discreción, necesitaría algo más neutral, algo que lo hiciera pasar desapercibido en el mundo mágico.
La sala de menesteres. Ahí podría encontrar algo útil. Objetos perdidos, cosas abandonadas con el paso de los años. Si la magia de la sala funcionaba como recordaba, era posible que lograra conseguir una túnica decente sin necesidad de esperar días hasta que llegara una nueva por lechuza.
Segundo: el escape. Salir por Honeydukes sería demasiado arriesgado. El pasadizo era útil, pero se arriesgaba a encontrarse de frente con los dueños del lugar.
La opción más viable era el Sauce Boxeador. Parecía peligroso, pero el pasadizo debajo llevaba directamente a la Casa de los Gritos, un lugar que nadie se aventuraba a visitar. Desde allí, podría desplazarse con menos restricciones.
El problema radicaba en cómo salir de Hogsmeade sin ser detectado.
Volar en escoba estaba descartado. No tenía escoba. Y los dementores rondaban la zona, y cualquier movimiento sobre el pueblo sería demasiado visible.
La mejor opción era usar la red Flu, pero debía encontrar un sitio adecuado. Las chimeneas de las casas particulares quedaban descartadas: irrumpir en el hogar de algún mago desconocido era una invitación a un desastre.
Eso dejaba las tabernas. Si podía entrar a una sin levantar sospechas, usar la red Flu le permitiría llegar directamente a Londres, sin necesidad de viajar por medios más evidentes.
Una vez en la ciudad, tenía claro adónde iría.
Tercero: su hogar. Su padre estaba fuera del país, lo que facilitaba las cosas. Podría entrar sin problemas, usar su dinero muggle y evitar la necesidad de pedir ayuda a alguien dentro del mundo mágico.
La verdadera prioridad sería el día siguiente.
Cuarto: el Callejón Diagon. Su primera parada sería Ollivander. Sería el primer cliente en pisar el lugar ese día. Conseguir una nueva varita era lo único que lo separaba de la completa inutilidad en el mundo mágico.
Si lograba mantener un perfil bajo, entonces podría hacer algunas compras adicionales.
—Libros de encantamientos y hechizos de uso cotidiano.
—Libros de defensa y ataque, materiales que hablaran de verdad sobre el tema, lejos de los textos censurados y poco funcionales que solía encontrar en Hogwarts.
Los hechizos realmente útiles no estaban al alcance de los estudiantes. Si quería sobrevivir, tenía que ir más allá de lo permitido.
—Una escoba. No podía depender de los medios convencionales para desplazarse. Si tenía que huir, debía hacerlo con velocidad y por su cuenta.
—Libros de magia en español o portugués. Esa idea lo entusiasmaba más de lo esperado. Había hablado ambos idiomas durante veintiún años, y la posibilidad de aprender magia en su lengua original era una ventaja que casi nadie más tendría en Hogwarts.
Sus dedos se deslizaron sobre el pergamino, repasando cada parte del plan con detalle.
Si todo salía bien, estaría de regreso en el castillo al anochecer del sábado, con una varita nueva y todo lo necesario para empezar a prepararse realmente para lo que vendría.
Pero cualquier error, cualquier imprevisto, podría costarle caro.
Las voces de sus compañeros llenaban la habitación. Nicholas apenas levantó la vista cuando Lupin comenzó a dar instrucciones a Neville sobre cómo enfrentar al boggart.
Nicholas dobló el pergamino con cuidado y lo guardó.
El momento se acercaba.
El canon seguiría su curso.
Y él, desde la última fila, simplemente observaría.
—El profesor Snape... mm... Neville, creo que vives con tu abuela, ¿verdad? —preguntó Lupin con tono afable.
Neville asintió con nerviosismo.
—Sí… pero no quisiera que el boggart se convirtiera en ella.
—No, no. No me has comprendido —corrigió Lupin con una sonrisa—. Lo que quiero saber es si podrías explicarnos cómo va vestida tu abuela normalmente.
La clase pareció interesarse en la pregunta. Neville dudó por un instante antes de responder.
—Bueno, lleva siempre el mismo sombrero: alto, con un buitre disecado encima; y un vestido largo… normalmente verde. A veces usa una bufanda de piel de zorro.
Lupin asintió, satisfecho con la información.
—¿Y bolso?
—Sí, un bolso grande y rojo…
—Perfecto —afirmó Lupin—. Entonces, ¿puedes visualizar claramente ese atuendo, Neville? ¿Eres capaz de verlo mentalmente?
Neville frunció el ceño, pero finalmente asintió.
—Sí.
Lupin se inclinó un poco hacia el joven.
—Cuando el boggart salga de repente de este armario y te vea, Neville, adoptará la forma del profesor Snape. Entonces, alzarás la varita y dirás en voz alta: ¡Riddíkulo!, concentrándote en el atuendo de tu abuela. Si todo va bien, el boggart-profesor Snape tendrá que ponerse el sombrero, el vestido verde y el bolso grande y rojo.
La clase rompió en carcajadas. Incluso Nicholas, desde su posición, sonrió al imaginar el resultado.
—Si a Neville le sale bien —añadió Lupin—, es probable que el boggart vuelva su atención hacia cada uno de nosotros, por turno. Quiero que ahora todos dediquéis un momento a pensar en lo que más miedo les da y en cómo podrían convertirlo en algo cómico.
El aula quedó sumida en silencio por unos instantes. Desde la parte trasera de la clase, Nicholas observó con atención cómo Harry se tensaba ligeramente. No podía leer su mente, pero sabía en lo que estaba pensando.
Lupin retomó la clase.
—¿Todos preparados? —preguntó con calma—. Nos vamos a echar todos hacia atrás, Neville, para dejarte el campo despejado. ¿De acuerdo? Después de ti llamaré al siguiente para que pase hacia delante.
Nicholas guardó sus cosas nuevamente en la mochila y se movió nuevamente para quedar cubierto entre los demás estudiantes.
—A la de tres, Neville —dijo Lupin, apuntando con la varita al cerrojo del armario—. A la una… a las dos… a las tres… ¡ya!
El hechizo impactó el cerrojo, y el armario se abrió con violencia. De su interior emergió la figura alta y sombría de Snape, su mueca de desagrado tan característica como siempre.
Neville tembló un instante antes de levantar su varita.
—¡Ri… Riddíkulo!
Un chasquido de látigo resonó en el aula. Snape tropezó, su túnica negra reemplazada por un vestido largo ribeteado de encaje, un sombrero alto coronado por un buitre polvoriento, y un enorme bolso rojo pendiendo de su brazo.
La clase estalló en risas.
El boggart, visiblemente confundido, titubeó por un segundo, dándole a Lupin la oportunidad de llamar al siguiente estudiante.
—¡Parvati! ¡Adelante!
Nicholas se aseguró de mantenerse en el fondo, ocultándose tras los demás mientras los estudiantes avanzaban para enfrentar a la criatura.
El boggart cambió de forma varias veces: esqueletos, una banshee, momias. Los estudiantes lograban conjurar Riddíkulo con éxito, cada uno enfrentando su propio miedo.
Cuando Lupin llamó a Ron, la clase reaccionó con expectativa.
—¡Excelente! ¡Ron, te toca!
Ron se adelantó.
¡Crac!
El boggart se convirtió en una araña gigantesca, sus patas peludas moviéndose con rapidez, sus pinzas chasqueando con fuerza.
—¡Riddíkulo! —gritó Ron.
Las patas de la araña desaparecieron, dejando el cuerpo rodando sin control.
De repente, la araña se detuvo a los pies de Harry.
Harry alzó la varita, listo para su turno.
Pero Lupin se adelantó.
—¡Aquí! —exclamó, llamando la atención del boggart.
¡Crac!
La araña desapareció, y en su lugar, una esfera plateada flotó en el aire. Una luna llena.
Lupin hizo un leve movimiento con la varita.
—¡Riddíkulo! —murmuró casi con desgana.
La luna se disipó en un destello.
—¡Adelante, Neville, termina con él! —ordenó Lupin cuando el boggart cayó al suelo convertido en una cucaracha.
Neville avanzó con seguridad.
—¡Riddíkulo!
Por una fracción de segundo, el boggart volvió a ser el Snape vestido de abuela. Neville soltó una sonora carcajada antes de que la criatura explotara en un humo plateado que se desvaneció en el aire.
—¡Muy bien! —exclamó Lupin, mientras la clase lo aplaudía—. Muy bien, Neville. Todos lo han hecho muy bien.
Se tomó un momento antes de continuar.
—Veamos… cinco puntos para cada uno de los que se han enfrentado al boggart. Diez para Neville, porque lo hizo dos veces. Y cinco para Hermione y otros cinco para Harry.
Un murmullo de la excitación de los estudiantes ante la declaración recorrió el aula, pero fue Harry quien levantó la vista con cierta confusión.
—Pero yo no he intervenido —dijo, su tono reflejando un sentido de justicia que para Nicholas rayaba en lo insano.
Lupin sonrió con paciencia.
—Tú y Hermione contestaron correctamente a mis preguntas al comienzo de la clase —explicó—. Muy bien todo el mundo. Ha sido una clase estupenda. Como deberes, van a leer la lección sobre los boggart y hacerme un resumen. Me lo entregarán el lunes. Eso es todo.
El movimiento natural de los alumnos hacia la puerta llenó el aula con el sonido de pasos y conversaciones.
Nicholas se deslizó entre ellos, satisfecho con su discreción. No había participado.
Pero entonces, Lupin llamó su nombre.
—Señor Scratch.
El paso de Nicholas se detuvo de inmediato. Tragó saliva. Se giró con aparente calma, pero la incomodidad se instaló en su pecho antes de que pudiera evitarlo.
Los demás estudiantes pasaron junto a él, saliendo de la estancia hasta que, finalmente, solo quedaron los dos.
—¿Sí, profesor? —preguntó, esforzándose por sonar lo más inocente posible.
Lupin no sonrió esta vez. Su expresión era distinta.
Y aquello molestó a Nicholas.
No porque fuera dura o severa.
Era compasiva.
Un gesto innecesario que no hacía más que incomodarlo.
—¿Todo bien? —preguntó Lupin con suavidad—. Noté que no participó hoy. No es obligatorio, claro… pero fue deliberado, ¿verdad?
Nicholas reprimió el impulso de chasquear la lengua.
Una parte de él quería mentir. Decir que se había sentido mal, tal vez atemorizado. Cualquier excusa serviría para desechar el tema rápidamente, pero la mirada de Lupin no se apartaba de él, esa expresión compasiva solo lograba exasperarlo aún más.
—Tal vez no era mi día —respondió Nicholas secamente.
Pero el tono no había sonado como él quería, había sido frio y tajante, exasperado.
La sonrisa de Lupin cambió. Se tensó apenas, como si pudiera notar la irritación en su tono.
El hombre asintió con lentitud.
—Está bien. Todos tenemos días así.
Hizo una pausa, su voz bajó con intención.
—Pero recuerda que el miedo pierde poder…
Nicholas sintió la incomodidad intensificarse.
No quería una charla motivacional. No quería comprensión.
—Disculpe, profesor —interrumpió sin titubeos—. ¿Sabe usted qué es un bully?
Lupin frunció levemente el ceño ante la interrupción, pero su expresión no tardo en mostrar una genuina curiosidad ante la pregunta.
—¿Qué es?
El rostro del profesor reflejaba un interés honesto, pero Nicholas no lo veía con amabilidad.
Nunca había simpatizado con su actitud en los libros, con ese aire de protector que rara vez actuaba en consecuencia. Nunca le había ofrecido a Harry verdadero consuelo sobre sus padres. Nunca se había molestado en preguntar por su vida fuera de Hogwarts.
Todo lo que hacía parecía medido por una culpa personal más que por un deseo real de ayudar.
Nicholas dejó escapar un leve suspiro, como si su paciencia estuviera al límite.
—Bueno, en el mundo muggle, bully se usa para describir a alguien que acosa, maltrata o violenta a sus compañeros.
El rostro de Lupin cambió de inmediato. Su mandíbula se tensó, sus ojos mostraron un reflejo de entendimiento.
Nicholas lo miro a los ojos sin pestañear. Algo que desconcertaba aún más al profesor.
—¿Ha escuchado alguna vez la frase "la información es poder"?
Lupin asintió con un leve movimiento de cabeza, sin apartar la mirada.
—Sí…
Nicholas mantuvo su tono impasible.
—Bueno, no quisiera darle material para las bromas a los bully. Después de todo, la escuela no hace ni haría algo al respecto.
El silencio se instaló entre ellos.
Por primera vez desde que había despertado en este mundo, Nicholas sintió que había tocado una fibra sensible en alguien dentro de Hogwarts.
Lupin ya no mostraba compasión en su rostro. Su expresión se había endurecido, y en sus ojos ya no quedaba ni rastro de la falsa tranquilidad que intentaba transmitir.
Sin embargo, el hombre no dijo nada.
Solo se limitó a asentir.
—Ya veo —murmuró, su voz más firme de lo que Nicholas había esperado—. Entonces, buena tarde, Nicholas.
El joven esbozó una sonrisa inocente, como si la conversación no hubiera tenido peso alguno.
—Buena tarde, profesor.
Sin perder más tiempo, se giró y salió de la estancia con pasos rápidos, dirigiéndose a la biblioteca.
El encuentro dejó un ligero eco de duda en su mente.
No sabía si se había “pasado” o no.
Pero tampoco le importaba demasiado.
Después de todo, Lupin solo sería profesor este año.
Remus Lupin permaneció de pie en el aula, observando la puerta por donde Nicholas Scratch había desaparecido segundos atrás. El joven se había marchado con pasos firmes y rápidos, como si la conversación no hubiera dejado huella en él, como si no tuviera motivos para pensar más en ello.
Pero Lupin sí tenía motivos.
Las palabras de Nicholas aún resonaban en su cabeza, no como un comentario casual, sino como algo que se había instalado en su conciencia con la fuerza de una advertencia.
"La información es poder."
La frase en sí no tenía nada de especial. Lupin la había escuchado antes, en diferentes contextos, pronunciada por distintas personas. Pero cuando Nicholas la dijo, no sonó como una simple afirmación.
Sonó como un recordatorio.
Como si el chico lo supiera de verdad.
No como un niño de trece años que apenas empezaba a entender el mundo, sino como alguien que ya había vivido lo suficiente para comprender cómo funcionaba la sociedad, cómo operaban los sistemas de poder.
Esa idea hizo que la incomodidad creciera en su pecho.
Nicholas era un nacido de muggles. Su historial en Hogwarts estaba claro. Sus padres no tenían relación con el mundo mágico, no habían estudiado en el castillo. Su educación inicial había sido completamente ajena a la magia.
Entonces, ¿cómo podía hablar con esa claridad?
¿Cómo podía mirarlo con la certeza de alguien que conocía las respuestas antes de que siquiera se le hicieran las preguntas?
Era una actitud que no encajaba en un estudiante de tercer año.
Lupin había enseñado en otras ocasiones, había tratado con jóvenes de distintas edades, con distintas personalidades. Había visto niños astutos, arrogantes, tímidos, analíticos, testarudos, brillantes.
Pero nunca había visto a uno que pareciera tan consciente de la conversación como Nicholas lo había estado.
Nunca había visto a un estudiante que controlara el tono, la pausa, la dirección de la charla, como si supiera exactamente qué reacción quería provocar.
No había sido un impulso juvenil, ni un comentario accidental.
Había sido calculado.
Lupin sintió un escalofrío recorrer su espalda.
Por un instante, miró alrededor de la estancia, tratando de sacudirse la sensación. Era absurdo sentirse así. Nicholas no tenía ninguna razón para ser un problema.
No tenía conexiones con magos oscuros.
No tenía antecedentes de rebelión o insubordinación.
No tenía ningún lazo con su propio pasado.
Y, sin embargo, la conversación lo había inquietado más de lo que quería admitir.
Se inclinó sobre su escritorio, mirando los pergaminos sin realmente leerlos.
La forma en que Nicholas había respondido, la rapidez con la que había desviado la charla antes de que pudiera tomar un tono paternalista, lo había desarmado completamente.
Lupin estaba acostumbrado a leer a los estudiantes, a notar cuándo alguien necesitaba ayuda, cuándo alguien buscaba consejo, cuándo alguien se mostraba incómodo o inseguro.
Pero con Nicholas, había sido al revés.
El chico lo había leído a él.
Lo había observado con precisión antes de hablar, había medido el tono antes de intervenir. Y luego había dado exactamente en el punto que lo haría reaccionar.
Ese pensamiento no le gustó.
No le gustó porque le hacía preguntarse cosas que no deberían siquiera cruzar por su cabeza sobre un alumno de trece años.
¿Qué había querido decir realmente con todo eso?
¿Solo estaba frustrado por la clase? ¿Molesto por la conversación?
¿O de verdad sabía más de lo que debía saber?
El pensamiento lo hizo tensar los dedos sobre el pergamino que aún no había leído.
Era imposible.
Era irracional.
Era ridículo.
Pero la duda se había instalado.
Notes:
A quien lo lea...
Hola,
Este es un trabajo en proceso. Es un proyecto que me interesé en hacer para mi propio entretenimiento.
Me cansé de buscar un fanfic que fuera de mi gusto, así que decidí escribir uno yo mismo.
Estoy interesado en los comentarios, lamento si ven alguna incoherencia en la trama, si ven alguna, por favor me dicen.
Chapter Text
El plan para salir del castillo era sencillo, pero primero requería un poco de preparación previa, y Nicholas lo sabía. Para evitar sospechas, primero debía asegurarse de pasar desapercibido o por lo menos de no ser reconocido. La clave estaba en el camuflaje adecuado, y para ello, necesitaba “nuevas” túnicas, sabía que podría encontrar algo en la sala de menesteres, pero no estaba seguro del estado en el que las encontraría.
Cruzó la biblioteca con pasos medidos, observando cómo la luz tenue de los candelabros iluminaba las largas hileras de estanterías cargadas de libros antiguos. En el mostrador, la señora Pince se encontraba inmersa en la clasificación de los ejemplares, su expresión reflejando la concentración obsesiva que siempre tenía cuando manipulaba los libros.
Nicholas se aclaró la garganta un par de veces, esperando que la bibliotecaria reaccionara. Aunque notó una leve mueca en su rostro, la mujer no apartó la vista de su tarea.
—Señora Pince —murmuró con tono cauteloso.
La bruja soltó el libro que tenía en la mano con evidente desgana y levantó la mirada.
—¿Qué necesita, señor…?
El tono seco de la mujer no mostró ningún interés genuino por saber su nombre, pero Nicholas respondió de todos modos.
—Scratch —dijo con calma. Sabía que, para la bibliotecaria, los estudiantes eran secundarios frente a la importancia de los libros, así que no se molestó en prolongar la conversación innecesariamente—. Estoy buscando un libro con encantamientos o hechizos para… ¿el hogar?
A pesar de la vaguedad de la solicitud, la señora Pince pareció analizarlo con un destello de sospecha en los ojos.
—¿Y qué necesita exactamente?
Era una pregunta razonable. O eso razono el adulto en Nicholas. Después de años lidiando con adolescentes, era comprensible que cualquier solicitud fuera evaluada con cautela.
Nicholas mantuvo su expresión neutral antes de responder.
—Limpiar y desempolvar túnicas, tal vez remendarlas.
El ceño de la bibliotecaria se frunció aún más, claramente considerando qué clase de desastre podría causar alguien con acceso a esos encantamientos. Finalmente, tras un suspiro largo, señaló una estantería al fondo de la biblioteca con un gesto brusco.
—Segunda fila desde la izquierda, sección de Encantamientos Domésticos —dijo con tono despectivo—. Magia Menor para el Hogar, Hechizos Útiles para el Día a Día...
Nicholas no perdió tiempo y se apresuró a alejarse del mostrador. Sabía que provocar la furia de la bibliotecaria era una pésima idea, y lo último que necesitaba era que ella empezara a hacer preguntas.
Nicholas avanzó entre los estantes de la biblioteca, siguiendo la dirección que le había indicado la señora Pince. La sección de Encantamientos Domésticos no era particularmente popular, y eso se reflejaba en el estado de los libros: lomos polvorientos, títulos descoloridos, páginas ligeramente amarillentas por el tiempo.
No tardó en notar que muchos de los ejemplares tenían un enfoque bastante anticuado. Demasiado anticuado.
Sus ojos recorrieron algunos títulos, sintiendo una mezcla de incredulidad y fastidio.
"Magia del hogar para jóvenes brujas."
"Encantamientos para el trabajo de las brujas (el hogar)."
"Cómo ser una bruja ejemplar: hechizos para una esposa perfecta."
Nicholas frunció el ceño con visible desagrado. ¿Qué clase de siglo atrasado reflejaban estos textos?
¿De verdad estos libros seguían existiendo en la biblioteca de Hogwarts?
Abrió el primer tomo con cautela, revisando la tabla de contenidos. "Hechizos para una mesa impecable." "Cómo encantar tu cocina para reflejar tu habilidad femenina."
Frunció el ceño, repasando las páginas en busca de cualquier encantamiento realmente útil. Lo que encontró, sin embargo, solo profundizó su disgusto.
"El hogar de una bruja debe reflejar orden, belleza y cuidado, asegurando que su familia y esposo tengan siempre un entorno mágico adecuado."
"Las brujas excepcionales nunca descuidan la limpieza con sus hechizos. Domina el arte de Scourgify para que ningún hombre tenga que usar su varita en ello."
"El uso adecuado de Tergeo mantiene la dignidad de una bruja, asegurando que su ropa y la de su esposo siempre estén impecables."
Nicholas cerró el libro con un chasquido seco.
Era una locura.
Era insultante. A pesar de encontrarse en un mundo de magia, los prejuicios y roles de género seguían plasmados en los libros como si fueran normas inquebrantables.
Respiró hondo, exhalando lentamente, y continuó con la búsqueda.
Tras un momento, encontró otro volumen que llamó su atención:
"El Hogar y su Limpieza: Hechizos y Encantamientos para el Día a Día."
Ese título era más neutral, y al menos no parecía querer encasillar a nadie.
Lo sacó del estante y comenzó a ojearlo en el mismo lugar, repasando los encantamientos listados. Algunos eran conocidos:
—Tergeo, para eliminar líquidos, polvo o suciedad de superficies y ropa.
—Scourgify, para limpiar objetos o lugares.
—Reparo, ideal para remendar las túnicas rasgadas o descosidas.
Pero también encontró otros hechizos que, aunque desconocidos, parecían bastante útiles:
—Aridare: Encantamiento diseñado para secar prendas mojadas de inmediato, eliminando la humedad sin afectar el tejido.
—Calore Vestis: Hechizo para mantener la ropa cálida, ideal para climas fríos sin depender de capas adicionales.
—Frigoris Aura: Variante del anterior, encantando la tela para que conserve una sensación fresca y cómoda en ambientes cálidos.
Nicholas alzó una ceja. Esto sí era interesante.
La magia doméstica, lejos de ser despreciada, tenía aplicaciones bastante funcionales si se sabía cómo utilizarla. Más allá de los prejuicios que rodeaban la categoría, ciertos encantamientos podrían convertirse en herramientas valiosas en diferentes situaciones.
Se inclinó sobre una mesa cercana, revisando las siguientes páginas con detenimiento. Si podía aprender estos encantamientos, podría usarlos de maneras que ni siquiera los magos adultos consideraban.
Y en una guerra, cualquier ventaja podía marcar la diferencia.
Con el libro en mano, Nicholas se dirigió al mostrador para tomar prestado el ejemplar.
Después de una cena rápida en el Gran Comedor, Nicholas se dirigió con paso decidido al séptimo piso. Aunque había considerado saltarse la comida, sabía que eso llamaría la atención de la profesora McGonagall, y evitar cualquier sospecha era fundamental. Lo mejor era asegurarse de que su ausencia no despertara preguntas innecesarias.
El castillo se encontraba en relativa calma, con la mayoría de los estudiantes y profesores reunidos en el comedor, lo que le permitió moverse sin obstáculos ni miradas curiosas. Su destino estaba claro: la Sala de Menesteres. Dormiría allí, de esa manera evitaría el riesgo de ser atrapado fuera de la sala común tras el toque de queda. La privacidad también le daría margen para practicar los encantamientos que había encontrado en la biblioteca, aunque tenía claro que su varita seguiría resistiéndose a cooperar.
Al llegar al séptimo piso, recorrió los pasillos hasta encontrar el tapiz de Barnabás el Chiflado. La idea de acceder a la misteriosa sala lo emocionaba de una manera que pocas cosas lograban en Hogwarts. Era uno de los rincones del castillo que no muchos conocían, y aún menos comprendían completamente.
Comenzó a caminar con deliberación frente al muro.
Una vez. Dos veces. Tres veces.
Cada paso acompañado por una concentración absoluta. Necesito túnicas, capas, y un lugar para descansar.
Y entonces, la puerta apareció con un susurro, discreta, casi oculta a plena vista, como uno más de los armarios de escobas o almacenes de Filch.
Nicholas abrió la puerta sin vacilar.
El interior era amplio y silencioso, envuelto en una atmósfera que parecía haber sido olvidada por el tiempo. La iluminación tenue de los candelabros flotantes revelaba largas hileras de percheros alineados contra las paredes, sus bordes cubiertos por el polvo acumulado de los años. Túnicas, capas y abrigos colgaban en perfecto orden, algunas de ellas desgastadas por el tiempo, mientras otras mantenían cierta estructura, como si aún esperaran ser usadas.
Nicholas recorrió el lugar con calma. Las prendas hablaban de generaciones pasadas, algunas más recientes que otras, de estudiantes que habían abandonado el castillo dejando fragmentos de su historia detrás. Algunas túnicas conservaban un aire de elegancia, otras mostraban señales de deterioro. No eran precisamente nuevas, pero con algunos encantamientos, podrían servir.
Entre los estantes, varios baúles permanecían alineados, sus tapas de cuero agrietadas, pero aún funcionales. Objetos ocultos u olvidados dentro, pertenencias de antiguos alumnos que nunca regresaron por ellas.
Al fondo de la sala, cerca de unas puertas dobles, un espejo alto de marco tallado reflejaba la tenue luz del lugar. Al acercarse, Nicholas se encontró cara a cara con su propio reflejo.
Cada vez que se veía en un espejo, la sensación de desconexión lo golpeaba con fuerza.
Era su rostro.
Pero al mismo tiempo, no lo era.
La mirada de un joven de trece años lo observaba desde el cristal, con ojos marrones que no contenían la madurez que su mente albergaba. Su cuerpo no coincidía con la percepción que tenía de sí mismo, y cada vez que se veía, esa incomodidad se instalaba en su pecho con más fuerza.
Apartó la vista antes de que el rechazo creciera más de lo necesario.
Se dirigió a las puertas dobles y las abrió.
Lo primero que vio fue una gran cama.
Era completamente diferente a las del dormitorio de Gryffindor. Más grande, con sábanas oscuras que irradiaban una sensación de lujo y profundidad. A ambos lados, un par de mesas de noche sostenían velas encendidas, bañando el cuarto con una luz cálida que contrastaba con el aire antiguo del vestidor.
Al fondo, una enorme ventana se extendía hasta el techo, dejando que la luz de la luna iluminara la habitación de manera tenue.
A la derecha, un pequeño cuarto de baño ocupaba parte de la pared. A diferencia del resto del espacio, los azulejos de mármol blanco reflejaban un brillo impecable, aportando una sensación de pulcritud y modernidad.
El contraste entre las secciones de la sala era evidente. Por un lado, el vestidor con prendas de estudiantes que dejaron su historia atrás; por otro, la zona privada, que parecía sacada de un espacio mucho más elegante.
Nicholas sintió una leve incomodidad ante la separación de ambos ambientes. Dos mundos coexistiendo dentro de un mismo lugar, reflejando su propia paradoja interna.
Pero debía centrarse en su propósito.
Caminó con paso firme hacia los percheros, deslizando los dedos sobre las prendas cubiertas de polvo. Si quería salir del castillo sin ser reconocido, debía asegurarse de que su atuendo no llamara la atención.
Optó por enfocarse únicamente en túnicas y capas negras.
La túnica fue fácil de encontrar. Un diseño simple, sin distintivos, salvo por un cordón azul oscuro en el cuello.
La capa, sin embargo, fue un problema.
Pasaron cuarenta minutos y la frustración comenzó a acumularse.
La mayoría de las capas negras tenían los colores y escudos de las casas. Las que no eran de la escuela, eran de invierno y resultaban demasiado voluminosas para moverse con agilidad, las que quedaban estaban en tan mal estado que ni siquiera un encantamiento de reparación las salvaría.
Nicholas exhaló con resignación. Era suficiente. Lo que estaba en los percheros no serviría.
Desvió su atención a los baúles apilados en un rincón de la sala, algunos cerrados con cerrojos oxidados, otros con sus tapas apenas ajustadas, como si esperaran ser abiertos después de años de abandono. Uno a uno, comenzó a revisarlos.
Descartó algunos rápidamente: eran de chica, o lo habían sido en algún momento. Otros requerían más tiempo, no por su utilidad inmediata, sino por la extraña fascinación que le generaban. Las prendas variaban en estilos y épocas, algunas reflejaban un sentido impecable de elegancia, otras eran tan extravagantes que le resultaba difícil imaginar quién habría decidido usarlas en el castillo.
Fue entonces cuando llegó a un baúl más pequeño, distinto a los demás. No tenía el tamaño de un baúl estándar, era más discreto, de madera clara con herrajes de bronce opacados por el tiempo.
Nicholas se agachó frente a él, pasando los dedos por los bordes antes de levantar la tapa con cautela. La madera crujió suavemente al abrirse.
El interior lo sorprendió.
A diferencia de otros baúles, donde la ropa y los objetos parecían haber sido arrojados sin cuidado, aquí todo estaba doblado con precisión. Túnicas, capas, incluso un par de guantes de cuero descansaban apilados con esmero, como si su dueño hubiera querido asegurarse de que todo permaneciera en perfecto estado.
Nicholas separó las prendas con paciencia, deslizando la mano entre los tejidos hasta que finalmente la encontró.
Una capa negra, ligera, de tela mate y suave al tacto. No tenía escudos, ni bordados, ni ningún símbolo que delatara su procedencia.
Cuando la levantó, el tejido se deslizó entre sus dedos con una fluidez casi hipnótica.
Perfecta.
Pasó la mano por el interior, buscando desperfectos. Solo un par de hilos sueltos en el dobladillo y algo de polvo. Nada que un Tergeo y un Reparo no pudieran solucionar.
La colocó cuidadosamente sobre su brazo, junto a la túnica que ya había seleccionado.
Antes de cerrar el baúl, revisó el fondo por si encontraba algo más de utilidad. En un pequeño compartimento lateral, halló un cinturón delgado de cuero negro, con una hebilla discreta. Lo tomó sin dudar. No estaría de más.
Nicholas se puso de pie, echando un último vistazo al lugar. La sensación era extraña, como si estuviera revolviendo las huellas olvidadas de alguien que alguna vez también buscó un propósito entre estas paredes.
Sacudió la cabeza, apartando el pensamiento. No era momento para sentimentalismos.
Con las prendas bajo el brazo, se dirigió de nuevo hacia la zona de la cama, donde tendría espacio y luz suficiente para trabajar.
Dejó las túnicas y la capa sobre la colcha oscura y sacó el pequeño libro de hechizos que había tomado de la biblioteca. Se sentó en el borde de la cama, la varita temblando ligeramente en sus dedos, y comenzó a practicar los encantamientos.
Primero, Tergeo.
Apuntó con la varita a la capa y murmuró el hechizo. Un leve chorro plateado surgió de la punta, aspirando la suciedad adherida al tejido.
El resultado no fue inmediato. La varita se resistía, como si dudara en seguir sus órdenes. Le tomó varios intentos más antes de que la tela quedara tan limpia como la desobediente varita lo permitía.
Cuando lo logró, sonrió satisfecho.
Luego, Reparo.
Deslizó la varita sobre los hilos sueltos, repitiendo el encantamiento con la misma paciencia. Al igual que con Tergeo, cada intento requería más esfuerzo del que debería.
Finalmente, los hilos se retejieron suavemente, como si nunca hubieran estado fuera de lugar.
Repitió el proceso con la túnica, asegurándose de que ambas prendas quedaran en el mejor estado posible.
Nicholas tomó las prendas y se dirigió al espejo del baño. Se cambió con calma, observando el reflejo que le devolvía la imagen de un joven vestido de negro, su túnica apenas rozando los zapatos y la capa con el largo exacto para cubrir su silueta sin restringir sus movimientos.
Subió la capucha y exhaló con tranquilidad.
No era una Capa de Invisibilidad, pero con un poco de suerte y algo de ingenio, sería suficiente para su objetivo.
Miró la hora en un reloj polvoriento sobre una de las mesitas de noche. Aún tenía varias horas antes del amanecer.
Más que suficiente para dormir un poco.
Se quitó la ropa y los zapatos, quedándose con el pantalón corto que usaba bajo la túnica escolar. Luego, con movimientos medidos, probando la comodidad de la cama, se recostó sobre las sábanas oscuras.
La calidez del colchón lo envolvió al instante, relajando sus músculos con una facilidad inesperada. Por un instante, todo el peso de sus preocupaciones pareció disiparse.
Cerró los ojos, aferrándose a la sensación de seguridad efímera que le proporcionaba aquel rincón escondido en el corazón del castillo.
Mañana sería un día crucial.
Notes:
Hola,
Este es un trabajo en proceso. Es un proyecto que me interesé en hacer para mi propio entretenimiento.
Me cansé de buscar un fanfic que fuera de mi gusto, así que decidí escribir uno yo mismo.
Estoy interesado en los comentarios, lamento si ven alguna incoherencia en la trama, si ven alguna, por favor me dicen.
Chapter Text
El día se había extendido más de lo que Nicholas habría querido. Cada clase se convirtió en una prueba de resistencia ante el peso de la emoción y la expectativa que lo envolvían. Las horas transcurrieron con lentitud, hasta que finalmente la última lección concluyó. Sin demorarse, emprendió el regreso a la torre de Gryffindor.
Mientras cruzaba los pasillos atestados, creyó escuchar que lo llamaban en un par de ocasiones, pero no se detuvo. Las escaleras se llenaban con rapidez y no podía arriesgarse a que alguien lo retrasara.
El ascenso fue una carrera contra su propia ansiedad. Murmuró la contraseña al retrato de la Dama Gorda, quien apenas lo miró mientras se hacía a un lado para dejarlo pasar. Al cruzar el umbral, la sala común hervía de actividad: estudiantes charlando, riendo, revisando deberes de última hora. Se escabulló entre los sillones, subiendo por las escaleras hacia el dormitorio masculino.
Al abrir la puerta, comprobó con alivio que estaba solo. Sus compañeros aún no habían regresado, y ese detalle jugaba a su favor. Preparar ropa mientras otros lo observaban habría levantado preguntas innecesarias.
Un motivo más que lo apresuraba era que era viernes, y sus compañeros probablemente estarían hasta tarde en la sala común. Aun así, no descartaba la posibilidad de que alguno subiera inesperadamente.
Cruzó la habitación y vació el contenido de su mochila sobre la cama. Del baúl sacó una muda de ropa muggle, la nueva túnica y capa que había preparado la noche anterior. Luego abrió el pequeño cofre de seguridad —que su padre había insistido en que comprara— y extrajo su billetera muggle junto con el monedero de galeones.
Con cuidado, guardó todo de nuevo en la mochila y se detuvo un momento, repasando mentalmente si le faltaba algo. Dudó. Se inclinó sobre la cama y volvió a abrir la mochila, revisando uno por uno los objetos: la ropa muggle, la túnica, la capa, la billetera, el monedero, la varita. ¿Y si olvidaba algo esencial? Repasó la lista otra vez, esta vez en voz baja, como si decirlo en alto le otorgara más seguridad.
Finalmente, soltó un leve suspiro. Nada parecía faltar. Cerró la mochila y la colgó de un hombro. Luego cerró las cortinas de su cama para disimular su actividad y salió rumbo al Gran Comedor.
Si quería evitar sospechas, debía cenar, o al menos asegurarse de que McGonagall lo viera en la cena, eso disminuiría sus horas desaparecido en caso de que alguien se percatara.
Se movió por el castillo tras un grupo de Gryffindors que parecían absortos ante la perspectiva de su primer fin de semana en Hogwarts
Al llegar al gran comedor, las mesas comenzaban a llenarse y la comida ya había aparecido mágicamente sobre ellas. Nicholas se movió con cautela entre los estudiantes, eligiendo un lugar lo suficientemente cercano a la mesa de los profesores para ser visto, pero no tanto como para llamar la atención de los alumnos mayores, que usualmente ocupaban el lugar más cercano a la mesa de los profesores. Había planeado este momento con antelación. Había considerado la posibilidad de salir del castillo directamente tras la última clase, sin ir a la cena, Pero había desechado la idea: eso solo sumaría horas a su desaparición, volviéndola más sospechosa. Lo más inteligente era asegurarse de ser visto ahora.
El día siguiente, por ser sábado, los profesores prestarían menos atención a la asistencia de los estudiantes en las comidas, reduciendo el riesgo de que notaran su ausencia antes del lunes.
Sirvió comida en su plato de manera casi automática. No prestaba atención a lo que se servía, ni a cuánto comía. Su mente estaba muy lejos de allí. La ansiedad comenzaba a pesarle en el estómago como una piedra fría.
Miraba una y otra vez hacia la mesa de los profesores, esperando a que apareciera la figura de la profesora McGonagall.
Finalmente, ella llegó, caminando con paso decidido hacia su lugar habitual. Nicholas sintió un leve alivio al verla sentarse y, tras un momento, realizar su acostumbrado barrido visual sobre las mesas de los estudiantes de Gryffindor. Permaneció sentado unos minutos más, fingiendo comer mientras le daba tiempo suficiente a la profesora para notarlo entre la multitud. No sabía exactamente cuánto debía esperar, y dudó un par de veces antes de ponerse de pie. Pero razonó que, si hasta ese momento no lo había notado, ahora debía de haberlo hecho.
Eso era lo importante.
Dio un último trago a su jugo de calabaza, ajustó la mochila sobre su hombro y salió del comedor con paso controlado. Las mesas llenas y la presencia de los profesores hacían de ese momento el escenario perfecto.
Se escabulló por los pasillos, deteniéndose en cada esquina o cruce para asegurarse de que no hubiera moros en la costa. Llegó a los invernaderos y, a través de ellos, salió discretamente al exterior del castillo. El aire nocturno, aún tibio por el verano, le dio de lleno en el rostro.
Corrió pegado a los límites de los jardines, manteniéndose agachado, hasta alcanzar el campo de Quidditch. Allí se ocultó tras uno de los cobertizos para escobas, respirando agitadamente mientras vigilaba los alrededores.
A salvo de las miradas indiscretas, se apresuró a cambiarse. Primero se quitó el uniforme escolar, luego se puso la ropa muggle y, sobre ella, la túnica y la capa nueva. Septiembre apenas comenzaba, y el calor se haría notar con tantas capas encima.
Verificó que llevaba todo: varita, billetera, monedero. Todo estaba en orden.
Guardó cuidadosamente el uniforme en la mochila y luego la ocultó entre el césped alto y la pared trasera del cobertizo. Si tenía suerte, nadie la encontraría antes de su regreso.
Con la capucha ajustada, se dirigió hacia el Sauce Boxeador, bordeando la linde del Bosque Prohibido. El cielo ya se había oscurecido por completo; apenas algunos hilos plateados de luna iluminaban los terrenos. Ahora, desde el castillo, cualquiera que lo viera solo distinguiría una figura oscura deslizándose entre las sombras.
Se detuvo a una distancia prudente. El árbol, aparentemente dormido, se mecía con la brisa nocturna. Sabía que era una ilusión peligrosa. Bastaba un movimiento en falso para despertar la furia del árbol.
Desde la maleza, estudió la distancia hasta la raíz nudosa que debía presionar. Eran unos cinco metros. Podía correr, pero si el árbol reaccionaba antes, estaría en problemas.
Pensó en usar magia para presionar la raíz a distancia. Sin embargo, los resultados de su varita no eran confiables; su comportamiento errático en los últimos días le había dejado en claro la reticencia a colaborar.
Dudó, sintiendo la presión de su propia incertidumbre. Si fallaba, podría alertar al árbol antes de estar lo bastante cerca para reaccionar. Pero la alternativa era acercarse directamente, arriesgándose a una embestida que no sabría desde donde vendría.
Con un suspiro resignado, levantó la varita y apuntó.
—Depulso —susurró.
Nada ocurrió.
Frunció el ceño, ajustó su postura, y repitió el hechizo con más fuerza.
—¡Depulso!
Esta vez, un destello salió disparado... pero no hacia la raíz. El rayo golpeó una de las ramas principales, y el árbol despertó de inmediato.
Las ramas crujieron y comenzaron a moverse con violencia, semejantes a garrotes gigantescos azotando el aire. Nicholas se lanzó instintivamente al suelo, rodando hacia un lado justo cuando una de las ramas se estrellaba en el lugar donde había estado un segundo antes.
—Maldición —murmuró, incorporándose con rapidez.
El árbol parecía un animal enfurecido. Movía sus ramas de manera violenta tratando de alcanzarlo.
No había tiempo para hechizos ni para segundas oportunidades. La adrenalina rugía en sus venas. Corrió directamente hacia la base del tronco. Esquivó otra rama que pasó rozando su cabeza. Estaba a punto de alcanzar la raíz cuando el árbol giró sobre sí mismo y abalanzó una de sus ramas más gruesas para asestar un golpe.
En el último segundo, Nicholas se lanzó de cabeza y estiró la mano, golpeando la raíz nudosa con todas sus fuerzas justo a tiempo.
El árbol se detuvo, paralizado. Las ramas quedaron suspendidas en el aire como si hubieran sido petrificadas. Respiró agitado, sintiendo la vibración de la madera bajo sus dedos.
No podía detenerse ahora.
Nicholas, aún con la respiración agitada quemando sus pulmones y el corazón martilleándole las costillas, rodeó con rapidez la base inmóvil del Sauce Boxeador. Solo necesitó unos cuantos pasos para encontrar el hueco entre las raíces.
Antes de deslizarse dentro, miró a su alrededor. El campo parecía desierto, la noche envolvía todo en sombras largas y temblorosas. Satisfecho de no ser observado, ajustó la capucha sobre su cabeza y se deslizó en la oscuridad.
El aire dentro del túnel era húmedo, pesado, cargado del olor terroso característico de los lugares cerrados durante años. Cada bocanada era un recordatorio de que estaba, literalmente, caminando bajo tierra.
La luz de luna menguante apenas lograba filtrarse entre las raíces del árbol, y las ramas fuera cuyos movimientos, en la superficie, volvían a ser impredecibles, como si tuvieran vida propia y estuvieran buscando a su presa.
Nicholas se quitó la capucha y empezó a avanzar con cautela, pegando el cuerpo a las paredes del túnel, la piedra, fría y rugosa lastimaba sus manos ahí donde las ponía. El suelo irregular, que le hizo tropezar un par de veces, y la humedad en él lo obligaban a caminar con más cuidado del que quisiera. Tras un par de metros, Nicholas se dio cuenta de que pronto necesitaría luz.
A medida que se adentraba en el túnel, el leve brillo de la luz de la luna que iluminaba la entrada del túnel quedaba cada vez más atrás, tragada por la curva de las raíces del árbol. Solo faltaron un par de pasos para que la oscuridad fuera total.
Tener los ojos abiertos o cerrados no significaba una diferencia, Nicholas solo podía escuchar el sonido de sus propios pasos y las ocasionales gotas de agua filtrándose entre las grietas.
La oscuridad lo envolvía con una densidad casi tangible, haciendo que su estómago se encogiera con miedo. Se detuvo un par de veces y miro hacia atrás, pero ahora, tampoco podía ver el brillo de la entrada.
Resignado a tener que usar la varita, deslizó los dedos sobre la madera. Desconfiaba del resultado: cada intento anterior había sido una lotería. Aun así, no había otra opción. Pensó, con una mueca de fastidio, que debería haber traído una vela.
Con frustración se decidió, y conjuro luz.
—Lumos.
Nada.
Frustrado, lo intentó de nuevo.
—Lumos —repitió, frunciendo el ceño.
Nada.
—¿De verdad? —murmuró con incredulidad, dirigiendo su mirada a donde creía que estaba la mano que sostenía la varita, como si pudiera hacerle entrar en razón.
—No puede ser cierto... es solo luz — añadió en voz baja, la mezcla de frustración y lo absurdo de la situación le arrancaron una sonrisa amarga.
Volvió a alzar la varita y, con una mezcla de irritación y resignación, intentó de nuevo.
—Lumos.
Esta vez, la varita reaccionó. Un fogonazo de luz brotó de la punta como una explosión de flash fotográfico. Nicholas cerró los ojos instintivamente, deslumbrado.
Parpadeó varias veces mientras su visión se llenaba de manchas brillantes. El hechizo, aunque efectivo, había sido todo menos sutil. Cuando al fin pudo ver, la luz había disminuido hasta convertirse en un resplandor tembloroso, como una vela agitada por el viento, como si también estuviera molesta por haber tenido que manifestarse a regañadientes.
La luz reveló un túnel estrecho y agobiante. Las paredes parecían cerrarse cada vez más, obligándolo a caminar encorvado. A pesar de lo bajo que era ahora, Nicholas apenas tenía espacio para avanzar cómodamente. Sus manos se deslizaban por la piedra rugosa, abriéndole pequeños cortes en las palmas y nudillos, mientras trataba de sostenerse. El suelo irregular lo hacía tropezar con frecuencia, arrancándole murmullos de irritación cada vez que debía apoyarse para no caer.
Mientras avanzaba, no pudo evitar preguntarse cómo había hecho Remus Lupin —ya adulto en su último año en Hogwarts— para pasar por allí cada luna llena. La sola idea de alguien mayor y más corpulento atravesando aquel pasadizo le parecía absurda. Tenía que haberse arrastrado, no había otra explicación.
El túnel comenzó a ascender ligeramente, lo que le dio una sensación ilusoria de alivio. Sin embargo, el espacio se estrechaba aún más.
Finalmente, el pasadizo terminó abruptamente, dejando solo un pequeño tramo de escaleras de madera maltrecha que subía hacia una trampilla en el techo.
Nicholas avanzó con cuidado. Cada peldaño crujía ominosamente bajo su peso, amenazando con ceder en cualquier momento. Apoyándose contra la pared, logró alcanzar la trampilla.
La empujó varias veces con el hombro, y, tras unos chirridos oxidados y molestos, esta cedió.
Nicholas emergió lentamente en el interior polvoriento y silencioso de la Casa de los Gritos.
La tenue luz de su varita se extinguió, dejando que la estancia se iluminara apenas con el pálido resplandor de la luna, que se filtraba por las rendijas de los tablones que cubrían las ventanas
El lugar estaba sumido en un abandono absoluto: polvo acumulado cubría cada superficie, y el aire cargado tenía un olor rancio, como si nada hubiera respirado allí en años. Nicholas observó el interior, sintiendo una mezcla de entusiasmo y aprehensión al estar en un sitio del que solo había leído antes.
Entonces lo escuchó: un leve raspar sobre el suelo de madera, apenas perceptible pero suficiente para ponerlo en alerta. Nicholas entrecerró los ojos, intentando adaptarse a la penumbra. Vio un movimiento leve, camuflado entre las sombras que llenaban la habitación. No estaba solo.
Desde un rincón oscuro de la habitación emergió una silueta negra.
Un perro enorme, huesudo, con ojos brillantes.
Su pelaje estaba enmarañado y sucio, apelmazado por la humedad y el barro seco. Las costillas se marcaban bajo la piel tirante, y sus patas temblaban.
Nicholas sintió una punzada instintiva de miedo. El tamaño del animal, su aspecto famélico y su tensión visible evocaban peligro.
Pero casi de inmediato, lo reconoció, la descripción que había leído tantas veces en su vida pasada: aquel no era simplemente un perro. Era Sirius Black, en su forma de animago.
Era evidente que llevaba semanas huyendo, expuesto a la intemperie, nadando a través del canal y cruzando el país sin descanso para llegar hasta Hogwarts.
El animago lo observaba con desconfianza. Observaba con recelo al intruso, calibrando cada movimiento. Y aunque Nicholas sabía que se trataba de Sirius, también sabía que no debía de bajar la guardia.
Se obligó a actuar con cautela. No podía confiar en el estado mental del animago. No podía dejar que el perro percibiera que no le temía realmente. Si Sirius —un hombre mentalmente inestable—, sospechaba que había algo más tras su apariencia de niño, podría ponerse a la defensiva, o peor aún, atacar.
Nicholas tragó saliva y, reprimiendo cualquier señal de reconocimiento o seguridad, se forzó a parecer asustado, vulnerable. Cada gesto, cada palabra que siguiera, tenía que vender esa idea.
—H-hola perrito... —murmuró con voz temblorosa.
El perro gruñó. Nicholas retrocedió un paso. Trato de inspirar, fingiendo sorpresa ante el gruñido del animal, pero el olor era penetrante, a juego con el aspecto de miserable can.
—¡Q-qué demonios...! —exclamó, tratando de ignorar sus fuertes ganas de cubrirse la nariz.
El perro se acercó, olfateando. Para Nicholas, era increíble que el animal no reaccionara a su propio olor, pero enseguida comprendió que la verdadera atención estaba dirigida hacia él. El perro lo olfateo un par de veces más, y se detuvo al percibir que no se trataba de una amenaza.
Nicholas exageró su miedo, retrocedió y susurró:
—P-perrito bueno...
Sirius retrocedió, ofendido al ser tratado como un cachorro cualquiera, luego bufó antes de darse la vuelta y dejarse caer en un rincón, no veía peligro inmediato en el muchacho, pero tampoco veía inocencia. Eso lo inquietaba. Pero el hambre y el agotamiento pesaban más que el misterio. Ignoró a Nicholas por completo.
Nicholas exhaló aliviado con dramatismo ante el gesto del perro.
Con la atención del perro disipada, Nicholas comenzó a inspeccionar la casa con pasos medidos al darse cuenta de que el suelo crujía bajo su peso, y sin dejar de observar al can de reojo. No podía permitirse bajar completamente la guardia; cada crujido de la madera, cada respiración profunda del animal podía ser una señal de que las cosas cambiarían de inmediato.
La Casa de los Gritos estaba en ruinas. Los tablones de madera podrida crujían bajo sus pies, y las paredes, cubiertas de telarañas y grietas, parecían apenas sostenerse. El polvo se alzaba con cada paso y la penumbra se cernía en cada rincón. Había un aire de abandono absoluto, como si el lugar hubiese sido olvidado por el tiempo mismo.
Sabía que Sirius había tenido que entrar de alguna forma. Comenzó a revisar los bordes de las habitaciones, buscando algún indicio: una tabla suelta, una puerta mal encajada, un hueco en la pared.
Finalmente, en una esquina lateral, encontró un agujero irregular, rodeado de yeso suelto y madera astillada.
Se agachó para inspeccionarlo, sintiendo como el aire fresco de la noche entraba por la abertura.
Más allá del hueco, se extendía el terreno exterior, bañado por la pálida luz de la luna.
Nicholas echó un último vistazo al perro, que seguía echado, observándolo con medio ojo cerrado en aparente desinterés.
Sin perder tiempo, se deslizó por el hueco, sintiendo cómo las astillas rozaban el borde de su capa y pequeños trozos de yeso caían sobre sus hombros, ensuciándolo.
Al emerger del otro lado, agachado, asegurándose de no hacer ruido, se sacudió rápidamente el polvo y la suciedad, volvió a colocarse de nuevo la capucha.
El aire nocturno lo envolvió, frío y limpio, contrastando con la atmósfera cerrada, polvorienta y apestosa de la casa.
Se incorporó lentamente, barriendo el entorno con la mirada. La noche lo envolvía por completo, oscura, apenas iluminada por los tenues rayos de la luna que lograban colarse entre las nubes dispersas.
Nicholas no había estado nunca físicamente en Hogsmeade, pero conocía su disposición gracias al conocimiento de su vida pasada y las recurrentes descripciones de alumnos mayores en esta. Sabía que debía dirigirse hacia el norte.
Sin perder tiempo, comenzó a avanzar, manteniéndose al resguardo de las sombras de los árboles que bordeaban el sendero hacia el pueblo, a su parecer, Nicholas pensaba que podría parecer paranoico, ajustando la capucha que le cubría el rostro cada vez que el viento la movía un poco y, deteniéndose cada vez que se escuchaba cualquier sonido sospechoso.
Pero nada era suficiente si se trataba de que podría verse envuelto en muchos problemas si lo atrapaban.
Tardo un poco más de lo que le habría gustado, pero en cuanto las luces lejanas del pueblo aparecieron, no pudo dejar de sentir de nuevo esa extraña emoción que había sentido al conocer la cocina de Hogwarts.
Al acercarse al pueblo, pudo ver que algunas ventanas seguían iluminadas; la luz cálida se filtraba a través de los cristales empañados, proyectando siluetas temblorosas. Se adentro en el pueblo evitando las calles principales, y empezó a buscar la taberna.
Los letreros de los negocios, algunos ya oscilando suavemente con la brisa nocturna, crujían levemente en el silencio. Reconoció el letrero de Honeydukes, su brillo encantado apagado por el cierre nocturno, y el de la tienda de sortilegios Zonko, donde una risa mecánica aún resonaba en eco desde algún dispositivo olvidado.
Tomó un sendero lateral, evitando la calle principal, y se deslizó entre las sombras que proyectaban los tejados irregulares.
Entonces a lo lejos, al finalizar la calle estaba el lugar que buscaba.
Pero algo cambió. La temperatura cayó bruscamente.
El aire había cambiado, se había vuelto más denso, más frío. Una sensación de vacío se colaba por sus huesos, como si algo invisible le succionara el calor desde adentro. No podía verlos aún, pero lo presentía con cada fibra de su cuerpo.
Los dementores estaban cerca.
Nicholas había leído sobre ellos en su vida pasada. Recordaba cómo los libros hablaban del efecto que producían: un frío que drenaba la alegría, una pesadumbre inconfundible que se instalaba en el pecho como un peso imposible de sacudir.
Sabía que habían estado patrullando Hogsmeade ese año, y que no era raro que se acercaran al pueblo por la noche.
Un escalofrío recorrió su espalda. Los pocos magos y brujas que aún quedaban en la calle comenzaron a moverse rápidamente, apresurando el paso hacia sus hogares. Nicholas observó cómo una bruja cerraba de golpe la contraventana de su tienda, y un mago empujaba la puerta de su casa justo antes de echar el cerrojo con un chasquido seco. Las luces se apagaban una a una, como si el propio pueblo se encogiera de miedo. El ambiente se volvió opresivo, cargado de una tensión invisible que lo apretaba por el pecho.
Nicholas asustado ante la perspectiva de encontrarse de frente con uno de ellos, apresuro su paso hacia Cabeza de Puerco. Sabía que no podía quedarse quieto, que detenerse era invitar al miedo a instalarse de forma definitiva. Intentó controlar su respiración, mantener la calma mientras avanzaba con paso firme.
Ya había meditado cuál chimenea utilizar. Las Tres Escobas estaban fuera de discusión: demasiado popular, demasiado concurrida. Corría el riesgo de que alguien lo detuviera o, peor, que lo identificaran como a un niño. Por eso se decidió por la Cabeza de Puerco. Era el refugio perfecto, por la naturaleza cuestionable de su clientela, era el lugar perfecto para los que no querían responder preguntas.
Al llegar a la taberna, agitado por la prisa, empujó la puerta con firmeza y entró, aliviado de no haberse topado con un dementor en el trayecto. El escalofrío persistente en su nuca no lo había abandonado, pero el umbral de la taberna marcaba una frontera clara entre la amenaza exterior y un refugio, por precario que fuera. Al cruzar la entrada, se aseguró de que su rostro estuviera bien cubierto por la capucha, bajándola un poco más mientras se adentraba en la penumbra del local.
El lugar estaba en penumbra, envuelto en una atmósfera densa y cargada de humo rancio. El aire olía a madera húmeda, cerveza vieja y un leve toque de desinfectante barato que apenas disimulaba los años de abandono. Las velas, escasas y titilantes, arrojaban sombras largas que se arrastraban por las paredes manchadas. El suelo crujía bajo sus zapatos y algunas de las mesas parecían pegajosas al tacto. Nadie lo miró. Se sentó en un rincón oscuro, donde la penumbra era más espesa y la posibilidad de pasar desapercibido era mayor, concentrándose en calmar su respiración y el frio persistente.
Pero entonces, la puerta se abrió de golpe. Haciéndole mirar.
Hagrid.
La figura imponente del semigigante llenó el umbral. Nicholas se encogió, bajando la cabeza al instante. Su corazón dio un brinco involuntario. No esperaba encontrarse con Hagrid, recordaba haber leído que frecuentaba el lugar, pero no había contemplado la posibilidad de que lo hiciera esta noche.
El riesgo era enorme: si el semigigante lo reconocía, todo el plan podría venirse abajo en cuestión de segundos. Sabía que Hagrid tenía buen ojo para los estudiantes, y una memoria sorprendentemente aguda cuando se trataba de rostros jóvenes. Nicholas contuvo la respiración, intentando parecer una figura más entre las sombras, invisible, intrascendente.
Hagrid pidió una bebida al tabernero, Aberforth, y se sentó en uno de los lugares de la barra, dándole la espalda al lugar.
Era el momento de salir. Nicholas se levantó con premura; no podía quedarse más tiempo. Cada minuto allí aumentaba el riesgo de que alguien lo reconociera, sobre todo con Hagrid a solo unos pasos. Caminó con determinación hacia la chimenea, donde las tenues llamas chisporroteaban, pero justo al llegar, se detuvo en seco. El desconcierto lo golpeó como un cubo de agua helada.
Había olvidado algo esencial a la hora de usar la red Flu: los polvos Flu.
—No puede ser... —murmuró para sí mismo, recriminándose mentalmente. ¿Cómo había podido pasar por alto algo tan básico?
Congelado en el lugar, trato de pensar en que debía de hacer ahora, volver al castillo estaba fuera de discusión. Tenía que llegar a Ollivander, además, existía el disuasorio de un camino sellado por la presencia de dementores.
Podría tratar de llamar al autobús, pero eso tomaría tiempo y no confiaba en que sus operarios fueran discretos.
Solo quedaba arriesgarse en la taberna. Si alguien podía tener polvos Flu, ese era Aberforth. Y si no, al menos no haría preguntas.
Se giró con disimulo, tomó aire y se dirigió a la barra con pasos controlados, ocultando su nerviosismo bajo la capucha.
Al estar frente al tabernero deslizó un par de sickles y habló con voz grave, intentando sonar mayor. Se sentía ridículo fingiendo la voz, pero no había contemplado la posibilidad de tener que hablar con alguien. Era un detalle que había pasado por alto en su preparación.
Otro detalle, su plan ya no parecía tan sólido. Y, ahora tenía que improvisar.
—Necesito polvos Flu.
Aberforth lo observó con recelo.
El tabernero lo analizó unos segundos, luego sacó una bolsa de cuero de debajo de la barra.
—Quince sickles.
Nicholas se forzó a no expresar su queja ante tal timo y deslizo los sickles faltantes, tomó la pequeña bolsa y se giró justo cuando Hagrid se movía en su asiento. Evitó su mirada y se dirigió a la chimenea de manera apresurada. Tomó una pizca de polvo, lo arrojó a las llamas y pronunció:
—El Caldero Chorreante.
Las llamas verdes lo envolvieron y desapareció justo cuando la puerta de la taberna se abría nuevamente.
Notes:
A quien lo lea...
Hola,
Este es un trabajo en proceso. Es un proyecto que me interesé en hacer para mi propio entretenimiento.
Me cansé de buscar un fanfic que fuera de mi gusto, así que decidí escribir uno yo mismo.
Estoy interesado en los comentarios, lamento si ven alguna incoherencia en la trama, si ven alguna, por favor me dicen.
Chapter Text
En el momento en que pronuncio las palabras, "El Caldero Chorreante," las llamas verdes lo envolvieron con un rugido. Sabía cómo funcionaba, sabía lo que sucedería, lo había leído, pero la experiencia real era un choque brutal.
El tirón en el estómago llegó de golpe, una sensación de ser arrastrado por un gancho invisible, justo como los libros lo describían. Su cuerpo se estremeció ante la velocidad incontrolable, como si alguien lo hubiera disparado a través de un túnel etéreo, incapaz de frenar.
El mundo se convirtió en un torbellino de colores y formas. Destellos de chimeneas desconocidas, fragmentos de hogares mágicos y rostros fugaces pasaron ante él, demasiado rápido para ser reconocidos
El mareo fue inmediato. No importaba que Nicholas entendiera la mecánica de la Red Flu, no importaba que sus recuerdos previos hubieran detallado como seria el viaje. Nada podía reemplazar la sensación real. El aire se volvía denso en su garganta, el sonido era un estruendo de magia en su oído. Pero se mantuvo firme, consciente de que el más leve movimiento lo podría hacer salir en cualquier lugar.
Y entonces, el viaje terminó de golpe.
El impacto seco lo lanzó de rodillas sobre el suelo de piedra del Caldero Chorreante, con la capucha aun cubriendo parte de su rostro. El aire cálido de la taberna le golpeó la piel en un fuerte contraste con la temperatura fría de la Cabeza de Puerco.
Se incorporó con un movimiento rápido, ajusto su capa y sacudió el hollín sin pensarlo demasiado. El lugar estaba más bullicioso de lo que esperaba: voces resonaban entre las mesas de madera gastada, el tintineo de vasos chocando entre sí se mezclaba con carcajadas dispersas, y el aroma denso del humo de tabaco y whisky de fuego impregnaba cada rincón. Sofocante.
"Maldita sea."
Respiró hondo, parpadeando rápidamente para disipar el incomodo mareo causado por el viaje. Aun de pie frente a la chimenea, notó algunas miradas curiosas sobre él, pero estas solo se detenían en el por un instante antes de regresar a sus asuntos. Viajeros desorientados en la Red Flu no parecían ser una novedad en la taberna.
Miró el reloj en su muñeca. Las diez de la noche.
"Ahora, salir sin llamar la atención."
“Nada de movimientos bruscos. Nada de vacilaciones. La discreción es clave.”
Pensaba Nicholas, recordándoselo a sí mismo.
El bullicio del Caldero Chorreante se convertiría en su aliado. Sin detenerse a mirar a nadie por más de un segundo, paso entre los clientes, algunos debatían las últimas noticias de El Profeta, mientras otros parecían absortos en conversaciones susurradas. Nadie parecía interesado en un viajero más.
Se movió con seguridad, deslizándose entre las mesas sin detenerse hasta alcanzar la puerta que daba a Charing Cross Road.
Al salir, el aire de Londres lo recibió con una bofetada fría y húmeda. Era un cambio abrupto en comparación con los pasillos de Hogwarts o las calles de Hogsmeade.
El bullicio de la ciudad lo envolvió de inmediato. Pasos apresurados, motores rugiendo a la distancia, luces amarillas y blancas reflejándose sobre adoquines aún húmedos por la llovizna reciente.
"Ya estoy aquí."
Con naturalidad, se deslizó hacia una calle lateral, alejándose de la entrada del Caldero Chorreante.
Ahora venía la siguiente parte del plan. No podía moverse por el mundo muggle con una túnica y una capa de mago. Eso tendría el efecto contrario a pasar desapercibido.
Se adentró en un callejón cercano, buscando un lugar lo suficientemente oscuro. No podía arriesgarse a que algún transeúnte lo viera despojándose de su atuendo mágico.
Con movimientos rápidos. Se quitó la capa, desabrochó la túnica y la removió, sacudiendo ambas para eliminar cualquier rastro de polvo o hollín.
No tenía mochila, así que dobló ambas prendas con precisión, asegurándose de que quedaran compactas para poder cargarlas sin problemas.
El frío nocturno lo golpeó de inmediato al quedar solo con su ropa muggle: pantalón sencillo, camiseta de algodón y un suéter discreto. Perfecto. Ahora podía moverse sin levantar sospechas.
Apretó la túnica y la capa entre sus manos. Respiró hondo.
La sensación de estar en Londres, en plena noche, era extraña.
En su vida pasada, nunca había pisado Londres. Pero el pequeño Nicholas sí. Era extraño, caminar por calles que no reconocía, pero que al mismo tiempo estaban ancladas en recuerdos que no sentía completamente suyos.
Miró alrededor con novedad, mientras su mente buscaba en los recuerdos de aquel niño de 13 años para orientarse.
Por un instante, se sintió desconectado de todo.
Ya no solo era Nicholas Scratch el estudiante de Hogwarts.
Ahora, también era un joven mago en el mundo muggle.
Pero no había tiempo para sentimentalismos.
Ajustó el agarre de las prendas en sus manos y salió del callejón, mezclándose con la multitud como si fuera uno más.
Caminaba con paso firme por las calles muggle, sintiendo la humedad del pavimento bajo sus zapatos. Sin túnica ni capa encima, simplemente era un joven más, mezclándose con la ciudad sin levantar sospechas.
A medida que avanzaba, sacó su billetera del bolsillo y la abrió con rapidez. No tardó en darse cuenta de que no tenía suficiente dinero para un taxi.
Soltó un leve suspiro, cerrando la billetera con un chasquido seco. Un detalle insignificante, sí, pero suficiente para recordarle que, sus planes no estaban siendo lo suficientemente completos, además, no todo siempre encajaría como esperaba. Tendría que mejorar su capacidad de prever lo que sucedería, y pensar en los detalles, si de verdad quería cambiar algo. O mantenerse con vida cuando el conflicto real iniciara.
Y por lo que respectaba a esta noche, lo que en un principio le pareció un plan fácil de llevar a cabo había estado lleno de detalles en los que no había pensado.
Las calles de Londres eran un laberinto de luces y sombras, cada intersección bañada en tonos amarillos por las farolas que titilaban sobre los adoquines húmedos. Nicholas avanzaba con decisión, manteniéndose entre la multitud, buscando un cajero.
Hasta ahora, se podía considerar que todo había transcurrido sin más incidentes tras el detalle de su encuentro con el árbol y de los polvos Flu. “El plan avanzaba según lo previsto,” pero no contaba con el agotamiento acumulado y la ligera confusión de moverse por calles que parecían familiares, pero al mismo tiempo desconocidas.
Un grupo de personas pasó a su lado, riendo, y Nicholas decidió girar por una calle menos transitada. Podía “recordar” a su padre usando un cajero por la zona.
Entonces, escuchó el silbato.
El sonido corto, pero con la autoridad suficiente para congelarlo en seco.
—¡Eh, chico! —la voz del policía resonó firme detrás de él mientras se acercaba—. ¿Qué haces aquí solo a estas horas?
Nicholas giró lentamente, intentando mantener la calma, tratando de sonreír de manera inocente, como lo hacía a los profesores en Hogwarts, pero los nervios lo traicionaron.
—Just looking for something...
Pero algo se sintió raro en sus propias palabras.
La pronunciación no fue del todo correcta.
Su acento, aunque fluido, se quebró en una pequeña imperfección.
El policía frunció el ceño, recorriéndolo con la mirada.
—¿Cuántos años tienes? ¿Dónde están tus padres?
Nicholas tragó saliva, su mente aun tratando de procesar lo que estaba ocurriendo, como se acababa de tropezar hablando.
Intentó responder con la misma seguridad de antes, pero su siguiente frase salió en español, sin siquiera pensarlo.
—Lo siento... estoy buscando un cajero automático.
El silencio pesó en el aire.
El policía entrecerró los ojos, su expresión endureciéndose con rapidez.
—¿Qué has dicho?
Nicholas parpadeó rápidamente, intentando recomponerse ante su propio desconcierto.
—I mean... I'm just looking for an ATM.
Pero el daño ya estaba hecho.
El oficial cruzó los brazos y lo estudió con más atención.
—No tienes acento británico... ¿Eres turista? ¿Tienes documentos?
Nicholas inhaló lentamente, sabiendo que no podía dudar más.
Metió la mano en su bolsillo y sacó la billetera, abriéndola con cuidado y mostrando su identificación.
El policía la tomó y la examinó con detenimiento, el ceño aún fruncido, como si esperara encontrar algo fuera de lugar.
Después de unos tensos segundos, le devolvió la billetera.
—Está bien, Scratch. —Su tono no era del todo relajado, pero la desconfianza había bajado un poco—. Pero deberías ir a casa. No es seguro para alguien de tu edad andar por aquí solo.
Nicholas asintió de inmediato, sin decir una palabra más.
El oficial esperó un segundo más, como si aún estuviera evaluando si debía cuestionarlo.
Finalmente, dio un leve movimiento con la cabeza y se giró, alejándose por la calle.
Nicholas exhaló con alivio, apoyándose contra una pared, sintiendo el alivio recorrer su cuerpo después del encuentro con el policía.
"Fiuuu."
Pero no había tiempo para relajarse. Todavía tenía que llegar al cajero antes de poder irse.
Con paso apresurado, se deslizó entre los edificios, cruzando calles donde los semáforos parpadeaban en rojo y amarillo. Londres, incluso de noche, seguía llena de vida.
Los autos pasaban a su lado, algunos con luces intermitentes iluminando los charcos en el asfalto. El aire era fresco, cargado con el ligero rastro de café de las tiendas nocturnas.
Finalmente, tras caminar un par de calles, encontró lo que buscaba.
Un pequeño cajero automático brillaba bajo la tenue luz de una marquesina, sus botones iluminados con un destello verdoso. Perfecto.
Nicholas se acercó rápidamente, asegurándose de que nadie estuviera demasiado cerca. No podía darse el lujo de otro encuentro inesperado.
Sacó la billetera y deslizó la tarjeta en la ranura.
En un rápido movimiento marco la cantidad que creyó necesaria.
"Vamos, rápido, rápido."
Los segundos parecían eternos mientras la máquina procesaba la operación. Miró por encima del hombro, sintiendo la paranoia instalada después del encuentro con el policía.
Finalmente, el cajero emitió un sonido mecánico y los billetes aparecieron en la bandeja. Nicholas los tomó con rapidez, los dobló y guardó.
"Bien. Ahora el taxi."
Caminó apresurado hasta la avenida principal. Los autos pasaban veloces, con las luces encendidas como espectros urbanos deslizándose por la carretera.
Entonces vio uno acercarse.
Nicholas levantó la mano, haciendo una señal corta y precisa. El taxi frenó con suavidad frente a él.
El conductor, un hombre de rostro cansado, bajó la ventanilla y lo miró con cierta indiferencia.
—¿A dónde vas, chico?
Nicholas inhaló hondo antes de responder.
—A Mayfair, 12 Lancaster Court.
En cuanto se acomodó en el asiento del auto, le fue inevitable sentir como se asentaba la pesades en su ahora pequeño cuerpo, mientras su cabeza se tambaleaba ante el repentino cansancio, y luchaba por no dormir ante el suabe arrullo del auto, le fue imposible no pensar en que posiblemente era necesario que empezara a ejercitarse.
El taxi frenó con suavidad frente al edificio de piedra elegante, un reflejo perfecto de la exclusividad de Mayfair. Las luces de los faroles dorados titilaban sobre la entrada, proyectando sombras largas en la acera de mármol oscuro.
Desde afuera, la casa de los Scratch era imponente. Techos altos, ventanales relucientes, la fachada perfectamente cuidada. A primera vista, parecía un hogar próspero, vibrante... pero Nicholas sabía la verdad.
Sacó la billetera y pagó con rapidez, sin detenerse a mirar al taxista, ni siquiera intercambió palabras al bajar del auto.
El viento nocturno de Londres acariciaba las calles con indiferencia.
Nicholas subió los escalones con pasos controlados, sintiendo el eco de sus zapatos resonar en el silencio. No había luces encendidas dentro.
Por supuesto que no.
Christopher Scratch no estaba en casa.
Sacó la llave de su bolsillo, la punta metálica rozó la cerradura con un sonido seco, y al girarla, la puerta se abrió con facilidad.
Un aroma limpio pero artificial lo recibió. Algo entre madera pulida y perfume caro. Todo perfecto, estático, sin señales de vida.
Cruzó el umbral con calma, cerrando la puerta tras él con un chasquido hueco.
El recibidor estaba impecable. El suelo de mármol brillaba bajo las luces discretas que se encendieron al detectar movimiento. Un vestíbulo de casa de revista, frío, y sin personalidad.
Dejó la túnica y la capa sobre la cómoda junto al perchero sin pensar demasiado y avanzó hasta la sala principal.
El silencio era abrumador.
No se escuchaba el sonido de una televisión o radio. No había voces. No había nadie esperando.
Nicholas pasó los dedos por la superficie pulida de la mesa de café, dejando una leve marca de sus dedos en la superficie pulida. No había nadie para notar esos pequeños detalles.
Durante el año, la casa solo era visitada por los empleados del servicio, a excepción de cuando él o su padre estaban en casa, generalmente en vacaciones, el resto del tiempo el lugar se mantenía estático, sin la más leve variación.
Qué conveniente.
Qué solitario.
Giró sobre sus talones y se dirigió hacia la cocina, abriendo la nevera con un movimiento automático.
Vacía, salvo por algunas botellas de agua y envases sellados de comida que alguien—seguramente un asistente de su padre—había dejado ahí.
Nicholas cerró la nevera tras sacar una botella de agua.
A pesar del ajetreo de la noche, no tenía hambre, y tampoco se veía a si mismo tomando un aperitivo, no cuando había sentido una sensación de incomodidad en el estómago en cuanto entro a la casa.
Subió las escaleras, el sonido de sus propios pasos rebotando en los pasillos demasiado grandes.
Empujó la puerta de su habitación y soltó el aire al entrar.
El lugar estaba exactamente como lo dejó antes de regresar a Hogwarts. Ordenado. Intacto.
Sin nada mágico a la vista por solicitud de su padre, Las túnicas, los libros de magia, las plumas, todo lo que no llevo a la escuela estaba almacenado dentro de un baúl bajo su cama, sabía que su padre no trataba de ocultarlo, se trataba de ser sensatos.
La cama perfectamente tendida, los muebles pulidos, cada objeto en su lugar sin rastro de polvo... ¿cuántas veces han entrado aquí los empleados del servicio durante su ausencia? ¿Cuántas veces alguien ha limpiado su escritorio sin notar que la vida de quien habita este espacio sigue siendo una incógnita para ellos?
La casa era suya.
Pero no lo sentía así.
Christopher Scratch, su padre, se aseguraba de que nunca le faltara nada, pero nunca estaba presente.
Nicholas se dejó caer sobre la cama, sintiendo el peso de la noche sobre sus hombros.
Se cubrió los ojos con el antebrazo, como si eso pudiera bloquear la sensación de vacío que flotaba en el ambiente.
La casa era demasiado grande para alguien que pasa la vida solo.
Su cuerpo estaba agotado, pero su mente seguía funcionando a toda velocidad. Era él, pero no lo era.
Por un instante se permitió sumergirse en los recuerdos.
Treinta y cuatro años de vida en su cabeza.
Veintiún años de una existencia que terminó demasiado pronto.
Trece años de una vida que apenas había comenzado cuando su conciencia despertó.
Y, sin embargo, ahí estaba el niño de trece años, con sus miedos e inseguridades.
El mismo que alguna vez había sido reservado, que prefería la distancia, que evitaba llamar la atención.
Ese niño todavía estaba dentro de él, pero se mezclaba con su versión adulta.
Con cada decisión que tomaba, sentía el choque entre ambas partes.
El hombre calculador, que entendía lo que estaba en juego.
El adolescente que aún sentía el peso de la soledad y la incertidumbre.
Todo aquello sumaba y solo dejaba como resultado la incógnita de ¿Quién era el realmente?
Apretó la mandíbula, exhalando lentamente. Él era ambas versiones al mismo tiempo, una sola existencia hecha de fragmentos incompatibles.
—Soy Nicholas. —dijo para sí mismo— Nicholas Scratch.
Eso no era una mentira.
Pero tampoco la verdad absoluta.
Sus dedos rozaron la madera de su varita. No era suya.
La varita había elegido al niño.
Pero no al adulto. ¿Acaso aquello era un indicio?
Notes:
A quien lo lea...
Hola,
Este es un trabajo en proceso. Es un proyecto que me interesé en hacer para mi propio entretenimiento.
Me cansé de buscar un fanfic que fuera de mi gusto, así que decidí escribir uno yo mismo.
Estoy interesado en los comentarios, lamento si ven alguna incoherencia en la trama, si ven alguna, por favor me dicen.
Chapter 10: Capítulo 10.
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
El sol aún despuntaba en el horizonte, pintando los tejados de Londres con tonos ámbar. Las sombras se estiraban por los callejones, arrastrando el peso de la madrugada que lentamente cedía ante el nuevo día.
La noche había pasado más rápido de lo que Nicholas hubiera querido. Y, sin embargo, había saltado de la cama en cuanto el despertador sonó a las cinco de la mañana.
Ahora, se deslizaba entre los edificios, adentrándose en las calles de Londres.
En un callejón estrecho, cerca del Caldero Chorreante. Con movimientos rápidos, se cubrió nuevamente con la túnica y ajustó la capa, asegurándose de que la capucha ocultara su rostro, era momento de continuar con el plan, y volver al mundo mágico.
El Caldero Chorreante yacía frío y desierto en comparación con la noche anterior. El bullicio había desaparecido, reemplazado por el eco de pasos lejanos y el sonido amortiguado del poco tráfico que resonaba en Charing Cross Road.
Nicholas cruzó la taberna sin detenerse, como un espectro en el ambiente. Ignoró el saludo del tabernero, sin voltear siquiera. Abrió la puerta trasera de la taberna y ahí estaba el memorable muro de ladrillo.
Saco la varita, y por un segundo, sintió algo profundamente familiar.
Los recuerdos de su vida pasada se mezclaban con los del niño que ya había estado aquí, de pie frente a este mismo muro, con una emoción irreprimible en el pecho.
Recordaba la primera vez que había leído sobre el Caldero Chorreante en los libros. La magia del lugar, el misterio, el hecho de que un simple conjunto de ladrillos ocultara un mundo entero detrás de ellos.
Y el pequeño Nicholas, con apenas trece años, había memorizado con devoción cuáles eran los ladrillos exactos que debían tocarse tras su primera visita al callejón.
Contó las filas en silencio. Tercera hilera. Segundo ladrillo a la derecha.
La varita rozó la superficie de los ladrillos. El sonido del toque resonó, como si la magia despertara lentamente tras la calma nocturna.
Por un breve instante, nada ocurrió.
Pero entonces, el muro cobró vida, y los ladrillos comenzaron a moverse.
Encajando y separándose de manera fluida, algo que solo podría hacer la magia.
Inhaló y exhaló lentamente mientras la apertura revelaba el Callejón Diagon.
Y ahí estaba.
Incluso a esa hora, mientras el callejón aun dormía, las luces flotantes aún resplandecían en el aire, y los escaparates, aunque cerrados, emanaban un aura mágica. El aroma a pergamino viejo y pociones en reposo se filtraba débilmente desde las tiendas.
El Callejón aún dormía, pero incluso en su quietud, se sentía vivo.
Por primera vez, el niño que ya había estado aquí, y el adulto que miraba con nuevos ojos, parecieron compartir un mismo sentimiento.
Nicholas avanzaba sin prisa, pero con firmeza. Cada paso lo alejaba del mundo muggle, llevándolo más profundo en el corazón del Callejón.
A medida que se acercaba a Ollivanders, sintió un leve estremecimiento en el pecho.
La magia en este lugar era más densa.
El niño de trece años recordaba su primera visita, la emoción irreprimible de sostener una varita por primera vez, la expectativa de encontrar un artefacto que resonara con su esencia.
El adulto sabía que la elección de una varita nunca es verdaderamente suya.
Giró en la esquina y ahí estaba.
La tienda de Ollivanders.
Antigua, discreta, pero con un aire que parecía contener siglos de historia dentro de sus paredes. El escaparate mostraba una única varita sobre un cojín de terciopelo, iluminada con una luz tenue.
Nicholas inhaló y exhaló lentamente.
Esta vez, no era la emoción infantil lo que lo guiaba.
Era la certeza de que, sin una varita propia, no podía avanzar en su plan.
Ajustó la capucha sobre su rostro, empujó la puerta con calma y entró en la tienda.
Dentro, el aire era denso, cargado de polvo y magia. La luz tenue filtrada por los cristales empolvados apenas alcanzaba a iluminar las hileras infinitas de cajas de varitas que se apilaban desde el suelo hasta el techo.
Nicholas se detuvo justo al cruzar la puerta, cerrándola detrás de sí con suavidad. La campanilla tintineó de nuevo, su eco resonando nuevamente en la tienda vacía.
Durante un instante no hubo movimiento, no había rastro del señor Ollivander.
Y entonces, Desde el fondo del local, de entre dos estanterías, emergió una figura alta y delgada, desplazándose de manera fantasmal. Era como si la propia tienda lo hubiera convocado.
El rostro que apareció desde las sombras era inconfundible: arrugado, pálido, con unos ojos plateados intensos que brillaban bajo las cejas tupidas. Su expresión era dura, imperturbable, y no ocultaba la cautela que le inspiraba la figura encapuchada ante él.
Se detuvo a unos metros del mostrador que lo separaba de aquella figura
—¿Quién es? —preguntó Ollivander, su voz baja pero tensa, sin dar un solo paso más.
Nicholas no respondió de inmediato.
Venia por una nueva varita, y parte de ello era dejarse en evidencia ante el hombre. Y no porque quisiera, si no por que existían leyes sobre la venta de varitas, debía de informar su razón tras la búsqueda de una nueva.
Los engaños estaban fuera de discusión, sabía que aquel hombre no era como los demás. Podía parecer frágil, excéntrico, pero estaba lejos de ser ingenuo. El vendedor de varitas tenía una memoria prodigiosa, y una percepción mágica tan afinada como peligrosa.
Ocultar su identidad no tenía sentido.
Con un gesto lento, Nicholas alzó las manos hacia su capucha y la retiró, dejando ver su rostro al completo.
Ollivander frunció levemente el ceño. Los ojos centellearon por un instante. Luego, la tensión en sus hombros disminuyó apenas perceptiblemente.
—Ah… señor Scratch —dijo al fin, con una voz más relajada, aunque aún atenta—. Es una sorpresa volverle a ver tan pronto…
Nicholas sostuvo su mirada sin parpadear.
—Vengo por una nueva varita —declaró con calma, interrumpiendo a Ollivander.
El anciano ladeó apenas la cabeza, como si midiera la gravedad de esas palabras.
—¿Una nueva varita…? —repitió, despacio, casi para sí mismo—. Qué extraño. Su varita… acacia, pelo de unicornio… treinta centímetros, rígida. La recuerdo perfectamente.
Nicholas guardó silencio. La declaración parecía ser una advertencia. Que le recordó las ocasiones en su vida pasada cuando le pedían la identificación.
—¿Puedo verla? —preguntó Ollivander, tendiendo una mano.
Nicholas dudó por un instante, pero luego extrajo la varita de su túnica y se la entregó.
El hombre la tomó con delicadeza, y la observo con cuidado, incluso la acerco hasta tenerla a un par de centímetros de sus ojos. La giró entre los dedos, evaluándola como si pudiera leer su historia en la madera.
La tención inicial parecía haberse desvanecido del hombre, pero entonces un leve temblor cruzó el rostro del anciano. Su mirada se elevó hacia Nicholas, más aguda que antes.
—Algo ha cambiado —murmuró—. No es… el mismo.
Nicholas frunció el ceño de inmediato. El tono, la forma en que lo dijo. Como si no hablara solo de la afinidad mágica, como si viera más de lo que debía, más de lo que era prudente.
Algo en él se tensó.
—¿Yo? —replicó en voz baja, casi como un desafío—. ¿Por qué no la Varita? Es ella la que ya no me obedece.
Ollivander alzó lentamente la mirada. Los ojos plateados lo estudiaron con una intensidad que hizo que Nicholas se sintiera más expuesto de lo que le gustaría, incluso ante el temor de la legeremancia, desvió su mirada. Pero el anciano no respondió de inmediato. Simplemente giró la varita en sus dedos una vez más, como si aún conversara con ella en silencio.
—Las varitas son extrañas, señor Scratch —dijo al fin, con un tono pausado—. La varita elige al mago, la razón tras su elección es desconocida, pero de algo estoy seguro señor Scratch, eligen al mago por quien es, no por lo que parecen ser.
Nicholas apretó los labios.
No le gustaba la dirección que tomaban sus palabras.
“Yo soy Nicholas Scratch, ahora lo soy”—. Pensaba.
No le gustaba lo mucho que este hombre parecía saber. O sentir.
—¿Y qué pasa si uno cambia? —preguntó, ahora con un filo más cortante en la voz.
Ollivander ladeó la cabeza apenas, su expresión no se inmuto ante el leve cambio hostil en la voz del niño.
—Entonces, la varita también cambia… o se resiste. A veces, deja de responder por completo. Lo ha dicho usted mismo: ha venido a buscar una nueva.
Nicholas sostuvo su mirada, molesto con él, consigo mismo, con lo que esa varita representaba.
—Nunca me falló antes —murmuró, bajando la vista un segundo.
—Y puede que nunca lo hubiera hecho si… algo… no hubiera cambiado —replicó Ollivander con suavidad, mientras extendía la varita de vuelta hacia él—. Pero puede ser que usted ya no es quien ella eligió.
El silencio cayó como una sentencia.
Nicholas miro la varita, pero no hizo ningún movimiento por tomarla.
Ollivander dejo la varita con cuidado sobre el mostrador.
Nicholas no dijo nada más, no lo necesitaba. Ya lo sabía. Lo había sentido. Pero escucharlo de labios de Ollivander... era otra cosa.
—Entonces —dijo con frialdad, recomponiéndose—. ¿Qué sigue?
Un destello cruzó los ojos del anciano. No de triunfo, sino de aceptación. Y se giró para internarse entre las estanterías altas y polvorientas.
—Veamos si podemos encontrar una varita que lo reconozca por quien es… ahora.
Nicholas siguió al hombre con la mirada, que se movía entre las estanterías, dejando atrás el mostrador como si atravesara un umbral invisible. El ambiente entre ellos era denso, no por palabras dichas, sino por las que se mantenían en el aire, suspendidas.
El hombre avanzo en silencio por el pasillo angosto flanqueado por cientos de cajas. La luz era aún más tenue allí, Ollivander parecía moverse por memoria, sus pasos seguros, su mano derecha alzada de vez en cuando para rozar las cajas como si escuchara un coro invisible que le murmuraba cuál debía elegir.
Nicholas lo observaba con atención, cada movimiento, cada gesto, cada exhalación. No podía evitarlo. La mente del adulto en él se mantenía alerta, analizando, desconfiando incluso sin pruebas. Era un hábito aprendido inconscientemente.
Y entonces, habló.
—Confío en que lo que ha sucedido aquí se mantendrá solo entre nosotros —dijo con voz firme, sin adornos, haciendo que por un segundo el hombre se detuviera en medio del pasillo.
Ollivander se volvió lentamente hacia él. Su mirada no mostraba sorpresa, ni molestia, ni agrado. Solo una atención tranquila, casi neutra.
—Señor Scratch —respondió con tono pausado—. No me interesa divulgar las circunstancias en las que mis clientes se acercan a mí.
Nicholas sostuvo la mirada del anciano durante unos segundos. No era una garantía absoluta, lo sabía. Pero era lo más cercano que obtendría a una promesa.
Asintió, apenas.
—Está bien.
Ollivander pareció dar por concluida la conversación. Dio media vuelta sin otro comentario y continuó su recorrido sacando cajas de los estantes. En cuanto decidió que las opciones eran suficientes volvió al mostrador.
Sacó la primera varita. La caja era estrecha, forrada en terciopelo rojo oscuro. La varita en su interior era de una madera grisácea, nervada, y el aire pareció cambiar apenas se abrió el estuche.
—Madera de fresno, núcleo de fibra de corazón de dragón, veintinueve centímetros, algo inflexible. Una varita poderosa...
Ollivander se la tendió con cuidado.
Nicholas la tomó con cautela.
El contacto fue inmediato. Y desagradable.
Un zumbido agudo le atravesó los dedos, como una vibración mal calibrada. La madera le pareció áspera al tacto, y una sensación de rechazo lo recorrió desde la muñeca hasta el codo.
No explotó. No tembló. Simplemente lo empujó fuera de sí, como si fuera un extraño.
—No —dijo Nicholas, devolviéndola con rapidez.
Ollivander ya tenía otra caja en las manos.
—Lo imaginaba. Esta quizás…
Otra. Madera de cerezo. Pluma de fénix. Treinta y un centímetros. Flexible. Brillante y sutil.
Nicholas apenas la rozó y la temperatura en la habitación bajó un par de grados. La varita dejó escapar una chispa roja por la punta, seguida de una grieta visible que cruzó la madera.
Ollivander la tomó de inmediato.
—Definitivamente no —dijo con sequedad, mientras la regresaba a su caja.
La tercera fue más neutral. Sauce. Pelo de unicornio. Una varita indulgente, según Ollivander. Nicholas la sostuvo por unos segundos. No hubo resistencia… pero tampoco conexión. Era como sujetar una rama vacía.
—¿Y esta? —preguntó, alzando una ceja.
Ollivander negó suavemente.
—Aceptará órdenes, sí. Pero no lo defenderá cuando más lo necesite.
Nicholas frunció el ceño.
Pasaron quince minutos. Cuatro varitas. Cinco. Seis.
Ninguna encajaba.
O lo rechazaban, o lo ignoraban.
Cuarenta minutos después, Ollivander parecía encantado.
Volvió por el pasillo en busca de más opciones, entonces se detuvo frente a una pequeña caja, situada en solitario en un estante bajo, entre estuches más viejos y polvorientos que parecían haber sido olvidados.
La observó en silencio, como si deliberara algo consigo mismo. Luego la tomó con manos cuidadosas.
—Esto es... poco común —dijo al fin, abriendo la tapa con un susurro de terciopelo.
La varita descansaba sobre un forro de lino pálido, su madera mate de un tono pálido y resinoso, de vetas apenas perceptibles bajo la luz.
—Pino —murmuró—. Veintiocho centímetros. Ligeramente flexible.
Se detuvo, como si midiera sus palabras.
—Núcleo de pluma de ave trueno.
Nicholas alzó una ceja.
Ollivander lo miró de reojo, notando su reacción.
—No es una combinación que suela ofrecer. Ni siquiera es una que utilice.
Tocó el borde de la caja, meditando.
—El pino no es tan raro, pero esta madera en particular proviene de los bosques del norte de América, de una zona donde los árboles crecen aislados y retorcidos por el clima. Y el núcleo… bueno. Las plumas de ave trueno no son algo que se consiga por medios convencionales.
Nicholas frunció ligeramente el ceño.
—¿No es usted quien fabrica todas sus varitas?
Ollivander asintió, despacio.
—Sí. Pero no todas las varitas aquí son hechas por mis manos. Algunas han llegado a mí por legado, por intercambio o por… circunstancias especiales. Esta en particular me fue entregada por un fabricante americano durante el Congreso Mágico Internacional de 1978. Nos cambiamos ejemplares, como cortesía profesional.
Se inclinó apenas sobre la caja.
—Nunca encontré un mago que encajara con ella.
Nicholas sintió cómo algo se tensaba dentro de él.
—Y, sin embargo, me la ofrece a mí.
Ollivander lo miró con seriedad.
—Porque esa varita no fue hecha para cualquiera, pocos… niños… tienen el carácter suficiente para enfrentarse a un núcleo de Ave Trueno.
Nicholas tragó saliva.
La frase resonó más de lo que hubiera querido.
Sin decir nada más, alargó la mano.
La varita se sintió fría al tacto, como las anteriores.
Pero solo por un instante.
Luego, el calor se desplegó en su palma, extendiéndose como una brisa cálida en el centro del pecho. Un cosquilleo sutil, casi imperceptible, le recorrió el brazo hasta el hombro. No había sacudida de luz, ni destellos, ni explosión de energía como a veces se relataba en las historias. No hacía falta.
El reconocimiento fue silencioso. Íntimo.
La madera se amoldó a sus dedos con una naturalidad desconcertante, como si llevara años esperándolo.
Nicholas cerró los dedos lentamente alrededor del mango.
Ollivander asintió.
—Es la correcta.
El silencio se hizo denso.
No por incomodidad, sino por la profundidad del momento.
Por primera vez desde su llegada a este mundo, Nicholas sintió que algo encajaba sin esfuerzo.
Que la magia, al fin, dejaba de resistirse.
Ollivander lo observó con atención, los ojos plateados brillando como si hubieran visto algo que no necesitaba explicación.
—Adelante —dijo con voz serena—. Pruébela.
Nicholas bajó la mirada hacia la varita en su mano. Aún sentía ese calor sutil, esa presencia viva bajo sus dedos. No como un objeto inerte, sino como una extensión latente de sí mismo, lista. Consciente.
Durante un segundo, dudó.
Estaba fuera de Hogwarts.
Era menor de edad.
Pero luego recordó dónde estaba.
El Callejón Diagon. Una zona netamente mágica, y más importante aún: una zona donde la detección del uso de magia por menores no era precisa, gracias a la concentración mágica del lugar y al tránsito constante de brujas y magos.
Aquí, como en muchas zonas mágicas urbanas, el Ministerio no distinguía fácilmente quién conjuraba qué.
Estaba a salvo.
Exhaló lentamente, centrando su mente. Con suavidad, apuntó la varita hacia el suelo, concretamente hacia sus zapatos, aún polvorientos por la caminata matinal desde Charing Cross Road.
—Tergeo —murmuró.
El efecto fue inmediato.
Un leve remolino plateado emergió de la punta de la varita, aspirando la suciedad acumulada con eficiencia pulcra. El cuero negro recuperó su brillo, sin una sola mancha. La magia fluyó sin vacilar, sin tensión, sin esa fricción incómoda a la que se había acostumbrado en la última semana.
Nicholas parpadeó.
No por sorpresa, sino por la sensación que lo invadía.
Esa conexión. Ese fluir natural entre intención y resultado. La magia no lo resistía, no vacilaba, no lo obligaba a esforzarse más de lo necesario. Era como volver a caminar sin darse cuenta de cada paso, como respirar.
—Así es como debería sentirse —murmuró para sí, casi sin querer.
Ollivander asintió, como si hubiera escuchado cada pensamiento detrás de esas palabras.
—No todas las varitas exigen comprensión. Algunas simplemente piden que uno sea honesto con lo que es.
Nicholas bajó la varita, pero no la soltó.
La sostuvo con firmeza. Con decisión.
—Me la llevo.
—Sabia elección.
Mientras el anciano comenzaba a envolver la caja vacía con el protocolo acostumbrado, Nicholas sintió por primera vez desde que había despertado aquel día que había recuperado una parte fundamental de sí mismo. No era solo una herramienta. Era la afirmación mágica de que ahora pertenecía a este mundo y más que eso ahora podía defenderse. Y, de que podía ser peligroso, si lo necesitaba.
Y en los años que venían, sabía que lo necesitaría.
El anciano colocó sobre la mesa una caja alargada, limpia, sencilla, de un tono claro y sin adornos. Depositó en su interior un cojín delgado, y sobre este, con sumo cuidado, indicó con la mirada que Nicholas podía colocar la varita si deseaba.
Pero Nicholas negó con la cabeza.
—Prefiero llevarla conmigo.
Ollivander asintió en silencio, acostumbrado a clientes con instintos particulares. Luego tomó nota de la transacción en un libro que parecía tan antiguo como la tienda misma, y tras unos segundos, dijo:
—Siete galeones.
Nicholas extrajo las monedas de su monedero. Las depositó sobre el mostrador sin comentar nada más, observando cómo el anciano las contaba con dedos meticulosos y casi ceremoniosos.
Cuando Ollivander terminó, empujó suavemente la caja hacia él. Pero antes de que Nicholas pudiera tomarla, el anciano desvió la vista hacia la varita anterior, que aún yacía sobre el mostrador, olvidada en el transcurso de la conversación.
Un destello cruzó sus ojos.
Un brillo.
No de codicia, ni de interés comercial.
Era curiosidad profesional. Y algo más profundo. Algo que solo un fabricante de varitas podría entender.
Extendió una mano pálida hacia la varita antigua, pero no la tocó. Solo la señaló, como si estuviera señalando un objeto vivo.
—¿Y qué hará con su varita anterior? —preguntó con voz baja, casi gentil—. Si gusta, puedo…
La frase quedó suspendida.
Nicholas había levantado la mirada.
Y algo en él se tensó, como una cuerda estirada al límite.
—No. —Su voz fue firme, casi brusca.
Luego vaciló, como si esa negativa hubiera salido antes de pensarlo del todo.
Sus ojos se clavaron en la varita de acacia. El mango ligeramente desgastado, las vetas profundas como cicatrices. Recordaba cómo se sentía sujetarla con once años. Recordaba la seguridad que le ofrecía, la forma en que vibraba con su magia cuando aún era el único Nicholas que conocía.
—Es mía —dijo, más despacio—. Lo fue… lo es.
Dudó.
Sintiendo el nudo en la garganta.
—Fue la primera. Se quedará conmigo.
Ollivander asintió con lentitud, su expresión serena, casi... complacida. Pero no dijo nada más.
Porque no hacía falta.
Lo había entendido.
Más aún: había visto algo en esa respuesta. Algo que el pequeño aún no comprendía.
La varita de acacia, conocida por su lealtad inquebrantable, había dejado de responder no porque su dueño ya no fuera digno…
Y Ollivander, que había visto decenas de miles de varitas a lo largo de su vida, sabía lo que significaba que un joven regresara a pagar por una nueva, y aun así se negara a desprenderse de la anterior. Que la reclamara como suya, incluso ahora.
Eso era fidelidad.
Y para una varita como esa… tal vez, solo tal vez, eso bastara.
Pero no lo dijo.
Porque hay cosas que los magos deben descubrir por sí mismos.
—Como desee —fue todo lo que dijo, mientras giraba el libro de registros hacia sí.
Nicholas tomo su antigua varita y la puso con cuidado dentro de la caja vacía, para luego poner está en el bolsillo de su túnica.
—Gracias —dijo Nicholas, Ollivander hizo un leve asentimiento con la cabeza en reconocimiento y volvió al libro.
Se dio media vuelta, encaminado hacia la puerta, pero entonces se detuvo. El aire de la tienda, que hasta hace poco le resultaba denso y opresivo, ahora se sentía distinto.
Ligero.
Como si todo el peso que lo había estado aplastando durante la última semana —la magia fallando, la ansiedad, el miedo de no pertenecer— finalmente se hubiera evaporado con un simple Tergeo y el toque de la madera correcta.
Se permitió una exhalación más larga. No era exactamente alegría lo que sentía —hacía días que la alegría se le escapaba entre los dedos—, pero había algo cercano. Algo que rozaba lo que recordaba como satisfacción.
Miro su nueva varita en la mano derecha, y la guardo en el bolsillo de la túnica.
Y fue entonces cuando algo cruzó su mente.
Una idea.
Una pregunta que había leído innumerables veces en foros, artículos de teorías y videos mal editados en su mundo anterior. Algo que los fans debatían sin parar: ¿por qué los magos no llevaban sus varitas en una funda?
Se giró nuevamente hacia el mostrador, donde Ollivander ya estaba archivando el registro con pluma rápida y mirada ausente. Nicholas carraspeó suavemente.
—Disculpe —dijo—, una última cosa.
El anciano alzó una ceja, apenas volviendo su atención hacia él.
—¿Tiene... fundas para varita? —preguntó, y luego, como si dudara de lo que acababa de decir, lo aclaró con un poco más de entusiasmo—. Me refiero a una que se ajuste al antebrazo. Que mantenga la varita oculta, pero accesible.
Por un segundo, pensó que el hombre frunciría el ceño o se negaría.
Pero no.
Para su sorpresa, Ollivander sonrió.
No ampliamente, claro. Pero sí con un matiz nostálgico.
—Ah, sí… —dijo con voz pausada—. Las fundas de antebrazo fueron bastante populares en el pasado. Sobre todo, en duelos formales y entre ciertos Aurores.
Se giró hacia un armario del fondo, abrió una de las puertas y rebuscó entre una pila de estuches de cuero envejecido.
—De hecho, en algunas regiones eran casi parte del uniforme —continuó—. Pero con el tiempo, la sociedad mágica las empezó a ver con cierta... suspicacia.
Nicholas frunció el ceño.
—¿Sospecha?
Ollivander sacó por fin un estuche alargado, forrado en terciopelo azul, y lo colocó sobre el mostrador.
—Verá, cuando alguien lleva la varita visible, todo el mundo sabe cuándo va a conjurar. Cuando está preparado. Pero una funda como esta…
Abrió el estuche. Dentro, una pieza de cuero negro cuidadosamente trabajada descansaba doblada, con correas ajustables y un sencillo mecanismo encantado.
—Esto permite desenvainar sin advertencia previa. Discreción, rapidez. Muy útil. Pero también… poco caballerosa —añadió con un tono seco.
Nicholas arqueó una ceja, divertido.
—¿Y quién necesita caballerosidad en una guerra?
Ollivander no respondió enseguida. Solo lo miró por un largo instante, evaluándolo otra vez, como si quisiera decirle algo que no podía poner en palabras.
El comentario le había salido sin filtro.
“¿Y quién necesita caballerosidad en una guerra?”
Nicholas solo se dio cuenta de lo que había dicho cuando ya era demasiado tarde. Su voz aún flotaba en el aire, envuelta en el leve murmullo mágico de la tienda.
Se tensó al instante.
No estaban en guerra. Aún no. No había indicios, ni profecías públicas, ni señales visibles. Solo su conocimiento —imposible de justificar— y un comentario imprudente.
Se arriesgó a mirar a Ollivander, buscando alguna reacción. Un gesto. Un cambio en el tono del aire.
Pero el anciano no parecía perturbado.
No al menos en la forma en que uno esperaría. Su rostro permanecía sereno, inquisitivo. Incluso… ¿cautivado?
Nicholas tragó saliva.
Y, contra todo juicio, dio un paso más.
—Señor Ollivander… —dijo, despacio, como si construyera el puente mientras lo cruzaba—. Si le dijese que en el futuro estaría en peligro… ¿me creería?
Ollivander se quedó inmóvil.
Los ojos de plata parecieron opacarse un segundo, como si recorrieran recuerdos que no eran suyos. Su respiración se hizo más lenta, más medida.
—El futuro… —repitió, como si saboreara la palabra—. Es algo misterioso.
Nicholas contuvo el aliento.
Ollivander lo miró con una intensidad distinta, no hostil, pero sí profunda. Vieja. Como si algo en su alma se hubiera movido apenas, como si hubiera sentido esa clase de advertencias antes.
—Si es una advertencia… gracias —continuó el anciano, con voz baja—. Pero lo que será… no tiene cambio. Pasará. Nos guste o no.
Nicholas asintió, sin decir nada más.
Por un momento, ambos se miraron. Silenciosos. En un intercambio sin palabras, uno que solo compartían quienes sabían demasiado y hablaban poco.
Entonces Nicholas bajó la mirada, y sus ojos se deslizaron de nuevo hacia el estuche de cuero que sostenía la funda.
—Necesito cuatro —dijo con voz neutra, casi casual.
—¿Cuatro? —repitió Ollivander con sorpresa, y una ceja alzada.
Un segundo después, con un dejo de humor seco, preguntó:
—¿Se pondrá una en cada extremidad?
Nicholas lo miró, y una pequeña sonrisa —rara, discreta— se formó en sus labios. Pero su tono, aunque ligero en la superficie, tenía una gravedad que no podía ocultar.
—No. —Se inclinó apenas hacia él—. Claro… una es para mí.
Hizo una pausa.
—Las otras… son regalos para amigos.
Y, aunque sus palabras fueron suaves, el peso de lo que implicaban llenó el espacio entre ellos.
—Las necesitarán.
No dijo más.
Y no hizo falta.
Ollivander no preguntó nombres. No pidió explicaciones. Solo asintió lentamente, como si entendiera que, por una razón que escapaba de su comprensión, ese niño de trece años tenía la urgencia de un hombre que había visto venir tormentas.
—Muy bien —dijo finalmente, con voz más baja que antes—. Elegiré las mejores.
Nicholas ajusto la funda en su brazo y la cubrió con las mangas de la túnica. Tomo el pequeño paquete en el que se habían empacado con cuidado profesional las tres fundas.
Solo había bastado una ligera explicación de Ollivander y un par de intentos para sentir que ya era capaz de utilizarla.
Cuando finalmente salió de la tienda, con el rostro cubierto, el paquete bajo el brazo y su nueva varita al alcance de un movimiento de su muñeca, el sol ahora un poco más alto, comenzaba a colarse tímidamente entre las nubes londinenses.
Y, por primera vez desde su llegada a este mundo, no se sentía a la deriva.
Se sentía preparado.
Inspiró el aire fresco del Callejón Diagon con una sensación de dominio recuperado. La ansiedad y esa presión constante en el pecho que lo había acompañado los últimos días se había disipado.
A su alrededor, las tiendas comenzaban a abrir. Se oían los cerrojos de las puertas, el crujido de vitrinas encantadas al activarse, el aleteo ocasional de una lechuza matinal sobre los tejados. Pero aún no había mucha gente. Los primeros compradores del día eran escasos, y el bullicio típico del Callejón todavía estaba a minutos de cobrar forma.
Perfecto.
No tenía intención de perderse entre multitudes.
Las librerías quedaron descartadas casi de inmediato. Nicholas sabía que para lo que realmente necesitaba —encantamientos de protección, hechizos oscuros defensivos, estrategias mágicas— los libros comunes no bastaban. Y los que sí servían estaban… bueno, en el Callejón Knockturn.
Entrar allí en plena mañana era una mala idea. A plena luz del día no solo era más difícil pasar desapercibido, sino que el tipo de comerciantes con los que debía tratar no solían aparecer tan temprano. Eso tendría que esperar.
Por ahora, se concentraría en lo práctico.
Se adentró en una zona menos transitada del Callejón, alejándose de Flourish & Blotts, la tienda de túnicas de Madame Malkin y el bullicio de las vitrinas más famosas. Las fachadas eran más sobrias allí, los carteles menos coloridos, pero las tiendas eran reales, útiles, hechas para brujas y magos que preferían lo funcional a lo llamativo.
Detuvo su andar frente a una tienda de escobas sin nombre ostentoso. El cartel de madera colgaba torcido sobre la puerta:
“Escobas y Reparaciones Runswick – Desde 1823”
Nada de marketing. Solo tiempo.
Empujó la puerta con decisión.
El interior olía a madera barnizada, cera y polvo mágico. Se quito la capucha para mirar con mayor cuidado la tienda, una docena de escobas colgaban ordenadas del techo, cada una diferente: algunas con mangos largos y curvos, otras con acabados toscos pero sólidos. No había vitrinas brillantes ni modelos nuevos decorados con colores llamativos. Aquí, todo era sobriedad.
Tras el mostrador, un hombre maduro, de rostro anguloso y cejas pobladas, alzó la vista. Su expresión era la de alguien que ya había juzgado a Nicholas con una sola mirada.
—Niño —gruñó, sin moverse—. Si buscas entretenimiento, ve a Artículos de Calidad para Quidditch. Aquí no vendemos juguetes con nombres llamativos.
Nicholas no se inmutó.
Caminó hasta el mostrador, se apoyó levemente en él, y respondió con tono firme:
—Quiero algo de calidad. Rápido… pero seguro. Que no falle.
El hombre lo miró de nuevo. Esta vez, con más cuidado. Lo evaluó, como quien reconsidera una primera impresión.
Y entonces, sonrió. Apenas. Un gesto breve, sincero, pero contenido.
—Eso es otra cosa —dijo mientras salía del mostrador con movimientos lentos—. Estas son escobas de verdad. Hechas a mano, madera tratada por mí, cada brizna del extremo fijada a mano, con magia de anclaje y estabilidad. Nada de escobas de línea con nombres de dragones o meteoritos.
Extendió un brazo y señaló una fila de tres modelos.
—Esta de aquí —dijo, señalando una de mango oscuro y curvado— es de roble viejo. Algo pesada, pero firme. No se descontrola ni con mal clima. Te mantendrá donde quieres estar.
Se giró y señaló otra.
—Esta otra es de fresno, más ligera, mejor aceleración, pero no es para hacer piruetas. Es rápida en línea recta y se estabiliza sola si pierdes el control.
Finalmente, posó la mano sobre una tercera, más sencilla a la vista, pero con una elegancia silenciosa.
—Y esta… es de acacia. No tan común. Muy obediente si sabes tratarla. Firme bajo presión. No es la más rápida, pero nunca te va a dejar colgado.
Nicholas se acercó a examinar la de acacia. El paralelismo con su primera varita le arrancó una pequeña punzada de reconocimiento.
Pasó los dedos por el mango, sintiendo la suavidad de la madera, la fuerza bajo la superficie barnizada.
—¿Esta cuánto cuesta? —preguntó.
—Treinta galeones —respondió el hombre sin dudar—. Y vale cada uno.
Nicholas asintió. No era un lujo. Era una inversión.
—La tomaré.
El hombre volvió a mostrar su sonrisa apenas dibujada y se giró para preparar una envoltura sencilla.
—Buena elección. No te vas a arrepentir.
Nicholas observó cómo el artesano cuidaba cada movimiento. No era un vendedor, era un fabricante de escobas, y su trabajo hablaba por sí solo.
Al salir de la tienda, Nicholas cargaba una escoba nueva envuelta en un paño reforzado con hechizos de amortiguación. No era una Saeta de Fuego. No necesitaba serlo.
Solo necesitaba ser confiable.
Y con eso, Nicholas sentía que el mundo bajo sus pies era, por fin, un poco más sólido.
Al salir de la tienda de escobas, Nicholas se detuvo un momento bajo la luz tímida de la mañana.
Se sentía distinto. No eufórico, pero sí centrado. Preparado.
Confiado.
Había tomado decisiones. Había actuado. Y por primera vez desde que despertó en Hogwarts, sentía que tenía el control… nuevamente como un adulto.
Sin prisa, caminó por una de las calles laterales, alejándose del flujo principal. Su siguiente destino era menos convencional. Una idea que había rondado su mente, y que, aunque arriesgada, podría dar frutos.
Se dirigió a una tienda de mascotas.
El cartel era sencillo: “Bestias y Bichos – Alimento y Accesorios”. No parecía especializada en criaturas mágicas exóticas, sino en necesidades cotidianas. Justo lo que necesitaba.
La campanilla sobre la puerta anunció su entrada con un sonido claro. Dentro, el ambiente era cálido y cargado de olores diversos: pienso, heno, fruta seca, y un ligero toque de orina animal. Los estantes estaban repletos de sacos, frascos, comederos, juguetes encantados, y jaulas de todo tipo. A su izquierda, una pared entera estaba cubierta por artículos de descanso: cojines flotantes, camas autocalentables, mantas que repelían la humedad.
Tras el mostrador, una mujer de rostro amable y mejillas rosadas alzó la vista.
Rápidamente descubrió su rostro, y la mujer le sonrió con amabilidad.
—Buenos días, corazón —saludó con voz suave—. ¿Buscas algo para tu mascota?
Nicholas asintió.
—Necesito alimento para perro. Sacos grandes… para tres meses quizás.
Ella parpadeó, sorprendida.
—¿Tres meses? ¡Vaya! ¿Qué raza es?
Nicholas dudó apenas.
—Es un perro callejero. Grande. Ha pasado hambre. Quiero ayudarlo a recuperarse… a ganar peso.
El gesto de la mujer cambió. La sorpresa dio paso a una expresión cálida, incluso maternal. Como si la sola idea de alimentar a un animal abandonado le resultara profundamente conmovedora.
—Qué gesto tan bonito —murmuró—. Pocos chicos de tu edad se preocupan así por un callejero.
Nicholas no respondió. No podía decirle que el “cachorro” en cuestión era un hombre, un fugitivo, un animago buscado por todo el mundo mágico.
Pero la idea había echado raíces. No podría darle comida de verdad, en lo que a Nicholas respectaba, se trataba de un perro, así que eso le daría, comida para perro. Solo bastaría con dejar los sacos en la casa de los gritos, con la esperanza de que el animago aprovechara la situación, y quizás en el futuro esto allanaría su camino con el hombre.
La mujer lo llevó hacia una zona donde los sacos flotaban sobre plataformas reforzadas.
—Aquí tienes —dijo—. Mezcla de carne de kelpie, hígado de dragón, y croquetas de manticora. Alto valor proteico. Pero si quieres que gane peso de verdad, te recomiendo agregar complementos: tártalo con levadura de gnome, y estos polvos de hueso de troll joven. Le devolverán el músculo.
—Lo llevare todo —dijo Nicholas sin vacilar—. Pero por favor, encójalos. Necesito poder cargarlo yo solo.
—Por supuesto —respondió ella, ya sacando la varita.
Mientras preparaba los hechizos de reducción sobre los paquetes —ahora lo suficientemente pequeños para caber en un solo saco encantado—, Nicholas deambuló por la tienda. Su mirada se detuvo en una fila de jaulas al fondo. Algunas contenían gatos adormilados, ratas, algunos conejillos mágicos.
Pero fue una jaula en particular la que lo hizo detenerse.
Una lechuza.
Grande. De plumaje gris oscuro. Sus ojos ámbar enmarcados en plumaje oscuro lo miraban sin parpadear. No con agresividad, sino con una extraña conciencia. Como un hombre intelectual Silencioso. Atento.
Nicholas se quedó quieto.
“¿Existen los familiares mágicos aquí? Nunca se confirmó en los libros. Tal vez sí, tal vez no”.
Pero mientras sostenía la mirada de aquel animal, supo.
Ese no era “un ave”.
Era su lechuza.
No había contemplado la idea de tener una, pero sería lo más conveniente, necesitaba una para el correo. No podía depender de las de la escuela si deseaba moverse con libertad. Necesitaba comunicación discreta, y a la mano.
—¿Y él? —preguntó, señalando con la barbilla hacia la jaula.
La mujer se giró y frunció el ceño.
—¿Ese? No le gusta nadie. Pica a la mayoría, grita si le hablan muy alto. Lleva meses sin interesar a nadie.
Nicholas se acercó con calma.
La lechuza no retrocedió.
Inclinó la cabeza.
Solo un poco.
—Lo quiero —dijo Nicholas.
—Tú sabrás… —dijo, y su voz sonaba más respetuosa que antes—. Pero si te acepta… tendrás un compañero para toda la vida.
Nicholas no dijo nada. Pero lo sabía.
Ya lo había aceptado.
Con un movimiento de varita, la mujer hizo que la jaula con la lechuza flotara de manera cuidadosa hasta estar sobre el mostrador, donde ella terminaba de sellar con encantamientos los paquetes de comida y suplementos, él extrajo las monedas necesarias para pagar. Las contó con precisión y las dejó sobre el mostrador sin decir una palabra más.
La mujer, aún con esa calidez profesional, las recogió y las hizo desaparecer con un movimiento fluido de su varita.
Pero los ojos de Nicholas no estaban puestos en ella.
Volvieron a la jaula.
A él.
El macho de plumaje gris oscuro, con los ojos enmarcados en unos lentes de plumaje un poco más oscuros seguía allí, erguido, observándolo con esos ojos de fuego. No había agresividad en su mirada, ni impaciencia. Solo estaba ahí, expectante, como si supiera que aún quedaba algo por decir.
Nicholas se acercó.
Deslizó con cuidado la cerradura de la jaula, abrió la puerta y extendió el brazo. El ave salió en silencio, posando con cuidado sus garras sobre la tela de su túnica.
Sus garras no se clavaron. Su peso no incomodaba. Solo estaba ahí, firme, presente.
Entonces el ave se estiró. Con movimientos lentos, extendió las alas oscuras hasta casi rozar el estante a cada lado. El gesto pareció deliberado. Como si supiera.
Como si esperara escuchar algo.
Nicholas acercó su rostro, apenas un poco. No por dramatismo, sino por respeto.
Y en un susurro, apenas audible entre los sonidos de la tienda, le habló:
—Hola… Egaeus.
Las plumas del ave se esponjaron en estremecieron como si estuviera emocionado.
—No puedo llevarte conmigo, guapo.
El ave lo observó. No se movió.
—Te espero en la escuela.
No fue una orden. Fue una afirmación.
Y como si entendiera —como si la magia del lugar, del momento, del vínculo recién nacido, le diera permiso para hacerlo— el ave hizo un sonido grave, corto, como si estuviera afirmando, y de un salto poderoso, se elevó.
Sus alas batieron el aire con fuerza silenciosa, y en un abrir y cerrar de ojos, cruzó la tienda, sorteando estanterías y vitrinas, hasta ascender hacia la pequeña ventana alta del techo.
Y se fue.
La mujer lo siguió con la mirada. No parecía sorprendida, pero si tal vez un poco extrañada.
Cuando volvió a mirar a Nicholas, tenía una expresión mezcla de respeto y desconcierto afectuoso.
—¿Quieres que encoja también la comida de la lechuza y su jaula? —preguntó.
Nicholas la miró, y por un momento… sonrió.
Una sonrisa corta. Verdadera. Algo torpe, casi infantil.
Y asintió con un gesto inocente.
—Sí, por favor.
La mujer le devolvió la sonrisa, sin hacer más preguntas. Como si, por un instante, la tienda hubiera sido testigo de algo que no requería explicación.
La mujer encogió los últimos artículos y se los entrego en un pequeño saco encantado, que Nicholas acomodó junto a sus cosas dentro de los bolsillos ahora abultados de su túnica.
Cargaba una escoba, comida para un fugitivo, suministros para un ave que ya se había ido, y la certeza de que había hecho bien en seguir su instinto.
Con todo ya asegurado —la escoba al hombro—, y su rostro nuevamente cubierto por la capa, Nicholas sabía que era momento de volver.
El Callejón Diagon comenzaba a despertar por completo. El aire se llenaba de conversaciones, risas, pasos y aleteos. Los primeros compradores se agrupaban frente a escaparates, y un grupo de niños ya corría hacia la tienda de dulces.
No podía quedarse más tiempo.
Se movió con paso rápido, cruzando la calle sin detenerse hasta el muro que se habría al patio del Caldero Chorreante, toco los ladrillos con la punta de su nueva varita.
En cuanto pudo pasar por el arco formado en la pared, empujó la puerta trasera del bar con decisión.
El interior era lo opuesto al silencio en el que había comenzado su mañana. Las mesas estaban ocupadas casi por completo. Magos desayunando, leyendo el Profeta, riendo a carcajadas. Tazas de té humeante y platos de huevos revueltos flotaban de una mesa a otra. El tabernero levantó la vista un segundo, pero Nicholas ni siquiera lo registró.
No venía a quedarse.
Se dirigió directamente hacia la chimenea más amplia, junto al fondo del local. Sacó de su bolsillo el saquito con polvo Flu. Tomo una pizca y la arrojó al fuego, que estalló en una llamarada verde y brillante.
Sujetó con fuerza la escoba, pegándola a su cuerpo, echó una última mirada rápida a los lados, y dijo con voz clara:
—La Cabeza de Puerco.
El fuego lo envolvió de inmediato.
El mundo giró en espirales de verde esmeralda. Sentía el roce de la magia contra la piel, el tirón familiar en el estómago, y el vértigo sordo del desplazamiento.
El giro terminó de golpe.
Nicholas cayó de pie —aunque tambaleó un poco— sobre la vieja y mugrienta alfombra del interior de la Cabeza de Puerco.
La taberna estaba en penumbra, cerrada aún. Las sillas sobre las mesas, el aire cargado de polvo, y ni un alma a la vista.
Sin detenerse a acomodarse ni esperar a que el tabernero apareciera, Nicholas se lanzó hacia la puerta. Sus pasos resonaron como eco entre las maderas viejas.
Empujó con fuerza.
La puerta cedió con un crujido.
Y el aire frío de Hogsmeade lo recibió de golpe, como una bofetada fresca que le recordaba que debía de estar alerta.
Notes:
A quien lo lea...
Hola,
Este es un trabajo en proceso. Es un proyecto que me interesé en hacer para mi propio entretenimiento.
Me cansé de buscar un fanfic que fuera de mi gusto, así que decidí escribir uno yo mismo.
Estoy interesado en los comentarios, lamento si ven alguna incoherencia en la trama, si ven alguna, por favor me dicen.
Chapter 11: Capítulo 11.
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
La puerta de la Cabeza de Puerco se cerró de golpe a su espalda, con un crujido áspero que resonó brevemente en la quietud de la mañana. El eco se apagó rápido, tragado por el silencio espeso que aún envolvía las calles de Hogsmeade.
Nicholas bajó la mirada hacia su muñeca. El reloj —un regalo de su abuelo— marcaba las 8:47 a.m. El segundero se desplazaba con un tic suave y constante, casi como un susurro persistente.
"Más temprano de lo esperado", pensó, consciente de que su pequeña excursión había tomado mucho menos tiempo del que había contemplado.
El aire era más frío que en Londres. No era un frío punzante, sino uno denso, de montaña, que se colaba bajo la capa y mordía la piel expuesta del cuello. El pueblo seguía adormilado. Las ventanas estaban cerradas, con los postigos entornados. Apenas un par de chimeneas humeaban. Ni un solo transeúnte. Solo el murmullo del viento entre las casas de piedra y el crujir tenue de la escarcha derritiéndose bajo los primeros rayos del sol.
En comparación con el bullicio que comenzaba a llenar el Callejón Diagon al salir de la tienda de mascotas, Hogsmeade parecía un pueblo fantasma.
Nicholas ajustó su capa y comenzó a caminar, rumbo al sendero fuera del pueblo, manteniéndose cerca de las fachadas. Sus pasos resonaban en los adoquines húmedos con una cadencia firme, segura. No tenía intenciones de detenerse.
Su excursión había sido más eficiente de lo que imaginaba. En menos de tres horas había conseguido una nueva varita, unas fundas encantadas, provisiones para Sirius, una escoba confiable y un vínculo con una lechuza que no había planeado tener. Todo eso sin levantar sospechas, sin errores.
Y aún tenía tiempo antes de que su ausencia pudiera notarse.
Pero era mejor no confiarse.
Podía regresar directamente al castillo... sí.
Pero tendría que pasar nuevamente por el pasaje de la casa de los gritos.
Nicholas dejó atrás las últimas casas de Hogsmeade, cruzando el sendero bordeado de arbustos que serpenteaba hacia las afueras del pueblo. La Casa de los Gritos apenas era visible desde allí, envuelta en una bruma matinal que se aferraba a las ramas desnudas de los árboles.
Aprovechó la soledad del camino para detenerse un momento en una curva protegida del viento.
Consciente de la escoba en su mano, la miro con cautela, consciente de que sería su “primera vez”, la desenvolvió con cuidado. La madera de acacia tenía un brillo tenue bajo la luz del sol, y al tocarla, sintió la misma quietud obediente que había percibido en la tienda. Una promesa de estabilidad. De lealtad.
—Veamos si de verdad eres tan noble como dijo el fabricante —murmuró, casi con cariño.
Montó la escoba con un movimiento fluido, confiando en los reflejos y la memoria muscular que el cuerpo de trece años parecía tener grabados. No era un experto, no aún, pero había algo instintivo en el gesto: el firme sujetar de las manos en el mango, el cuerpo inclinado hacia adelante.
Con un impulso seco, golpeó el suelo con el pie.
La escoba respondió de inmediato.
Ascendió con suavidad, como si el aire mismo la invitara a elevarse. El corazón de Nicholas dio un vuelco al ver cómo la tierra se alejaba bajo él. El sendero, los arbustos, la pendiente… todo quedó abajo en cuestión de segundos.
Una risa baja —llena de sorpresa e incredulidad— escapó de sus labios.
Estaba volando.
Por más que hubiera leído, jugado videojuegos, soñado con ello en su vida anterior, nada se comparaba a la experiencia real. La escoba se ajustaba a sus movimientos con una delicadeza casi telepática. Una inclinación sutil del cuerpo bastaba para girar, un ligero impulso con las rodillas y la aceleración respondía. Era como nadar en el cielo.
El frío, sin embargo, era brutal.
Allí arriba, el aire era cortante. Le ardían las mejillas, los dedos, incluso el interior de la nariz. Ajusto su capa tratando de que le cubriera el rostro y apretó los ojos contra el viento.
Pero no descendió.
Merecía ese momento.
Y, por un instante, se permitió girar sobre sí mismo, dando un giro amplio sobre el eje de la escoba, observando el paisaje con la boca entreabierta: Hogsmeade parecía un modelo en miniatura, Hogwarts se veía a lo lejos, recortado contra las montañas. El lago era un espejo opaco y lejano. Y, justo al norte, el claro donde la Casa de los Gritos se alzaba, severa y solitaria.
Era hora.
Nicholas ajustó el cuerpo, inclinándose hacia el frente.
La escoba respondió.
Voló recto hacia la casa embrujada.
No con velocidad temeraria, pero sí con decisión. A medida que se acercaba, pudo distinguir las tejas rotas, las ventanas y puertas tapiadas. Desde lo alto, la casa parecía aún más triste. Un monumento al abandono. Y sin embargo… también un refugio.
Descendió en espiral, controlando cada metro con cuidado. No quería levantar una nube de polvo o ruido innecesario. El aterrizaje fue pulcro: los pies tocaron el suelo sin sobresaltos. La escoba volvió a su mano como una extensión natural.
El silencio era absoluto.
Nicholas observó la casa frente a él, la fachada carcomida, los tablones desvencijados, la hiedra marchita que trepaba por una de las paredes laterales. Había algo en ese lugar que parecía repeler el sonido, como si el aire mismo se negara a respirar allí.
Avanzó con cautela, escoba en mano, buscando el agujero en la pared que había utilizado la noche anterior para salir.
Al acercarse, oculto entre dos muros vencidos por el tiempo, el hueco seguía allí, casi invisible si no se sabía dónde buscar, con cuidado, se acercó, miro al interior de la casa en busca de algún movimiento.
Asegurándose de que no se encontraría con el enorme perro al entrar.
Decidido primero deslizó la escoba por el agujero, cuidando de no golpear los bordes con el mango. Luego, apoyó las manos sobre el borde húmedo y resbaladizo, y con un impulso, se introdujo en el interior de la Casa de los Gritos.
La penumbra no lo sorprendió. Pero sí el deterioro.
A la luz del día, el lugar era aún más miserable de lo que recordaba haber visto en la oscuridad. Lo que por la noche parecía misterio y abandono, ahora era ruina pura. El polvo cubría cada superficie como una costra gris, las telarañas colgaban en los marcos de las puertas, y las vigas del techo estaban agrietadas, dejando pasar finos haces de luz que cortaban el aire como cuchillas.
Nicholas se incorporó con rapidez, sacudiéndose el polvo de la capa. No quería estar allí más tiempo del necesario.
No hoy. No si podía evitarlo.
Metió la mano en el bolsillo de su túnica y extrajo el saco encantado. Era pequeño, del tamaño de una lonchera escolar, pero al abrirlo, reveló el interior ligeramente extendido. Introdujo ambas manos con rapidez, sacando uno por uno los paquetes de comida para perro. Los depositó sobre el suelo de madera crujiente, y con movimientos ágiles —pero no apresurados— apuntó con su varita a cada uno.
—Finite.
Con cada conjuro, los paquetes recuperaron su tamaño y peso original. Los sacos de alimento crujieron al crecer, llenando el espacio con un olor fuerte: carne de kelpie, hígado de dragón, tártalo, croquetas de mantícora… el aire cambió, más denso, más vivo.
Nicholas acomodó los sacos contra una de las paredes, lejos de las ventanas rotas, en una zona donde el aire se sentía más seco. Abrió uno de los paquetes, cuidadosamente, lo suficiente para que un “perro” pudiera meter su cabeza.
—Para que tenga acceso —murmuró, más para sí mismo que para justificarlo.
Se enderezó, listo para marcharse.
Pero el sonido lo detuvo.
Rasp… rasp…
El arrastrar leve pero inconfundible de unas uñas largas contra el viejo suelo de madera. Un roce, luego otro. Un paso.
Nicholas se giró.
Y lo vio.
El perro estaba allí. Al fondo del pasillo, en el umbral de una habitación en ruinas. No lo había notado antes, quizás porque se había ocultado, o tal vez había estado allí todo el tiempo, observándolo desde las sombras.
Y ahora lo veía con claridad.
A la luz del día, el aspecto de Sirius era… devastador.
La noche anterior, el abrigo de la oscuridad había disfrazado detalles que ahora eran imposibles de ignorar. El perro no era solo flaco: estaba consumido. El pelaje negro, opaco y sucio, caía a mechones en algunas zonas. Las costillas se marcaban con una precisión quirúrgica bajo la piel tensa, y las patas temblaban con un esfuerzo silencioso cada vez que avanzaba un paso.
Los ojos —porque eran ojos humanos, no de animal— estaban hundidos, enrojecidos, pero seguían encendidos con una chispa salvaje, casi primitiva. Una chispa que Nicholas no supo si era de desconfianza, o de pura hambre.
Se le encogió algo en el pecho.
No se veía como un animago en control.
Se veía como un animal al borde del colapso. Un prisionero del hambre, la fiebre, la desnutrición y quién sabe qué más.
Nicholas no retrocedió.
Pero tampoco habló.
Lo observó con cuidado, con respeto, como se mira a un animal herido que no sabes si morderá o huirá.
Y pensó —con una punzada amarga— que eso jamás fue descrito en los libros.
Nunca se mencionó el temblor en las patas, la mirada turbia, el movimiento lento de una criatura que había perdido la noción del tiempo y del cuerpo. Sirius Black, el hombre, era una figura trágica. Pero Padfoot, el perro, era la evidencia cruda de lo que se necesitaba para sobrevivir a doce años en Azkaban y seguir huyendo.
Nicholas dio un paso atrás, con lentitud, sin romper el contacto visual.
—No voy a hacerte daño —dijo con voz baja—. Eso es para ti.
El perro no respondió. Solo lo observaba.
Nicholas indicó con una leve inclinación de cabeza los sacos de comida.
El perro intercambio su mirada entre los sacos de comida y Nicholas un par de veces.
Nicholas sostuvo la mirada con calma, sin moverse. No había desafío en sus ojos, solo una mezcla de determinación y respeto silencioso.
Y entonces, el animal se rindió ante el hambre.
Padfoot avanzó con pasos lentos, casi arrastrando las patas. Cada movimiento era una prueba de fuerza. Pasó junto al niño, tan cerca que el pelaje enmarañado rozó apenas la túnica de Nicholas. El olor era agrio, mezcla de tierra húmeda, sudor seco y meses —quizás años— sin un verdadero refugio.
Sirius olfateó los sacos un instante, como si todavía dudara, como si una parte de su instinto se negara a creer que aquello era real.
Pero el cuerpo no mentía.
Metió la cabeza en el saco abierto y empezó a comer.
Al principio, con una cautela casi digna. Luego, con la desesperación de quien ha sobrevivido a fuerza de voluntad y migajas. Masticaba poco. Tragaba. Como si temiera que le quitaran lo que tenía entre las fauces.
Nicholas no dijo nada.
No intentó acercarse.
Sabía cuándo retirarse.
Bajó la mirada a su escoba, aún en el suelo, descansando donde la había dejado tras entrar en la casa. La recogió con cuidado, asegurándose de no hacer ruido. El crujido de la madera bajo sus pies se mezclaba con el áspero sonido de Sirius comiendo.
Se alejó.
Paso a paso, se acercó a la trampilla y descendió las escaleras desvencijadas que llevaban al interior del pasaje. El túnel serpenteante que conectaba la Casa de los Gritos con la base del Sauce Boxeador.
Antes de agacharse para entrar al pasadizo miro una vez más a Padfoot.
Escuchando el ruido húmedo de la comida siendo devorada. El respirar pesado de un cuerpo agotado. Un silencio casi agradecido colgado en el aire.
Y en ese instante —justo antes de encorvarse para desaparecer bajo tierra—, Nicholas se permitió pensarlo:
Tal vez, solo tal vez, aquella mañana, había sembrado una semilla.
Una que tardaría en germinar.
Pero lo haría.
Y con ese pensamiento, desapareció en la oscuridad del túnel.
Notes:
A quien lo lea...
Hola,
Este es un trabajo en proceso. Es un proyecto que me interesé en hacer para mi propio entretenimiento.
Me cansé de buscar un fanfic que fuera de mi gusto, así que decidí escribir uno yo mismo.
Estoy interesado en los comentarios, lamento si ven alguna incoherencia en la trama, si ven alguna, por favor me dicen.
Chapter 12: Capítulo 12.
Chapter Text
El túnel bajo la Casa de los Gritos no parecía cambiar entre el día y la noche; la penumbra era espesa y constante, solo interrumpida por la luz de la varita de Nicholas. El haz se abría paso entre raíces retorcidas y charcos que brillaban tenuemente sobre la tierra húmeda. El aire era denso, cargado con el aroma de tierra mojada y moho.
Nicholas avanzaba tan rápido como el terreno lo permitía, cuidando de no tropezar con las raíces sobresalientes ni resbalar en los tramos encharcados. A cada paso, sentía el latido del corazón repicando en sus oídos, aunque el verdadero vértigo estaba en su mente, aún anclada a lo que acababa de vivir.
No podía apartar de sí el recuerdo del rostro de Sirius, de Padfoot, el temblor de las patas del animal, el inquietante vacío en su mirada. Era una imagen que borraba de golpe cualquier distancia emocional que hubiera querido mantener con los "personajes" de los libros. Porque ya no eran solo nombres o rostros de portadas ilustradas; ahora eran personas, reales, sintientes.
De carne y hueso.
¿Era justo que ese fuese el destino para un hombre inocente?
La pregunta se enredó en su pecho, mordaz y difícil de ignorar. Le había bastado una sola mirada para entender el peso de Azkaban, el eco de los gritos que nunca se cuentan en las historias para niños.
Por un instante, la tentación de regresar, de hablar, de decirle que todo saldría bien, fue casi insoportable. Nicholas tuvo que obligarse a seguir adelante, repitiendo en silencio la única verdad que podía permitirse: no debía intervenir, no ahora. Cada acción tenía su consecuencia, y alterar el flujo de los acontecimientos podía ser aún peor que el dolor que presenciaba.
Pero entonces, otra idea más perturbadora lo golpeó, fría y certera.
¿Realmente era diferente a Dumbledore? ¿Acaso él, con todo su conocimiento del futuro, no estaba condenando a todos, como lo hacía Dumbledore? ¿No era eso lo mismo que había criticado siempre en el viejo director… permitir que la guerra se tragara a los inocentes, por el bien mayor?
La duda se arrastró en su conciencia, desgarrando las certezas que tanto se había esforzado por sostener. ¿De verdad podía mirar a los ojos a ese mundo y decirse a sí mismo que era mejor?
Nicholas tragó saliva, avanzando aún más rápido, como si la velocidad pudiera dejar atrás esa pregunta.
Pronto divisó el final del túnel, la claridad sutil que anunciaba la base del Sauce Boxeador.
Tras un rápido movimiento y un “Nox”, su varita volvió a la funda bajo la manga de su túnica.
Se deslizó por la salida del túnel, pegando el cuerpo a la tosca corteza del árbol, y con un gesto automático, presionó el nudo en el tronco, deteniendo los ligeros movimientos que empezaba a hacer el árbol.
Miró a su alrededor de manera mecánica en busca de alguna mirada y, al no encontrarla, corrió hacia el cobertizo donde había escondido su bolso. El aire fresco del exterior apenas logró disipar el peso en su pecho.
Respiró hondo, una vez, dos veces. Sabía que todavía quedaban muchas preguntas sin respuesta. Pero ahora, al menos, tenía claro que la línea entre el bien y el mal, la heroicidad y el sacrificio, era mucho más borrosa de lo que los libros alguna vez le hicieron creer.
Oculto tras el cobertizo, se desprendió de la capa. Sacó de los bolsillos de la túnica los paquetes que la abultaban, los guardó con rapidez en su mochila, pasó la túnica sobre su cabeza, la dobló junto a la capa y la metió en la mochila junto a los paquetes.
Con la mochila bien ajustada a la espalda y la escoba apoyada sobre su hombro, Nicholas se alejó de la protección del cobertizo. El frío de la mañana le rozó el rostro, más punzante tras el aire rancio del túnel. El campo de Quidditch se extendía frente a él, envuelto aún en la quietud de una hora temprana. Los primeros rayos de sol acariciaban el césped húmedo, arrancando destellos de las gotas de rocío, pero la belleza del momento no logró aligerar el peso que Nicholas llevaba dentro.
Caminó bordeando la sombra de las gradas y atravesó los terrenos abiertos rumbo al castillo. La escoba le parecía ahora más pesada; la mochila, aunque ligera, tiraba de sus hombros con cada paso. Si al regresar de Londres una emoción de triunfo lo había acompañado, ahora la sensación se había extinguido, sustituida por una inquietud sorda y preguntas que no se atrevía a responder.
El recuerdo de Sirius, de sus ojos, lo perseguía. Y también la duda, punzante, sobre sus propias decisiones y su papel en el destino de otros.
Subió la escalinata principal sin molestarse en guardar las apariencias; dudaba que alguien le cuestionara su paradero, siendo el primer sábado del semestre. A esa hora apenas se cruzó con un par de alumnos madrugadores y Filch, que murmuraba algo sobre barro en los pasillos. Nicholas solo asintió con la cabeza, sintiendo el peso de la realidad escolar caer sobre él de nuevo. Todo seguía igual: los retratos vivos en las paredes, el murmullo de las armaduras, la piedra fría bajo sus pies. Nada delataba el caos interno que lo acompañaba.
Al pasar cerca del Gran Comedor, su estómago rugió en un recordatorio desagradablemente terrenal de que no había comido en horas. Dudó apenas un instante —lo justo para revisar que su aspecto no llamara la atención— y cruzó la puerta lateral. El Gran Comedor estaba a medio llenar, salpicado de estudiantes dispersos, algunos aún adormilados, otros ya concentrados en libros y deberes.
Nicholas tomó un plato de fruta, un par de rebanadas de pan y algo de queso. No se molestó en prestar atención a las miradas curiosas. No se sentó; no tenía fuerzas para fingir una normalidad que no sentía. Se limitó a guardar lo necesario en su mochila y salió sin intercambiar palabra con nadie.
El trayecto hasta la torre de Gryffindor se sintió más largo de lo habitual. El peso de la escoba sobre el hombro le resultaba ya familiar, pero las dudas lo hacían avanzar más despacio. Subió los escalones en silencio, escuchando cómo el eco de sus propios pasos llenaba el vacío de los pasillos.
Al fin, frente al retrato de la Dama Gorda, Nicholas murmuró la contraseña. El retrato se abrió con su habitual pereza y él entró, sintiendo por primera vez desde hacía horas una chispa de alivio.
Sin siquiera detenerse a mirar la sala común, se dirigió a su habitación. Como esperaba, sus compañeros de dormitorio continuaban en cama; cuidando que sus pasos no sonaran demasiado fuerte, entró y dejó la escoba sobre el baúl a los pies de su cama.
En un movimiento de pies se quitó los zapatos, y sin molestarse en cambiarse de ropa, corrió el dosel de su cama y se metió en ella. Apartó los libros que había dejado la noche anterior sobre la colcha y se acomodó, sintiendo un placentero descanso en sus hombros y pies.
Recostado en las almohadas, sacó la comida del bolso y, mecánicamente, empezó a comer pequeños trozos.
“¿Qué quiero hacer?... no… ¿Qué debo hacer?”
Entre bocado y bocado, la mente de Nicholas se enredaba en sus propias dudas. Masticaba lentamente, sin saborear realmente la fruta ni el pan; su atención estaba muy lejos de su estómago. Lo único que sentía era el eco persistente de la pregunta que no lo dejaba dormir:
¿Debería hacer algo? ¿O era mejor no intervenir?
La lógica de la no intervención era sencilla: si no movía una ficha, la historia seguiría su curso. Harry vencería. Voldemort caería. Las piezas ya estaban dispuestas y él solo debía sobrevivir, mantenerse al margen, invisible, como un espectador privilegiado atrapado entre los bastidores de una obra que ya conocía.
Pero el precio de la indiferencia era insoportable. Ya no podía fingir que todo era tinta sobre papel, o que los “daños colaterales” eran inevitables, necesarios, incluso justificables. Cada rostro —Sirius, Remus, incluso Snape— tenía un peso real, una historia, una pena. La guerra no era un tablero abstracto. Era dolor, era pérdida, era desesperanza.
¿Y si pudiera cambiar algo? Solo un detalle, una muerte menos, una injusticia enmendada, sin alterar el desenlace. ¿No era acaso su deber intentarlo?
La pregunta era un veneno lento.
Sabía, racionalmente, que el universo tenía un equilibrio propio, frágil, tal vez incluso cruel. Las paradojas acechaban. Intervenir podía salvar una vida y condenar a otra. O peor: podía destruir toda posibilidad de victoria, solo por un gesto impulsivo, por un “buen acto” fuera de lugar.
Apretó el pan entre los dedos, frustrado.
Quería certezas.
Quería una señal.
Si tan solo algo —lo que fuera— le confirmase que intervenir no destruiría el futuro, que sus acciones serían solo un pequeño desvío en el cauce de la historia…
Se quedó mirando el dosel de la cama, la comida olvidada sobre el regazo. Por un momento, le pareció absurdo buscar respuestas en los remolinos de tela y en la luz mortecina que se filtraba por la ventana. Pero la duda persistía, vibrando como una cuerda tensa en su pecho.
¿Y si el destino pudiera ceder, aunque fuera un poco?
¿Y si bastara una mínima intervención para marcar la diferencia, sin romperlo todo?
Cerró los ojos.
Quiso dormir, descansar al menos un rato, pero al mismo tiempo no lo quería, sabía que esa inquietud, la posibilidad de una señal, lo acompañaría mucho después de que el sueño lo venciera.
Y, sin embargo, al cerrar los ojos, se quedó dormido.
El sueño de Nicholas era profundo. Por primera vez en días, su cuerpo encontraba un reposo genuino, lejos de las preocupaciones inmediatas, se encontraba envuelto en la tibieza de las mantas y la penumbra apacible que le daba el dosel a su cama. En su mente, las dudas parecían haberse disuelto, o al menos aguardaban, silenciosas, al margen de ese breve instante de olvido.
Sintió, entre sueños, cómo una mano tocaba su hombro. Una vez.
Otra vez, más insistente.
Y una tercera, acompañada ahora de una voz:
—Nicholas… Eh, Nicholas.
Entre la niebla del descanso, reconoció el nombre y el tacto. Parpadeó, perezoso, tratando de aferrarse al último retazo de sueño antes de regresar al mundo. Abrió los ojos lentamente; la luz dorada de la tarde se filtraba a través de los ventanales, bañando el dormitorio en un resplandor cálido y polvoriento. Con un vistazo alrededor se dio cuenta que sus compañeros no estaban, a excepción de David, de pie al lado de su cama, su compañero de cuarto, con una sonrisa apacible.
—Nicholas, te buscan —anunció—. Te esperan afuera.
Nicholas gruñó, dándose la vuelta sobre el colchón. El calor de las mantas era tentador, y el letargo todavía pesaba sobre sus párpados.
—Ya voy… —murmuró, arrastrando las palabras.
David sonrió, satisfecho con su labor de mensajero, y se alejó sin prisa, saliendo de la habitación con paso ligero.
Nicholas permaneció recostado unos instantes más, forzándose a volver al presente. Miró el reloj de pulsera en su mesa de noche: eran las tres de la tarde. Había dormido horas. Se frotó los ojos, estiró el cuerpo y, suspirando, se obligó a dejar la cama.
Tomó aire antes de cruzar la habitación, recogió su bata y se calzó los zapatos con movimientos lentos. Finalmente, se dirigió a la puerta.
Al abrirla, se encontró con un par de ojos verdes que lo miraban fijamente desde el otro lado del pasillo. Junto a Harry estaban Ron y Hermione, ambos con expresiones de expectativa y curiosidad apenas disimulada.
Nicholas se detuvo, medio adormilado todavía, y se quedó en el umbral, contemplando al trío que lo esperaba.
—¿Me estaban buscando…? —preguntó, su voz aún ronca por el sueño.
Hermione fue la primera en hablar, dando un paso adelante con su característico gesto resuelto.
—Sí, en realidad… desde ayer —dijo, con un leve reproche en el tono, pero también con preocupación genuina.
Ese simple comentario terminó de espabilar a Nicholas. Sintió cómo una corriente de alerta le recorría la espalda; en su mente, las alarmas se encendieron una tras otra. ¿Desde ayer? ¿Cuánto tiempo llevaban buscándolo? ¿Cuánto había llamado la atención su ausencia? Sabía que el trío era famoso por su persistencia —y, a veces, por no saber dejar pasar un “misterio”—. ¿Habrían notado que no apareció en toda la noche? ¿Alguien más se habría percatado?
—Ah… —Nicholas intentó parecer relajado, forzando una media sonrisa mientras se acomodaba el cabello—. Supongo que perdí la noción del tiempo. A veces necesito… un poco de… espacio.
Harry lo observó en silencio, sus ojos verdes llenos de curiosidad, mientras Ron, con las manos en los bolsillos, murmuró:
—Te buscamos después de clases, pero no estabas. Ni en la cena… ni después.
Hermione lo interrumpió, suave pero firme:
—Solo queríamos asegurarnos de que estabas bien—. Dijo de manera tajante.
La preocupación en sus rostros era innegable, y Nicholas sintió, por primera vez desde su llegada, una punzada de culpa mezclada con algo cálido y extraño que no podía definir.
Asintió despacio, bajando la mirada un instante antes de volver a alzarla.
—Gracias… de verdad. Estoy bien, solo necesitaba tiempo a solas —dijo, y en parte era cierto, aunque el trasfondo fuera más complejo y no de la manera en la que ellos lo esperarían.
Hermione pareció debatirse entre seguir preguntando o no, pero finalmente, tras intercambiar una mirada rápida con Harry y Ron, asintió.
Entonces, fue Harry quien dio un paso al frente. La luz de la tarde se reflejaba en sus gafas y, por un momento, pareció buscar las palabras justas.
—Y yo… quería hablar contigo —dijo finalmente, su tono más serio de lo habitual.
Nicholas alzó una ceja, percibiendo el nerviosismo oculto bajo la voz tranquila de Harry. Pudo notar cómo el chico apretaba los puños a los costados.
“Al parecer no es solo preocupación”— pensó Nicholas inevitablemente.
—Hay cosas que has dicho… —continuó Harry, vacilando un poco—. Cosas que no… entendemos… —. Harry bajó la voz, desvió la mirada, mirando de reojo a Ron y Hermione, y sus mejillas se sonrojaron— lo de llamar mortífago al padre de Malfoy. Y… —tragó saliva, como si lo que venía le costara el doble— lo que pasó después de Pociones, con Draco. Él… no quiso decirme nada. Solo se fue.
Por un instante, Nicholas notó la incomodidad de Harry. El chico dudó antes de continuar, bajando la mirada como si le avergonzara lo siguiente:
—También… creo que fui algo injusto contigo ese día, después de clase. Y quería… bueno, quería disculparme por eso.
El silencio que siguió fue denso, pero distinto al de antes. Ya no era solo la preocupación de los otros; ahora era el inicio de una conversación más compleja. Nicholas, un poco sorprendido por la franqueza de Harry, sintió una mezcla extraña de alivio —por no estar en malos términos con ninguno de los tres— y culpa.
Culpa, porque a pesar de su firme creencia en que no debía llamar la atención, sus acciones lo habían hecho, habían llamado la atención de tres de las personas con las que se suponía debía mantener un distanciamiento prudente.
Miró a Harry y luego a Ron y Hermione. Entonces a su mente volvió la imagen de Canuto.
Nuevamente sentía ese destello de responsabilidad, haciéndolo debatirse: la sinceridad absoluta podía ser peligrosa, pero sentía que le debía a Harry un poco de ella.
Tomó aire, decidiendo el tono de su respuesta.
—Está bien, Harry, te disculpo.
Harry asintió con la cabeza, relajando sus manos, en una clara señal de alivio porque lo último había salido bien, sin embargo, al mirar a los ojos a Nicholas, este se dio cuenta de que parecía que Harry quería que continuara.
Nicholas, adivinando el curso de los pensamientos de Harry, resignado, suspiro antes de continuar.
—Te contaré algunas cosas, pero… —El bullicio del pasillo interrumpió el clima íntimo: algunos de los compañeros de cuarto de Nicholas regresaban, saludando con alegría y cruzando miradas curiosas con el grupo en la puerta.
—Preferiría que hablemos a solas —dijo, midiendo sus palabras, sonando serio. La mirada que lanzó al trío fue clara y deliberada.
El trio asintió con la cabeza, en una clara señal de reconocimiento del tono serio que ellos mismos utilizaban en ocasiones.
—Espera afuera, ¿sí? —añadió, antes de volver a entrar en su dormitorio.
Mientras se lavaba la cara y se cepillaba los dientes, el peso de lo que estaba a punto de hacer le revolvía el estómago. ¿Estaba tentando demasiado al destino? ¿Hasta qué punto podía hablar sin arriesgarlo todo? Eligió una muda de ropa muggle cómoda, se peinó deprisa y, aún con el corazón algo acelerado, salió de la habitación.
En el pasillo, el trío lo esperaba. Nicholas respiró hondo.
Avanzaron por el pasillo y bajaron por las escaleras hacia la sala común, en donde el aire se sentía cálido y el ambiente se encontraba animado, por risas y conversaciones.
—Bien, vamos. Busquemos un lugar privado —dijo, avanzando.
Apenas dio un par de pasos hacia la salida, notó que Ron y Hermione lo seguían también. Se detuvo, se giró con tranquilidad y repitió, esta vez más firme:
—Quizá no me hice entender: voy a hablar a solas con Harry. Solo con él.
El ambiente entre los cuatro cambió de inmediato. Hermione frunció el ceño, claramente dolida; Ron abrió la boca, ya con el tono subido.
—¿Y por qué no podemos ir? Harry no va a ir sin nosotros —protestó, cruzando los brazos.
Nicholas se volvió hacia Harry, que lo miraba con esos ojos verdes brillantes, inquisitivos y leales, y sostuvo su mirada con firmeza.
—Les podrás contar parte de lo que hablemos —dijo Nicholas, su voz serena pero inflexible.
Harry dudó, su expresión tornándose más seria. Bajó la mirada hacia sus amigos, luego volvió a clavar los ojos en Nicholas.
—Si de todas maneras les podré contar, ¿por qué no pueden venir? —preguntó, visiblemente frustrado.
Nicholas no apartó la mirada.
—He dicho que podrás contarles parte de ello, no todo. Prefiero que sea a solas, Harry. Tómalo o déjalo.
Chapter 13: Capítulo 13.
Chapter Text
El silencio que siguió al ultimátum de Nicholas fue tenso. Harry parecía debatirse entre la lealtad a sus amigos y la necesidad de respuestas. Finalmente, la determinación asomó en su voz.
—Está bien. Los veré aquí luego, ¿vale?
Hermione fue la primera en ceder; tras mirar a Nicholas a los ojos, asintió con algo de recelo, pero sin discutir más. Ron, visiblemente frustrado, soltó un bufido y se encogió de hombros.
—Bueno… pero no tardes, ¿eh? —gruñó, antes de girarse junto a Hermione y caminar rumbo a algún sillón de la sala.
Nicholas asintió en silencio, y apenas vio perderse a Ron y Hermione entre los grupos de estudiantes, sintió que debía apresurarse. Tal vez, antes de que el mismo reconsiderar lo que estaba a punto de hacer. Sin pensar en el gesto, tomó a Harry suavemente por la muñeca y lo arrastró consigo, con pasos rápidos y decididos.
Harry, miro un par de veces como Nicholas lo sujetaba, sorprendentemente, no le incomodo el tacto; y simplemente se dejó guiar, sus pasos resonaban detrás de los de Nicholas
Salieron de la torre de Gryffindor y descendieron las escaleras en espiral, el murmullo lejano de los cuadros y los ecos de risas en los pasillos contrastando con el silencio tenso que crecía entre ellos. Nicholas no se detuvo a pensar demasiado, solo avanzaba, buscando un refugio que le permitiera bajar la guardia sin la amenaza invisible de oídos indiscretos.
Si iba a hacer esto trataría de que fuera de la manera correcta.
Intentó con un par de aulas vacías, pero cada vez que abría una puerta, se detenía en seco, escudriñando las paredes. No tardó en descubrir al menos un retrato en cada aula, las figuras adormiladas, pero, en su mente, potenciales informantes de Dumbledore y de todo el profesorado.
No, necesitaba más privacidad.
Harry, por su parte, se dejó llevar, entre curioso y nervioso, observando a Nicholas con una mezcla de expectación y desconcierto. No pronunció palabra, aunque por momentos intentó preguntar adónde iban, pero la determinación de Nicholas lo disuadía.
Después de recorrer un par de corredores más y subir algunas escaleras, Nicholas abrió por fin una puerta pequeña y, para su alivio, encontró lo que buscaba: un despacho discreto, con dos sillones mullidos, una mesa baja y estanterías llenas de viejos pergaminos y objetos polvorientos. Lo más importante: ni un solo retrato en las paredes. Solo una ventana estrecha dejaba entrar la luz de la tarde, iluminando motas de polvo que flotaban perezosas en el aire estancado.
—Aquí está bien —dijo Nicholas, apenas cruzó el umbral.
Suavemente apretó un par de veces la muñeca de Harry, solo entonces se dio cuenta de que lo había estado sujetando. Éste, un poco avergonzado y confundido, se removió suavemente, liberando su brazo mientras se aclaraba la garganta.
—Eh… —murmuró, sin mirarlo directamente, frotándose la muñeca con la otra mano.
Nicholas, retrocedió un paso de inmediato, tratando de poner un poco de espacio entre ellos. Sintió cómo el rubor le subía por las mejillas; no era propio en él, ni antes ni ahora, pero la mezcla de tensión y nervios lo había llevado a actuar sin pensar.
—Perdón… —dijo en voz baja, desviando la mirada mientras buscaba algo en qué fijarse que no fueran los ojos de Harry. Se pasó la mano por el cabello y, respirando hondo, se apoyó en el respaldo del sillón más cercano.
Durante unos segundos reinó un silencio incómodo en el despacho. Nicholas sentía el pulso aún acelerado, y la mente llena de advertencias y dudas.
Harry, lo observaba con esa mezcla de recelo y franqueza tan suya, esperando, sin prisas, pero sin apartarse.
Harry estaba por hablar, probablemente para romper el hielo o ir directo al asunto, pero Nicholas, de manera instintiva y rápida, levantó la mano y se llevó un dedo a los labios, en una señal clara de “silencio”.
Con un pequeño movimiento de muñeca —aun un poco forzado— hizo que su varita emergiera de la funda bajo su manga, deslizándose hasta su mano en un solo gesto fluido.
Harry, por un instante se quedó rígido, sorprendido ante la acción de Nicholas.
Nicholas —que había tomado la decisión de que haría esto de la manera correcta—, con la varita lista, apuntó hacia la puerta y pronunció en voz baja pero firme:
—Muffliato.
No estaba seguro de que funcionara, solo había leído de este hechizo en su vida pasada, pero, sintió cómo el hechizo se desplegaba alrededor del marco de la puerta —que de funcionar como debería, llenaría el aire del exterior con un zumbido sutil y amortiguado que silenciaria las voces dentro del despacho—, y esperaba que esa fuera la sensación y el resultado correcto.
No pudo dejar de pensar, en que debía de empezar pronto a practicar este tipo de magia útil.
Nicholas, aunque resignado, estaba complacido con su esfuerzo por hacer que este momento de alguna manera estuviera en su control, con un suspiro de alivio y cierta esperanza de privacidad, cruzó la estancia y se detuvo ante los dos sillones. Los arrastró, asegurándose de que quedaran uno frente al otro, a una distancia que permitía hablar en voz baja, sin que fuera incomoda la cercanía.
—Ahora sí —dijo bajito, todavía un poco nervioso. Miró a Harry y le indicó con un gesto que se sentara.
El despacho, pequeño y casi polvoriento, parecía aislado del bullicio y las preocupaciones del castillo.
Harry, aún algo desconcertado por el despliegue, tomó asiento en el sillón de enfrente, observando a Nicholas con esa mezcla de recelo, un surgente sentimiento de admiración y una pizca de complicidad que sólo había sentido con Ron y Hermione.
Nicholas, consciente de que su corazón latía demasiado rápido, se sentó finalmente, apoyando los codos en las rodillas, la varita aún en la mano. Inspiró hondo.
—Nadie nos escuchará —dijo, como si así pudiera convencerse a sí mismo—. Ahora sí, pregunta lo que quieras.
El ambiente, tenso pero cargado de una nueva confianza, quedó suspendido unos segundos, y la conversación que ambos sabían necesaria estaba a punto de comenzar.
Pero, antes de que Harry pudiera lanzarse directo al tema que lo inquietaba y lo había motivado a llegar ahí, Nicholas levantó la mano, anticipando el orden de la conversación.
—Responderé tus preguntas, pero, hablaremos de la insinuación de Draco al final —dijo, en tono calmado pero firme.
Harry, visiblemente frustrado pero dispuesto a seguir el ritmo, asintió con un resoplido contenido. Parecía debatirse entre la curiosidad y la impaciencia.
Harry eligió la pregunta más simple:
—Entonces… ¿por qué mencionaste la endogamia en tu discusión con Draco? Sé lo que significa, pero no entiendo por qué se lo dijiste… todos parecían bastante…
Nicholas no pudo evitar una sonrisa ladeada, con un toque burlón en la mirada.
—Draco es un idiota —dijo con absoluta naturalidad—. Quiere seguir los pasos de su padre y profesar la pureza de la sangre, pero, en realidad, son unos hipócritas, Harry. Hablan de lo sucio que es mezclarse con muggles, pero no admiten que todas las familias mágicas antiguas están emparentadas, hasta el punto de que resulta casi deplorable. Incluso la familia Potter está emparentada con muchas familias de “sangre pura”. —Nicholas lo miró con picardía.
El rostro de Harry palideció notablemente, y sus ojos se abrieron desmesuradamente ante la insinuación.
—¿Yo? ¿Emparentado con…? ¡No…!
Nicholas no pudo contener la risa, una carcajada suave que alivió la tensión del ambiente.
—Harry, la comunidad mágica es pequeña y las familias de sangre pura son pocas. Es un círculo muy cerrado en cuanto a población. ¿Cuántas generaciones de matrimonios arreglados, para mantener “la pureza”, crees que hacen falta para que todos estén relacionados? Te sorprendería.
Harry parecía horrorizado ante la sola perspectiva. Se quedó un momento en silencio, procesando, mientras Nicholas disfrutaba por primera vez del día de una sensación casi divertida.
Por un instante, ambos compartieron algo tan mundano como una conversación incómoda sobre familia, lejos de conspiraciones y amenazas.
—Eso… —murmuró Harry, aún pálido—. Eso sí que no lo voy a poder olvidar fácilmente.
—Créeme, tampoco lo haría Draco —replicó Nicholas, esta vez con un guiño cómplice—. Su pobre mente se negaría a aceptar tal revelación —agrego Nicholas con burla.
El ambiente, por fin, se distendía, y Nicholas se permitió relajarse un poco, sabiendo que lo más difícil aún estaba por venir, pero agradeciendo ese breve respiro de normalidad.
Divertido por la expresión de horror de Harry, decidió ir un poco más allá.
—Pero hablando en serio, Harry —dijo, dejando escapar una sonrisa traviesa—, estás emparentado con Draco igual que Ron. Ustedes, por medio de los Black, creo. La madre de Draco, Narcissa, de soltera era Black. Tu abuela paterna también era Black. Y la abuela de Ron… sí, también era una Black. ¿Te das cuenta? Aunque en la comunidad mágica parece un poco diferente, En el sentido muggle de las relaciones consanguíneas, es lejano, pero la relación existe.
La sonrisa de Harry se desvaneció poco a poco, y su rostro adoptó una expresión de incredulidad.
—¿Eso… es en serio? —balbuceó, y por un instante parecía preguntarse si Nicholas le estaba gastando una broma pesada.
Nicholas asintió, ahora más serio, pero aún con un deje de ironía en la voz.
—Muy en serio. Los “sangre pura” siempre olvidan que, en su afán por mantener la pureza, por siglos, se vieron diezmados a causa de la endogamia, por casar primos con primos… y en casos más horribles, incluso hermanos entre sí. Si no fuera porque algunos empezaron a mezclarse con muggles y mestizos, probablemente los magos se habrían extinguido hace generaciones. Es así de simple.
El horror en el rostro de Harry aumentó. La imagen de los Potter y los Weasley entrelazados en el árbol genealógico retorcido de los Malfoy y los Black le revolvió el estómago. Tratando de buscar un poco de consuelo apareció en su mente el rostro de Ron —su mejor amigo— que compartía ese destino.
Por un segundo, Harry se preguntó, casi divertido, cómo sería la reacción de Ron al contarle esto. Imaginó la reacción, la mueca de asco y el grito casi escandalizado, y la imagen lo hizo sonreír, aunque sólo fuera un instante.
Pero después, su expresión volvió a nublarse.
—¿Ron… lo sabrá? —preguntó en voz baja, como si intentara convencerse de que todo tenía sentido. Después, frunció el ceño, cayendo en la cuenta—. Aunque… él creció en el mundo mágico. ¿No debería saberlo?
Nicholas se encogió de hombros, aún divertido.
—No sé, debería de saberlo. Quizá lo sospecha, pero la gente suele preferir no hablar de esos “detalles” en las reuniones familiares, especialmente cuando la historia no es tan gloriosa como les gusta imaginar. Créeme, Harry, la pureza de sangre es más mito que realidad… y casi nunca algo de lo que estar orgulloso.
El silencio que siguió estuvo cargado de nuevas dudas y una pizca de incredulidad.
Por primera vez, Harry pareció mirar a la comunidad mágica —y a sí mismo— con otros ojos, mientras Nicholas, en el fondo, se sentía extrañamente aliviado por compartir, aunque fuera un poco, la verdad tras los viejos apellidos y las historias no contadas.
Harry seguía en silencio, absorto. Fue entonces que, al dejar su desagrado por los Malfoy en segundo plano, pensó en Sirius Black, y este hecho lo golpeo más fuerte de lo que Nicholas hubiera imaginado, o de lo que hubiera esperado al mencionar la relación consanguínea con los Black apropósito. Por unos segundos, Harry no supo si sentarse derecho, levantarse o reírse incrédulo.
—Entonces… —balbuceó Harry, con la voz apenas un susurro—, ¿estoy… emparentado con Sirius Black? ¿Con la familia de… de quien me está… buscando…?
La última palabra se le apagó en la garganta. No era miedo lo que lo detenía, no del todo. Era algo más profundo. Una mezcla de desamparo y desconcierto. La idea de estar vinculado, por sangre, al "asesino" que lo perseguía… lo sacudía de una forma que Nicholas no había previsto.
Nicholas lo observó en silencio. Su expresión era serena, pero sus pensamientos eran cualquier cosa menos eso. Sentía una mezcla amarga de empatía y resignación.
Sí, era un golpe duro. Pero no podía seguir dejando que Harry viviera en esa versión fragmentada del mundo mágico, cuidadosamente diseñada por el director de Hogwarts para mantenerlo aislado y desinformado.
En su vida pasada, le había tomado años —años y muchas discusiones en foros de fans, hilos infinitos en Reddit y teorías desechadas y retomadas— entender lo que ahora veía tan claro: que parte de la preparación para que Harry se sacrificara a voluntad, no fue solo entrenarlo, sino despojarlo de toda pertenencia.
Aislado de la historia familiar. Ignorante del legado de su linaje.
Sin patria ni clan, sin más lugar que el que le asignaron: el del salvador, el mártir.
Sin lugar al que volver.
Y así, cuando llegó el momento… no dudó. No reclamó. No exigió. Se entregó. Después de todo no conocía más pertenencia que esa.
Nicholas apretó la mandíbula. En este mundo, en esta línea temporal, tal vez no podría impedir el sacrificio. Pero sí podía dejar que Harry fuera algo más que una profecía: una historia propia.
El desconcierto de Harry se transformó en una especie de angustia absurda. Se llevó la mano al cabello, despeinándose aún más, y susurró:
—No puede ser… ¿De verdad? ¿Mi familia está entrelazada con los que…?
No terminó la frase. Nicholas supo que Harry pensaba en Sirius, en ese supuesto asesino que —al menos en ese momento de la historia— el propio Harry creía que lo buscaba para matarlo.
El silencio en la sala se volvió incomodo nuevamente, mientras Harry tragaba saliva y se obligaba a mirar a Nicholas, buscando una respuesta, alguna señal de que todo era un malentendido o una exageración.
Nicholas le sostuvo con la mirada, sin burlarse, dejando que la gravedad de la revelación calara hondo.
Se acercó un poco, bajó la voz y, con toda la suavidad que pudo reunir, respondió:
—Es así, Harry. No es algo de lo que tengas que sentirte orgulloso o avergonzado. Es solo un hecho: la historia de las familias mágicas está tan entrelazada que nadie puede decir que su linaje es completamente ajeno al de los demás. Ni siquiera tú. Pero que eso no te atormente, algunas familias, como los Potter, se alejaron de los círculos más turbios de la sociedad mágica hace generaciones, al darse cuenta de que tales tendencias no harían más que poner en peligro el numero de la población de magos y brujas.
El vínculo está ahí, y es importante que lo sepas… aunque no te agrade mucho, pero es para que entiendas de dónde vienes.
Harry no respondió. Bajó la mirada, el ceño fruncido en una lucha silenciosa.
Y Nicholas supo que no podía salvarlo del impacto de todas las verdades.
Pero al menos podía intentar que no llegara a ellas solo.
Harry levanto el rostro, con expresión serena pero resignada, asintió, aunque seguía sin procesar del todo la magnitud de lo que acababa de oír.
En el fondo, sentía una inquietud que no sabía cómo nombrar: una parte de él se preguntaba si, con esa verdad, ya no podía mirar a sus enemigos —ni a sí mismo— de la misma manera.
Nicholas, notando el desconcierto que aún embargaba a Harry, se recostó en el sillón, dándole tiempo para digerir la revelación anterior. Observó cómo Harry parpadeaba varias veces, tratando de aclarar las ideas, conmovido, por el desconcierto y el conflicto que invadía esos ojos verdes, se apiado.
—Pero no te centres solo en lo malo, Harry —añadió con una leve sonrisa, intentando aliviar el peso del momento—. También hay algo curioso en todo esto… De forma lejana, estás emparentado con tu mejor amigo.
Harry tardó un par de segundos en asimilar la última frase. Primero parpadeó, todavía con el gesto de incredulidad anclado en el rostro, y luego una chispa inesperada brilló en sus ojos. La idea, tan extraña como reconfortante, empezó a tomar forma en su mente. Se frotó la nuca, dudoso, pero una sonrisa le asomó en los labios.
—¿Emparentado con Ron…? —repitió, como si al decirlo en voz alta pudiera comprobar si sonaba real o solo a una broma—. O sea, ¿de verdad los Potter y los Weasley están…? Bueno… eso sí que sería una sorpresa para —agregó con una risa baja, medio incrédula, medio divertida.
Nicholas dejó escapar una risa suave, y el ambiente se alivianó por un instante.
Harry, aun sonriendo, pareció perderse en la idea, su mente saltando entre recuerdos de la Madriguera, los partidos de quidditch improvisados en el jardín, los almuerzos bulliciosos, el caos y el cariño de la familia Weasley.
—Supongo que… eso no me molesta —admitió al fin, en voz baja, como si fuera un secreto—. Siempre he sentido que los Weasley eran lo más parecido a una familia… bueno, una familia de verdad, para mí. Así que, si resulta que de alguna manera lo son… —Se encogió de hombros, la sonrisa todavía colgada en los labios—. No está nada mal, ¿no?
Nicholas asintió, sintiendo que el comentario llegaba más hondo de lo que Harry dejaba ver. Por primera vez en la conversación, la idea de los lazos de sangre no le parecía a Harry una carga, sino una suerte inesperada.
—No está nada mal —repitió Nicholas.
Por unos segundos, ambos quedaron en silencio, pero era un silencio cálido, de esos que no necesitan romperse enseguida.
Harry levantó la vista, con un destello travieso en la mirada
—¿Estas listo para continuar? —dijo Nicholas, incapaz de dejar de ver a los ojos a Harry
Harry se tomó un segundo para dejar que sus ideas se aclararan y cuando pudo retomar el curso de la conversación, pregunto:
—En clase… dijiste que el padre de Draco era un mortífago. ¿Qué significa eso? Ron no parece convencido de saberlo y Hermione dijo que lo investigaría.
La pregunta hizo que la expresión de Nicholas cambiara de inmediato. Sus facciones se volvieron serias, la sombra de una incomodidad cruzó sus ojos.
—¿Sabes que el que no debe ser nombrado tenía seguidores? —preguntó, tanteando cuánto sabía realmente Harry, ya que no lo recordaba con certeza.
Harry asintió, la mirada tensa.
—Bueno, se hacían llamar Mortífagos. —Nicholas bajó un poco la voz, como si compartiera un secreto peligroso—. A mi parecer, más que seguidores, parecían integrantes de una secta… claro, hablando en términos Muggles. He escuchado que el que no debe ser nombrado los marcaba, así se identificaban entre ellos. —añadió, como si fuera todavía un rumor lejano—. Marcados como a los animales de granja, ¿No es horrible?
—¿Voldemort los marcaba? —repitió Harry, sorprendido por la idea.
El nombre quedó flotando en el aire. Nicholas, sin mostrar señal alguna de temor, intervino con un tono inesperadamente severo:
—Harry. No digas ese nombre.
Harry, sobresaltado, se disculpó de inmediato:
—Lo siento…
Nicholas lo miró con firmeza, aprovechando la oportunidad para abordar algo que siempre le había inquietado del accionar de Dumbledore.
—Harry, ¿nunca te dijeron por qué no se decía el nombre? —inquirió, con una mezcla de curiosidad y resignación.
Harry negó con la cabeza, sus cejas fruncidas en una mezcla de frustración y vergüenza.
—No… No es algo de lo que los adultos parezcan querer hablar y los estudiantes parecen simplemente temer sin motivo.
Nicholas suspiró, irritado ante semejante tontería.
—Durante la guerra, no se podía decir el nombre de Voldemort —pronunció con claridad, sin temor alguno, casi para demostrar que no le afectaba el pronunciarlo—, porque ese loco puso un encantamiento Tabú sobre su propio nombre.
Harry frunció el ceño, genuinamente confundido.
Nicholas no necesitó esperar la pregunta. Explicó, pacientemente:
—El Tabú es una maldición, magia oscura. Básicamente, convierte una palabra en un faro. Cuando alguien, quien sea, dice la palabra -en este caso, el nombre de Voldemort-, su ubicación queda expuesta al instante. Imagina que estás con tus amigos, escondidos, conversando. Y tú, sin querer, dices su nombre… De repente, la casa está rodeada de mortífagos. Los encuentran y los matan. Así de simple, así de brutal. Los mortifagos se van, pero antes de irse dejan la marca tenebrosa sobre el lugar, para que todos sepan, que Voldemort ha tomado otra víctima que se atrevió a decir su nombre.
Harry sintió cómo la sangre se le helaba en las venas. Recordó todas las veces que había pronunciado ese nombre, casi como un desafío, sin comprender el peligro real que podía haber representado.
Sus labios temblaron al pensar en los profesores, en la señora Weasley, en todos aquellos que, por costumbre o miedo, rehuían el nombre.
De pronto, la costumbre de evitarlo no parecía ni superstición ni cobardía, sino un reflejo de puro instinto de supervivencia.
—Pero el profesor Dumbledore… —murmuró Harry, buscando una grieta en esa lógica aterradora.
Nicholas lo interrumpió suavemente, con un tono que mezclaba respeto y realismo:
—Harry, Dumbledore es Dumbledore. Se dice que fue el único mago al que el que no debe ser nombrado temía. Si alguien podía permitirse ciertas libertades, era él. Pero fíjate bien… los demás adultos no lo hacen. Voldemort no solo utilizo el Tabú para encontrar a sus enemigos, lo hizo para que las personas le temieran, y lo consiguió, su nombre se volvió sinónimo de muerte.
El color en el rostro de Harry variaba un poco entre el rosa intenso y la pérdida de este, adoptando un tono pálido.
—Harry, no digo que seas egoísta, pero muchas familias desaparecieron, muchos de tus compañeros perdieron familiares en la guerra, cuando tú dices Voldemort ante otros, no solo es un desafío a los seguidores de Voldemort que siguen libres, también revives recuerdos dolorosos en quienes como tu fueron afectados por el, no digo que le temas y tampoco que dejes de llamarlo por su nombre si así lo quieres, pero debes de respetar el dolor de quienes te rodean.
Harry asintió despacio, sintiendo la magnitud del miedo que había dominado al mundo mágico durante años. Por primera vez, comprendía el silencio, el temblor en las voces, la insistencia en “el que no debe ser nombrado” o “quien tú sabes”. No era solo temor; era terror fundado en una magia diseñada para cazar y matar.
Se quedó mirando sus propias manos, luchando contra una mezcla de vergüenza y miedo, mientras Nicholas lo observaba en silencio, dándole tiempo para asimilar la verdad, pero entonces la duda surgió.
—Has mencionado “La marca tenebrosa”, ¿Qué es?
Nicholas bajó la mirada por un instante, debatiéndose entre lo que debía decir y lo que quería callar. Luego, respiró hondo, pensando en que después de todo Harry se enteraría el próximo verano.
—La Marca Tenebrosa —dijo, pronunciando las palabras con el mismo tono resignado que sentía— es un símbolo. Un emblema mágico que los mortífagos dejaban en el cielo, flotando sobre los lugares donde habían cometido atrocidades.
Harry abrió los ojos con asombro, casi con horror.
—¿Un símbolo… en el cielo?
Nicholas asintió lentamente.
—Bueno, dicen que es la misma marca que utilizaba el que no debe ser nombrado en sus seguidores. Pero el hecho es que verla era saber que alguien había muerto… o que alguien sufriría pronto. Era una calavera verde esmeralda, con una serpiente saliendo de su boca. La proyectaban con sus varitas, como una firma. Una advertencia. Un mensaje de terror.
Hizo una pausa, midiendo el efecto que sus palabras tenían en Harry.
—Era su sello —continuó con seriedad—. Pero también era una forma de marcar territorio. Como una gangrena mágica extendiéndose por el país. Algunos magos no podían ni verla sin empezar a temblar.
Harry tragó saliva con dificultad.
—Imagina que estas trabajando o fuera de casa y cuando vuelves, en el cielo sobre tu casa esta brillando aquella marca, y sabes lo que encontraras o lo que no. De ahí tanto temor, dejo una huella profunda en la Historia de Gran Bretaña.
—¿Y por qué no se enseña esto? ¿Por qué no nos lo dicen en Historia de la Magia?
Nicholas sonrió sin humor.
—Además del hecho de que tenemos un profesor de historia de la magia que creo que murió hace algunos siglos. Esta el hecho de que hablar de esto sería reconocer que el miedo no desapareció. Y en este mundo, Harry, a veces es más fácil fingir que todo está bien que enseñar a los jóvenes cómo fue realmente la oscuridad.
El silencio cayó otra vez entre ellos. Esta vez más denso. Más íntimo.
Harry parecía más pequeño de lo que Nicholas recordaba, más pequeño de lo que ya su estatura y peso mostraban físicamente. Como si la historia que cargaba lo aplastara poco a poco.
—¿Tú… la haz visto alguna vez? —preguntó de pronto, sin pensarlo mucho.
Nicholas dudó un segundo. Luego asintió con la cabeza, pero sus ojos no coincidieron del todo con ese gesto.
—No directamente, claro —mintió con tono neutral—. En algunos periódicos de esos años.
Entonces se inclinó un poco hacia Harry, con el rostro más serio que nunca.
—Por eso, Harry… cada vez que digas su nombre, hazlo sabiendo lo que significa. No solo para ti, sino para todos los que estuvieron allí. No es cobardía evitarlo. Simplemente consideración por los demás.
Harry, con los labios apretados, asintió otra vez. No respondió. Solo bajó la mirada al suelo, ahora, más consciente que nunca, que había mucho del mundo mágico que aún desconocía, más de lo que esperaba.
En ese momento, Harry supo que, después de esa charla, nada volvería a ser igual cada vez que escuchara —o evitara— aquel nombre prohibido.
Por un instante, el silencio en la pequeña sala se volvió absoluto, apenas perturbado por el lejano crujir de las tuberías del castillo. Harry tenía la mirada baja, fija en sus manos abiertas sobre las rodillas, los dedos crispados. El significado de las palabras de Nicholas tardó en asentarse, como si la revelación necesitara atravesar cada capa de incredulidad y costumbre.
—Yo… —intentó, deteniéndose para encontrar palabras que no fueran puro remordimiento—. Yo siempre lo dije. Pensaba que… como había dicho el director, no tenía sentido tenerle miedo al nombre. Que, si le temías al nombre, era darle poder a aquel hombre. Pero… ¿y si alguna vez…? —Harry enmudeció, temblando ante la idea de que, por su culpa, otros hubieran podido correr peligro, después de todo sabía que Voldemort aún estaba ahí afuera, los dos últimos años lo demostraban, no todos eran conscientes de ello, y los estudiantes de la escuela solo conocían sus aventuras de manera parcial.
Nicholas lo observó con comprensión, y en su mirada no había juicio, solo una aceptación silenciosa de lo difícil que era cargar con una verdad así, pero debía de mantener su fachada, el, cómo la mayoría de la población mágica no sabía que Voldemort realmente seguía vivo.
—No lo sabías, Harry. Nadie te lo explicó. Y tampoco deberías culparte por ello, después de todo ya está muerto, solo debes de tener cuidado, recuerda que es por respeto a quienes te rodean.
Harry asintió, la inquietud seguía reflejada en su rostro. Miró de reojo la varita de Nicholas, aún sobre su regazo, y luego el espacio vacío entre ambos.
Su voz vacilo, por un momento, con la idea de contar a Nicholas de sus dos encuentros con los fantasmas de Voldemort, pero no pudo hacerlo, y simplemente dijo:
—Supongo que… tengo mucho que aprender todavía… —su voz se apagó, como si se diera cuenta de cuántas cosas había ignorado hasta ese momento.
Nicholas sonrió levemente, como si quisiera tranquilizarlo sin restar importancia a lo que sentía.
—Todos tenemos mucho que aprender, Harry —dijo en voz baja.
A pesar de los descubrimientos de Harry, su mirada empezaba a adoptar decisión, y esto era suficiente para Nicholas, con suerte, Harry recordaría esto cuando fuera el momento, y no volvería a cometer los mismos errores.
El silencio que siguió era distinto a cualquier otro que Harry hubiera vivido, ni siquiera con sus amigos. No era incómodo ni tenso; era una pausa necesaria, como el momento en que uno se detiene para respirar antes de saltar a lo desconocido. Harry se quedó observando sus manos un largo rato, y Nicholas, atento, le concedió ese espacio sin apurar ni romper la calma.
Harry se levantó despacio, sin una palabra, y caminó hacia la pequeña ventana del despacho. Apoyó la frente en el frío cristal y, por un momento, pareció perderse en el paisaje grisáceo del atardecer, en los techos irregulares de Hogwarts y la lejanía del lago.
Nicholas lo observaba en silencio.
Por primera vez, Harry sentía que no estaba solo frente al misterio del mundo mágico. Sentía —con una mezcla de alivio y asombro— que alguien le estaba hablando sin condescendencia, sin rodeos, ni secretos de adultos. Con más detalles de los que sus amigos disponían.
Se sentía fascinado con la naturalidad con la que Nicholas había respondido sus preguntas y le había dado detalles, como si no temiera desvelar nada, como si la verdad, por difícil que fuera, siempre fuera preferible al vacío de las medias palabras. Era refrescante, casi adictivo, descubrir detalles que nadie más se había molestado en explicarle.
A su alrededor, los adultos evitaban siempre las conversaciones incómodas, y sus compañeros solían estar tan perdidos como él. Con Nicholas, en cambio, sentía que podía preguntar cualquier cosa, y que recibiría una respuesta honesta, aunque no fuera la que esperaba.
El deseo de contarle a Nicholas lo que él mismo había vivido —el encuentro con la sombra Voldemort que poseía el cuerpo de Quirrell en primer año, el diario de Tom Riddle el año anterior— cruzó varias veces por su mente. Quería hablar de ello, compartirlo por fin con alguien más que sus dos amigos y el director, saber lo que pensaba alguien al respecto. Pero algo lo frenaba: el miedo a que Nicholas no le creyera, o, peor aún, que pensara que estaba buscando atención. Algo de lo que le acusaban constantemente.
Una parte de él temía romper esa nueva complicidad, ese lazo de confianza tan raro y valioso.
Quizá, pensó, lo mejor sería guardarse esas historias un poco más, compartirlas después, cuando Ron y Hermione pudieran estar presentes. Sabía que con sus amigos a su lado sería más fácil, más seguro. Pero no podía negar que, en ese momento, le habría gustado decirlo todo.
Nicholas le parecía —de una manera difícil de explicar— más confiable que la mayoría de los adultos que conocía. Había algo en su sinceridad, en su forma de mirar directo a los ojos y en la paciencia con la que lo escuchaba, que hacía que Harry quisiera confiar en él, aunque su instinto de cautela lo detuviera.
Por eso, cuando se volvió a sentar cerca de Nicholas, Harry lo hizo no solo para retomar la conversación, sino también para sentir la seguridad de no estar solo con sus preguntas.
Nicholas reconocía en Harry esa expresión: la de alguien que intenta ordenar un caos de pensamientos nuevos y viejos, dolorosos y liberadores. Nicholas lo comprendía.
Harry permaneció un instante así, con la respiración lenta y la espalda recta. Parecía a punto de hablar, pero solo murmuró algo ininteligible mientras se volvía a poner cómodo en el sillón, algo más cerca de Nicholas, como si buscar la cercanía lo ayudara a retomar el hilo.
Nicholas no preguntó nada, simplemente esperó, dándole margen para decidir cómo y cuándo volver al tema.
Harry le dedicó una mirada rápida y, por primera vez, se permitió sonreír levemente, como quien agradece sin palabras la paciencia del otro.
—¿Listo? —sugirió Nicholas al fin, con voz suave, sin presionar.
Harry negó, luego, rápidamente asintió, mordiéndose el labio inferior. Dudó un segundo, como si ordenara mentalmente sus prioridades, y luego formuló la pregunta que llevaba tiempo flotando en el aire:
—¿Sabes de qué hablaba Draco? —La voz de Harry sonaba más insegura de lo habitual, cargada de una mezcla de curiosidad y aprensión—. ¿Por qué decía que yo, más que nadie, querría venganza?
Nicholas vaciló.
Había esperado esa pregunta. Y, en cierto modo, estaba dispuesto a ofrecerle una respuesta. Pero no era simple. Revelar demasiado era peligroso: para la estabilidad de los eventos por venir, y para sí mismo. Si el viejo llegaba a escarbar en la mente de Harry y encontraba rastros de esta conversación, sabría a quién buscar.
Se levantó con calma y comenzó a pasearse por el despacho, midiendo sus opciones. Harry lo observaba en silencio, expectante.
Finalmente, Nicholas se detuvo detrás del espaldar de su silla. Apoyó las manos sobre el respaldo y, con tono serio, lo miró fijamente.
—Esto que voy a decir —advirtió— no puedes contárselo a nadie. Ni a Ron, ni a Hermione. A nadie.
La reacción de Harry fue inmediata. Se tensó, incómodo, frunciendo el ceño. Para él, compartir las cargas con sus amigos parecía algo natural, casi reflejo. Y para Nicholas, eso era justo lo que lo inquietaba.
Compartir un secreto con una persona era riesgoso. Con tres, dejaba de ser un secreto y para el pesar de Nicholas, para el quinto libro había empezado a cuestionar la lealtad de los amigos de Harry, pero por el momento no era algo que le preocupara.
—No te estoy pidiendo que les mientas, ni que me jures mágicamente, te pido que lo mantengas en secreto hasta que tú mismo lo confirmes por otros medios… —Nicholas sentía un poco de culpa por cómo iba a abordar la historia, pero era la única manera de brindar suficiente verdad sin verse en peligro por saber más de lo que debería—. Te voy a contar lo que se dice. Harry, ¿me lo prometes?
Harry parecía medir lo que Nicholas acababa de decir, pero para infortunio de Nicholas, Harry había optado por no conformarse, y aunque para Nicholas esta era una actitud que Harry debería de mantener, en ese preciso momento no le era conveniente.
—¿Por qué no podría decirles si se trata de solo rumores? ¿Por qué…
—Harry. —le detuvo Nicholas— tómalo o déjalo.
El ultimátum se reflejó en molestia en el rostro de Harry. Y a regañadientes asintió.
—¿Me lo prometes?
—Lo prometo.
—Harry, ¿qué tanto sabes sobre la noche en que asesinaron a tus padres? —preguntó Nicholas, tratando de abordar el tema de forma cronológica, pero también procurando sonar amable.
La mirada de Harry vaciló un par de veces. No respondió. Para Nicholas, eso era confirmación suficiente: la ignorancia que reflejaban los libros era, lamentablemente, real.
—Está bien —dijo para tranquilizarlo, con voz suave—. Es bien sabido que tus padres eran leales a la causa de la luz, combatientes activos en la guerra. Cuando naciste, el mundo mágico ya estaba bastante jodido —Nicholas negó con la cabeza y soltó un resoplido, mezcla de indignación y tristeza—. Y después empeoró. Se dice que tus padres se escondieron…
La expresión de Harry se tensó ante esa afirmación, consternado. Nicholas se tomó unos segundos antes de continuar, sentándose otra vez frente a él.
—Lo cual es perfectamente razonable, si lo piensas. Eran parte de una guerra, y tenían un hijo pequeño al que proteger. —Esa aclaración pareció calmar un poco el rostro de Harry—. Pero luego… El que no debe ser nombrado los puso en la mira. Y aquí es donde la historia se complica.
Nicholas tomó aire.
—Dicen que Sirius Black, era muy cercano a tus padres -lo suficientemente cercano como para conocer su paradero exacto-, dicen que fue el quien reveló esa ubicación al que no debe ser nombrado.
Harry se puso de pie de un salto, con la mirada inundada de lágrimas. Por un instante pareció debatirse entre sentarse y seguir escuchando, o salir corriendo de ahí.
Nicholas se adelantó. Tomó con suavidad sus manos para atraer su atención.
—Siéntate —le pidió en un susurro.
Lo miró con la misma amabilidad que se dedica a alguien que acaba de despertar en medio de una pesadilla. Harry, tembloroso, asintió. Volvió a sentarse, se soltó del agarre y se limpió las nacientes lágrimas con torpeza.
Nicholas le dio un momento. Observó en silencio, sorprendido por la reacción de Harry… y preguntándose si tal vez los profesores habían sido demasiado fríos en el canon. Harry era más sensible de lo que había imaginado.
—Harry… debes saber que todo esto son solo rumores. La verdad de lo que pasó esa noche sigue siendo un misterio.
—Pero lo atraparon —dijo Harry, con un leve temblor en la voz.
—Sí… pero las circunstancias fueron escandalosas —respondió Nicholas, con gravedad.
—¿A qué te refieres? —preguntó Harry, más sereno, dispuesto a escuchar.
—A que, según se dice, otro hombre cercano a tus padres confrontó a Black en plena calle, en el Londres muggle. Hubo un duelo. Murieron varios muggles. Cuando los Aurores llegaron, el otro hombre había desaparecido… dicen que literalmente desapareció. Solo encontraron un dedo. —Nicholas bajó un poco la voz—. Y Black, bueno, Black parecía estar loco.
Harry tragó saliva.
—¿Pero entonces… por qué dices que nadie sabe lo que pasó? ¡Lo atraparon! —insistió Harry.
—Lo atraparon, sí. Pero nunca hubo juicio, Harry. Lo enviaron directo a Azkaban. Al parecer, los Aurores interrogaron a los muggles que estaban cerca cuando empezó el duelo, todos coincidieron en haber escuchado al otro hombre decir que, Black los había traicionado, y al parecer eso fue prueba suficiente, al siguiente día Black ya estaba en prisión.
Harry se quedó en silencio, con los ojos muy abiertos.
Nicholas sabía que la semilla de la duda ya estaba plantada.
—Harry no quiero que lo tomes personal, tu creciste al igual que yo en el mundo Muggle, para el sistema de justicia Muggle hace falta más que unos pocos testimonios para condenar a alguien.
Harry apretó los puños sobre las rodillas.
—Pero si fue él quien los traicionó… si fue él quien le dijo a Voldemort dónde estaban mis padres…
—Entonces debería haber un juicio que lo confirmara, ¿no crees? —Nicholas lo miró de reojo—. O al menos un expediente público con pruebas, testigos, declaraciones formales… algo.
El silencio que se hizo fue espeso, tenso. El tipo de silencio que no viene de la falta de palabras, sino de un cerebro trabajando a toda velocidad.
—¿Y nadie dijo nada? —susurró Harry, como si apenas se atreviera a preguntarlo—. ¿Nadie intentó… averiguar?
—Sirius Black venía de una de las familias más oscuras del país, Harry. Públicamente partidarios del que no debe ser nombrado —Nicholas apoyó los codos sobre los brazos del sillón—. Y había sido amigo de tus padres. A mi parecer sus lazos familiares fueron una explicación de su actuar. Él era perfecto. Conveniente. Culpable desde el primer minuto. ¿Quién iba a cuestionarlo?
Harry negó con la cabeza, lentamente.
Nicholas entonces se inclinó apenas hacia él, con una expresión más grave.
—¿Nunca te preguntaste por qué fue tan fácil encontrarlo? ¿Por qué no huyó, como haría un verdadero mortífago?
Harry lo miró, desconcertado.
—Tú eres el niño que sobrevivió —continuó Nicholas—. ¿No crees que, si él fuera verdaderamente el responsable de la caída de Voldemort, los seguidores que quedaban no lo habrían buscado? ¿Buscado para vengarse o saber la razón de la desaparición de su amo?
Harry tragó saliva otra vez, pero esta vez no dijo nada.
Nicholas sabía que era suficiente por ahora. Empujarlo demasiado podría ser contraproducente. Lo miró con una pequeña sonrisa amable.
—No estoy diciendo que sea inocente —dijo por fin, en voz más baja—. Solo que... no todo encaja tan bien como debería y como ya te lo he dicho, a falta de un juicio real todo queda sobre suposiciones.
Y entonces, como si sintiera que la conversación debía terminar allí, Nicholas se puso de pie y estiró los brazos.
—Ya es tarde —dijo mirando la ventana en el pequeño despacho.
Nicholas levanto la muñeca izquierda en busca de la hora, para darse cuenta de que no tenía puesto el reloj.
—Mira que tarde es —dijo tratando de sonar gracioso.
Harry soltó una breve carcajada, sin alegría, pero fue suficiente para romper la tensión.
---
Salieron del pequeño despacho en silencio. El aire en el pasillo era más frío de lo que Harry recordaba, aunque tal vez era solo la tensión que aún llevaba encima.
Miró a un lado y al otro del corredor, confundido.
—¿Dónde estamos exactamente?
Nicholas también miró a su alrededor, con la misma expresión de ligera desorientación.
—No lo sé —admitió, con un encogimiento de hombros—. Al parecer, encontrar un lugar privado sin retratos chismosos en este castillo no es fácil —añadió en un susurro, casi como una confidencia.
Harry sonrió un poco, aunque la sonrisa no le llegó a los ojos.
Lo observó entonces acercarse a un retrato lúgubre de una bruja encorvada, dormitando junto a un caldero humeante. Nicholas sacó la varita con delicadeza, y dio un par de toques suaves sobre el lienzo.
—Disculpe, madame.
La bruja dio un respingo y se incorporó con brusquedad, alisándose la falda con manos temblorosas.
—¡Merlín bendito! —exclamó—. ¿Qué hora es? ¿Quién me interrumpe?
—Lamento interrumpir su descanso —dijo Nicholas, con una voz amable, tan educada que casi parecía parte de otra época—. Nos hemos perdido. ¿Podría indicarnos hacia dónde está el Gran Comedor?
La bruja lo miró con cierto recelo, pero pareció suavizarse ante la cortesía.
—Bajen por esas escaleras, tuerzan a la izquierda y sigan hasta ver las armaduras. Luego giren a la derecha. No tiene pierde.
—Muchísimas gracias —dijo Nicholas, inclinando levemente la cabeza. La bruja asintió, ya volviendo a su asiento, murmurando algo sobre estudiantes noctámbulos y jóvenes sin rumbo.
Harry observó en silencio, y de pronto comprendió.
Entendió por qué Nicholas había tardado tanto en elegir el lugar que usarían. Giró lentamente para mirar el interior del despacho del que acababan de salir. Empujó apenas la puerta entornada y asomó la cabeza.
No había retratos. Ni pinturas. Ni armaduras, ni espejos encantados. Solo piedra, madera, y una chimenea apagada.
Nicholas había buscado privacidad. Había planeado esa conversación cuidadosamente. Y eso le hizo pensar que lo que le había contado no era solo un rumor al azar… era algo importante. Delicado. Tal vez incluso peligroso.
Se volvió a mirarlo.
Nicholas lo esperaba junto a las escaleras, con una expresión neutra, pero en sus ojos había una calma que no era indiferencia, sino una paciencia casi reconfortante. Lejos del ajetreo y velocidad que rodeaba a sus amigos.
Harry caminó hasta él sin decir nada. Aún tenía un nudo en el estómago. No sabía bien qué pensar, ni cómo debía sentirse. Lo único claro era que, después de lo que acababa de oír, su mundo se había agrietado un poco más.
Bajaron las escaleras en silencio. Solo sus pasos resonaban en las piedras frías del castillo. Por primera vez en mucho tiempo, Harry no tenía ganas de hablar. Y Nicholas, como si lo supiera, no lo obligó a hacerlo.
Harry caminaba junto a Nicholas, adaptándose a su ritmo pausado. A pesar de que Nicholas había dicho que era tarde, ninguno de los dos parecía tener prisa.
Harry iba absorto, procesando lo que acababa de descubrir. No solo sobre el mundo mágico, sino sobre él mismo… y sobre Black.
Su conversación con Nicholas había sido más esclarecedora que dos años enteros en Hogwarts.
Sabía que le decían El niño que vivió, que había sobrevivido a la maldición asesina… Pero nunca lo había considerado un logro propio. No era algo que hubiera hecho conscientemente, no había tomado una decisión valiente ni lanzado un hechizo poderoso. Solo había sobrevivido gracias al sacrificio de su madre, del amor de ella por su hijo. Era ella a quien se debía de reconocer.
Y, hasta ahora, no conocía realmente la historia detrás del ataque a su familia.
Alzó la mirada y reconoció los pasillos. Pronto llegarían al Gran Comedor. El silencio entre ambos era cómodo, denso, casi sagrado. Nicholas seguía caminando a su lado, con el ceño levemente fruncido, como si también estuviera repasando mentalmente todo lo que habían dicho.
Harry observó su perfil con atención.
Había tratado muy poco con él, pero había algo distinto en Nicholas. Algo que no podía explicar del todo.
Siempre se había quejado de que los demás parecían saber más de él que él mismo. Pero… ¿no era él mismo responsable, al menos en parte, de eso?
Nunca se había tomado la molestia de indagar a fondo sobre su familia. Tal vez porque estaban muertos. Tal vez porque nadie se lo había ofrecido.
Pero ahora lo sabía: no bastaba con sobrevivir. Había cosas que debía saber, cosas que merecía entender.
Y Nicholas, de alguna forma, acababa de abrir una puerta que Harry no sabía que llevaba tanto tiempo cerrada.
Cuando llegaron frente a las puertas del Gran Comedor, Harry alzó la vista y notó que aún había estudiantes sentados, dispersos entre las largas mesas. Algunos conversaban en voz baja, otros cabeceaban sobre tazas humeantes. Pero la comida ya había sido retirada.
Nicholas echó un vistazo al lugar y frunció ligeramente el ceño.
—No pensé que fuera tan tarde... —murmuró, casi para sí—. Yo tengo hambre, ¿tú tienes hambre?
Harry, algo sorprendido por la pregunta directa, asintió.
—Sí... creo que sí.
—Entonces vamos a las cocinas.
Antes de que Harry pudiera siquiera preguntar cómo pensaba llegar, Nicholas miró discretamente a ambos lados, luego sujetó su muñeca con firmeza y comenzó a tirar de él con decisión.
La reacción instintiva de Harry fue tensarse… pero no se apartó. En cambio, se dejó guiar.
Era extraño. No solía permitir que lo tocaran así de fácil. Pero Nicholas no parecía estar consciente del gesto, como si fuera lo más natural del mundo.
Descendieron escaleras en silencio, bajando más allá de los niveles que Harry solía frecuentar, cruzando pasillos iluminados solo por antorchas tenues. Mientras tanto, su mente seguía anclada en la conversación anterior.
No hubo juicio.
Eso lo inquietaba más de lo que quería admitir. Aún si Sirius Black era culpable, ¿por qué nadie había hecho el esfuerzo de probarlo? ¿Por qué todos lo daban por hecho?
Nicholas había sembrado esa duda con una mezcla desconcertante de información y franqueza. Harry comenzaba a sospechar que el chico sabía mucho más de lo que decía… pero en vez de parecer amenazante, resultaba reconfortante. Como si, por primera vez, alguien estuviera dispuesto a hablarle con claridad.
Y, sin embargo, Black había escapado.
¿Por qué? ¿Acaso lo hacía por culpa, por miedo, venganza… o por algo más?
Lo que más desconcertaba a Harry era la afirmación de Nicholas de que nadie sabía realmente lo que había pasado.
Entonces, ¿por qué venía a Hogwarts? ¿Qué quería? ¿No era eso prueba suficiente de que en realidad no era bueno y quería terminar lo que había empezado?
Unas escaleras más abajo, Harry notó que aún tenía la muñeca rodeada por los dedos de Nicholas, cálidos, firmes. Él no parecía tener prisa en soltarlo, ni consciente de que lo estaba haciendo.
Y por primera vez en semanas, Harry no se sentía solo con sus preguntas.
—¿No crees que el hecho de que Black se dirigiera a Hogwarts es una confirmación de su culpabilidad? —preguntó Harry en voz alta. Su voz resonó en el pasillo, más firme de lo que se sentía por dentro—. Dicen que lo vieron cerca.
Nicholas se detuvo en seco. Sujetaba la muñeca de Harry de manera inconsciente.
Vaciló.
No porque no supiera qué decir, sino porque entendía que la forma en que respondiera lo cambiaría todo.
—Puede ser —murmuró al fin—. Pero… ¿por qué hacerlo ahora?
Se giró hacia él, despacio. La antorcha más cercana lanzaba sombras largas sobre su rostro.
—¿A qué te refieres? Quizás hasta ahora descubrió la forma de escapar.
—Puede ser —dijo Nicholas pensativo—. pero eso haría surgir un montón de dudas y contradicciones… si era tan poderoso y oscuro como dicen, tanto como para escapar de Azcaban ¿No hubiera sido más fácil hacerlo antes? Cuando aún tenía más poder y no tras años conviviendo con dementores diezmándolo. ¿no habría sido más fácil entonces?
Harry nuevamente quedo pensativo ante aquella declaración.
—Pero volviendo a la pregunta, ¿por qué hacerlo ahora? Harry, eres famoso —añadió, sin suavizar el término.
Harry frunció el ceño y desvió la mirada. Hizo una mueca que no intentó disimular.
Nicholas sonrió ante el gesto, se inclinó un poco hacia él.
—Todos saben quién eres, cuántos años tienes. No hace falta ser un genio para contar con los dedos y saber cuándo empezarías Hogwarts.
Hubo una pausa densa.
—Si Black planeaba matarte, podía haberse preparado desde antes. Desde que estabas en casa, solo, sin magia, sin defensa. Esperar a tu tercer año en la escuela… no tiene sentido. No si lo único que quiere es verte muerto.
Los ojos de Harry lo buscaron, con una mezcla de duda, miedo… y algo más difícil de nombrar.
Nicholas sostuvo su mirada, firme.
Nicholas observó el rostro de Harry, intentando seguir el rastro de sus pensamientos en cada gesto, cada sombra en su expresión. Entonces lo recordó.
Recordó cuánto lo había afectado, en el canon, enterarse de la supuesta traición de Sirius. Lo había atormentado. Lo había hecho llorar. Y no una vez, sino muchas. Pero a consideración de Nicholas aquello se debía a como se había enterado y de la información que había escuchado.
Por ello había un detalle que él había decidido omitir de manera intencional —algo que no era un simple detalle—. James y Sirius no eran solo amigos. Eran como hermanos. Sirius había sido el padrino de bodas de James. Era el padrino de Harry. Su familia.
Y, aun así, Nicholas había elegido despersonalizar esa relación. Había hablado de Black solo como un cercano a los Potter. Un conocido. Nada más.
Porque era más fácil así.
Porque si le daba un rostro humano al traidor... Harry no dormiría.
Nicholas tragó saliva. No soltó su muñeca. No apartó la mirada.
—Harry... —dijo en voz baja, con una seriedad contenida—. No quiero que te atormentes pensando en Black. Nadie —hizo énfasis en la palabra— sabe lo que realmente hay en la cabeza de ese hombre.
Guardó silencio un segundo.
—Sus motivaciones... son solo suposiciones. Hasta donde sabemos.
Harry asintió con la cabeza. No dijo nada.
Pero sus pensamientos no se detenían.
El pasillo quedó en silencio por un instante. Apenas el eco de su propia respiración, y ese zumbido sordo que deja la duda cuando se instala detrás de los ojos.
Nicholas sostuvo su mirada un segundo más, como si pudiera absorber parte de esa carga con solo permanecer allí. Luego, con un movimiento medido, dio media vuelta y retomó la marcha, tirando suavemente de la muñeca de Harry sin darse cuenta.
Harry lo siguió.
Chapter 14: Capítulo 14.
Chapter Text
El sol de septiembre todavía calentaba los muros de piedra del castillo, aunque en los pasillos ya se sentía un aire fresco que anunciaba el cambio de estación. Harry caminaba despacio por el corredor que conducía a la torre de Gryffindor, la mochila colgándole floja del hombro. Habían pasado solo unos días desde aquella conversación con Nicholas y, aun así, lo que habían compartido continuaba ocupando su mente como si hubiese ocurrido apenas esa mañana.
Fiel a su palabra, Harry había guardado silencio. Cuando Ron y Hermione lo acorralaron a la mañana siguiente con preguntas insistentes, solo accedió a contar parte de lo que había hablado con Nicholas. Lo suficiente para calmar su curiosidad, pero no tanto como para revelar el peso de todo lo demás.
Hermione, fascinada, había tomado la información como un nuevo proyecto personal: aseguró que buscaría tiempo en su apretado horario para indagar más sobre la cultura mágica y la guerra pasada. Ron, en cambio, había escuchado en silencio, los brazos cruzados y el ceño fruncido. Aunque parecía haber comprendido lo que Harry explicó sobre los mortífagos y las familias de sangre pura, mantenía sus reservas respecto a Nicholas. Solo el hecho de que compartiera la misma casa que ellos parecía tranquilizarlo.
Harry, sin embargo, se descubría cada noche repasando aquella conversación en su cabeza. Nicholas le había hablado con una seriedad que aún lo sorprendía. Le había contado lo que significaba realmente pertenecer a una familia antigua, los vínculos entre mortífagos y linajes, y la sombra de la guerra que aún pesaba sobre todos.
Y también estaba Black. Sirius Black.
Harry apretó los puños dentro de los bolsillos de su túnica mientras subía las escaleras en espiral. Había intentado convencerse de que lo que Nicholas le dijo sobre él —que las motivaciones del fugitivo eran un misterio— debía bastar para no obsesionarse. Y, en parte, lo había logrado: no podía hacer nada respecto a Black, no todavía.
Pero había algo de lo que sí podía ocuparse.
Esa idea había empezado como un murmullo en el fondo de su cabeza y ahora resonaba con fuerza: su familia.
Nicholas había despertado en él una curiosidad que no recordaba haber sentido antes. Si Black seguía siendo un enigma, entonces la historia de sus padres era el único terreno firme que podía explorar. Sabía tan poco sobre ellos más allá de lo que recordaba Hagrid, Dumbledore o algún comentario suelto de los profesores. Apenas anécdotas, retazos de recuerdos ajenos.
Al llegar al retrato de la Dama Gorda, Harry se detuvo un instante. Imaginó que quizá en la biblioteca habría registros, viejos tomos con nombres de familias mágicas, historias que tal vez incluyeran a los Potter. O tal vez Hermione sabría por dónde empezar.
Lo cierto era que, por primera vez en mucho tiempo, sentía que podía tomar una decisión por sí mismo. No se trataba de Black, ni de Voldemort, ni de oscuros presagios que parecían rodearlo a cada paso. Era sobre él. Sobre descubrir quiénes habían sido sus padres más allá de las sombras de la guerra.
Harry entró a la sala común, que a esa hora estaba tranquila; apenas un par de estudiantes de segundo curso jugaban ajedrez cerca del fuego. Ron se había quedado atrás con Seamus, atrapado en una conversación sobre la última jugada de Quidditch, así que Harry subió solo.
Justo cuando iba a dejar la mochila en una mesa vacía, escuchó pasos en las escaleras del dormitorio de las chicas. Hermione apareció, con varios pergaminos bajo el brazo y expresión de concentración. Al verlo, su rostro se suavizó y le regaló una sonrisa cansada.
—Hola, Harry.
—Hola —respondió él, tomando asiento en una mesa cercana. Ella lo siguió, y ambos extendieron sus materiales como si fueran a ponerse de inmediato con los deberes.
Pero antes de que pudiera abrir su tintero, Harry soltó la pregunta que le había estado rondando desde hacía días.
—Hermione… si quisiera buscar información sobre los Potter, ¿por dónde debería empezar?
La pluma que Hermione sostenía se le resbaló de entre los dedos y cayó sobre el pergamino con un pequeño manchón de tinta. Lo miró boquiabierta.
—¿En serio? ¿Quieres hacerlo? —preguntó, inclinándose hacia él con los ojos brillantes.
Harry asintió, algo cohibido por la intensidad de su reacción.
—Me parece increíble que quieras hacerlo —dijo ella en un susurro emocionado, como si fuese un secreto demasiado grande para compartirlo en voz alta.
Él bajó la mirada a la mesa, inseguro.
—No sé cuánto pueda encontrar… pero quiero intentarlo.
Hermione dejó a un lado sus pergaminos y apoyó ambos codos sobre la mesa.
—Está bien, escucha. Lo primero sería revisar los registros de familias mágicas. Hay volúmenes enteros sobre genealogías en la biblioteca, algunos incluso escritos por magos que rastrean linajes como pasatiempo. Seguramente los Potter aparecen.
—¿Y si no? —preguntó Harry en voz baja.
—Entonces podemos mirar en otros lados: los archivos de la guerra, los registros de nacimiento, incluso periódicos viejos —Hermione sonaba cada vez más emocionada—. Y, si me dejas ayudarte, podríamos organizarlo como un proyecto. Tú y yo podríamos buscar juntos después de clases.
Harry no pudo evitar sonreír, contagiado por su entusiasmo. Aquello que había comenzado como un pensamiento inseguro ahora parecía un plan real.
Los días siguientes pasaron entre libros polvorientos y mesas de la biblioteca. Harry y Hermione habían conseguido localizar apenas un par de menciones superficiales a la familia Potter: una referencia vaga en un tomo de genealogías y un artículo olvidado en El Profeta viejo. Nada de lo que realmente buscaban, nada que respondiera las preguntas que ardían en su pecho.
Una tarde, mientras repasaban sus notas en la sala común, Harry dejó escapar un suspiro cansado y dejó caer la cabeza contra el respaldo de la silla.
—Quizá no hay nada más que encontrar —murmuró, con la mirada fija en las llamas de la chimenea.
Hermione levantó la vista de su pergamino, el ceño fruncido.
—No digas eso, Harry. La historia de tu familia no puede limitarse a un par de líneas perdidas en un libro viejo. Tenemos que estar buscando en el lugar equivocado.
Ron, que estaba encorvado sobre una partida de ajedrez a medio terminar, bufó.
—No sé por qué lo hacen. Ya tenemos suficientes deberes ocupando las horas que teníamos libres.
Harry sabía que no lo decía con mala intención, pero, aun así, las palabras le pesaron. Ron no comprendía lo que era no tener una historia, no tener nada que atestiguara la existencia de quienes lo precedieron. Para Ron, con toda una familia ruidosa y extensa, eso era un problema imposible de imaginar.
Harry apretó los labios, en silencio. Lo había intentado, y el rastro parecía perderse demasiado rápido. Una parte de él se sentía tentada a rendirse, a dejarlo ir como tantas otras cosas que escapaban a su control. Pero otra parte, más persistente, se negaba a aceptar que todo lo que quedara de James y Lily Potter fueran anécdotas de segunda mano.
Hermione, como si pudiera leerle la mente, puso suavemente una mano sobre su brazo.
—No lo dejes, Harry. Te prometo que encontraremos algo más.
Harry asintió, sin mucha convicción, mientras sus ojos volvían a perderse en el fuego.
—Tal vez podríamos preguntar a alguien —comentó Hermione, esperanzada.
Pero la idea no prendió en él. Harry sentía que el cansancio lo envolvía como la misma llama que moría en la chimenea: cálida, pero consumiéndose en silencio.
Cuando esa semana salieron al patio para practicar transformaciones, la sensación de derrota todavía lo acompañaba.
El aire frío de la tarde se colaba entre las túnicas mientras practicaban. La hierba estaba húmeda y los bancos de piedra resultaban incómodos, pero, al menos, el sol todavía se mantenía alto. Nicholas observaba con curiosidad cómo Harry intentaba convertir un alfiler en una cerilla, frunciendo el ceño cada vez que el resultado se quedaba a medio camino.
—Esto no es lo mío —murmuró Harry, dejando el alfiler a un lado con un suspiro.
Nicholas sonrió de medio lado, dispuesto a hacer un comentario, pero notó que Harry parecía pensativo, casi distraído.
—No, si no te concentras. ¿Qué pasa? —preguntó, sacudiendo el pergamino con el que había estado tomando notas.
Harry vaciló antes de responder, como si hubiera estado acumulando las palabras varios días.
—He estado buscando… sobre mi familia. En la biblioteca.
Nicholas arqueó una ceja.
—Oh, en eso han estado ocupados. ¿Y?
—No mucho —admitió Harry, frustrado—. Apenas un par de menciones de los Potter en libros de Historia de la Magia y alguna referencia en Pociones, pero nada personal. Pregunté a la señora Pince, pero tampoco supo decirme más. Hermione me ayudó, pero ahora está demasiado ocupada con sus deberes.
Nicholas lo observó un momento en silencio, calibrando la seriedad en su mirada. Luego enrolló el pergamino que tenía en la mano y, sin previo aviso, le dio un golpecito en la cabeza.
—¡Oye! —protestó Harry, frotándose el pelo alborotado—. ¿Y eso por qué?
—Porque eres un despistado, Potter —respondió Nicholas, sin perder la compostura—. Si quieres respuestas de verdad, no vas a encontrarlas en los estantes de Hogwarts.
Harry frunció el ceño, intrigado.
—¿Entonces qué hago?
—Escríbele a Bathilda Bagshot.
—¿Quién? —preguntó Harry, confundido.
Nicholas lo miró como si acabara de preguntar quién era Dumbledore.
—La historiadora más reconocida de la época reciente. La mujer ha escrito casi todos los libros que usamos en clase de Historia de la Magia.
Los ojos de Harry se abrieron un poco más.
—¿En serio?
—Sí. Y lo interesante es que dicen que vive en el Valle de Godric.
Harry parpadeó, desconcertado.
—¿En…?
—Exacto, Harry. El mismo lugar donde vivieron tus padres —dijo Nicholas, con voz más suave ahora—. No lo sé, pero es posible que los haya conocido. Y, siendo historiadora, puede que tenga información sobre tu familia, cosas que los libros de Hogwarts nunca dirán. Aunque, sinceramente… siendo Harry Potter, cualquier historiador estaría encantado de ayudar al Niño que Vivió.
Harry se quedó callado, el corazón latiéndole con fuerza. Lo que había comenzado como un murmullo cansado se transformaba ahora en una posibilidad viva, casi tangible. Tal vez Hermione tenía razón al decir que no debía rendirse. Tal vez Nicholas también lo estaba empujando a mirar más allá de las paredes de Hogwarts.
Harry se quedó largo rato frente al pergamino en blanco. La pluma raspaba apenas cuando escribía unas pocas palabras, y terminaba tachándolas enseguida. No estaba acostumbrado a pedir favores, mucho menos a alguien que ni siquiera conocía. Pero la idea que Nicholas le había sembrado no lo dejaba tranquilo y, después de varios días de darle vueltas, al fin se decidió.
Sra. Bagshot:
Perdone que me presente de esta manera, soy Harry Potter, estudiante de Hogwarts. No sé si me recordará o si alguna vez oyó hablar de mi familia, pero me animé a escribirle porque me interesa conocer más sobre mis padres y sobre la historia de los Potter.
He intentado buscar información en la biblioteca de Hogwarts, pero no he encontrado mucho, apenas unas menciones generales. Me preguntaba si usted, como historiadora, podría orientarme o recomendarme algún lugar donde buscar, o tal vez contarme algo si conoció a mi familia.
Entiendo que debe estar ocupada, y le pido disculpas por escribirle sin aviso. Cualquier cosa que pueda decirme significaría mucho para mí.
Gracias de antemano.
Con respeto,
Harry J. Potter
Harry la releyó varias veces, sintiéndose un poco tonto, pero, al mismo tiempo, aliviado de haberla terminado. La dobló con cuidado y la ató con un cordel. Pensó en Hermione, siempre animándolo a no rendirse, y en Nicholas, que con una sola frase había abierto la puerta que él no se había atrevido a empujar. Sin ellos, seguramente habría abandonado la idea.
Un sábado por la mañana, con el aire frío de octubre mordiendo las manos, Harry subió los peldaños de piedra que llevaban a la lechucería. El sonido de alas, el olor de paja húmeda y la corriente helada que entraba por las ventanas abiertas lo envolvieron al entrar.
Hedwig lo esperaba en uno de los percheros altos, altiva como siempre. Al verla, Harry sonrió; al menos, con ella nunca tenía que explicar demasiado.
—Hola, chica —susurró, acariciando suavemente sus plumas blancas mientras le ataba la carta a la pata—. No sé si podrás encontrarla, pero puedes empezar en el Valle de Godric.
Hedwig picoteó con suavidad su dedo, como si entendiera más de lo que Harry decía, y después desplegó sus alas majestuosas. Con un batir firme, salió por la ventana circular y se perdió en el cielo gris de la mañana.
Harry la siguió con la vista hasta que desapareció entre las nubes. El estómago le dio un vuelco extraño: una mezcla de nervios y esperanza. Tal vez no recibiera respuesta, tal vez era un intento inútil… pero, por primera vez, sentía que estaba haciendo algo por acercarse a la historia de su familia. Y, mientras el cielo se cerraba sobre el punto blanco de Hedwig, Harry decidió que, pasara lo que pasara, no volvería a rendirse tan fácilmente.
Los días pasaron sin novedad. Hedwig no había regresado todavía, y Harry no podía evitar que la ansiedad le carcomiera en silencio. En cada comida lanzaba miradas furtivas al techo del Gran Comedor, esperando distinguir un punto blanco entre el enjambre de lechuzas. Nada.
La mañana de un lunes, mientras recogían sus cosas para clase, Hermione lo miró con atención.
—Harry, ¿te has rendido en la búsqueda? —preguntó en voz baja, con un dejo de reproche—. Estoy muy ocupada, pero aún puedo ayudarte.
Harry vaciló, apretando los labios antes de responder.
—No… no me he rendido. Solo estoy esperando.
Hermione frunció el ceño, claramente intrigada.
—¿Esperando qué?
Harry bajó la voz hasta casi un murmullo, como si temiera que alguien más escuchara.
—Le escribí a alguien. Una historiadora.
Los ojos de Hermione se iluminaron de inmediato.
—¿De verdad? ¡Harry, eso es fantástico! ¿A quién?
Harry dudó un instante, pero terminó por confiar.
—A Bathilda Bagshot. Nicholas fue quien me sugirió que lo hiciera.
Hermione parpadeó, sorprendida, y luego sonrió con genuino entusiasmo.
—Eso es… brillante. Si alguien sabe de tu familia, es ella.
El corazón de Harry dio un brinco, aunque se apresuró a ocultarlo detrás de un encogimiento de hombros.
—Si responde.
Hermione apoyó una mano firme en su brazo, con esa mezcla de determinación y calidez que solo ella parecía tener.
—Lo hará —afirmó, sin sombra de duda.
Por primera vez en días, Harry dejó que la esperanza le calentara el pecho. Y, aunque Hedwig aún no aparecía en el cielo, ya no se sentía tan solo en la espera.
El Gran Comedor estaba en pleno bullicio de desayuno cuando una ráfaga de alas irrumpió por las ventanas abiertas. Decenas de lechuzas descendieron en picada, dejando caer cartas y paquetes entre las mesas atestadas.
En medio del ajetreo, una figura blanca y elegante destacó como un rayo de luz. Hedwig se deslizó con gracia entre la nube de aves y se posó frente a Harry, estirando su pata con aire orgulloso.
—¡Hedwig! —exclamó Harry con sorpresa, alzando la mano para recoger la carta. Por un instante había olvidado que la había enviado días atrás.
Sacó la misiva y le ofreció a la lechuza un pedazo de tocino. Ella lo aceptó con un picoteo satisfecho, mientras Harry miraba el sobre. El nombre escrito con letra cuidada lo detuvo un momento.
Bathilda Bagshot.
El corazón le dio un vuelco.
—¿Quién es? —preguntó Ron, estirando el cuello para curiosear.
—¿De quién es esa carta? —añadió Hermione, inclinándose sobre la mesa con brillo expectante en los ojos.
Harry no respondió. Fingió no escucharlos y rompió el sello con manos temblorosas. El bullicio del comedor se desvaneció a su alrededor mientras se inclinaba sobre la mesa y empezaba a leer.
Querido Harry:
Espero que esta carta te encuentre bien. Admito que me ha sorprendido tu mensaje, pero también me ha conmovido. Sí, conocí a tus padres, aunque de manera breve. Los vi en algunas reuniones y, si la memoria no me falla, llegué a verte a ti siendo apenas un bebé.
Las circunstancias que siguieron fueron… complicadas, y lamento profundamente no haber tenido más contacto con ellos. Quiero expresarte mi más sentido pésame por tu pérdida, aunque sé que esas palabras pueden sonar pequeñas ante lo que viviste.
Entiendo tu deseo de conocer más sobre tu familia. Como historiadora, me comprometo a revisar fuentes y registros que quizá no estén disponibles en Hogwarts. Reuniré la información con el mayor cuidado y te la haré llegar cuando esté conforme con los resultados.
Mientras tanto, recibe un afectuoso saludo, con el sincero deseo de que encuentres en la historia un lazo que te acerque un poco más a quienes fuiste y a quienes te precedieron.
Con calidez,
Bathilda Bagshot
Harry bajó la carta con el pecho apretado. La mezcla de calidez y formalidad lo descolocaba: el pésame le incomodaba, pero la promesa de información lo llenaba de una esperanza que no sabía que necesitaba.
Ron y Hermione lo observaban con expectación, pero Harry no dijo nada. Guardó la carta con cuidado, como si fuese un objeto frágil.
Levantó la vista y sus ojos se encontraron con los de Nicholas, sentado un poco más allá en la mesa de Gryffindor. No hizo falta decir nada; el gesto de Harry, apenas un asentimiento acompañado de una chispa de agradecimiento en su mirada, fue suficiente.
La sala común estaba tranquila esa tarde; el fuego chisporroteaba en la chimenea y las ventanas dejaban pasar un resplandor dorado de septiembre tardío. Harry había guardado la carta de Bathilda con cuidado en su mochila, pero Hermione insistió en que la leyera de nuevo, ahora con Ron y Nicholas presentes.
Ron la escuchó con el ceño fruncido, apoyado en el respaldo de un sillón.
—Es raro —dijo al final—. No me malinterpretes, Harry, me alegra por ti… pero me extraña que Nicholas esté metido en todo esto. Pensaba que era más bien cosa tuya y de Hermione.
Harry dudó un instante antes de responder, pero Nicholas permanecía en silencio, observando la conversación con un dejo de serenidad.
—En realidad —dijo Harry al fin—, fue idea de Nicholas que le escribiera a Bathilda. Yo no lo habría pensado.
Ron parpadeó, sorprendido, y desvió la mirada hacia Nicholas, como si tratara de reevaluarlo. No dijo nada más, pero Harry notó cómo la tensión en su expresión se relajaba un poco.
Hermione, en cambio, apenas podía contenerse.
—¡Debes escribirle de nuevo agradeciéndole! —dijo con entusiasmo, inclinándose hacia Harry—. Es lo correcto. Y, además, si le muestras gratitud, quizá se sienta más inclinada a compartir más cosas contigo.
—Lo haré —dijo Harry, esbozando una sonrisa cansada. La sola idea de mantener correspondencia le parecía extraña, pero también emocionante.
Nicholas, sentado a un lado, se limitó a cruzarse de brazos y reclinarse contra el respaldo de la silla. No dijo una palabra, pero la curva satisfecha en sus labios lo delataba. Había algo en su mirada, un brillo discreto, como si ver a Harry tan entusiasmado fuera más que suficiente recompensa.
Harry lo notó y, por primera vez en mucho tiempo, se sintió acompañado en esa búsqueda que, hasta hacía poco, le parecía un peso solitario.
Chapter 15: Capítulo 15.
Chapter Text
El último rastro de calor estival había desaparecido de los pasillos de Hogwarts. El aire, antes tibio al caer la tarde, ahora soplaba con un filo suave pero insistente que anunciaba la llegada de octubre. Las túnicas se llevaban cerradas hasta el cuello, los estudiantes buscaban los bancos más cercanos a las chimeneas, y los ventanales empañados dejaban entrever un cielo cada vez más gris.
Eran los últimos días de septiembre, y con ellos llegaba también una rutina más asentada. Nicholas había comenzado a notar los cambios en su entorno: el crujido de las hojas secas bajo los zapatos, el murmullo apagado del castillo, incluso el olor a tinta y pergamino parecía intensificarse entre los muros de piedra que ahora parecían albergar más estudiantes en las salas. Y en medio de todo eso, la biblioteca se había vuelto su refugio habitual.
Nicholas se encontraba allí, inclinado sobre un pergamino mientras redactaba a regañadientes un ensayo para Historia de la Magia. Hacía ya varias semanas que se había rendido con el profesor Binns. Tras un par de clases luchando por mantenerse despierto durante las soporíferas conferencias sobre las guerras de los duendes, había decidido que era una pérdida de tiempo intentar seguir el ritmo del fantasma. Ahora usaba ese espacio para ponerse al día con otras asignaturas, o para avanzar en su plan personal de estudios de Defensa Contra las Artes Oscuras, un plan de estudios que había adaptado a partir de registros curriculares antiguos que había encontrado entre los estantes de la sección de referencias en la biblioteca.
Aunque no le encontraba valor práctico a la asignatura de Historia, no por eso dejaba de cumplir con los deberes. Leía lo justo del material asignado y redactaba ensayos que él mismo consideraba mediocres, a su parecer suficientemente buenos para salir de la obligación con un Aceptable y si Binns se sentía muy generoso con un Supera las expectativas.
La pluma en su mano titubeaba mientras su mente peleaba consigo misma. Pensaba en español, pero escribía en inglés. O viceversa. Bueno, escribía generalmente de manera coherente sin tener que esforzarse.
Tras un par de semanas, Nicholas se había percatado de que su mente funcionaba diferente a como lo recordaba de su vida pasada, o antes del despertar en la enfermería ahora casi un mes atrás, y en ocasiones, como en ese momento, en que trataba de concentrarse con fuerza, su mente empezaba a divagar pensando en ambos idiomas, confundiéndose a sí mismo.
A su parecer la magia que envolvía su nueva vida y mente era un poco voluble, o él mismo lo era, aun no lo determinaba.
"Los merlines establecieron el sistema de… de… ¿cómo se dice 'impuestos medievales' en inglés? ¿Tax something? Maldita sea, parece que mi cerebro quedo con bugs tras la actualización de idioma, al parecer el diccionario no se instaló."
Pensaba con tono cómico para sí mismo tratando de lidiar con el sentimiento de frustración, se llevó una mano a la cara. A pesar de la aparente normalidad con la que había absorbido el inglés, había momentos en que ciertas palabras simplemente no encajaban en su mente.
—Nicholas, ¿necesitas ayuda con la tarea? —preguntó Hermione al sentarse frente a él.
El chico dio un pequeño respingo, asustado por la repentina intervención.
¡Mierda!
Nicholas solo esperaba que su desesperación no se reflejara en su cara, algo que aparentemente su cuerpo de adolescente no dejaba de hacer.
—Ah… sí, claro —respondió automáticamente en inglés, aunque le sonó un poco forzado.
Hermione le echó una mirada, como si acabara de notar algo raro en su tono. Nicholas lo notó de inmediato y trató de cambiar de tema rápidamente.
—Eh… necesito tradu… digo, ayuda con este término —trató de enmendar su frase rápidamente.
Hermione entrecerró los ojos en sospecha.
—¿Traducción? ¿Pero tú hablas inglés desde siempre, ¿no?
Nicholas sintió el sudor recorrer su espalda.
—¡S-sí! Sí, claro que sí. Solo que a veces me… se me cruzan los idiomas, jeje —rio de manera totalmente poco convincente.
Hermione ladeó la cabeza, claramente sin estar satisfecha con la respuesta, pero antes de poder insistir, Ron apareció y se dejó caer en la silla junto a Hermione.
—¿Qué tal, Scratch? —le saludó, aunque no esperó respuesta—. Oye, Hermione, ¿cómo se escribe ‘hipogrifo’ correctamente? Puse algo en mi ensayo que suena más a ‘hipofrito’ y no me gusta.
Nicholas soltó una carcajada involuntaria, agradeciendo internamente la interrupción de Ron. Hermione bufó y empezó a corregir la ortografía en el ensayo del chico.
—Hola, Nick.
Harry se dejó caer con familiaridad en la silla vacía junto a él, como si ya fuera su lugar habitual. Nicholas alzó la mirada y le dedicó una pequeña sonrisa antes de volver a concentrarse en su pergamino, aunque ahora con una leve calidez que no estaba allí antes.
Quizás la compañía…
La presencia de Harry se había vuelto cada vez más común en su rutina. De forma lenta pero constante, sus encuentros fortuitos se habían transformado en una costumbre discreta en los espacios de tiempo libres: las tardes —generalmente en la biblioteca— en las que Harry no tenía entrenamiento de quidditch, o las noches en la sala común junto a alguna chimenea. No lo habían planeado, mucho menos hablado, pero en algún punto de las últimas semanas se había vuelto normal verlos juntos, conversando o simplemente compartiendo el silencio mientras hacían sus deberes.
Con Ron y Hermione, en cambio, la dinámica era distinta. Cordial, sí, incluso cómplice en ocasiones, pero con una barrera tácita que parecía mantenerse firme. Nicholas sospechaba que tenía que ver con cierta reserva de Harry, un gesto que, lejos de molestarle, le resultaba profundamente significativo.
Hasta donde podía saber, Harry no les había contado nada sobre la conversación que habían tenido en el despacho aquel día, cuando hablaron sobre Sirius Black y los vacíos en la historia oficial. Y Nicholas lo agradecía. No porque desconfiara de ellos, al menos por el momento, sino porque intuía que ese tipo de temas, tan delicados y cargados, eran capaces de alterar el frágil equilibrio emocional en el que parecía moverse el trío, y probablemente explotar en una discusión nada discreta.
Ron y Hermione, aunque inseparables, daban la impresión de estar siempre al borde de una discusión. No una abierta, sino de esas que se cuecen a fuego lento, cargadas de pequeñas tensiones acumuladas: comentarios pasivo-agresivos —generalmente provenientes de Ron, aunque Hermione no los ignoraba—, silencios prolongados, miradas esquivas. Y en medio de eso, Nicholas no podía evitar notar que cualquier referencia a sus mascotas era una especie de zona prohibida.
Bastaba que alguien mencionara a Scabbers o Crookshanks, o que estos hicieran acto de presencia para que la conversación se tensara. Nicholas recordaba los detalles del canon, pero había captado lo suficiente como para sentirse realmente exasperado por las repentinas explosiones entre Ron y Hermione. Y Harry, como siempre, estaba atrapado en medio.
Nicholas consideraba que los frecuentes roces entre Ron y Hermione habían contribuido a la creciente cercanía con Harry, que trataba de mantenerse neutral ante el conflicto de sus amigos.
Así que sí. Apreciaba que Harry guardara silencio. Era una muestra de confianza, pero también un acto de respeto hacia los hilos invisibles que mantenían unida a su peculiar amistad.
—¿Sigues con Historia? —preguntó Harry con voz baja, inclinándose apenas para mirar su pergamino.
—Lamentablemente —murmuró Nicholas, fingiendo una mueca de dolor.
Harry rio por lo bajo.
—¿Necesitas ayuda con algo? —preguntó Harry, señalando el libro abierto junto a él.
Nicholas dudó un instante, pero negó con la cabeza.
—No. Solo estoy tratando de que Binns no me odie. Ya sabes, nivel mínimo de esfuerzo por un nivel mínimo de atención.
—Suena justo —dijo Harry, y ambos compartieron una mirada cómplice.
—¿Tú necesitas ayuda con eso? —preguntó Nicholas, señalando con la barbilla el libro de Pociones que Harry acababa de dejar frente a él.
Los ojos de Harry se iluminaron con gratitud, y ya estaba abriendo la boca para asentir, cuando la voz de Hermione los interrumpió desde el otro lado del banco.
—¡No, Harry! ¡Nicholas! —espetó con un tono entre ofendida y preocupada—. Harry no aprenderá nada si le sigues haciendo los deberes de Pociones. ¿Qué hará en los exámenes, eh?
—Hermione —suspiró Nicholas, levantando apenas la vista del pergamino—, no le hago los deberes. Harry lee y hace todo el trabajo. Solo le ayudo a organizar las ideas, a darle forma al ensayo… Dime, ¿quién te enseñó a ti usar la técnica IDEA?
Hermione parpadeó, sorprendida por la mención de la técnica muggle para la elaboración de ensayos, y abrió la boca sin saber qué decir. Nicholas aprovechó el silencio para rematar:
—He visto tus ensayos, Hermione… Solo estoy ayudando a Harry. Cuando termine de captar la idea del PEE —Ron rio por lo bajo ante la palabra—, él los empezará a hacer completamente solo.
Y era cierto. Pronto Harry haría sus deberes sin ayuda. Para Nicholas había sido una sorpresa descubrir que, a pesar de la cantidad de ensayos que les pedían en casi todas las asignaturas —incluso Pociones, que se suponía práctica—, ninguna materia obligatoria enseñaba realmente a escribir. No había una clase de redacción, ni de análisis estructural, ni siquiera normas claras. Los estudiantes habían aprendido por ensayo y error, copiando fórmulas o siguiendo consejos contradictorios de distintos profesores o compañeros de clase.
Harry, por ejemplo, tenía una forma peculiar de hacer los deberes: leía en voz alta fragmentos que creía importantes, mascullaba algunas ideas, y luego escribía tal cual le venían a la mente. Ron era más errático, y a veces parecía que transcribía sin pensar. Nicholas había aprendido a no intervenir demasiado, pero le costaba verlos luchar con cosas que, para él, eran de sentido común. O bueno, para su mente de adulto que pasó por la universidad.
—Solo le ayudo con la estructura del ensayo, Hermione —repitió, girándose un poco para mirar a Harry, que se encogió de hombros como si dijera "lo siento, no voy a discutir con ella".
Nicholas no agregó nada más, se giró en el asiento y se acercó a Harry para tomar su lápiz y trazar algunas líneas suaves en el pergamino, marcando en cada espacio Point – Evidence – Explanation.
A su izquierda, Ron resoplaba en silencio sobre su propio pergamino. Escribía una frase y luego tachaba tres. De vez en cuando alzaba la cabeza y murmuraba por lo bajo:
—Vamos, Hermione, déjame echar un vistazo... solo un poquito...
—Ni lo sueñes —respondía ella sin apartar los ojos de su trabajo, pero su tono era menos severo que otras veces en las que parecía desbordada por la cantidad de clases que tomaba.
Hermione trabajaba en silencio, y aunque fingía desinterés, no dejaba de lanzar miradas furtivas hacia Harry. Finalmente, y para orgullo de Nicholas y sorpresa de ella, Harry logró completar casi todo su ensayo de cuarenta centímetros sin mucha ayuda.
—¿Qué tal? —preguntó Harry, al ver que Nicholas leía su pergamino con gesto concentrado.
—Muy bien, Harry. Solo creo que te desviaste un poco al final explicando el uso de los aceites de valeriana, pero en general está bastante bien.
Hermione se inclinó hacia ellos, claramente interesada, y por un momento pareció a punto de arrancarle el pergamino de las manos a Nicholas. Este se lo ofreció con una ceja alzada, y ella lo tomó sin decir palabra. Empezó a leerlo con la misma intensidad con la que solía corregir los textos de Ron.
Nicholas volvió a centrarse en su propio ensayo de Historia de la Magia, pero cada vez que miraba el maldito pergamino, era como si su cerebro hiciera corto. Cada vez más frases le salían en español sin querer. Estaba tratando de escribir sus conclusiones sobre las transacciones mágicas no reguladas en el Londres del siglo XVII debido a la guerra, para poder finalizar el ensayo, pero su cerebro insistía en cambiarle las palabras.
Frustrado, dejó escapar un suspiro largo y bajó la pluma.
—Oigan —dijo al aire, sin dirigirse a nadie en particular—, ¿cómo se dice economía informal en inglés?
Solo cuando levantó la vista del que, a su parecer, era un odioso pergamino, se encontró con tres pares de ojos mirándolo con desconcierto. Entonces se dio cuenta de que lo había dicho en español.
—¿Perdón? —preguntó Hermione, frunciendo el ceño.
—¿Qué fue eso? —añadió Ron—. ¿Eso era un hechizo?
Harry solo lo observó, ladeando la cabeza, entre curioso y divertido.
Nicholas parpadeó y negó con la cabeza.
—Nada, nada... lo dije en español —admitió, apretando los labios.
—¿español? —repitió Ron, con genuina sorpresa—. ¿Hablas español?
—Sí —respondió Nicholas, como si fuera lo más natural del mundo—. A veces se me cruzan los idiomas. Especialmente cuando estoy agotado y escribiendo los deberes de Historia de la Magia, al parecer.
Hermione entrecerró los ojos.
—¡Por eso eres tan bueno en la pronunciación de hechizos y encantamientos! ¿Y qué es lo que preguntaste?
Harry soltó una risa, cautivado por el particular rumbo de la conversación. Hermione, sin embargo, parecía todavía intrigada.
Nicholas, un poco sonrojado, se centró en la pregunta de Hermione.
—Informal economy, o tal vez shadow economy… creo que también se puede decir underground economy. No estoy muy seguro del matiz que quiero usar.
—Eso es más inglés del que yo manejo normalmente para un ensayo de Historia —murmuró Ron, volviendo a mirar su propio pergamino medio en blanco.
Nicholas suspiró y soltó una carcajada por lo bajo ante la afirmación de Ron. Retomó la pluma, que al balancearla en la mano dejó caer un par de gotas de tinta sobre el pergamino.
Eso fue suficiente. Se sentía rendido.
—Genial —exclamó un poco más fuerte de lo que pretendía, llamando la atención de la señora Pince, que exclamó desde lejos que hicieran silencio.
Nicholas, frustrado, sujetó con más fuerza de la necesaria su bonita pluma de ave... y la rompió.
Harry, notando la frustración contenida de Nicholas, le dio un par de palmadas en el hombro. Luego sacó su varita y la colocó sobre el pergamino de su amigo.
La tinta aún fresca fue aspirada limpiamente por la punta de la varita de Harry.
Nicholas dio un largo suspiro, tratando de liberar la tensión, que se había acumulado por la cantidad de deberes que les dejaban, y dijo:
—Gracias, Harry.
Los tres lo miraban.
—Eso fue todo. Estoy harto de las plumas de ave. Voy a empezar a usar plumas fuente o bolígrafos.
Nadie respondió, pero Hermione dejó escapar un resoplido que Nicholas prefirió ignorar.
Lo cierto era que lo decía en serio. Estaba cansado de los goteos de tinta, de tener que afilar las puntas irregulares que raspaban el pergamino, de tener que secar cada línea antes de pasar a la siguiente. Su caligrafía —que solía ser ordenada, incluso elegante— se veía constantemente arruinada por salpicaduras, manchas o trazos rotos.
Y si bien había aprendido a encantar el pergamino para que absorbiera mejor la tinta, más de una vez se había visto reescribiendo ensayos completos por accidentes mínimos, o por una letra ilegible que él mismo no podía descifrar al releer.
Pequeñas molestias que, sumadas al agotamiento general, convertían cada tarde de estudio en una prueba de paciencia.
La magia de Hogwarts era maravillosa, sí, pero no siempre práctica. Nicholas no podía evitar pensar que una buena pluma fuente con tinta negra permanente y un cuaderno con papel decente harían su vida mucho más fácil.
Revisando sus recuerdos como Nicholas Scratch, se dio cuenta de que sus problemas con las plumas no eran nuevos, pero este año, con la creciente pila de deberes y las exigencias académicas, la situación se había vuelto insostenible. Y lo peor: parecía que nadie más se daba cuenta de lo molesto que podía ser.
Suspiró otra vez, resignado, y alzó la mirada hacia los estantes de la biblioteca. El sol se filtraba oblicuo a través de los vitrales empañados, tiñendo de ámbar el polvo en suspensión.
Así, entre tinta derramada, deberes malditos y resoplidos de compañeros frustrados, las semanas comenzaron a deslizarse con una cadencia predecible.
Con el paso de los días, Hogwarts había adoptado un ritmo constante. Las tareas se multiplicaban, los pasillos comenzaban a llenarse de rumores, y cada profesor dejaba su propia huella en la rutina del curso. Nicholas, aunque seguía centrado en mantener un perfil bajo, no pudo evitar formarse una opinión clara sobre cada uno de ellos.
Para sorpresa de Nicholas —o quizá por la escasa convivencia entre cursos—, solo los alumnos de tercer año de Slytherin parecían tener objeciones hacia el nuevo profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras. En especial Draco Malfoy y su pandilla, que criticaban a Lupin no por su enseñanza —impecable, en opinión general—, sino por su apariencia.
—Mira cómo lleva la túnica —solía soltar Malfoy, murmurando lo bastante alto como para ser escuchado—. Viste como nuestro antiguo elfo doméstico.
Pero fuera del círculo habitual de serpientes, a nadie más parecía importarle que la túnica del profesor Lupin estuviera remendada o raída. Su clase se había convertido, con rapidez, en la favorita de la mayoría. Incluso Nicholas, que se había dado la tarea de compensar dos años de clases pobres, se encontraba esperando esas lecciones con una mezcla de interés genuino y alivio.
Sin embargo, tras aquella primera clase —y el leve roce que había compartido con Lupin al final de ella— Nicholas se había dado cuenta de algo. Lupin no lo miraba igual que a los demás estudiantes. No con hostilidad, pero tampoco con el mismo tono neutro que utilizaba generalmente. Aquella diferencia no lo inquietaba, al menos no de momento; después de todo, su contacto con el hombre se limitaba a las clases.
Lo que sí había cambiado de forma abrupta eran las clases de Pociones. Snape, ya insoportable por naturaleza, parecía haber alcanzado nuevas alturas de mezquindad desde la primera clase de Lupin a tercero. O quizá —pensaba Nicholas con cierto sarcasmo— el hombre estaba usando la excusa del Boggart para superarse a sí mismo.
Malfoy, por su parte, también había ajustado su comportamiento. Si bien seguía lanzando pullas con esa sonrisa de superioridad falsa que lo caracterizaba, había aprendido que, si bien él no podía atacar directamente a los Gryffindor sin arriesgarse a una sanción pública entre casas, sus compañeros —los mini mortífagos, como los llamaba Nicholas en su cabeza— sí podían hacerlo. Por suerte, esa dinámica también había dado pie a un nuevo acuerdo tácito: el “reclamo de abstención” que Nicholas había hecho valer con autoridad bastaba como excusa para devolver cualquier hechizo que iniciara Malfoy o los suyos. Desde entonces, Draco había moderado su lengua. Un beneficio colateral: su presencia se había vuelto mucho menos molesta.
Las quejas de Harry, Ron y Hermione sobre Adivinación se volvieron parte del fondo habitual de los días. Al parecer, los tres habían comenzado a evitar el té por completo —y con razón. En un principio Nicholas no había pensado demasiado en Trelawney, pero tras reflexionar, concluyó que era mejor mantener cierta distancia. Si el don de la mujer era tan voluble y errático como lo parecía ser en los libros, prefería no tentar al destino con su propia y anómala existencia cerca de la mujer.
En cambio, sus materias optativas se habían convertido en un alivio. Runas Antiguas, en particular, le fascinaba; la elegancia de su lógica, la potencia de su simbolismo, le resultaban hipnóticas. Las aplicaciones prácticas eran infinitas, y más de una vez se sorprendía tomando notas adicionales para investigar por su cuenta más tarde.
Por otro lado, Cuidado de Criaturas Mágicas había perdido parte de su encanto. Tras la apertura del caso contra el hipogrifo, la clase se había tornado monótona: extensos ensayos sobre criaturas, su dieta, su cuidado y uso. Hagrid aún les llevaba algunas criaturas para las clases, Diricawl, Doxy, Hadas, pero nada que ver con la emoción del primer día.
Hagrid, lejos de mostrarse consternado como en los libros, estaba más bien furioso, y tan susceptible a las provocaciones de los Slytherin que en cada clase su reacción era la misma: puntos menos para ellos. Los implicados no tardaron en entender el mensaje y las clases con los Slytherin, se volvieron más llevaderas.
Chapter 16: Capítulo 16.
Chapter Text
Con el pasar de los días el cielo empezaba a oscurecer más temprano, y la luz dorada del atardecer apenas alcanzaba a filtrarse por los ventanales de la torre de Gryffindor para cuando terminaban las clases. La sala común bullía con la actividad de siempre a esas horas de la tarde; en un rincón, cerca de la chimenea, tres figuras se sometían a la paciencia de los deberes de astronomía.
Nicholas se inclinaba sobre su mapa estelar con el ceño fruncido, la pluma suspendida sobre una pequeña constelación mal dibujada. La materia le parecía interesante; sin embargo, no dejaba de pensar que el tiempo que gastaba en Astronomía podría invertirlo en algo más útil a futuro. A su lado, Ron garabateaba con descuido los nombres de las estrellas mientras mascullaba por lo bajo, y Hermione, como siempre, iba bastante más adelantada.
—No puedes ponerle ese nombre, Ron. Eso no es Orión, es Géminis —dijo Hermione, sin apartar la vista de su propio trabajo.
—Son solo nombres —bufó Ron—. Nadie va a saber si es correcto o no…
—La profesora Sinistra sí lo hará.
Nicholas sonrió apenas, pero no dijo nada. En ningún momento había invitado a Ron o Hermione a acompañarlo; ellos simplemente habían llegado y se habían puesto cómodos a su lado. Con la persistente presencia de Harry también habían llegado sus amigos, que, aunque al principio se mostraron un poco distantes, poco a poco parecían haber aceptado su presencia. Ya se había acostumbrado a ese tipo de discusiones. A lo que no se había acostumbrado era a lo mucho que lo tranquilizaba estar allí, con ellos, en un rincón cálido de la sala común.
Y, sin embargo, bajo aquella calma latía un contraste que lo incomodaba. Con cada tarde compartida, su tiempo en soledad se veía reducido; y con él, la libertad de sumergirse en los estudios que no quería mostrar a nadie por su naturaleza cuestionable. Cuando estaba acompañado debía limitarse a lo inocuo: redacciones, mapas estelares, fórmulas que Hermione —la más observadora de los tres— podía ver sin que le llamaran la atención. Había utilizado la Sala de los Menesteres un par de veces y, con la petición adecuada, se había provisto de libros antiguos, títulos que en el presente no serían bien recibidos. Aun así, los volúmenes y las notas rescatadas de grimorios polvorientos, los maleficios a medio descifrar o las recetas de pociones de dudosa procedencia quedaban relegados al fondo de su baúl, como un secreto impaciente.
No es que le molestara la compañía —más bien al contrario; había aprendido a valorar esa sensación de pertenencia—, pero cada día que pasaba sentía cómo sus investigaciones se rezagaban, cómo su plan personal se deshilachaba en la maraña de deberes y voces juveniles. El dilema lo mordía en silencio: la cercanía lo anclaba, pero también lo ataba. Harry, sobre todo, se había convertido en una razón inesperada para no perderse del todo en los rincones más oscuros del estudio de la magia. Y aunque Nicholas intentaba no pensarlo demasiado, sabía que tarde o temprano tendría que elegir: la transparencia que ofrecía la compañía o la discreción que exigía su propio camino.
Entonces la puerta del retrato se abrió y una ráfaga de aire frío otoñal entró con Harry, que traía el pelo húmedo por el sudor y la bufanda torcida. Tenía las mejillas rojas y la expresión satisfecha de quien acaba de sobrevivir a una sesión de entrenamiento con viento en contra.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, al notar el bullicio en la sala.
Ron alzó la mano, señalando el viejo tablón de anuncios con una sonrisa de oreja a oreja.
—Primer fin de semana en Hogsmeade —anunció, como quien proclama el inicio de las vacaciones—. Finales de octubre. ¡En Halloween!
—¡Estupendo! —dijo Fred, que entró justo detrás de Harry—. Ya era hora. Necesito bombas fétidas nuevas.
Nicholas alzó la vista hacia Harry justo a tiempo para ver cómo se le apagaba la sonrisa. Fue un cambio sutil, apenas perceptible para quien no lo conociera… pero él lo notó, y aquello le encogió algo en el pecho.
Harry se dejó caer en el sillón junto a Ron, como si alguien le hubiera robado de golpe la energía.
—Harry, estoy segura de que podrás ir la próxima vez —dijo Hermione con tono suave, posando una mano sobre su brazo—. Van a atrapar a Black enseguida. Ya lo han visto una vez.
—Black no está tan loco como para intentar nada en Hogsmeade —añadió Ron—. Pregúntale a McGonagall si puedes ir ahora, ¡vamos! Pueden pasar años hasta la próxima ocasión.
—¡Ron! —lo reprendió Hermione, ofendida—. Harry tiene que permanecer en el colegio…
—No puede ser el único de tercero que no vaya —insistió Ron—. Vamos, Harry, solo pregúntale…
Nicholas intercambió una mirada con Harry. No dijo nada, pero se acomodó un poco más cerca, solo lo justo para que su hombro rozara el de él: un recordatorio silencioso de que no estaba solo.
—Sí, lo haré —dijo Harry al fin, sin demasiada convicción.
Hermione abrió la boca para replicar, pero Crookshanks se le adelantó. El gato saltó a su regazo con una araña muerta en la boca.
—¿Tiene que comerse eso aquí delante? —se quejó Ron, frunciendo el ceño.
—Bravo, Crookshanks, ¿la atrapaste tú solito? —dijo Hermione, acariciándole la cabeza sin reparo.
Nicholas se inclinó hacia un lado, apenas lo suficiente para apartarse del campo de visión de la criatura, que ahora masticaba lentamente la araña, con los ojos fijos en Ron.
—No lo sueltes —dijo Ron, visiblemente molesto—. Scabbers está durmiendo en mi mochila.
Nicholas abrió la boca para intervenir, quizás con una broma para aligerar el ambiente, pero no llegó a decir nada.
En cuestión de segundos, Crookshanks dio un salto y se abalanzó sobre la mochila de Ron. Lo que siguió fue caos: gritos, bufidos, mochilas volando y estudiantes girándose a mirar el alboroto.
—¡SUELTA, ESTÚPIDO ANIMAL! —bramó Ron.
Hermione intentaba sujetar a Crookshanks, que rasgaba la tela con fiereza. Ron giró sobre sí mismo y, de pronto, Scabbers salió disparada como una flecha.
Nicholas se puso de pie instintivamente, retrocediendo para no quedar atrapado entre Crookshanks y la estampida. Parte de él sabía que aquello era solo un lío escolar, pero otra parte —la que siempre desconfiaba de las apariencias— lo obligó a observar con más atención de la que mostraba.
—¡SUJETEN A ESE GATO! —gritó Ron.
George intentó atraparlo sin éxito. Crookshanks se deslizaba como un rayo entre piernas, sillas y mochilas. Scabbers desapareció bajo una cómoda.
Finalmente, Hermione logró aferrar al gato y Ron se lanzó al suelo para recuperar a su rata, que temblaba visiblemente.
—¡Está en los huesos! —dijo con rabia, enseñándosela a Hermione—. ¡Mantén a ese gato lejos de ella!
Hermione apretó los labios. Nicholas vio cómo luchaba por mantener la compostura; aun así, su voz tembló un poco al responder.
—¡Crookshanks no sabe lo que hace! ¡Todos los gatos persiguen ratas!
—¡Ese gato no es normal! —espetó Ron, con la voz cargada de furia y humillación—. Me oyó decir que Scabbers estaba en la mochila.
—Eso es una tontería —respondió Hermione, cruzando los brazos.
—¡La ha tomado con Scabbers desde el principio! —gritó Ron, antes de girarse y desaparecer por las escaleras, aún con la rata en la mano.
El silencio que quedó fue espeso, incómodo. Nicholas permaneció de pie, sin saber bien si debía decir algo. Miró a Hermione, luego a Crookshanks.
—¿Estás bien? —preguntó en voz baja.
Hermione asintió, sin mucha convicción.
—No es culpa tuya —añadió Nicholas con suavidad.
—Lo sé —respondió Hermione, aunque no sonó a que lo creyera del todo.
Los días siguientes al anuncio de la salida a Hogsmeade transcurrieron con aparente normalidad, de no ser por los continuos e incómodos roces entre Ron y Hermione. Bastaba con una frase mal medida, o un comentario, para que las chispas volaran. Y las cosas empeoraron cuando Hermione mostró su apoyo a la decisión de la profesora McGonagall de no permitirle a Harry salir del castillo.
Nicholas, cansado de las discusiones, había empezado a buscar respiros lejos de aquel ambiente cargado. Prefería la calma de los pasillos solitarios o el silencio de la biblioteca antes que quedar atrapado entre sus peleas. Y más de una vez, sin proponérselo, era seguido por Harry, que parecía necesitar un escape tanto como él.
Aquella tarde en particular, la sala común parecía un campo minado. Ron y Hermione discutían a media voz, aunque sus tonos ya habían escalado lo suficiente como para que cualquiera supiera que era cuestión de segundos antes de que estallaran. Nicholas cerró su libro de Pociones con un golpe suave, consciente de que no terminaría nada mientras siguiera allí.
Se inclinó hacia Harry y, en un murmullo casi cómplice, dijo:
—¿Quieres venir conmigo?
Harry levantó la vista de su pergamino —en el que llevaba más rato dibujando garabatos que escribiendo— y asintió de inmediato. Juntos recogieron sus cosas con disimulo, como fugitivos escapando de un asedio, y atravesaron el retrato antes de que Ron o Hermione se dieran cuenta.
El pasillo estaba tranquilo, iluminado apenas por las antorchas que comenzaban a encenderse. El silencio fue tan inmediato y reparador que ambos soltaron una risa contenida.
—Creo que, si me quedaba un minuto más allí, me explotaba la cabeza —confesó Harry, ajustándose las gafas.
—Yo estaba a punto de prenderle fuego a mi pergamino solo para distraerlos —bromeó Nicholas.
Caminaron sin rumbo durante un rato, disfrutando de la simple libertad de no tener que escuchar la pelea ajena, hasta que acabaron en algún lugar de la torre de Ravenclaw. Un ventanal dejaba ver el cielo que comenzaba a teñirse de violeta. Se sentaron en el alféizar, compartiendo el espacio reducido, las rodillas casi rozándose.
—Es raro —dijo Harry al cabo de un rato en silencio—. A veces pienso que no debería molestarme tanto. Ron y Hermione siempre discuten… pero últimamente es como si buscaran excusas para hacerlo.
—Pasa —replicó Nicholas, encogiéndose de hombros—. La gente se cansa, incluso de sus amigos. No significa que no se quieran; solo que… bueno, no todo el tiempo se puede estar de acuerdo.
Harry lo miró de reojo, pensativo.
—¿Tú alguna vez tuviste amigos así?
La pregunta lo tomó por sorpresa, pero Nicholas no dejó que se notara demasiado.
—Sí. Y créeme: lo peor que puedes hacer es ponerte en medio. A veces es mejor dejar que se desgasten solos —declaro, pensando en su antigua vida—. Apuesto diez galeones a que, en un futuro, esos dos serán pareja.
Harry rio con una mueca al imaginar a Ron y Hermione como pareja, para luego quedarse en silencio, mirando el cielo morado tras el ventanal. Nicholas, que lo observaba de reojo, se dio cuenta de que nunca le había preguntado directamente nada sobre su vida con los Dursley. Aunque había aspectos de la historia de Harry que eran de conocimiento público en Hogwarts, saberlo gracias a su peculiar situación no era lo mismo que haberlo escuchado. Y él no tenía coartada si se le escapaba algo que Harry nunca le hubiera contado.
—¿Por qué tus tíos no firmaron el permiso? —preguntó al fin, con un tono neutro, como si fuera mera curiosidad.
Harry bajó la mirada, jugando nervioso con la tela de su túnica.
—No les importa —respondió con rapidez—. Nunca han querido que tenga nada que ver con el mundo mágico. Ni visitas, ni cartas… mucho menos dejarme salir a un pueblo lleno de magos.
Lo dijo con ese tono que usaba cuando intentaba restarle peso a algo que, en realidad, lo hería.
—Si no les importa, ¿qué les costaba firmarlo de todas formas? —insistió Nicholas.
—No lo sé. Mi tío Vernon dijo que lo firmaría si me portaba bien mientras la tía Marge, su hermana, estuviera de visita —explicó—. Y casi lo consigo… casi. Pero entonces…
Se interrumpió, como si la mera mención de su tía bastara. Nicholas esperó, paciente, sin presionarlo.
—¿Qué pasó? —preguntó al cabo de un instante, con cautela.
Harry suspiró; la voz le salió tensa.
—El último día de su visita, la tía Marge se dedicó a hablar de mis padres. A decir cosas horribles sobre ellos. Que mi padre era un vago inútil. Que mi madre era una…
Se mordió la lengua, pero el significado ya estaba claro y Nicholas recordaba claramente aquella horrible comparación.
—No aguanté más. No sé qué me paso. Y… bueno, se empezó a hinchar como un globo.
—Magia accidental.
Nicholas parpadeó, mientras Harry asentía.
Nicholas trato de recordar los episodios de magia accidental que el había vivido en su infancia, pero ninguno había sido muy impresionante. Se volvió a centrar en la conversación, frunció el ceño, con una indignación que no era contra Harry.
—Qué mujer tan desagradable. ¿Y qué pasó después? ¿Cómo lo reparaste?
—No lo hice. Yo… hui.
Nicholas no respondió; el silencio los envolvió, y fue como si aquello le diera permiso a Harry para soltar lo que llevaba guardado. Entonces se lanzó a narrar lo sucedido tras su huida de Privet Drive: la noche fría en la acera, el miedo creciente do no tener a donde ir, el extraño Autobús Noctámbulo que apareció de la nada, su llegada al Caldero Chorreante… y cómo, contra todo pronóstico, había pasado allí unas semanas que se sintieron como vacaciones reales.
Harry hablaba sin detenerse demasiado, como si las palabras hubieran estado acumuladas largo tiempo y, por fin, hubieran encontrado salida. El relato saltaba entre momentos tensos y detalles triviales, pero Nicholas no lo interrumpió. Solo lo escuchaba, con el ceño apenas fruncido, atento, sin mostrar sorpresa desmedida ni desaprobación.
Harry notó la diferencia. Cuando se lo había contado a Ron, este había soltado una carcajada nerviosa, maravillado de que hubiera hecho volar a su tía, sin reparar en lo que aquello podía haberle costado. Hermione, en cambio, había perdido la paciencia de inmediato, enumerando los reglamentos que Harry había puesto en peligro y repitiendo que había sido imprudente.
Pero Nicholas… Nicholas no lo juzgaba ni lo celebraba. Simplemente lo escucha sin juzgar.
—Debió ser horrible —dijo en voz baja, cuando Harry terminó. No había reproche en sus palabras, solo un dejo de indignación dirigida a otros.
Harry se encogió de hombros, incómodo.
—No sé si horrible… estoy acostumbrado, supongo. Aunque esa noche pensé que me expulsarían.
Nicholas lo miró de frente, con una seriedad que le hizo bajar la vista.
—Eres un niño, Harry. No tendrías que acostumbrarte a eso.
Las palabras lo tomaron por sorpresa. No había excusas, ni reglas recitadas, ni bromas que disfrazaran el tema. Solo una frase simple que le recordaba algo que nadie parecía decirle nunca: que lo que había vivido no era normal ni justo.
Por un instante, Harry se sintió más ligero. No porque los problemas desaparecieran, sino porque alguien, al fin, lo había escuchado de verdad. Y Nicholas comprendió —sin necesidad de palabras— que la confianza que le había mostrado Harry al compartir parte de su vida personal era un regalo que debía cuidar.
Con el paso de los días, un cambio inicialmente imperceptible se volvió evidente para los demás. Donde antes eran solo tres, ahora se había unido Nicholas, que caminaba junto a ellos por los pasillos después de clases, se sentaba en la biblioteca a su lado y hasta participaba en las conversaciones en la mesa de Gryffindor.
Pronto, buscar a Harry, Ron, Hermione o Nicholas fue sinónimo de localizar primero a cualquiera de ellos para conocer el paradero de los demás.
—¡Eh, Nicholas! ¿Sabes dónde está Ron? —le preguntó Seamus una tarde en la sala común—. O Harry.
—Ron está en la biblioteca haciendo deberes con Hermione y Harry en reunión del equipo de Quidditch —respondió Nicholas sin siquiera detenerse a pensar en por qué le preguntaban a él.
La influencia era mutua. Nicholas, se notaba más abierto y sociable, comenzaba a encajar; y, a la vez, la naturalidad del trío se veía enriquecida con su punto de vista, siempre más agudo, a veces demasiado frío para el gusto de Hermione, pero útil para cuestionar y ampliar sus discusiones.
Ron ya no se mostraba tan hostil con Nicholas; claro, después de que lo ayudara en un par de deberes con los que Hermione se negó a hacerlo.
Hermione, aunque a veces se veía sobrepasada por la competitividad académica que sentía hacia Nicholas, también se sentía aliviada de que sus amigos encontraran apoyo en alguien más, lo que le daba libertad para cumplir con su creciente montaña de deberes sin descuidar a sus amigos.
Una tarde, tras la clase de Transformaciones, los cuatro eran los últimos en salir, esperando a Hermione que empacaba su montaña de libros, algo que la profesora McGonagall aprovecho, cerró su libro con un chasquido y dijo con su voz clara:
—Ustedes… permítanme un momento, por favor.
Nicholas sonrió apenas, aliviado. Era casi natural el que los profesores se dirigieran al trio de esa manera, en un plural, y eran esas ocasiones en las que Nicholas aprovechaba el momento y solía marcharse. Con un gesto rápido, le dedicó a Harry una sonrisa tranquila, como diciendo seguro no es nada. Dio media vuelta, dispuesto a salir.
—Usted también, señor Scratch. Todos ustedes.
El llamado lo detuvo en seco.
Por un instante, Nicholas sintió que se le helaban los pensamientos. “¿Usted también?”. Intentó hacer memoria de si no había entregado algún deber o cometido un error que justificara su presencia, pero el detalle del “ustedes” hizo eco en su cabeza. ¿Desde cuándo ya no era él y ellos… sino ustedes?
Se giró despacio, intentando disimular la sorpresa. Harry lo miraba con una ceja arqueada; Ron parecía un poco confundido; y Hermione, para variar, tenía ese brillo en los ojos de quien ya lo había notado mucho antes.
McGonagall los observaba desde el estrado con la misma seriedad de siempre, pero Nicholas no pudo evitar sentir que había algo más en esa pequeña inclusión: el reconocimiento tácito de que pertenecía a ese círculo, al menos a ojos de la profesora.
McGonagall hizo un gesto con la varita y la puerta del aula se cerró con un leve chasquido. El silencio se volvió más espeso de lo normal, como si incluso el eco de los pasillos hubiera quedado fuera.
—Sepan que no estoy insinuando ni mucho menos culpándolos de cualquier manera —empezó la profesora, ajustándose las gafas sobre el puente de la nariz—, pero debido a la reciente mejora que han mostrado ustedes tres —dijo señalando a Harry, Ron y Nicholas con un leve movimiento de la cabeza—, y a raíz de algunos comentarios… que se han hecho, me veo en la necesidad de preguntar si, de alguna manera, los está ayudando a hacer trampa, señorita Granger.
Hermione palideció y abrió mucho los ojos.
—¡Profesora, jamás! —exclamó, casi ofendida—. ¡Yo nunca…!
—No lo dudo, señorita Granger —la interrumpió McGonagall, levantando una mano para calmarla—. Pero comprenderán que, cuando tres alumnos que solían presentar un nivel irregular de trabajo muestran de pronto ensayos comparables con los suyos, la situación llame la atención.
Ron se puso rojo hasta las orejas.
—¡No estamos copiando, profesora! —dijo con torpeza—. Y ella tampoco nos hace los deberes. Es solo que… bueno… Nicholas nos explica las cosas de otra manera.
Harry asintió, un poco incómodo.
—Sí, él… él nos ayuda a entender. No es como Hermione —se apresuró a añadir—, que ya lo sabe todo desde antes de que empiece la clase, Nicholas estudia junto a nosotros y cuando entiende nos explica, encuentra ejemplos distintos.
La profesora lo miró por encima de las gafas, con ese gesto que mezclaba severidad y una pizca de orgullo. Después, volvió la vista a Nicholas, que hasta ese momento había permanecido en silencio.
—¿Tiene algo que decir en su defensa, señor Scratch?
Nicholas sostuvo la mirada de la profesora, con esa calma que había aprendido a usar como escudo.
—No hay defensa que dar, profesora. No he hecho nada malo. Solo intento ayudar a mis compañeros. Y si ellos mejoran, es mérito suyo por esforzarse.
McGonagall lo estudió durante unos segundos interminables. Luego, sus labios se curvaron apenas en algo que casi fue una sonrisa.
—Muy bien. Me alegra oírlo. Y me complace que, al fin, Gryffindor tenga alumnos que se apoyen entre sí de manera tan efectiva. Sin embargo —añadió, y el brillo severo volvió a sus ojos—, que quede claro: si llego a descubrir cualquier irregularidad, no habrá miramientos.
Se inclinó ligeramente hacia adelante, como si quisiera dejar la última palabra grabada en piedra:
—Y recuerden: de nada servirá hacer trampa en sus deberes si el resultado de sus exámenes de fin de año no les permite pasar a cuarto.
Los cuatro tragaron saliva al unísono.
—Entendido, profesora —respondieron casi a coro.
McGonagall asintió con satisfacción, y con un leve movimiento de varita la puerta volvió a abrirse.
—Pueden retirarse. Y, señor Weasley… —Ron se tensó—. Continúe así. Es agradable corregir un trabajo suyo sin encontrar manchas de salsa en el pergamino.
El rubor de Ron se transformó en carcajadas ahogadas de Harry y Nicholas, mientras Hermione rodaba los ojos.
Al salir del aula, Ron resopló y se dejó caer contra la pared del pasillo.
—¡Merlín! Por un momento pensé que nos iba a dar detención.
—¿Han hecho algo que yo no sepa? —pregunto Nicholas a pesar de saber la respuesta.
Ron y Harry se apresuraron a corear un No como respuesta.
—¿Entonces por qué les darían detención? —cuestiono Nicholas.
—No se —respondió Ron mirando a Harry.
Harry asintió con un suspiro.
—Seguro fue Snape —dijo con amargura—. Ya lo viste, Ron, viste cómo fue con Neville y Hermione el primer día. Siempre está buscando la manera de fastidiarnos.
—¡Exacto! —dijo Ron, cruzándose de brazos—. ¿Quién más habría ido a soltarle a McGonagall que de repente mejoramos los deberes y que seguramente era porque hacíamos trampa? No le gusta vernos hacer nada bien.
Hermione levantó los ojos al cielo, aunque no negó nada.
—Puede que tengan razón, pero igual McGonagall solo estaba cumpliendo con su deber —replicó, ajustándose la corbata—. Además, yo me alegro de que se note la diferencia.
—Yo también —dijo Harry, sonriendo apenas—. No recordaba la última vez que un profesor dijo algo bueno de mí sin añadir un “pero” después.
—Bueno, si los profesores han notado la mejoría y continuamos así, seguramente los exámenes se nos harán fáciles. —declaro Nicholas confiado.
Ron bufó, todavía con las orejas encendidas.
—Bueno, mientras no empiecen a mandar más deberes, todo va bien.
Nicholas se permitió una risa baja, y por un momento se sintió ligero. Nunca había planeado esto. Desde el inicio se había prometido mantener cierta distancia: observar, intervenir solo cuando fuera necesario, no enredarse demasiado en la dinámica del trío aun no sabía si se quedaría lo suficiente después de sexto. Y, sin embargo, ahí estaba, caminando a su lado, respondiendo por ellos cuando alguien preguntaba, quedándose atrás junto a ellos porque McGonagall lo incluía en un ustedes.
Ayudar a Harry y Ron con sus deberes le consumía un tiempo que antes reservaba para sí mismo: para estudiar en secreto, para avanzar en sus propios proyectos, para seguir explorando las piezas de un futuro que solo él conocía con claridad. Ese sacrificio pesaba; sentía que su tiempo libre se escurría entre las manos.
Pero al mismo tiempo, no podía ignorar la otra cara de la moneda. Cada explicación, cada tarde perdida en la biblioteca, cada discusión académica con Hermione, no solo los hacía mejores a ellos: también fortalecía sus propios conocimientos y habilidades.
Tal vez, pensó, todo este roce cotidiano sirviera para prepararlos un poco mejor, a ellos y a él mismo, para lo que estaba por venir. Al final, la guerra no se ganaba solo con poder o astucia: también se sostenía en conocimiento, en la confianza, en el aprender a ser un ustedes.
El eco de la advertencia de McGonagall aún vibraba en su mente, como si buscara clavarse en lo más hondo: “de nada servirá hacer trampa en sus deberes si el resultado de los exámenes no les permite pasar a cuarto”. Para Harry y Ron, aquello era una amenaza académica; para Nicholas, una metáfora incómoda de lo que sabía que se avecinaba.
Suspiró. No estaba seguro de si había hecho lo correcto al acercarse tanto… pero, por primera vez, se permitió creer que tal vez su cercanía no afectaría el futuro y tal vez lo mejoraba.
Chapter 17: Capítulo 17.
Chapter Text
La mañana de Halloween llegó con un aire distinto en el dormitorio de Gryffindor. Nicholas abrió los ojos lentamente, notando de inmediato que la habitación estaba vacía. Sus compañeros de cuarto habían madrugado más de lo normal, seguramente arrastrados por la emoción de la primera salida a Hogsmeade. Los baúles permanecían abiertos, había ropa desperdigada sobre las camas y la vibrante expectación todavía flotaba en el aire, como un eco de la prisa con que habían salido.
Nicholas se quedó recostado, mirando el dosel de su cama. El entusiasmo no lo había contagiado; aunque esta vez podía ir a Hogsmeade de día y sin necesidad de ocultarse, la idea le resultaba irrelevante. Los últimos tres días solo había podido pensar en lo que venía, y estaba convencido de que esa noche marcaría el verdadero comienzo.
Aquí empiezan los acontecimientos importantes, se dijo, girándose para observar cómo la luz temprana se filtraba por la ventana. Había vivido una aventura fuera del castillo que había salido bien, semanas de rutina académica y, sin proponérselo, había encontrado su lugar junto a Harry, Ron y Hermione. Pero lo que aguardaba en la oscuridad del castillo esa misma noche era el inicio a los eventos más relevantes dentro del castillo.
Recordaba bien cómo se llamaba aquel capítulo en el libro: La huida de la Señora Gorda. El momento en que Sirius Black iniciaba sus incursiones en el castillo.
Suspiró, frotándose los ojos con la mano. No sabía si sentirse preparado o resignado. Solo tenía claro que el velo de una aparente vida escolar tranquila estaba a punto de resquebrajarse.
Nicholas entró en el Gran Comedor y se acercó a los chicos, que ya parecían estar desayunando.
—Te traeremos un montón de golosinas de Honeydukes —le escuchó decir a Hermione.
—Sí, montones —añadió Ron, que al parecer por fin había hecho las paces con Hermione.
—No se preocupen por mí —dijo Harry con un fingido tono despreocupado—. Ya nos veremos en el banquete. Diviértanse.
Nicholas, de pie tras Harry, puso las manos en los hombros de este y lo sacudió levemente de manera juguetona.
—No es preocupación —dijo con naturalidad, para luego dejarse caer en el asiento junto a él—. Es solo que, ya que no vas, te traeremos tantos dulces como para que te duela la panza.
Harry lo miró con una sonrisa breve, agradecida, aunque sus ojos seguían cargados de decepción.
—Seguro encontrarás algo interesante que hacer. Y recuerda —añadió con un atisbo de picardía—, si vas a hacer alguna travesura, es mejor que no te atrapen. Los culpables siempre vuelven a la escena del crimen.
Ron soltó una carcajada con la boca llena de tostada.
—¡Eso es exactamente lo que haría Fred! —dijo, señalando a Nicholas con entusiasmo—. Cuidado, Scratch, que como sigas dando consejos así, terminarás en la lista de mis hermanos.
Hermione frunció los labios, aunque la diversión le brillaba en los ojos.
—No deberías alentar esas cosas, Nicholas. Bastante tenemos ya con las ideas que se le ocurren a Harry sin ayuda extra —dijo, aunque su tono dejaba ver que no estaba del todo molesta.
—Tranquila, Mione —respondió Nicholas con calma—, no es aliento, es advertencia. Es mejor si no lo atrapan.
Ron se atragantó de la risa, y hasta Harry dejó escapar una risa genuina, breve pero real, que borró por un momento la sombra de su decepción.
Poco después, los cuatro se levantaron, Harry los acompañaría al vestíbulo.
El camino desde el Gran Comedor hasta el vestíbulo parecía más largo de lo normal aquella mañana. El bullicio de los estudiantes que se preparaban para salir a Hogsmeade resonaba por los pasillos, mezclado con risas y pasos apresurados que hacían eco en las paredes de piedra.
Harry caminaba con las manos hundidas en los bolsillos, los hombros encogidos como si intentara desaparecer entre la multitud. Nicholas disminuyó el ritmo de sus pasos y se colocó a su lado.
—No tienes que poner esa cara —dijo en voz baja—. Lo sé, no quieres quedarte atrás, pero tampoco es tan maravilloso como lo pintan.
Harry lo miró de reojo, entre incrédulo y curioso.
—¿Y tú cómo sabes eso?
Nicholas se encogió de hombros con naturalidad.
—Digamos que Hogsmeade no va a ninguna parte. Tendrás más oportunidades de verlo y, créeme, no va a cambiar demasiado de un año a otro. Casas viejas, un par de tiendas llenas de cosas inútiles y mucho chocolate. Sinceramente, la novedad solo surge de un par de tiendas; lo demás lo verán una vez y luego perderán su interés.
Harry frunció una sonrisa resignada.
—Lo dices como si fuera aburrido.
—No es aburrido —replicó Nicholas, sonriendo apenas—. Pero tampoco es algo excepcionalmente maravilloso. ¿Quieres saber qué pienso?
—¿Qué?
—Que lo que importa es que sobrevivas a un día entero sin meterte en problemas mientras no estamos.
Eso hizo que Harry soltara una risa corta.
—Hermione estaría de acuerdo contigo.
—Claro que sí. Ella quiere que no metas la nariz donde no debes. Yo, en cambio… —Nicholas ladeó la cabeza, divertido—, yo solo espero que, si lo haces, por lo menos valga la pena y no te atrapen.
Harry negó con la cabeza, pero ya sonreía con más sinceridad.
—Gracias… por intentarlo.
Nicholas le dio una palmada ligera en el hombro, justo cuando llegaron al vestíbulo, donde Filch esperaba con su lista y sus ojos entornados, revisando cada rostro con minuciosidad.
Nicholas salió del castillo acompañado de Ron y Hermione. Aunque le hubiera gustado quedarse para hacerle compañía a Harry, sabía que era importante dejarlo solo: ese día tendría su primer “momento” con Lupin, y sería el parteaguas para las lecciones de Patronus.
El aire frío de la mañana los recibió en cuanto pusieron un pie fuera, y los tres comenzaron a bajar por el sendero que conducía a Hogsmeade. La conversación no tardó en animarse con los planes para la jornada.
—Quiero conocer todos los sitios de interés —dijo Hermione, entusiasmada—. Las Tres Escobas, claro; también hay librerías y la oficina de correos mágicos, y…
—Yo quiero ir primero a Honeydukes y luego a Zonko’s —interrumpió Ron con una sonrisa de oreja a oreja—. Si nos damos prisa, todavía habrá barras de chocolate sin morder.
—¿Y tú, Nicholas? —preguntó Hermione, volviéndose hacia él con curiosidad.
—Bueno —empezó, pensativo—, tengo que comprar un nuevo kit de pociones en la botica, un caldero en Ceridwen’s mientras ustedes van a Honeydukes y Zonko’s, también aprovecharé para pasar por El Nabo Mágico y Limoncillo y Hongo de la Muerte, a ver qué ingredientes puedo conseguir sin restricción de edad.
Ron y Hermione intercambiaron una mirada, desconcertados.
—Eh… ¿estás pensando en hacer alguna poción? —preguntó Ron, frunciendo el ceño.
—No una en especial —respondió Nicholas, encogiéndose de hombros—. Solo quiero practicar por mi cuenta. Snape es un asco como profesor, ya lo saben, y en realidad no enseña nada. Además, tanto si quiero trabajar en el Departamento de Seguridad Mágica como Auror, como si lo quiero hacer en el Departamento de Misterios como Inefable, voy a necesitar un T.I.M.O. en Pociones.
Hermione parpadeó, sorprendida por la claridad de su respuesta. Ron, en cambio, lo miraba como si hablara de algo lejano y aburrido.
—Es la primera vez que escucho a alguien emocionarse por comprar en El Nabo Mágico —dijo Ron con una mueca divertida.
Nicholas sonrió, sin ofenderse.
—Ya lo verán. No todo en Hogsmeade son caramelos y ranas de chocolate.
Ron hablaba sin parar de los dulces que planeaba comprar; Hermione repasaba mentalmente una lista de sitios que quería visitar, y Nicholas los escuchaba en silencio mientras observaba con atención las lindes del bosque, por si encontraba algo interesante. Hasta el momento había distinguido un par de arbustos que zumbaban —posiblemente llenos de crisopos—, algunos arbustos de díctamo y lo que parecían hongos saltarines en la base de los árboles más cercanos.
Entonces Hermione se volvió hacia él con genuina curiosidad.
—Ósea, ¿Qué ya sabes a qué quieres dedicarte? —preguntó, arqueando una ceja.
Nicholas se detuvo un instante, sorprendido por lo directa que era. La verdad era que no tenía una respuesta clara. No había imaginado un futuro laboral para sí mismo en este nuevo mundo; lo único que sabía con certeza era que su situación no podía ser única. Si lo que le había sucedido a él le había pasado a alguien más, y si ese alguien había dejado huella, entonces tarde o temprano encontraría rastros en algún archivo… y no había mejor lugar para hallarlos que en el Ministerio.
—En realidad, no —admitió con calma—. Pero, por el momento, son los campos que más me interesan. —Luego, desviando la conversación hacia ella, añadió—: ¿Y tú, Mione? ¿Lo sabes ya? ¿O estás cubriendo tantos campos con todas esas clases para luego descartar?
Hermione frunció los labios, como si hubiera estado esperando esa pregunta.
—Tengo varias ideas… —confesó con un brillo en los ojos—. Investigación en magia aplicada, tal vez en San Mungo, o incluso en el Ministerio de magia. Hay tantas cosas que se hacen mal, tantas injusticias…
—Vaya sorpresa —murmuró Ron, con sorna—. Hermione Granger, la futura ministra de Magia.
Hermione lo fulminó con la mirada, y Nicholas tuvo que contener una sonrisa.
—Eso tiene sentido… aunque es un objetivo bastante ambicioso para alguien de tercero.
—¿Ambicioso? —intervino Ron con una carcajada—. Yo solo espero sobrevivir a mis T.I.M.O.; Tu ya planea cómo trabajar en el Ministerio y Hermione quiere ser ministra.
Nicholas sonrió, sin darle importancia a la mofa.
—Alguien tiene que pensar a futuro, ¿no?
—¡Sí, pero no tanto! —replicó Ron, todavía divertido.
Hermione, sin embargo, lo observaba con una mezcla de intriga y aprobación. No era común que alguien de su edad hablara con tanta claridad sobre lo que quería… o lo que buscaba. Ella misma aún no lo tenía del todo claro.
Nicholas guardó silencio un instante más, escuchando la algarabía de los estudiantes que avanzaban delante de ellos. El bullicio de Hogsmeade ya empezaba a escuchar y la aldea a hacerse visible a lo lejos, con sus chimeneas humeantes.
—Bueno, Hermione, lleva a Ron primero a Honeydukes y luego a Zonko’s —dijo Nicholas, con tono de broma—. No más de dos horas; luego lo arrastraremos a donde nosotros queramos.
Hermione asintió sin reparar en cómo se debía de ver la escena. Nicholas sacó de su monedero un puñado de sikles y un galeón y se los extendió a ella.
—Compra dulces variados para compartir con Harry.
—¿Entonces de verdad no vendrás? —preguntó Ron, desconcertado.
—No, a menos que luego quieras pasar un buen rato mirando calderos e ingredientes en la botica.
Ron arrugó la nariz con disgusto y se apresuró a negar con la cabeza.
El bullicio se intensificó en cuanto cruzaron el pequeño puente de piedra que marcaba la entrada a Hogsmeade. El aire frío olía a leña recién encendida y a chocolate caliente que escapaba de las chimeneas de las casas con techos inclinados. Nicholas se detuvo un instante a observar: hileras de tiendas con letreros que se mecían suavemente con el viento, fachadas antiguas con ventanas empañadas y estudiantes de Hogwarts que se dispersaban emocionados por las calles.
Ron, con los ojos muy abiertos, señaló hacia adelante.
—¡Miren! Honeydukes está allá.
Hermione, que ya tenía el gesto de estar calculando cuánto tiempo perderían ahí, añadió:
—Y Zonko’s está aún más cerca… eso explica el alboroto.
Nicholas asintió y, con una breve sonrisa, se despidió de ellos.
—Nos vemos a las doce en Las Tres Escobas. No se coman todo antes del banquete.
Ron levantó una mano en señal de saludo, ya con la vista fija en la vitrina de Zonko’s, mientras Hermione lo seguía con paciencia resignada. Nicholas, en cambio, se desvió hacia la primera tienda a la derecha de la calle principal: Calderos Ceridwen’s.
La puerta chirrió suavemente al empujarla. El lugar parecía desierto, si no fuera por un par de estudiantes lo bastante mayores como para ser de último año, que examinaban distraídamente un caldero de cobre reforzado. El interior era más sobrio de lo que esperaba: estantes oscuros alineados con calderos de distintos tamaños, etiquetas colgando de las asas con los precios escritos en tinta negra y el olor metálico del hierro frío impregnando el aire.
Nicholas avanzó entre los pasillos, pasando la mano por los bordes de los calderos, sintiendo el tacto de estos. Hierro, peltre, cobre, plata. Había básicos de primera calidad y otros modelos más avanzados con inscripciones de refuerzo en los bordes. Se detuvo frente a uno de los más sencillos, observando el precio grabado en una tablilla de madera: 10 galeones por un caldero de cobre número cinco.
Abusivo, pensó con un gesto seco, al recordar que el caldero que había comprado ese verano no había costado más de cinco galeones en el Callejón Diagon; y, sin embargo, aquí estaban, inflando los precios a costa de estudiantes que necesitaban renovar equipo.
Levantó la vista hacia la vitrina más cercana, donde un caldero de plata con runas un tanto exageradas daba la impresión de ser más un objeto decorativo de lujo que de utilidad práctica. El precio era ridículo. Nicholas soltó una risa baja, incrédula.
Los estudiantes de último año lo notaron y se miraron entre sí con media sonrisa. Uno de ellos, un muchacho alto con el uniforme de Ravenclaw desabrochado y un aire relajado se encogió de hombros antes de dirigirse a Nicholas.
—La verdad, no deberías comprar nada aquí sí solo quieres practicar —dijo con naturalidad—. No vale la pena invertir tanto dinero en un caldero que posiblemente explote.
Nicholas alzó la vista, sorprendido de que se hubieran tomado la molestia de hablarle. En el último mes se había percatado de que el contacto entre estudiantes de diferentes años era bastante limitado; era una novedad que alguno le dirigiera la palabra.
—Eso… eso tiene sentido —se limitó a decir.
—Nosotros trabajamos en un proyecto bastante serio para nuestro T.I.M.O. de Pociones —añadió el otro, un chico con gafas redondas y expresión más formal—. Así que vamos a invertir en calderos con encantamientos y reforzados con runas.
Entonces, la chica que los acompañaba, de cabello oscuro recogido en una trenza, se adelantó con una sonrisa cordial.
—Hay una tienda más arriba y a la izquierda —explicó—. Se llama Pociones J. Pippin. Venden pociones, pero también suministros, ingredientes y calderos de buena calidad. No son tan lujosos como los de aquí, pero son mucho más económicos.
Nicholas arqueó una ceja, interesado.
—¿De veras?
—Sí —asintió ella con convicción—. Si tienes presupuesto, lo mejor es comprar un juego de calderos de diferentes materiales. Es ideal, porque no todas las pociones se pueden preparar en hierro o peltre, que son los más comunes. Algunas reaccionan mejor en cobre y otras requieren plata o incluso estaño.
El chico alto sonrió, divertido.
—Aunque claro, si lo que quieres es impresionar a Snape con calderos costosos, este es tu lugar.
Los tres rieron entre ellos antes de volver a examinar sus opciones. Nicholas, sin embargo, se quedó pensativo, repasando mentalmente lo que acababa de escuchar. Tal vez valía la pena desviarse hasta J. Pippin.
Nicholas salió de Ceridwen’s con un último vistazo de disgusto hacia los precios abusivos. El aire frío de Hogsmeade lo recibió de nuevo y, mientras caminaba por la calle principal, se permitió observar con calma algunas de las tiendas que pasaban ante sus ojos: una papelería con plumas dispuestas como abanicos coloridos y rollos de pergamino que cambiaban de color, una sastrería con túnicas que parecían flotar en el escaparate, la botica con vitrinas repletas de frascos turquesa y ámbar. Cada lugar parecía invitarlo a entrar, haciendo a Nicholas contenerse.
Finalmente, encontró la tienda que le habían mencionado: Pociones J. Pippin, desde 1753. El exterior no inspiraba confianza; la fachada estaba algo deteriorada, con la pintura descascarada y el letrero ladeado por el viento. Sin embargo, al empujar la puerta, se encontró con un interior sorprendentemente distinto.
El ambiente olía diferente, una docena de olores nuevos que no podía comparar con algo conocido. Estantes altos, de madera oscura, se alineaban en ambos lados, cargados de libros de pociones y manuales encuadernados en cuero. Frascos de cristal se apilaban en hileras perfectamente ordenadas, cada uno con etiquetas cuidadosas que anunciaban ingredientes: cola de lagarto en polvo, dientes de serpiente, pétalos de mandrágora deshidratados. Cajones pequeños, con inscripciones en latín, completaban el inventario.
Nicholas avanzó despacio, admirando el lugar, hasta que reparó en algo: no veía calderos por ninguna parte.
Se acercó al mostrador, donde un hombre mayor de barba recortada y túnica verde oscura hojeaba un pequeño cuaderno de cuentas. Nicholas carraspeó suavemente para llamar su atención.
—Disculpe —preguntó con tono educado—. ¿Aquí también venden calderos, o solo ingredientes y pociones?
El hombre levantó la vista, lo examinó brevemente y sonrió con una calidez inesperada. Su voz, grave pero cordial, llenó el ambiente con un tono más de maestro que de vendedor.
—Oh, sí, claro que vendemos calderos —dijo, cerrando el cuaderno de cuentas—. Pero no los tenemos aquí en exhibición. Son demasiado molestos, ocupan espacio y estorban a los clientes.
Se giró hacia un estante bajo el mostrador y sacó un grueso libro de tapas de cuero, bastante gastado en las esquinas. Lo abrió sobre el mostrador con un golpe seco y lo giró hacia Nicholas. Las páginas estaban repletas de ilustraciones detalladas de calderos, cada una acompañada de una descripción precisa y una etiqueta con el precio escrito en tinta azul.
—Aquí están todos —explicó, pasando las páginas con cuidado—. Hierro, peltre, cobre, plata… los básicos y los reforzados. No son lujosos, como los de Ceridwen’s, pero son duraderos y más que suficientes para un estudiante; solo dime cuál quieres ver y lo traeré.
Nicholas se inclinó sobre el libro, estudiando las imágenes. Había modelos sencillos, con asas robustas y paredes gruesas, y otros más finos, preparados para resistir cambios bruscos de temperatura.
—Lo ideal —añadió el hombre, bajando la voz como si compartiera un consejo secreto— es tener un juego de calderos. No todas las pociones ni todos los ingredientes reaccionan de la misma manera a ciertos materiales. El cobre, por ejemplo, distribuye mejor el calor para decocciones lentas, pero algunos ingredientes se queman con su tacto; la plata es más segura con ingredientes reactivos, ideal para hacer pociones avanzadas —sobre todo antídotos—. Si, por ejemplo, trataras de elaborar un veneno en un caldero de plata, verías que la plata reaccionaría y tu poción, cual fuese, habría perdido calidad. Claro que no todos necesitan uno de cada, pero, si piensas practicar en serio, lo notarás.
El dependiente levantó la mirada hacia él y sonrió de nuevo.
—Dime, muchacho, ¿qué uso planeas darle a tu caldero? ¿Práctica general, estudios o algo un poco más avanzado?
Nicholas había dejado de ver el catálogo de calderos, absorto por la pequeña clase que había recibido del vendedor; sin duda, este sería un mejor maestro.
—Para serle sincero… acabo de aprender más de usted en un par de minutos que en dos años en Hogwarts —dijo en voz baja, aunque cargada de molestia—. Snape es un desastre como profesor.
El hombre arqueó una ceja y su expresión se endureció de inmediato, aquella opinión coincidía con la suya.
—¿Snape, eh? —bufó, cerrando el libro con un golpe seco—. Puede ser uno de los maestros pocionistas más jóvenes, pero, sinceramente, la educación en Pociones bajó en picada desde que se fue Slughorn. Cada vez más estudiantes tienen que complementar su aprendizaje por fuera o estudiando ellos mismos. Es increíble que no lo hayan despedido aún.
Nicholas asintió con un gesto serio. Fue entonces cuando una pequeña idea nació: decidió aprovechar la confianza y tono paternalista que mostraba el hombre en sus afirmaciones, como ventaja. Quizás, si era lo bastante inocente, podría obtener algo más de lo que buscaba.
—Lo sé. ¿Puede creer que en primer año ni siquiera explicó la diferencia entre trocear y picar? O entre moler y triturar. Siento que estoy atrasado. He estado estudiando en verano y ahorrando para practicar por mi cuenta. Quiero ser Inefable, pero… —sacudió la cabeza, con pesar y frustración bien fingida— a este ritmo no creo ser decente ni para los T.I.M.O. Justo acabo de escuchar a unos chicos de séptimo discutir sobre comprar un caldero costoso para impresionar Snape.
El hombre lo observó con sincera consternación.
—¿De verdad?
—Sí. Además, la profesora Sprout es genial con las plantas, pero su materia es el cuidado y la producción; eso está bien, pero apenas nos menciona el uso de algunas, nada muy profundo. Nos dice que preguntemos a Snape… —Nicholas apretó los labios—. Snape nunca resuelve dudas, nunca explica qué función cumplen los ingredientes. Solo seguimos recetas al pie de la letra, sin indicaciones o consejos adicionales; francamente, las pociones saldrían mejor sin el rondando e intimidando a los estudiantes… Y cuando pide ensayos, los libros buenos no los podemos tomar de la biblioteca. Sospecho que él mismo los restringe.
El dependiente resopló, como si aquellas afirmaciones le resultaran demasiado ofensiva. Sus ojos se suavizaron al posar de nuevo la mirada en Nicholas.
—Parece que eres más aplicado de lo que aparentas, muchacho. Y si de verdad quieres aprender… puede que tenga algo para ti.
Con un movimiento pausado, el hombre se inclinó hacia atrás y buscó bajo el mostrador. Tras unos segundos, sacó un tomo encuadernado en cuero verde oscuro, con letras doradas apenas gastadas por el tiempo.
El dependiente apoyó el tomo sobre el mostrador con cuidado, como si se tratara de una reliquia.
—Este —dijo, acariciando el lomo con los dedos— es uno de los mejores libros que alguna vez se publicaron. No es un recetario de pociones, sino un manual de uso avanzado de ingredientes. Explica no solo cómo emplearlos, sino también cómo tratarlos para obtener el mejor resultado.
Nicholas abrió los ojos con interés mientras el hombre pasaba algunas páginas. El texto estaba escrito con letra menuda y clara, acompañado de ilustraciones detalladas: raíces, flores, alas secas y órganos de criaturas mágicas. Al pie de cada imagen había notas explicativas.
—Aquí, por ejemplo —señaló el hombre—. El acónito: troceado fino suelta demasiado rápido sus aceites, lo cual puede arruinar una infusión si no se controla el calor. En cambio, aplastarlo suavemente libera lo justo.
Nicholas se inclinó más sobre el libro, fascinado. Aquello era justo lo que había echado en falta en sus clases: el “cómo” y el “por qué”.
—Este libro está destinado al último año —continuó el hombre, con un dejo de descontento—, lo cual nunca entendí. Cubre los ingredientes que se usan en todas las pociones del plan escolar, desde primero hasta séptimo. Si me preguntas, debería ser parte del material escolar desde el principio.
—¡Eso sería muy útil! —exclamó Nicholas, sin poder disimular la emoción.
El dependiente sonrió, complacido por su reacción.
—Lo es. Claro, no es barato, pero tampoco es un lujo. Y si realmente quieres aprender, este libro será mejor maestro que Snape.
Nicholas alzó la mirada y, por un momento, se sintió afortunado al haber encontrado un vendedor que se dejara conmover por su fingida inocencia.
—Siete galeones —dijo el hombre, con una sonrisa paternal y tal vez un poco avergonzada, pensando que quizá era demasiado costoso para un jovencito.
Nicholas hizo cuentas rápidamente: el tomo costaba prácticamente lo mismo que sus dos libros para la clase de Runas. Pensó en cuánto dinero le quedaba en su monedero; ciertamente, la mesada que le daba su padre era sustanciosa y, después de no haberla gastado durante dos años a falta de tiendas dentro de Hogwarts, podía seguir haciendo algunas compras sin necesidad de verse forzado a volver a Londres solo para ir al banco. Sí, podía permitírselo.
Nicholas asintió sin dudar.
—Me lo llevo. Y también un juego de calderos.
Hizo una pausa antes de añadir, con cierta cautela:
—Disculpe la impertinencia, pero… ¿sería más barato comprar el kit de pociones aquí o en la botica?
El dependiente soltó una leve carcajada, como si la pregunta le resultara demasiado enternecedora.
—La verdad —respondió con sinceridad— es que en la botica lo consigues más barato. Ellos compran grandes cantidades de ingredientes básicos y preparan los kits que utilizan, desde primero hasta séptimo, y eso abarata los costos. Aquí, en cambio, desde hace un par de décadas nos especializamos en lo que no se encuentra fácilmente: ingredientes complicados; moco de trol, partes de dugbog, vísceras de chizpurfle… ese tipo de cosas.
—Entiendo. —Nicholas sonrió agradecido, inclinando la cabeza—. Gracias.
El hombre le devolvió la sonrisa.
—Los buenos alumnos merecen buenos maestros, aunque sea desde detrás de un mostrador.
Al salir de Pociones J. Pippin, Nicholas cargaba con un juego de calderos —uno dentro de otro, siendo el más pequeño el de plata—, un par de libros de recetas y, lo más valioso, el manual avanzado de uso de ingredientes. El peso le recordaba lo satisfecho que estaba con su compra.
Nicholas emprendió el regreso a la calle principal cuando notó que estaba al lado de la botica.
Alzó la vista: justo allí, pegada a J. Pippin, la botica mostraba sus vitrinas turquesa y ámbar repletas de frascos. Empujó la puerta, y una campanilla aguda anunció su entrada. El interior estaba atiborrado, pero impecable: hileras de tarros polvorientos junto a otros recién etiquetados, morteros de piedra, balanzas, filtros de gasa colgando como banderines.
—¿Kit escolar? —preguntó una bruja de moño apretado, sin levantar del todo la vista del libro mayor—. ¿Con o sin balanza?
—Sí, dos, por favor, para tercero. Una balanza —respondió Nicholas—. Y me gustaría añadir algunos consumibles para practicar.
La boticaria chasqueó la lengua con eficiencia y empezó a dictar a una caja registradora encantada, que fue soltando paquetes envueltos en papel encerado:
—Una balanza de cobre; recuerda limpiarla y usar papel encerado. Raíces de valeriana, ojos de escarabajo, espinas de pez león, polvo de bicornio en presentación escolar, telarañas, bilis de armadillo, jarabe de eléboro, plumas de jobberknoll… Y, por temporada, dos viales de aceite de asfódelo.
—¿Puedo agregar díctamo seco en ramitas y hojas, pétalos de mandrágora deshidratados y cáscaras de crisopo? —preguntó Nicholas con naturalidad.
La mujer lo miró por encima de los lentes.
—Para un tercero, eliges bien. Las cáscaras de crisopo son inofensivas; el díctamo, con moderación. Nada de prensarlo con metal: usa madera o piedra.
—Sí, señora —asintió Nicholas, apuntando mentalmente el consejo.
Mientras ella empaquetaba, Nicholas tanteó un par de extras más:
—¿Tienen hongos saltarines en conserva?
—Tarros de veinte gramos. Reaccionan mal al cobre si el fuego es alto —advirtió—. Para prácticas, úsalos en peltre o hierro, calor bajo y sin tapar.
En pocos minutos, el mostrador se convirtió en una fortaleza de paquetitos. La boticaria anudó el conjunto con cuerda de yute y, con un gesto, compactó los bultos para que cupieran dentro del caldero mayor.
—Consejo de cortesía —dijo, bajando la voz—: etiqueta tus frascos en dos lugares. Los alumnos creen que con una etiqueta basta… hasta que un derrame de poción borra el papel. Marca también el vidrio con una runa simple de propiedad.
—Lo haré. Gracias.
Pagó. El total fue, efectivamente, más bajo que en J. Pippin para lo básico. Al salir, el aire cortante le azotó las mejillas; acomodó el “nido” de calderos contra el costado y echó a andar de nuevo por la calle principal. A la izquierda, tras un pequeño puente de piedra, lo llamó el rótulo pintado a mano de El Nabo Mágico. Del interior escapaba un olor a tierra húmeda, especias y algo picante que hacía cosquillas en la nariz.
Nicholas sonrió para sí.
—Botica, hecho. J. Pippin, hecho. —Miró el reloj—. Aún tengo tiempo antes de las doce.
Empujó la puerta de El Nabo Mágico. Campanillas de latón tintinearon; el local era un caos encantador: cajones abiertos con raíces enredadas, cestas de bulbos que murmuraban y un gato pardo dormitando sobre un montón de bolsas de arpillera.
—Pasa, pasa —dijo un vendedor flaco con delantal verde, apareciendo de entre las cajas—. Hoy tenemos lotes frescos: díctamo de invernadero, semillas de limoncillo y —bajó la voz con teatralidad— un envío pequeño de higos secos y Descurainia sophia.
Nicholas dejó los calderos a un lado y apoyó los codos en el mostrador.
—Me interesan muestras de práctica, nada que requiera permisos especiales. Semillas de limoncillo, díctamo en raíz y… si el hongo es del módulo educativo, un frasco.
—¿Qué año?
—Tercero.
—Hecho. Y si vas a experimentar —añadió el vendedor, empaquetando con rapidez—, recuerda: al limoncillo no lo pulverices; machácalo para extraer aceites. Y jamás combines díctamo con plata a fuego alto si hay azufre de por medio. Jamás.
—Apuntado —respondió Nicholas, con una media sonrisa. Ya tenía el “cómo y por qué” vibrándole en los dedos gracias al libro nuevo.
Salió de El Nabo Mágico con la carga ordenada dentro del caldero mayor y el resto asegurado con un hechizo de sujeción. El reloj marcaba que aún faltaba un buen rato para el mediodía. A lo lejos, vio la tienda Limoncillo y Hongo de la Muerte. Miró nuevamente el reloj y se apresuró hacia la tienda: el lugar era conocido por vender plantas peligrosas —Tentácula Venenosa, Mandrágoras adultas, Coles Masticadoras, pus de bubotúberculo—. Si tenía suerte, podría conseguir algunos ingredientes.
La fachada era oscura, con un rótulo grabado a fuego sobre una madera ennegrecida. El escaparate estaba lleno de macetas cubiertas por campanas de cristal, algunas vibrando suavemente como si algo intentara escapar. Nicholas empujó la puerta y un tintineo grave lo recibió.
El interior era sombrío. La luz que entraba por las ventanas apenas alcanzaba a iluminar los pasillos estrechos, donde se alineaban jaulas con plantas retorcidas y frascos de líquidos verdosos. El aire estaba impregnado de un olor acre, mezcla de humedad y savia.
Detrás del mostrador, una mujer de semblante adusto y cabello gris recogido en un moño rígido levantó apenas la vista al verlo entrar. Su voz sonó seca, sin cordialidad. —¿Qué buscas?
Nicholas se acercó con cautela, ajustando el peso de sus calderos. —Quería preguntar por el costo de algunas semillas y plantas —dijo con educación.
Ella lo examinó de arriba abajo antes de responder. Sus ojos se entrecerraron, y la pregunta fue directa, casi cortante. —¿De qué año eres en Hogwarts?
Nicholas dudó un instante, pero respondió con sinceridad. —Tercero.
La mujer dejó escapar un bufido y cerró el libro de inventario con un golpe seco. —Fuera. El manejo de plantas peligrosas está regulado por el Ministerio. No puedo vender nada de aquí a menores de quinto año.
Nicholas frunció el ceño, algo incómodo por el tono hostil. Hizo ademán de insistir, pero la mujer ya lo estaba señalando hacia la puerta con un gesto severo. —Fuera, he dicho.
Con un suspiro resignado, Nicholas recogió sus cosas y salió al aire frío de la calle. La puerta se cerró tras él con un chasquido rotundo. Se detuvo un instante en la acera, mirando el letrero de Limoncillo y Hongo de la Muerte, y se encogió de hombros.
Había esperado encontrar algunos suministros, pero en cambio lo habían echado casi a empujones—Al menos lo intenté —murmuró para sí mismo, antes de emprender camino hacia Las Tres Escobas para reunirse con Ron y Hermione.
Mientras descendía por la calle adoquinada, la idea comenzó a formarse, silenciosa primero, luego más clara: el invernadero de los cursos superiores.
Podría colarse de noche, cuando nadie mirara. Sabía que allí guardaban las plantas más interesantes, y no siempre tan vigiladas como parecía. Algunas hojas secas, unas cuantas semillas… ¿quién notaría la falta? Sprout tenía ojos para todo lo que florecía en su cuidado, pero ¿también contaba cada pétalo y cada vaina?
Se mordió el interior de la mejilla, dudando. No era un ladrón, pero de que otra manera conseguiría ingredientes para practicar sin necesidad de esperar hasta quinto año, para entonces quizá sería demasiado tarde para estudiar y practicar de verdad.
El viento de las Tierras Altas le despeinó el cabello, frío y persistente. Nicholas respiró hondo. ¿De verdad era tan diferente a meter la mano en un arcón de ingredientes olvidados? Quizás sí. Quizás no.
Y, sin embargo, la semilla de la idea ya estaba plantada.
El tintinear de las campanillas sobre la puerta anunció la entrada de Nicholas en Las Tres Escobas. El calor del lugar lo envolvió de inmediato, mezclado con el aroma dulce de la mantequilla y la risa de los estudiantes. Entre la multitud reconoció enseguida las cabezas pelirroja y castaña que le hicieron señas desde una mesa apartada, casi al fondo.
—¡Nicholas! —exclamó Ron, levantándose apenas de su asiento para saludarlo.
Hermione sonrió con el mismo entusiasmo.
—Vaya, ¿y todo eso? —Ron señaló con los ojos los calderos y paquetes que Nicholas llevaba bajo el brazo. Había frascos envueltos en papel, un par de cajitas pequeñas y, en lo alto, un paquete rectangular que tenía toda la pinta de ser un libro.
—Nada interesante —respondió Nicholas enseguida, quitándole importancia mientras dejaba el montón a un lado. Notó de reojo cómo Hermione miraba con especial atención el paquete con forma de libro, y sonrió con un gesto casi imperceptible.
—¿Y ustedes? —cambió rápido de tema—. ¿Fueron a la Honeydukes? ¿y a Zonko’s?
El efecto fue inmediato. Ron comenzó a relatar con entusiasmo los escaparates de Honeydukes, donde los escaparates rebosaban de chocolate embrujado y caramelos de sabores imposibles, mientras Hermione contaba lo ingeniosos que le habían parecido algunos de los productos de Zonko, aunque reprobaba la mayoría con un gesto reacio de la cabeza.
Nicholas los escuchaba hablar, entretenido, mientras el bullicio de la taberna los arropaba en un ambiente casi hogareño. Madame Rosmerta pasó junto a ellos, y él levantó la mano.
—Tres cervezas de mantequilla, y emparedados, por favor —pidió con una sonrisa. Luego, después de una breve pausa, añadió—: …y una botella de cerveza de mantequilla para llevar.
Madame Rosmerta, que parecía la única atendiendo a toda la clientela, asintió con una sonrisa apresurada antes de desaparecer entre la multitud.
Las cervezas de mantequilla llegaron humeantes, espesas y dulces. Ron bebió de un solo trago la mitad de la suya, suspirando satisfecho, mientras Hermione se tomaba el tiempo de saborear con cautela. Nicholas, en cambio, bebió despacio, más atento a observar el lugar que a la bebida en sí. El local estaba abarrotado de estudiantes de todas las casas, y entre el ruido de conversaciones y risas, era fácil sentir que la taberna misma latía con vida.
Cuando al fin salieron a la calle, el aire frío de Hogsmeade les golpeó el rostro. Ron se frotó las manos entumecidas y echó a andar con renovado entusiasmo.
—¡Venga, tenemos que ir a ver la tienda de escobas! —exclamó, señalando la vitrina donde reposaba la flamante Saeta de Fuego rodeada de un grupo de estudiantes que no dejaban de apretar la nariz contra el vidrio.
Hermione rodó los ojos, aunque sonrió.
—No todo tiene que ser escobas, Ron. Hay otros lugares interesantes.
—¿Como qué? ¿La oficina de correos llena de lechuzas? —replicó él, divertido.
Nicholas se rio entre dientes, caminando entre ambos.
—Yo quiero dar un vistazo general, a todo lo que podamos. No todos los días tenemos permiso para recorrer un pueblo entero, además ya te dimos gusto con Honeydukes y Zonko’s.
Ron parecía debatirse entre insistir con la tienda de escobas o dejarse arrastrar por la curiosidad de los otros dos. Al final, aceptó con un encogimiento de hombros.
—Vale, pero después de tus sitios “interesantes”, Hermione, vamos a Honeydukes otra vez. Tengo que comprar una docena de ranas de chocolate para Fred y George, o no me van a perdonar.
—Siempre que no te las comas antes de volver al castillo —replicó Hermione, arqueando una ceja.
—Compraste para compartir con Harry —Pregunto Nicholas a Hermione.
—O si, con el dinero que me diste compre suficiente para ti y Harry —Respondió ella sacando un parde bolsas de papel de sus bolsillos—. No sabía que les gustaría así que compre algo de todo.
—¡Genial! Mas tarde lo probaremos.
Entre risas y comentarios, se internaron por las calles adoquinadas, deteniéndose a mirar la oficina de correos, la sastrería y los curiosos escaparates que parecían ofrecer desde relojes embrujados hasta juegos de adivinación de dudosa precisión. Nicholas caminaba con paso atento, grabando en su memoria cada fachada, cada detalle del pueblo que parecía existir a medio camino entre lo cotidiano y lo imposible.
Por primera vez en días, se permitió olvidar preocupaciones más grandes.
—Vamos a la tienda de plumas y pergaminos —declaró Nicholas, desviándose hacia una fachada estrecha con un escaparate modesto.
—Pensé que ya no querías usar plumas de ave —dijo Hermione con un dejo de burla, alzando una ceja.
—Y no lo quiero hacer —replicó Nicholas, algo resignado—. Pero envié a Egaeus con una carta para mi padre pidiéndole algunas plumas fuente, y el pobre volvió sin respuesta. Seguramente papá se ocupó y lo olvidó. Quizá aquí tengan algo similar.
—¿Egaeus? —preguntó Ron, sorprendido—. No sabía que tenías una lechuza.
—Desde este año —respondió Nicholas, sin dar más explicaciones.
Al empujar la puerta, un suave tintineo anunció su entrada. El local estaba desierto y perfectamente ordenado: pilas de pergaminos en tonos marfil, sepia y gris se apilaban en los estantes; algunos cambiaban de color lentamente como si respiraran, otros se anunciaban como perfumados. Un cartel sobre un estante en apariencia vacío rezaba: Pergamino invisible.
Del lado opuesto, una vitrina repleta de frascos de tinta resplandecía con tonalidades que iban del negro más profundo al dorado líquido, pasando por azules que parecían fragmentos de cielo y verdes con reflejos metálicos. Más allá, colgadas con delicadeza, reposaban plumas de toda clase: de águila, de cuervo, de fénix falso, incluso una sección entera dedicada a plumas encantadas que prometían no derramar jamás una gota de tinta.
Ron y Hermione, que habían entrado con desgano, pronto se vieron atrapados por las curiosidades del lugar, probando el grosor de un pergamino que cambiaba de textura bajo los dedos y discutiendo si sería práctico o no.
Nicholas, en cambio, se dirigió directamente al mostrador, donde una mujer mayor, de rostro amable y ojos chispeantes detrás de unos anteojos redondos, lo observaba con una sonrisa.
—¿Buscas algo en especial, cariño? —preguntó con voz cálida, acomodándose un mechón de cabello gris detrás de la oreja.
—Busco plumas fuente —dijo Nicholas con decisión, apoyando suavemente las manos en el mostrador.
La mujer lo miró con una ligera confusión, ladeando la cabeza.
—¿Plumas… fuente? —repitió, como si saboreara la palabra extraña.
—Sí, son plumas con un pequeño depósito interno que se rellena con tinta y la va liberando poco a poco al escribir. No hace falta estar mojándolas cada tanto en el tintero… —explicó Nicholas, dibujando con los dedos en el aire la forma del mecanismo.
La dependienta parpadeó un par de veces antes de soltar una risita suave.
—Oh, cariño… hablas de plumas muggles. Debiste decirme desde el principio. Claro que tenemos algunas, aunque han sido modificadas para que puedan llenarse con tinta normal.
Se inclinó detrás del mostrador y sacó un pequeño cofre de madera barnizada. Al abrirlo, un puñado de plumas relucientes descansaba en un lecho de terciopelo: de metal pulido, con acabados de latón o plata, y boquillas delicadamente trabajadas.
—Me llevaré cinco —dijo Nicholas sin pensarlo mucho—. Y un par de frasquitos de tinta también.
—Muy bien, cielo —respondió la mujer, comenzando a envolver el pedido en un papel con ligeros destellos dorados.
Mientras tanto, Hermione había estado examinando los estantes cercanos. Sus dedos recorrieron un lote de pergaminos que se tornaban lentamente de azul a verde, de verde a púrpura, como si un arcoíris se deslizara en sus fibras.
—Son preciosos —comentó, con brillo en los ojos—. Me llevaré un par. Enviaré una carta a mis padres con esto, mamá estará encantada.
—Siempre pensando en la familia —bufó Ron con una sonrisa, aunque él mismo no podía apartar la vista de un frasco de tinta que resplandecía en rojo rubí, como si estuviera vivo.
Nicholas lo observó, y sin dudarlo, pidió a la dependienta que añadiera ese frasco a su compra.
—¡Eh, no hace falta! —protestó Ron de inmediato, poniéndose colorado hasta las orejas—. De verdad, Nicholas, yo…
—Ya está hecho —lo interrumpió Nicholas con una sonrisa tranquila, ignorando su intento de negarse.
Ron carraspeó, incómodo, pero visiblemente agradecido, bajando la vista para que no notaran cómo se le encendía el rostro.
—Y ese azul, por favor —añadió Nicholas señalando otro frasco—. Lo guardaré para Harry.
La dependienta asintió complacida, envolviendo los frascos junto a las plumas. El tintineo de la caja registradora mágica acompañó el final de la compra, y al salir de la tienda, cada uno llevaba bajo el brazo su pequeño tesoro: Hermione con sus pergaminos de colores, Ron con su tinta rubí, y Nicholas con las plumas fuente… y un recuerdo reservado para Harry.
—¿A qué se dedica tu padre, Nicholas? —preguntó Hermione de pronto en cuanto salieron del lugar, con esa franqueza que solía descolocar a más de uno—. Parece que te da bastante… mesada.
—Papá es productor musical —respondió Nicholas, dejando escapar una leve risa—. Bueno, la mesada es buena. Antes de venir a Hogwarts, cuando iba a la escuela muggle, me daba una cantidad semanal. Cuando supo que entraría aquí, y como es un internado, me dio la mesada de todo el año de una vez, porque no íbamos a vernos seguido. Como no sabía si aceptarían dinero muggle en la escuela, lo cambié todo a galeones. Imagínate mi sorpresa cuando descubrí que dentro del castillo no había tiendas.
—¡Oh! —exclamó Hermione, sorprendida—. Con mis padres pasó algo parecido. Al final, con el dinero que me dieron compré algunos libros extra.
—Qué bien. ¿Y a qué se dedican? —preguntó Nicholas, aunque ya lo sabía perfectamente.
—Son dentistas. Tienen su consultorio en Londres.
—¡Genial! —respondió Nicholas con naturalidad—. ¿Y les has contado cómo es la higiene bucal de los magos?
Hermione asintió con un gesto divertido.
—Sí. Se quedaron aterrados. Dicen que la magia y las pociones no deberían encargarse de los dientes. Me hicieron prometer que seguiría mi rutina de cepillado… y con el retenedor.
Ron, que había estado escuchando la conversación con expresión confusa, frunció el ceño.
—Perdonad, pero… ¿qué es una mesada?
Hubo un silencio de un par de segundos, y luego Nicholas y Hermione soltaron una carcajada casi al unísono, mientras Ron los miraba con creciente indignación.
—¿Qué? ¿Qué dije ahora? —insistió, ruborizándose.
Lo cual solo provocó que Hermione riera más fuerte, y Nicholas negara con la cabeza, todavía sonriendo
El sol de la tarde comenzaba a descender sobre los tejados inclinados de Hogsmeade, tiñendo las chimeneas de un dorado suave. El bullicio del pueblo se había aplacado un poco, aunque seguían pasando estudiantes cargados de bolsas y dulces, apurando las últimas compras antes de regresar al castillo.
Después de recorrer escaparates y tiendas, Nicholas se detuvo frente a un pequeño local que parecía pasar desapercibido entre los demás. En el escaparate había pergaminos enrollados, brújulas mágicas y relojes de arena que giraban solos. Sin pensarlo mucho, entró y salió pocos minutos después con un paquete sencillo en la mano.
—¿Qué compraste ahora? —preguntó Ron, arqueando una ceja.
—Un mapa de Hogsmeade —respondió Nicholas con calma—. Es para Harry, le servirá cuando pueda venir.
Guardó el paquete en el caldero y añadió, casi para sí mismo:
—Tal vez debería comprar una cámara… a papá le gustaría ver fotos del lugar.
Hermione abrió mucho los ojos, sorprendida, pero fue Ron quien reaccionó primero, con un bufido.
—Por favor dime que no serás como Creevey. Ya tenemos suficiente con dos de esos.
Nicholas soltó una risa baja, negando con la cabeza.
—No, nada de eso. Quizás solo algunas fotos de todos nosotros. Un par de recuerdos, nada más.
—Eso sería encantador —se apresuró a decir Hermione, con una sonrisa luminosa.
Ron puso los ojos en blanco, pero no añadió nada. Caminaban ya por la calle principal, y el murmullo de los demás estudiantes les recordaba que pronto deberían volver al castillo.
Chapter 18: Capítulo 18.
Chapter Text
El sendero de regreso al castillo se extendía bajo un cielo que comenzaba a teñirse de violeta. El aire era más frío allí, lejos del calor de la aldea, y Nicholas sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
Se detuvo un momento y extendió su caldero lleno de compras hacia Ron.
—¿Me ayudas un momento?
—Claro —dijo Ron enseguida, ajustándose la bufanda mientras tomaba el peso del caldero.
Nicholas sacó la varita del bolsillo de su túnica y la sostuvo firme.
—Calore Vestis —murmuró, apuntando primero a su bufanda, luego a su capa. Repitió el encantamiento un par de veces hasta sentir un calor agradable envolverlo.
—Genial —dijo Ron con una mezcla de asombro y envidia—. ¿Podría…?
—Claro. —Nicholas sonrió y repitió el hechizo sobre las prendas de su amigo.
En ese momento, Hermione alzó la voz con entusiasmo:
—¡Oh, miren! —dijo, señalando un poste de madera en una bifurcación—. “La Casa de los Gritos”.
Nicholas apretó los labios, tenso. Había tratado de evitar esa dirección, temiendo lo que podía desencadenar su cercanía al lugar. No quería ni ver el lugar, no aún. Con un movimiento rápido, levantó la manga de la túnica y mostró el reloj.
—Hermione, es muy tarde. Creo que será para la próxima.
Ella dudó un instante, pero asintió con una sonrisa resignada.
—Tienes razón. La próxima vendremos más temprano. Dicen que es la casa más embrujada del país.
Mientras retomaban el sendero, Nicholas sintió un nudo en el estómago. El frío de las Tierras Altas se colaba otra vez por el cuello de su túnica, pese al encantamiento. Si a nosotros nos cala así… ¿Cómo debe estar Canuto, allá fuera, solo?
El pensamiento lo persiguió en silencio hasta que las torres iluminadas de Hogwarts aparecieron, dominando el horizonte.
—Aquí tienes —dijo Ron—. Hemos traído todos los que pudimos.
Un chaparrón de caramelos de brillantes colores cayó sobre las piernas de Harry.
Ya había anochecido por completo, y Ron, Hermione y Nicholas acababan de aparecer en la sala común, con las mejillas encendidas por el frío viento.
—Gracias —dijo Harry, cogiendo un paquete de pequeños y negros diablillos de pimienta—. ¿Cómo es Hogsmeade? ¿A dónde habéis ido?
Antes de que Ron o Hermione pudieran contestar, Nicholas se inclinó hacia él, tomando el control de la conversación con voz calmada, sin la exaltación que Ron solía mostrar.
—Oh, Harry, el lugar es encantador. —Sacó de su caldero el mapa que había comprado—. Es como una aldea muggle, pero mágica. No sabía que muchas de las tiendas del Callejón Diagon tenían también sede en Hogsmeade.
Hermione, comprendiendo enseguida la intención de Nicholas, se apresuró a añadir:
—Sí, Harry, Dervish y Banges, Pelajes y Plumas… ¡y la oficina de correos! Había unas doscientas lechuzas, todas alineadas en anaqueles, con claves de colores que indicaban la velocidad de cada una. Eso fue muy interesante.
Ron, captando la sutileza un instante después, se inclinó sobre el mapa que Harry observaba con atención y señaló con el dedo.
—Y aquí están Las Tres Escobas. Nos tomamos un par de cervezas de mantequilla caliente, con espuma. Nos pareció ver un ogro. Hay de todo tipo de gente…
—¡Ah, sí! —dijo Nicholas, alzando un poco la voz con emoción.
Hurgó un momento en su caldero hasta sacar una botella de cerveza de mantequilla. La destapó con rapidez, sacó su varita y tocó el vidrio mientras pronunciaba con firmeza:
—Calefactum.
El líquido se calentó de inmediato, desprendiendo vapor dulce. Nicholas se la tendió a Harry con una sonrisa.
Hermione y Ron lo miraron, dándose cuenta de que tal vez no habían pensado tanto en su amigo como lo había hecho Nicholas.
—Gracias —dijo Harry, emocionado, aceptando la botella.
—Te gustará. De verdad reconforta —aseguró Ron.
Harry bebió, y por la expresión en su rostro era evidente que le había encantado.
—¿Y tú qué has hecho? —preguntó Hermione, curiosa.
—No mucho —respondió Harry—. Lupin me invitó a un té en su despacho. Y entró Snape…
Les contó lo de la copa. Ron se quedó con la boca abierta.
—¿Y Lupin se la bebió? —exclamó—. ¿Está loco?
Mientras Ron exclamaba incrédulo, Nicholas se recostó ligeramente en el sillón, observando en silencio a Harry.
Tal como lo había supuesto, pensó. Al dejarlo solo, todo siguió el curso que recordaba. Esa tarde Harry había visto a Snape entregarle la poción Matalobos a Lupin. Claro, Harry no lo sabía, pero era una señal de que pronto Lupin se ausentaría.
Había algo reconfortante en comprobar sus deducciones, aunque al mismo tiempo le revolvía el estómago pensar en cuán poco margen de maniobra tenía para alterar algunos sucesos, si es que llegaba a poder hacerlo.
Se levantó cuando Hermione anunció que ya era hora de ir al banquete. Con un gesto distraído, Nicholas dejó su caldero a un lado del sofá, bien acomodado en un rincón de la sala común, y siguió a los otros dos por el pasadizo hacia el Gran Comedor.
Las conversaciones de Ron y Hermione se mezclaban con el murmullo de los demás estudiantes que bajaban en tropel, pero Nicholas apenas escuchaba, ahora más consciente que nunca de que esa noche dormirían en el Gran Comedor.
El banquete de Halloween se desarrolló con normalidad: calabazas encantadas flotando en lo alto, murciélagos que revoloteaban entre los candelabros y platos repletos de comida que parecían no acabarse nunca. Las conversaciones, las risas y los brindis llenaron el Gran Comedor hasta que, poco a poco, los estudiantes comenzaron a levantarse y a dirigirse a sus dormitorios.
Nicholas caminaba junto a Harry, Ron y Hermione, siguiendo al resto de Gryffindor por los pasillos iluminados por las antorchas. Subieron los últimos tramos de escaleras, aun comentando la decoración del banquete y el espectáculo de los fantasmas, cuando al llegar al corredor que conducía al retrato de la Señora Gorda se encontraron con un gentío.
—¿Por qué no entran? —preguntó Ron intrigado, poniéndose de puntillas.
—El retrato está cerrado —dijo Harry rápidamente, tras asomar la cabeza entre las personas.
Nicholas, impasible, observaba todo con un aire desconcertado. Una parte de él se debatía: ¿fingir sorpresa como los demás o mantenerse serio? Al final decidió lo segundo. No tenía intención de mentir o actuar delante de los chicos.
—Déjenme pasar, por favor —dijo la voz de Percy, que trataba de abrirse paso con aire de superioridad—. No es posible que nadie se acuerde de la contraseña. ¡Déjenme pasar, soy el Premio Anual!
El murmullo cesó de pronto. Fue como si un aire frío hubiera recorrido el pasillo. Y entonces, la voz de Percy sonó estridente, cargada de alarma:
—¡Que alguien vaya a buscar al profesor Dumbledore, rápido!
Las cabezas se giraron y los de atrás se estiraron sobre la punta de los pies para ver mejor.
—¿Qué sucede? —preguntó Ginny, que acababa de llegar.
No pasó mucho antes de que el director apareciera, avanzando con rapidez por el corredor. Los alumnos de Gryffindor se apartaron para dejarle paso, y Harry, Ron y Hermione se acercaron también. Nicholas se deslizó detrás de ellos, aún con su expresión seria.
—¡Qué diablos…! —exclamó Hermione al fin, llevándose una mano a la boca.
Nicholas, sin fingir, miró entre las cabezas como hacían los demás. El retrato estaba vacío. La Señora Gorda había desaparecido, y el lienzo había sido desgarrado con tal violencia que trozos enteros colgaban o yacían en el suelo.
Dumbledore recorrió la escena con la mirada, y sus ojos se tornaron sombríos al ver acercarse a McGonagall, Lupin y Snape.
—Hay que encontrarla —ordenó con calma—. Profesora McGonagall, por favor, dígale al señor Filch que busque a la Señora Gorda en todos los cuadros del castillo.
—¡No la encontrarán! —canturreó una voz burlona desde arriba.
Era Peeves, flotando con deleite sobre la multitud.
—¿Qué quieres decir, Peeves? —preguntó Dumbledore con voz tranquila.
La sonrisa del poltergeist se borró al instante. Sin atreverse a tomarle el pelo al director. Con un tonillo empalagoso, Peeves contestó:
—Le da vergüenza, señor director… No quiere que la vean. Está hecha un desastre. La vi corriendo por los paisajes hacia el cuarto piso, esquivando árboles y gritando como una loca —añadió con fingida lástima.
—¿Dijo quién lo había hecho? —preguntó Dumbledore en voz baja.
—Sí, señor director —replicó Peeves, como si saboreara la revelación—. Se enfadó con ella porque no le dejaba entrar, ¿sabe? Ese Sirius Black tiene un genio… insoportable.
Un murmullo recorrió el pasillo como un soplo helado. Los alumnos de Gryffindor se miraban entre sí con ojos desorbitados, y un par de chicas de primero rompieron a llorar. Dumbledore se volvió hacia ellos con expresión grave, pero sin alzar demasiado la voz, y ese tono bastó para imponer silencio.
—Todos los estudiantes de Gryffindor me acompañarán al Gran Comedor —indicó con serenidad.
El grupo se agitó, sobresaltado. Percy alzó la barbilla como si aquello lo incluyera en la responsabilidad de organizar la marcha.
—Vamos, vamos, en fila. ¡No empujen! ¡Mantengan la calma! Los pequeños no se separen.
Nicholas, que permanecía unos pasos detrás de Harry y Hermione, observaba la escena con impasibilidad.
Los profesores McGonagall y Snape, serios y tensos, se encargaban de mantener la columna unida mientras los alumnos descendían por las escaleras. Ron se inclinó hacia Harry.
—¿De verdad crees que Black estuvo aquí? —susurró, con un hilo de voz.
Harry no respondió, pero Nicholas notó cómo se crispaban sus dedos alrededor del mapa de Hogsmeade.
El Gran Comedor ya no estaba decorado con las calabazas flotantes de antes. Los elfos domésticos habían retirado la vajilla y, diez minutos después, llegaron también los estudiantes de las demás casas, todos confundidos.
—Los demás profesores y yo tenemos que llevar a cabo un rastreo por todo el castillo —anunció Dumbledore, mientras McGonagall y Flitwick cerraban las puertas del Gran Comedor con intricados movimientos de varita—. Me temo que, por su propia seguridad, tendrán que pasar aquí la noche. Quiero que los prefectos monten guardia en las puertas del Gran Comedor y dejo de encargados a los dos Premios Anuales. Comuníquenme cualquier novedad por medio de algún fantasma.
El profesor Dumbledore se detuvo antes de salir del Gran Comedor y añadió:
—Bueno, creo que necesitarán…
Con un par de movimientos de su varita, las mesas se movieron suavemente a los lados y luego el suelo quedó cubierto de sacos de dormir.
—Felices sueños —dijo el profesor Dumbledore, antes de cerrar la puerta.
—Detesto dormir en el suelo —declaró Nicholas, agachándose para tomar un par de sacos—. Esto es un chiste…
Nicholas se dio la vuelta para ver lo que hacían sus amigos. Ron y Hermione mantenían un ceño de preocupación en el rostro, mientras Harry parecía deliberar si debía decir algo.
Los murmullos dejaron de serlo y, en cuestión de segundos, el Gran Comedor bullía con gritos y exclamaciones.
—¡Todos a los sacos! —gritó Percy—. ¡Ahora mismo, se acabó la charla! ¡Apagaré las luces dentro de diez minutos!
—Vamos —dijo Ron, recogiendo uno de los sacos.
Hermione y Harry hicieron lo mismo, y los cuatro se dirigieron a un rincón.
—¿Creen que Black sigue en el castillo? —susurró Hermione con preocupación.
—Evidentemente, Dumbledore piensa que es posible —dijo Ron.
—Muy posiblemente ya se fue; después de hacer algo como eso era evidente que no pasaría desapercibido —añadió Nicholas.
—Es una suerte que haya elegido esta noche, ¿se dan cuenta? —dijo Hermione—. La única noche que no estábamos en la torre...
Nicholas, aún de pie, apiló los sacos que había tomado, se quitó la capa y la enrolló para usarla como almohada.
—Junten más sus sacos —dijo Nicholas, ante la mirada extrañada de los tres—. Ron, mueve el tuyo para este lado.
Ron obedeció, dejando dos sacos a ambos lados.
—¡Voy a apagar las luces ya! —gritó Percy—. Quiero que todo el mundo esté metido en el saco y callado.
—Por Merlín, Ron, tu hermano es insufrible —apuntó Nicholas en voz alta.
—Dímelo a mí, tú solo lo aguantas dentro de la escuela.
Una vez que los cuatro estuvieron en sus sacos, Nicholas sacó su varita y, haciendo un movimiento circular sobre ellos, dijo:
—Muffliato.
—¿Para qué fue eso? —preguntó Harry—. Recuerdo que lo utilizaste…
—Ya no nos escucharán. Solo hablen en voz baja.
—Vaya, qué útil —se apresuró a decir Hermione.
—¿Creen que con la huida no sabrá en qué día vive? —dijo Ron—. No se ha dado cuenta de que es Halloween. De lo contrario, habría entrado aquí.
Hermione se estremeció.
—Sinceramente no lo creo, Ron. Es demasiada coincidencia. Además, aquí también estarían los profesores y los estudiantes mayores.
—¿Cómo ha podido entrar? ¿Cómo sabía dónde estaba la entrada de la sala común? —preguntó Harry en voz baja.
—A lo mejor sabe cómo aparecerse —dijo Ron—. Papá, Bill y Charlie saben hacerlo.
Entonces todas las velas se apagaron a la vez, dejando el espacio sumido en una oscuridad interrumpida solo por el leve resplandor de los fantasmas y el cielo encantado del Gran Comedor.
—Ron, no se puede aparecer dentro de los terrenos de la escuela —le dijo Nicholas.
—Así es, deberías leer Hogwarts: Una historia, Ron —añadió Hermione—. El castillo no está protegido solo por muros, sino también por todo tipo de encantamientos para evitar que nadie entre furtivamente. No es tan fácil aparecerse aquí. Y los dementores vigilan los terrenos; no podría haber entrado volando. Y escuchaste al profesor Dumbledore en la cena de inicio de año: no se les puede engañar con disfraces.
—¿Y la entrada a la sala? ¿Cómo lo supo? —preguntó Ron con suficiencia.
—Ron, él estudió aquí. Además, fue un Gryffindor…
—¿Qué? —exclamaron sus amigos, más fuerte de lo necesario.
—¿Cómo sabes eso? —se apresuró a preguntar Hermione.
—Pensé que todos lo sabían… —respondió escuetamente Nicholas.
—¡¿Es un Gryffindor?! —exclamó Ron, consternado.
—No creerán que los magos oscuros solo salen de Slytherin, ¿o sí?
No hubo respuesta.
—Las casas de Hogwarts solo son importantes dentro de la escuela. Una vez afuera no importa. En la última guerra había mortífagos de todas las casas… ser un valiente león no quita la maldad del corazón.
Pronto los susurros se fueron apagando y el silencio en la sala solo era interrumpido por las breves conversaciones de los fantasmas con los prefectos.
Hacia las tres de la mañana, Harry preguntó en voz baja:
—¿Siguen despiertos?
—Sí —respondieron los tres en un susurro.
Pero entonces las puertas del Gran Comedor se volvieron a abrir. Los cuatro permanecieron inmóviles, atentos.
—¿Han encontrado algún rastro de él, profesor? —se escuchó preguntar a Percy.
—No. ¿Por aquí todo bien? —respondió la voz de Dumbledore.
—Todo bajo control, señor.
—Bien. No vale la pena moverlos a todos ahora. He encontrado un guardián provisional para el agujero del retrato de Gryffindor. Mañana podrán volver a sus salas.
—¿Y la Señora Gorda, señor?
—Se había escondido en un mapa de Argyllshire, en el segundo piso. Parece que se negó a dejar entrar a Black sin la contraseña, y por eso la atacó. Sigue muy consternada, pero en cuanto se tranquilice le diré al señor Filch que restaure el lienzo.
La puerta volvió a crujir y se escucharon los pasos de alguien más.
—¿Señor director? —dijo Snape—. Hemos registrado todo el primer piso. No estaba allí. Y Filch ha examinado las mazmorras. Tampoco ha encontrado rastro de él.
—¿Y la torre de Astronomía? ¿Y el aula de la profesora Trelawney? ¿Y la torre de las lechuzas?
—Lo hemos registrado todo...
—Muy bien, Severus. La verdad es que no creía que Black prolongara su estancia aquí.
—Se los dije —susurró Nicholas, que fue callado inmediatamente con tres ¡Shhh!
—¿Tiene alguna idea de cómo pudo entrar, profesor? —preguntó Snape.
—Harry, no —dijo Hermione, deteniendo a su amigo cuando este trató de incorporarse para mirar.
—Muchas, Severus, pero todas igual de improbables.
—¿Se acuerda, señor director, de la conversación que tuvimos poco antes de… comenzar el curso? —preguntó Snape.
—Me acuerdo, Severus —dijo Dumbledore.
—Parece… casi imposible… que Black haya podido entrar en el colegio sin ayuda desde dentro. Expresé mi preocupación cuando usted señaló…
—No creo que nadie de este castillo ayudara a Black a entrar —dijo Dumbledore de manera cortante.
Snape no contestó.
—Tengo que bajar a ver a los dementores. Les dije que les informaría cuando hubiéramos terminado el registro.
—¿No quisieron ayudarnos, señor? —preguntó Percy.
—Sí, desde luego —respondió Dumbledore fríamente—. Pero me temo que, mientras yo sea director, ningún dementor cruzará el umbral de este castillo.
Primero se escucharon los pasos de Dumbledore y, un par de minutos después, el ondear de la capa de Snape alejándose.
—¿De qué hablaban? —preguntó Ron.
—Snape está insinuando que alguien dentro del castillo está ayudando a Black… —respondió Nicholas—. Pero si es así, ¿por qué lo ayudaron a entrar justo cuando todos estamos en el Gran Comedor? ¿Qué quería encontrar?
Nicholas dejó caer las preguntas en sus amigos, permitiendo que las dudas se implantaran en Ron y Hermione, así como ya lo habían hecho en Harry.
Chapter 19: Capítulo 19.
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Los días siguientes a la improvisada acampada en el Gran Comedor —una experiencia que a muchos les había parecido emocionante, pero que a Nicholas solo le había dejado dolor en la espalda— habían convertido al castillo en un hervidero de rumores. Hogwarts siempre había sido así, un caldero hirviente de exageraciones que crecían de boca en boca, y a las que cada persona añadía su propio toque. Había sucedido en primer año con la pérdida de puntos, en segundo con Harry hablando Pársel y la Cámara de los Secretos, pero con la irrupción de Black en el castillo los rumores habían alcanzado un nivel absurdo. Hermione ya se había cansado de corregir teorías imposibles sobre cómo Black había entrado; Nicholas, en cambio, escuchaba sin comentar, aunque por dentro se burlaba de la facilidad con que la gente alimentaba sus propios miedos.
Para colmo, la misma mañana en que regresaron a la torre de Gryffindor, descubrieron que el reemplazo de la señora gorda resultaba insoportable. El caballero del retrato, Sir Cadogan, se había dedicado a cambiar la contraseña cada día —a veces cada pocas horas— y retaba a duelo a cualquiera que se quedara demasiado tiempo frente a su marco.
Nicholas, que llevaba casi cuarenta minutos esperando a que un prefecto o quien fuera apareciera para dejarlo entrar, atravesó al fin el hueco del retrato cuando dos chicos de quinto salieron de la sala.
—¡Lo que le hizo Black al cuadro de la señora gorda no es nada en comparación con lo que le voy a hacer si este idiota sigue cambiando la contraseña! —soltó en voz alta, provocando risitas nerviosas entre un grupo de segundo año sentado cerca de la chimenea.
Ron, tumbado en un sillón, le lanzó una mirada divertida.
—No eres el único que quiere hacerlo. ¿Dónde estabas, Nick? —preguntó con una sonrisa torcida.
—Llevo cuarenta minutos afuera. Cambiaron la contraseña desde esta mañana; estuve a punto de encenderle fuego al maldito marco —dijo Nicholas, dejando caer su mochila.
—No deberías hablar así, Nicholas —dijo Hermione con ese tono de advertencia que había empezado a usar cuando él hacía declaraciones poco amistosas—. Después de lo que ocurrió, es normal que refuercen la seguridad.
—Reforzar la seguridad, sí —replicó él con calma—. Pero cambiar la contraseña cada pocas horas no es seguridad, es una pérdida de tiempo.
Hermione, incapaz de refutar, volvió a sus deberes.
Harry, sentado en silencio, esbozó apenas una sonrisa cansada. Nicholas lo notó, y su fastidio se suavizó; al fin y al cabo, él la estaba pasando peor que nadie. Con Ron y Hermione siguiéndolo a todas partes, Percy vigilando con igual intensidad, y los profesores orbitando sobre él cada vez que cruzaba un pasillo, la situación se había vuelto sofocante.
Nicholas, también agobiado por la vigilancia, había empezado a procurar momentos de distancia con el trío. No los dejaba de lado: seguían compartiendo la sala común, la biblioteca y el comedor. Pero necesitaba tiempo a solas para continuar con sus estudios de pociones y artes oscuras sin el peligro de que el premio anual —Percy— o algún profesor estuviera sobre su hombro.
Por eso, en las mañanas o en cuanto las clases terminaban, solía desaparecer durante sus horas libres entre clases, refugiándose en la biblioteca o en algún pasillo apartado, con la excusa de adelantar deberes. En realidad, aprovechaba para hundirse en sus lecturas sobre la magia oscura de la Edad Media, un tema que lo absorbía con obstinación, tomando nota de hechizos y encantamientos que podrían ser útiles. Ron y Hermione se habían dado cuenta de sus escapadas, pero no parecían interesarse demasiado; estaban demasiado ocupados orbitando alrededor de Harry.
Harry, por su parte, agradecía en parte no tener otro par de ojos encima. Y, aun así, había comenzado a notar la ausencia. La actitud indiferente de Nicholas respecto a lo que estaba sucediendo con Black era, en cierto modo, un alivio: no lo presionaba con preguntas ni lo trataba como si fuera de cristal. Pero ese mismo silencio, esa distancia que Nicholas imponía, empezaba a disgustarle más de lo que quería admitir.
—¿Dónde estabas, Nick? —preguntó esta vez Harry. Su voz arrastraba algo distinto. Nicholas levantó la vista y se encontró con el ceño fruncido de su amigo. Algo no estaba bien.
—¿Sucedió algo? —preguntó Nicholas.
Entonces Harry le contó lo sucedido aquella tarde tras la clase de Transformaciones. La profesora McGonagall lo había hecho quedarse, y con gesto severo le había advertido que Black lo estaba buscando; por ese motivo estuvo a punto de no poder asistir a sus entrenamientos de quidditch.
Nicholas lo dejó hablar. Cuando Harry terminó, se quedó unos segundos en silencio, como si pesara cada palabra antes de responder. Finalmente, preguntó con calma, tratando de ocultar la irritación que le provocaba aquella afirmación de la profesora McGonagall:
—¿Cómo lo saben? ¿Cómo pueden estar tan seguros de que va por ti y no por alguien o algo más?
Harry lo miró como si no entendiera la pregunta. Nicholas, sin apartar la vista, continuó:
—¿Les consta que de verdad es a ti a quien busca? ¿O solo están suponiendo?
—Bueno… después de los dos últimos años… —murmuró Ron, que calló de golpe tras un codazo de Hermione. El color le subió al rostro.
Nicholas entrecerró los ojos. Sabía que debía fingir ignorancia, pero tal vez aquel era el momento de obtener respuestas oficiales.
—¿Algo que deba saber? —insistió, ahora mirando directamente a Harry. Y bajando un poco la voz, añadió—: Sabes que no tienes que contarme si no quieres, ¿cierto?
Harry le sostuvo la mirada durante unos segundos. Luego, con un suspiro, se inclinó hacia él.
—Haz eso que haces… Muffliato.
Nicholas alzó una ceja, sorprendido. Con un leve gesto de varita, murmuró el encantamiento, y un murmullo invisible se extendió alrededor de ellos.
Harry tragó saliva. Por fin, con un hilo de voz que fue cobrando fuerza a medida que hablaba, empezó a contarle lo que había evitado durante el último mes, por miedo a que Nicholas no le creyera. Así, relató las aventuras que habían vivido en primero y segundo año, apoyado por las breves intervenciones de Ron y Hermione.
Cuando Harry terminó de hablar, el silencio se extendió entre los cuatro. El murmullo artificial del Muffliato parecía amplificar la incomodidad en el aire. Harry lo miraba con cautela, como si temiera que Nicholas pensara que todo era una invención disparatada.
—Vaya —dijo Nicholas al fin, sin emoción aparente.
Harry abrió la boca, nervioso, pero las palabras no salieron.
—¿Por qué no me lo habías contado antes? —preguntó Nicholas, ladeando apenas la cabeza.
—Bueno… no todos creen que sea verdad —respondió Harry en voz baja.
—Nosotros estuvimos ahí y, aun así, a veces parece increíble —se apresuró a añadir Ron, colorado hasta las orejas. Hermione asintió con seriedad, apoyando las palabras de su amigo.
Nicholas los observó un momento más, y luego asintió despacio.
—Ya lo creo. Bueno, me agrada saber que han tenido la confianza de contármelo.
El rostro de Harry había recuperado algo de color, como si aquellas palabras hubieran disuelto un peso que cargaba desde hacía tiempo. Un sentimiento de alivio se reflejó en sus ojos verdes. Sintiéndose extrañamente expuesto, pero al mismo tiempo aliviado.
Nicholas se recostó contra el respaldo del sillón y, tras un breve silencio, declaró con naturalidad:
—¡Vaya! Este lugar es un peligro.
Ron soltó una carcajada nerviosa, Hermione negó con la cabeza y Harry, por primera vez en días, rio de verdad.
—¿Sus padres saben todo eso? —preguntó Nicholas, arqueando una ceja—. Si yo le contara a mi padre que estuve involucrado en todo eso, me sacaría de la escuela de inmediato.
Harry bajó la mirada.
—Bueno… a mis tíos no les interesa. Y no creo que alguna vez me vayan a preguntar por la escuela.
Hermione, que hasta ese momento había permanecido callada, adoptó un tono rosa en las mejillas. Nicholas lo notó al instante.
—Vaya, señorita Granger… ¿les guarda secretos a sus padres? —dijo con sorna ligera.
—Bueno… si les contara, estarían demasiado preocupados. Tal vez incluso buscarían otra escuela —murmuró Hermione.
—Papá sabe la mayoría —intervino Ron encogiéndose de hombros—. Después de lo que le pasó a Ginny el año pasado… en verano se esforzó por enseñarnos cómo evitar ese tipo de objetos. El viaje a Egipto estuvo lleno de discursos sobre maldiciones y objetos peligrosos.
Nicholas los miró a todos con una mezcla de curiosidad y escepticismo.
—Supongo que tener padres magos hace las cosas un poco más fáciles… —comentó, dejando escapar una sonrisa ladeada—. Aunque los padres muggles no estarían muy satisfechos.
Hermione enderezó la espalda y, aunque vacilante, replicó con seguridad:
—Es diferente en el mundo mágico. La escuela es más antigua que el propio ministerio y siempre ha tenido autonomía. Y, bueno, tal vez estamos demasiado acostumbrados a que las cosas sean un poco… caóticas.
Nicholas sonrió de medio lado.
—Bueno, me parece peligroso que una escuela tenga tanta autonomía… tal vez sea por eso por lo que las normas dentro de la escuela sean tan poco claras. Creo que los padres, o por lo menos el ministerio, deberían saber qué sucede dentro de la escuela.
—Podría ser, pero creo que lo mejor es que la escuela conserve su autonomía —se apresuró a decir Hermione—. Si la escuela estuviera bajo la mano del ministerio, la educación adquiriría un tono político…
—Tal vez sea así, Mione, pero te das cuenta de que, debido a la autonomía de la escuela, posiblemente nadie fuera del castillo —o bueno, de nosotros y del director— sepa que El que no debe ser nombrado sigue ahí afuera, o lo que podrían ser los restos retorcidos de él. ¿No todos deberían saberlo? ¿No lo debería estar buscando el ministerio?
Las palabras de Nicholas quedaron suspendidas en el aire, más pesadas de lo que parecían. Harry se dio cuenta de que nunca había pensado en Hogwarts de esa manera; siempre lo había visto como un refugio, el único lugar donde se sentía en casa. Pero escucharlo con esa lógica tan fría y sensata lo obligaba a reconocer lo obvio: el colegio estaba lejos de ser seguro.
Una inquietud lo recorrió como un escalofrío. Miró hacia las llamas de la chimenea, que parpadeaban vivas, y se preguntó si la seguridad que sentía allí no era más que un fuego frágil, listo para apagarse al menor soplo.
Nicholas se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas, y retomó el punto inicial de la conversación.
—A ver, lo que dice Ron puede ser solo un hecho, parece que todas esas cosas persiguen a Harry —dijo Nicholas, provocando que Harry se sonrojara, incómodo—. Pero lo que me pregunto es… ¿cómo sabe McGonagall que Black va tras ti, Harry? —su tono no sonaba desafiante, pero sí incómodamente lógico—. ¿Solo hacen una declaración sin fundamentos o realmente hay pruebas de ello? Porque si las hay, entonces te están ocultando información.
Hermione levantó la cabeza de golpe, con el ceño fruncido.
—¡Claro que deben de tener fundamentos! —replicó con un dejo de molestia—. Los profesores no irían diciendo algo así a la ligera.
—¿Y entonces por qué no lo dicen claramente? —preguntó Nicholas sin levantar la voz, con la calma que más irritaba a Hermione—. ¿No debería Harry saber qué pruebas tienen, siendo él a quien supuestamente buscan?
Hermione apretó los labios, como si quisiera discutir, pero las palabras no terminaban de salirle. Nicholas notó la vacilación.
Harry, que había estado callado hasta entonces, se removió en su asiento.
—En verano… justo antes de volver, escuché a los padres de Ron discutiendo sobre algo.
Ron levantó la cabeza, sorprendido.
—¿Qué sucedió, amigo? —preguntó con urgencia.
Harry bajó la voz.
—Tu padre estaba discutiendo con tu madre sobre si debía decirme que tuviera cuidado… que Black iba tras de mí.
—¿Y cómo sabe eso? —insistió Nicholas, ladeando la cabeza.
Harry tragó saliva antes de responder.
—El señor Weasley dijo que el ministro Fudge quería mantenerlo en secreto. Que él estuvo en Azkaban la noche de la fuga de Black, y que los guardias le contaron que hacía tiempo que Black hablaba en sueños. Decía: “Está en Hogwarts, está en Hogwarts.” —el eco de la frase le puso un nudo en la garganta—. El señor Weasley piensa que Black cree que con mi muerte Voldemort volvería al poder.
Ron se estremeció ante la mención del nombre, y Harry se apresuró a añadir:
—Lo siento, Ron… pero eso fue lo que dijo tu padre. Cree que Black… lo perdió todo, la noche en que… su amo desapareció, y que ahora trata de traerlo de vuelta.
La última frase salió más medida, como si Harry cuidara qué tanto debía contar. Nicholas se percató de inmediato de esa precaución.
Buscó su mirada, intentando leer algo en sus ojos, pero Harry desvió la vista hacia Ron y Hermione.
—No nos habías contado eso —dijo Hermione, un poco contrariada.
Nicholas asintió lentamente, sin suavizar la crudeza de su pregunta:
—Harry, pero eso no nos dice nada. ¿Cómo saben que ese “Está en Hogwarts” se refería a ti?
—Mi padre no se atrevería a mentir sobre algo así —saltó Ron de inmediato, con tono defensivo.
—No estoy diciendo que mientan, él o McGonagall —corrigió Nicholas—. Solo que suena poco creíble. ¿Por qué están tan seguros? ¿Acaso Black mencionó el nombre de Harry? ¿Declaraciones tan serias y ni una explicación para él?
Hermione bajó la mirada hacia sus pergaminos, visiblemente contrariada. Era evidente que no le agradaba que se pusiera en duda la integridad de los profesores, mucho menos de McGonagall. Ron parecía igual de conflictuado ante la mención de su padre. Y, sin embargo, no podían negar que había mucha más información de la que estaban siendo excluidos.
Harry, en cambio, se había quedado callado. Sus ojos volvían a estar fijos en las llamas de la chimenea, el reflejo anaranjado parpadeando en sus gafas. El silencio se prolongó lo suficiente para que Nicholas lo notara.
—Harry… —empezó con cautela.
Pero Harry ya estaba pensando en otra cosa. Recordaba la noche en la que había escuchado a la señora Weasley discutir con su esposo en el Caldero Chorreante. Ella había insistido en que no debían contarle nada, que era demasiado pequeño para cargar con esa información. “Demasiado pequeño.” La frase se le clavó otra vez como un aguijón.
¿Era así como todos los adultos pensaban? ¿Que no merecía saber nada? ¿Que debía vivir en la oscuridad, aun cuando era él quien estaba en peligro?
Nicholas lo observó en silencio, percibiendo el peso de sus pensamientos. No insistió, pero su pregunta había dejado una grieta: la certeza de que los adultos no les estaban diciendo todo.
Más tarde ese mismo día, después de la cena, Nicholas estaba sentado en la sala común haciendo sus deberes de pociones. La pluma raspaba con firmeza sobre el pergamino mientras revisaba por tercera vez la proporción correcta de ingredientes.
Harry se dejó caer en el asiento junto a Nicholas sin decir nada. Nicholas lo miró de reojo un segundo y volvió a concentrarse en sus notas. El aire en la sala común era cálido y ruidoso; el fuego chisporroteaba con fuerza en las chimeneas, y las voces de los alumnos se mezclaban en un murmullo constante. El frío creciente y las lluvias interminables mantenían a todos refugiados allí dentro, sin ganas de rondar por los pasillos, provocando que algunos estudiantes de quinto y séptimo año parecían a punto de empezar a lanzar hechizos petrificadores a quienes más ruido hacían.
—¿Quieres ayuda con tus deberes? —preguntó Nicholas sin apartar la vista del pergamino casi terminado.
El silencio se prolongó un par de minutos. Al volver la cabeza hacia él, Nicholas notó que Harry no hacía nada. No había libros ni pluma frente a él; solo estaba sentado con la mirada perdida, como si el ruido alrededor no lo alcanzara.
Nicholas ladeó un poco la cabeza, fijándose en la ausencia de Ron y Hermione.
—¿Quieres hablar de algo?
La pregunta pareció sacudir a Harry lo suficiente como para devolverle un destello de conciencia. Alzó la vista, lo miró unos segundos y finalmente asintió.
Nicholas intentó aligerar el momento:
—Bueno, no creo que podamos salir. No pasaríamos inadvertidos a los cinco pelirrojos ni a Hermione.
La broma se estrelló contra el silencio de Harry.
Nicholas repasó la sala común con la mirada. Sus compañeros de cuarto estaban ocupados en una mesa, inclinados sobre sus deberes, demasiado absortos para prestarles atención.
—Ven, vamos al dormitorio —dijo al levantarse, recogiendo el libro y el pergamino.
Sin siquiera pensarlo, Tomo la mano Harry, que acostumbrado a los repentinos toques de su amigo lo siguió en silencio. Subieron las escaleras entre el bullicio, y al llegar al dormitorio, Nicholas empujó la puerta con un leve crujido. El lugar estaba vacío: las cortinas de las camas abiertas, la tenue luz de las lámparas iluminando las paredes de piedra y el murmullo distante del viento contra los ventanales.
Nicholas soltó la mano de Harry y dejó sus cosas sobre su mesa de noche y se giró hacia él.
—Ahora sí. ¿Qué tienes en mente?
Harry permaneció de pie unos segundos, con las manos hundidas en los bolsillos, antes de sentarse al borde de la cama de Nicholas. La tensión en sus hombros era evidente.
Nicholas, paciente, no insistió. Se limitó a acercarse y sentarse junto a el mientras lanzaba un Muffliato.
—Cuando hablo contigo es diferente… No es como con Ron o Hermione—confesó, sin mirarlo directamente.
—Bueno, no soy Ron o Hermione…
—Es como aquella primera vez que hablamos, cuando dijiste las cosas como eran, sin rodeos. Y… hasta ahora has dicho cosas que yo mismo pienso. Lo que me pregunto desde hace meses.
—Bueno Harry, algunas cosas son de sentido común, solo que yo las expreso… tu podrías hacerlo…
—¿Aun sigues creyendo que Black no viene realmente tras de mí? —Pregunto bajito, como si temiese una réplica de Nicholas.
Nicholas bacilo antes de contestar, pensando en que no le gustaría mentir a Harry.
—Harry, nunca he dicho que Black sea inocente y que no venga tras de ti, solo he expuesto el hecho de que falta información, hay cosas que no te han dicho y a mi parecer eso hace imposible ser realmente transparente para emitir un juicio, te he dicho lo que se dice, pero parece que hay personas que saben más y no lo han compartido.
El rostro de Harry se frunció en una mueca de rabia, apretando los puños sobre sus rodillas.
—¿Por qué no me dicen nada? —preguntó, y la frustración asomó con fuerza en su voz—. ¿Acaso no tengo derecho a saber, siendo yo el más afectado? ¿Cuántos secretos más me ocultan?
El silencio llenó la habitación. Nicholas lo observó, en parte con un nudo en el pecho, porque sabía que Harry tenía toda la razón. Pero también con la claridad de que él no era quien debía darle todas las respuestas, ni tampoco el momento era el adecuado para soltar verdades que lo sobrepasaran.
Así que lo escuchó sin interrumpirlo, dejándole espacio para descargar lo que llevaba dentro. Cuando Harry al fin calló, Nicholas habló despacio, con tono sereno:
—Harry… la excusa de que no te cuentan cosas o no te dicen la verdad porque eres pequeño y quieren que estés feliz y a salvo… pierde sentido cuando no estás a salvo, y tampoco eres feliz, porque la falta de información te hace daño.
Las palabras hicieron eco en el dormitorio vacío. Harry lo miró, sorprendido por la crudeza de la afirmación.
—Sé que Hermione puede decir que los profesores son excepcionales, y que siempre saben lo que hacen, así como Ron piensa en su padre. —continuó Nicholas—. Pero en ella habla la admiración, y en Ron el respeto hacia su padre. Son humanos, y se equivocan. No los justifico. Puede que piensen que hacen bien al ocultarte cosas, pero eso no les da la razón.
Se inclinó un poco hacia adelante, bajando la voz casi a un susurro.
—Sinceramente, desde que llegué al mundo mágico, me parece que el sentido común es algo de lo que carecen los magos y brujas.
Harry soltó una risa amarga, apenas un resoplido, como si aquellas palabras hubieran tocado un nervio demasiado real, bajó la mirada a sus manos, que jugaban con el borde de la colcha como si buscara en el tejido una respuesta que no llegaba. La duda lo carcomía. Finalmente, levantó los ojos hacia Nicholas y lo preguntó con toda la sinceridad que pudo reunir:
—Entonces… ¿qué debo hacer?
Nicholas lo sostuvo con la mirada, sin apartarse, sin vacilar.
—Harry, no sé qué podría ser correcto, pero si lo que te molesta es la falta de respuestas, entonces no te dejes engañar por respuestas a medias ni por acertijos o postergaciones —dijo con firmeza—. Cuando se presenten los momentos, exige respuestas. Puede que te digan que eres grosero, o impertinente… pero si se trata de ti, ¿por qué sería grosero pedir respuestas?
Harry lo escuchaba con el ceño fruncido, entre confundido y esperanzado, como si aquellas palabras fueran un permiso que nunca nadie le había dado.
Nicholas se recostó sobre su cama.
—Y si no te las dan —añadió, más despacio, con una dureza tranquila en la voz—, bueno… eso dice más de ellos que de ti.
El silencio se prolongó, pesado, pero no incómodo. Harry sintió que algo se desbloqueaba dentro de él: la posibilidad de no aceptar en silencio lo que le escondían, la idea de que no era débil por preguntar, sino todo lo contrario.
Una chispa de determinación se asomó en sus ojos, aunque todavía acompañada de incertidumbre.
Notes:
Hola...
Es muy interesante ver las listas de las Bookmarks en las que han agregado este FF.
🤣🤣
Me gusto verlo.
Chapter 20: Capítulo 20.
Summary:
Este capítulo me gustó mucho hacerlo, tal vez lo vuelva a leer y modifique, en un futuro, pero por el momento me gustó mucho como quedo.
Espero también les guste.
Chapter Text
El viernes en la mañana, el mal clima parecía empeñado en superarse a sí mismo. El cielo gris no dejaba filtrar un solo rayo de sol, y la lluvia, acompañada de ráfagas de viento, azotaba con furia los muros del castillo. Los pasillos, más oscuros y fríos de lo habitual, habían obligado a los elfos a encender faroles y antorchas adicionales.
Nicholas y Harry avanzaban hacia la clase de Defensa Contra las Artes Oscuras cuando, por tercera vez en lo que iba del día, Oliver Wood apareció para interceptarlos. El capitán de Gryffindor parecía incapaz de hablar de otra cosa que no fuera la inminente victoria contra Hufflepuff, y había decidido que Harry debía memorizar hasta el último truco antes del partido del sábado.
Nicholas, que ya sentía la paciencia agotársele, tiraba con firmeza de la mano de Harry, decidido a no permitir que se retrasaran. Aún faltaba un poco para que comenzara la clase, sí, pero Oliver no dejaba de bloquearles el paso, empeñado en demostrar con gestos exagerados cómo esquivar una finta.
—¡Wood, ya basta! —estalló Nicholas, alzando la voz antes de que Harry pudiera asentir o detenerse otra vez—. Deja en paz a Harry o iré con la profesora McGonagall a decirle que lo estás retrasando para todas las clases. Seguro que si te quita un par de sesiones de entrenamiento dejas de ser tan irritante.
El color se escurrió del rostro de Oliver, que retrocedió como si el solo pensamiento de perder tiempo de práctica fuera una maldición.
—¡Y tú! —Nicholas volvió a tirar de la mano de Harry, esta vez con menos paciencia—. ¡Vamos! Escuché que Lupin está indispuesto y que Snape dará la clase hoy… y no pienso darle la satisfacción de llegar tarde.
Esto pareció sobresaltar lo suficiente a Harry como para hacerlo detener, pero con otro tirón de Nicholas emprendió la marcha de nuevo esta vez, con la intención clara de no llegar tarde, al igual que Nicholas, Harry tampoco le querría dar a Snape la satisfacción de quitarle puntos a Griffindor por llegar tarde.
—¿Sabes que le sucedió al profesor Lupin? —pregunto Harry mientras subían las escaleras hacia el segundo piso.
—No, solo se que esta indispuesto, y Snape dará la clase, imagino que en cuanto se sienta mejor volverá.
Harry no parecía satisfecho por la poca información, recordando aquel día en el que Snape le había entregado una poción al profesor Lupin.
Nicholas miro nuevamente su reloj en cuanto estuvieron frente a la puerta del aula de defensa, faltaban dos minutos para que comenzara la clase, Ron y Hermione ya se encontraban sentados guardando lugares para ellos.
—¿Qué sucedió? —pregunto Hermione a Nicholas en cuanto este se sentó junto a ella— Casi llegan tarde…
—Wood no dejaba de molestar a Harry, me toco amenazarlo con ir McGonagall.
En ese momento la puerta del aula se abrió de golpe y entro Snape.
—El profesor Lupin esta indispuesto y se tomara un par de días…
Nicholas levanto la mano y sin esperar una respuesta de Snape, pregunto:
—¿Está bien el profesor Lupin? —el tono de Nicholas trataba de sonar inocente y condescendiente, más que preguntar por interés propio, trataba de hacerlo antes de que Harry se decidiera por hacerlo no tan amablemente.
—Está bien. Nada que ponga en peligro su vida —dijo como si quisiera que no fuera así—. el profesor Lupin no ha dejado ninguna información acerca de los temas que habéis estudiado hasta ahora...
—Hemos estudiado los Boggart, los Gorros Rojos, los Kappas y los Grindylows —informó Hermione rápidamente—, y estábamos a punto de comenzar...
—Cállate —dijo Snape fríamente—. No te he preguntado. Sólo comentaba la falta de organización del profesor Lupin.
La sangre de Nicholas hirvió ante tal grosería.
—Es el mejor profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras que hemos tenido —dijo Dean Thomas con atrevimiento, y la clase expresó su conformidad con murmullos. Snape puso el gesto más amenazador que le habían visto.
—Veo que son fáciles de complacer. Lupin apenas les exige algún esfuerzo... Yo daría por hecho que los de primer curso son ya capaces de manejarse con los gorros rojos y los grindylows. Hoy veremos...
El hombre tomo el libro de texto y fingió ojearlo hasta llegar al capítulo final.
—... los hombres lobo —concluyó Snape.
—Pero profesor —dijo Hermione, que parecía incapaz de contenerse—, todavía no podemos llegar a los hombres lobo. Está previsto comenzar con los hinkypunks...
—Señorita Granger —dijo Snape con fingida calma—, creía que era yo y no usted quien daba la clase. Ahora, abran todos el libro por la página 394—Miró a la clase—: Todos. Ya.
Nicholas se sentía un poco más susceptible de lo que normalmente se sentía en las clases de pociones del hombre, tal vez, la irritación que había sentido con Wood se había combinado con el creciente desprecio que sentía por Snape.
Con miradas de soslayo y un murmullo de descontento, todos abrieron los libros.
—¿Quién de ustedes puede decirme cómo podemos distinguir entre el hombre lobo y el lobo auténtico?
Nicholas levanto su mano y no le hizo falta voltear a ver a Hermione, para asegura que ella también lo había hecho.
Snape los miro por un momento, un leve atisbo de un levantar de ceja se notó, sin embargo, hizo caso omiso a sus manos.
—¿Nadie? —preguntó Snape—. ¿Es que el profesor Lupin no les ha enseñado ni siquiera la distinción básica entre...?
—Ya se lo hemos dicho —dijo de repente Parvati—. No hemos llegado a los hombres lobo. Estamos todavía por...
—¡Silencio! —gruñó Snape—. Bueno, bueno, bueno... Nunca creí que encontraría una clase de tercero que ni siquiera fuera capaz de reconocer a un hombre lobo. Me encargaré de informar al profesor Dumbledore de lo atrasados que están todos...
Nicholas bajo su mano y con un golpe en las costillas hizo que Hermione hiciera lo mismo, Hermione lo miro un instante antes de intentar volver a levantar su mano.
—Por favor, profesor —dijo Hermione—. El hombre lobo difiere del verdadero lobo en varios detalles: el hocico del hombre lobo...
—Es la segunda vez que habla sin que le corresponda, señorita Granger —dijo Snape con frialdad—. Cinco puntos menos para Gryffindor por ser una sabelotodo insufrible.
Hermione se puso muy colorada, bajó la mano y miró al suelo, con los ojos llenos de lágrimas. Nicholas estaba por estallar, pero Ron se adelantó, y dijo en voz alta:
—Usted nos ha hecho una pregunta y ella le ha respondido. ¿Por qué pregunta si no quiere que se le responda?
Todos entendieron al instante que Ron había ido demasiado lejos.
—Se quedará castigado, Weasley —dijo Snape con voz suave y acercando el rostro al de Ron—. Y si vuelvo a oírte criticar mi manera de dar clase, se arrepentirá.
—Claro, será usted muy versado en las artes oscuras —soltó Nicholas con mofa hacia Snape, había evitado el uso de la palabra “defensa”, y paseo su mirada, mirándolo fijamente a los ojos y luego al brazo en el que sabia estaba la marca tenebrosa.
Nicholas hastiado ante tal falta de profesionalismo, de lo que parecía un adulto berrinchudo, solo se dio cuenta de lo que había dicho cuando ya lo había hecho, y, sin embargo, sentía tanta rabia que solo esperaba que el hombre lo provocara.
Pero entonces algo que no esperaba sucedió, el rostro del hombre se descompuso por un instante y como acto reflejo acaricio su brazo izquierdo, pero, así como había surgido se había recompuesto.
—Cincuenta puntos por su insolencia y le hará compañía a Weasley, también se quedará castigado…
—No puede hacerlo. —Replico Nicholas
El rostro de Snape por primera vez parecía mostrar su molestia.
—Claro que puedo y lo he hecho…
—No, no puede, solo la jefa de la casa puede quitar puntos y dar castigos por la misma infracción, los demás profesores deben optar por solo una de esas opciones.
La aclaración no hizo sino elevar la molestia de Snape, que con movimiento teatral se movió por el aula hasta estar al lado de Nicholas.
—Ya que conoce tan bien el reglamento de la escuela entonces estará castigado un mes… —contrataco Snape con burla.
—No, no lo hare… —Dijo de manera tajante.
—No es ni una sugerencia ni una opción, ahora serán dos meses, y si sigue replicando estará castigado el resto del año…
Nicholas se levantó de golpe, el banco chirrió contra el suelo y un silencio denso se apoderó del aula. Sus palmas golpearon con violencia el escritorio.
—No —escupió, con la voz cargada de furia contenida—. No lo haré. No pienso recibir reprimendas de un mortífago.
El aire se heló. Un murmullo ahogado recorrió la clase: varios alumnos se taparon la boca, otros giraron la cabeza de golpe hacia Snape. Harry sintió un latigazo en el estómago, como si Nicholas acabara de invocar una maldición prohibida.
Snape dio un paso hacia atrás. Fue apenas un movimiento, casi imperceptible, pero suficiente para dejar en claro que las palabras de Nicholas lo habían alcanzado. Su rostro, por un instante, se contrajo en una mueca de algo más que ira: era vergüenza, era miedo. Y de inmediato, como quien ajusta una máscara, el profesor recompuso sus facciones en la fría mueca de siempre.
—Cincuenta puntos menos para Gryffindor —dijo, su voz baja pero venenosa, cada sílaba un cuchillo—. Y está usted expulsado de mi clase, Scratch. Fuera.
Nicholas lo sostuvo con la mirada, desafiante, la mandíbula tan apretada que parecía que se rompería los dientes.
—Aún no me explico cómo los padres permiten que un mortífago esté cerca de sus hijos —añadió, su voz resonando con un desprecio helado—. Y menos aún cómo alguien como usted logra mantener un puesto en Hogwarts, que no enseña nada que no se pueda leer de un libro.
El murmullo se volvió un rugido apagado de asombro. Hermione tenía las manos crispadas sobre el libro, blanca como el papel; Ron lo miraba como si hubiera perdido la cabeza; Harry, con el corazón en la garganta, no podía apartar la vista de Snape.
Por primera vez, el profesor pareció tambalearse. La furia en sus ojos era incandescente, pero lo que ardía por debajo era orgullo herido: era la primera vez que, como maestro, un estudiante lo desnudaba así, en voz alta, delante de una clase entera.
Severus Snape alzó un dedo rígido hacia la puerta, sin poder ocultar un leve temblor en la mano. La puerta se abrió en un golpe sordo.
—¡Fuera! —tronó.
Nicholas, respirando con violencia, tomó su mochila, empujó el banco con un golpe seco y salió, cerrando la puerta con estrépito.
El silencio que quedó fue más pesado que cualquier grito.
El eco del portazo aún vibraba en las paredes cuando la clase entera estalló en un murmullo contenido. Los de Ravenclaw se inclinaban sobre sus pupitres, cuchicheando con los ojos muy abiertos; los de Gryffindor se miraban entre sí, sin saber si estaban horrorizados o secretamente de acuerdo.
Snape golpeó el escritorio con la varita, el chasquido seco resonó como un latigazo.
—¡Silencio! —ordenó, con una voz que temblaba más de lo que pretendía.
Los cuchicheos se apagaron, aunque las miradas furtivas seguían clavándose en el profesor como cuchillos invisibles. Nadie se atrevía a hablar, pero todos habían visto ese gesto, ese paso en falso, la máscara resquebrajada por un instante.
Hermione, aún pálida como el papel, giró apenas la cabeza hacia atrás. Harry y Ron estaban sentados justo tras ella; Harry mantenía los ojos fijos en Snape, con el ceño fruncido, mientras Ron se inclinaba hacia adelante con ansiedad. Harry cruzó una rápida mirada con ellos, y la sorpresa compartida era suficiente para no necesitar palabras.
—¿Crees que Nicholas lo decía en serio? —tartamudeó Hermione en un susurro casi inaudible.
—No veo por qué Nick nos mentiría… —respondió Harry, apenas moviendo los labios.
—Vieron cómo reaccionó —añadió Ron, su voz baja pero cargada de convicción—. Es cierto. Lo sabía. Le escribiré a mis padres… ¿cómo puede Dumbledore tener a un mortífago en la escuela?
Hermione ahogó un jadeo, mirando de reojo a Snape, que recorría la clase con la vista envenenada, como un depredador al acecho.
Harry tragó saliva. Nunca había visto a Snape perder el control de esa manera. Y ahora, lo único más inquietante que la furia del profesor era la certeza de que Nicholas había revelado una verdad peligrosa.
El eco de sus pasos se perdía en los corredores desiertos. Nicholas caminaba sin rumbo fijo, cada golpe de sus zapatos contra la piedra marcado por la furia aun hirviendo en su pecho. El aire frío que se colaba por las rendijas de las ventanas le cortaba la piel y, poco a poco, fue apagando el fuego en su interior.
Se detuvo en un recodo, apoyando la espalda contra la pared. Respiró hondo. Por un instante, una punzada de culpa le atravesó el estómago. Había gritado, había perdido el control delante de todos, y sabía que eso tendría consecuencias. Consecuencias mayores que el rencor de Snape que no olvidaba ni perdonaba.
Pero la sensación se desvaneció tan rápido como había llegado. En su lugar, una satisfacción amarga se abrió paso. Lo había dicho en voz alta. Había puesto al descubierto lo que nadie se atrevía a señalar. El recuerdo de la máscara resquebrajada y ese paso vacilante, de ese temblor apenas contenido en su mano, le arrancó una media sonrisa.
Enderezó la espalda y volvió a caminar con paso más firme. Previendo hacia dónde podrían derivar las cosas, se dirigió al aula de Transformaciones. Si Snape intentaba torcer lo ocurrido, lo mejor sería adelantarse a los acontecimientos… y no había nadie más apropiado que la profesora McGonagall para escuchar su versión primero.
Camino por los pasillos del castillo sin darse prisa, pensando en las posibles implicaciones de haber revelado tal secreto a voces antes de tiempo.
La puerta del aula de Transformaciones estaba entreabierta, y del interior se escapaba un alegre trinar de pájaros. Nicholas se detuvo un segundo, respiró hondo y, con un toque contenido en la madera, empujó apenas para asomar la cabeza.
La profesora McGonagall se volvió con rapidez, sus gafas brillando a la luz de las ventanas. Detrás de ella, un grupo de alumnos de sexto intentaba convertir pequeños botones en gorriones, algunos piando, otros apenas vibrando sobre las mesas.
Con rapidez se acercó a la puerta y la termino de abrir.
—¿Qué hace aquí, señor Scratch? —preguntó con su tono severo habitual, cruzando los brazos.
Nicholas bajó la vista un instante, intentando cubrir la chispa de satisfacción que todavía le recorría, disfrazándola con una máscara de molestia.
—Snape me expulsó de su clase —dijo, casi como quien informa de una trivialidad.
Las cejas de la profesora se elevaron levemente. Ni los más revoltosos habían conseguido jamás semejante hazaña, y le costaba creer que precisamente Scratch —disciplinado y aplicado— lo hubiera logrado.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó, midiendo cada palabra.
Nicholas se inclinó un poco hacia un lado, lo justo para espiar el interior del aula donde algunos gorrioncillos de plumas desordenadas revoloteaban torpemente por encima de las mesas.
—No creo que deba repetirlo —respondió, con un deje de ironía—, aunque imagino que para la hora del almuerzo ya lo sabrá toda la escuela.
Un rubor apenas perceptible coloreó las mejillas de McGonagall. La seguridad con la que lo había dicho no dejaba lugar a dudas: el incidente había sido lo bastante sonado para despertar la atención de todos.
Miro por un momento a Nicholas y luego a su clase.
—Pase, siéntese en silencio. Hablaremos en cuanto termine la clase —ordenó McGonagall, apartándose apenas para dejarlo entrar.
Nicholas obedeció, avanzando con calma fingida hasta un pupitre vacío junto a una chica de Hufflepuff de sexto. Ella le sonrió tímidamente antes de volver a atender a la profesora.
La clase prosiguió entre correcciones y el piar de los pájaros, y aunque el aire todavía cargaba un leve olor a magia inestable, Nicholas se sorprendió a sí mismo prestando atención con creciente interés. Los hechizos de nivel TIMO eran complejos, pero lo bastante fascinantes como para mantenerlo concentrado, tomando notas rápidas en uno de sus pergaminos.
La chica a su lado, observando de reojo su seriedad, se inclinó hacia él con voz baja pero animada:
—¿Quieres probar? Es magia avanzada… pero puedes intentarlo.
Nicholas alzó la mirada, sorprendido.
—¿De verdad? Sí, quiero hacerlo.
Ella sacó una pequeña pelotita de tela y se la tendió.
—El hechizo es Volucris. Debes pensar en el ave que quieras, pero tiene que ser pequeño, que se ajuste al tamaño del objeto. Y lo más importante: visualizar la anatomía. No te preocupes si falla, no existe transfiguración parcial con este conjuro. O sale… o no.
Nicholas asintió, memorizando cada instrucción. Aquello le resultaba extrañamente natural: había estudiado anatomía y biología en un nivel mucho más avanzado en otra vida, y comprendía que la transfiguración era cuestión de visualizar lo deseado tomando forma a partir del objeto que estabas utilizando.
Practicó un par de veces el movimiento de la varita, depurándolo hasta estar seguro. Entonces respiró hondo, apuntó a la pelotita y pronunció con firmeza:
—Volucris.
La bola vibró, se expandió en un destello, y en un instante un pequeño roseicollis —verde y rosado— batió las alas, piando suavemente frente a él.
—¡Lo lograste! —exclamó la chica, aplaudiendo con entusiasmo, incapaz de contener la sonrisa.
Nicholas apenas alcanzó a agradecer cuando se dio cuenta de que no estaban solos. La profesora McGonagall, que se había acercado sin que lo notara, lo miraba con una mezcla de severidad y curiosidad.
—¿Podría hacerlo otra vez, señor Scratch? —preguntó, con el tono de quien disfraza el interés tras una capa de exigencia.
Nicholas, todavía con la varita en alto, volvió a trazar el movimiento. La pelotita de tela se estremeció y, en un parpadeo, otro roseicollis apareció agitando las alas antes de posarse en el pupitre. McGonagall lo observó con atención, pidiendo luego un tercer intento… y un cuarto.
Para cuando la clase terminó, Nicholas había repetido el hechizo tantas veces que sentía que podía hacerlo incluso sin la varita. Y lo más curioso era que cada intento le salía más rápido, más natural, como si su mente hubiera asimilado el hechizo a una velocidad insólita. La profesora lo notó, y aunque intentó mantener el gesto imperturbable, una sonrisa fugaz se dibujó en su rostro.
—Hace décadas que no veo a un alumno tan prometedor —dijo en voz clara, de modo que toda la clase escuchara—. La Transfiguración siempre respeta el potencial del objeto original. Entre más simple la materia, más difícil sostener una forma viva… y aún más mantenerla estable. Lo que acaba de lograr el señor Scratch es… inusualmente avanzado para un tercero. Treinta puntos para Gryffindor por la hazaña. Una ejecución excelente.
Los alumnos de sexto lo miraron con una mezcla de envidia y respeto, mientras recogían sus cosas. Nicholas sintió un calor agradable en el pecho, aunque se obligó a no mostrar demasiado la satisfacción.
Pero en cuanto el último estudiante salió y la puerta se cerró, McGonagall recuperó su porte severo. Se giró hacia él, cruzando los brazos.
—Eso no borra lo sucedido con el profesor Snape —sentenció con firmeza—. Ahora, señor Scratch… ¿qué sucedió exactamente?
Nicholas se mantuvo erguido, mirando a la profesora sin apartar la vista. No había nada en su voz que sonara exagerado o inventado; relató todo tal cual había ocurrido. Desde el intento de saltar el temario, la grosería con Hermione hasta el castigo a Ron, y cómo Snape había buscado cualquier pretexto para humillar y desautorizar.
—Y lo peor —añadió Nicholas, con un deje de hierro en la voz—, es que no es la primera vez. Puedo darle ejemplos de cada clase en lo que va del año: comentarios hirientes, insultos gratuitos, trato desigual. Hoy, con Hermione, lo de “sabelotodo insufrible” fue suficiente provocación. Ella es mi amiga, profesora, y no pienso quedarme sentado mientras un adulto se dedica a rebajar a los alumnos como si eso fuera enseñanza.
McGonagall palidecía un poco más con cada frase. Su rostro, siempre severo, parecía debatirse entre el deber de defender a un colega y el reconocimiento de que Nicholas no mentía.
—Snape debería evitar provocar a los estudiantes si no sabe cómo reaccionarán —concluyó él, con calma peligrosa—. Y que lo permitan como jefe de una casa me parece inconcebible. No sé cómo Hogwarts puede justificar que un mortífago dé clases a menores de edad.
—¡Sr Scratch! —interrumpió McGonagall, la voz como un látigo—. El profesor Snape es inocente de crímenes. Los cargos sobre él fueron retirados hace años.
Nicholas apretó la mandíbula, pero no se acobardó.
—Disculpe, profesora… no pienso discutir tal cosa como la inocencia de un… presunto mortífago. Así como en Slytherin abundan los prejuicios contra hijos de muggles y mestizos, yo tengo los míos contra quienes aceptaron ser marcados como animales por el que no debe ser nombrado.
La sala quedó en silencio. McGonagall se detuvo en seco, sin respuesta inmediata. Los ojos del muchacho brillaban con una convicción que la dejó helada. Era difícil no ver la lógica en sus palabras, aunque le resultara doloroso admitirlo.
McGonagall se mantuvo en silencio un largo instante, con el ceño fruncido y los labios apretados. Sabía perfectamente lo que esto significaba: para el almuerzo toda la escuela estaría hablando del enfrentamiento, y para el lunes empezarían a llegarle cartas de padres preocupados. El pasado de Severus no era de conocimiento público; solo un reducido grupo conocía la verdad.
—Lamentablemente, no puedo levantar su expulsión de la clase pociones —dijo al fin, con la voz firme pero cansada—. Imagino que, como usted mismo mencionó, sabrá que el reglamento de la escuela le da ese derecho al profesor Snape.
—Lo sé —respondió Nicholas con calma, encogiéndose apenas de hombros—. Pero sinceramente… seguir las instrucciones de un libro de pociones es lo mismo que asistir a una de sus clases.
Los labios de McGonagall se arrugaron en un gesto involuntario de reconocimiento. Sabía que no podía debatirlo.
—Por ahora, siga cumpliendo con los deberes que deje a los demás —replicó con un suspiro—. Después de todo, podrá no recibirlo en clase, pero no puede eximirlo de los exámenes y para pasar a cuarto pociones es obligatoria.
—Por supuesto —dijo Nicholas, inclinando apenas la cabeza.
—No haga planes por el momento —añadió la profesora, con tono más severo de nuevo—. Hablaré con el profesor Dumbledore sobre esto.
Se giró hacia su escritorio, tomó un pedazo de pergamino y lo firmó con un movimiento rápido de la varita. Al volver, se lo tendió a Nicholas.
—Vaya a su clase de Runas.
Nicholas tomó el pergamino con cuidado y se levantó. Se inclinó en un gesto respetuoso y salió del aula, con la satisfacción todavía palpitando bajo la piel, aunque ya mezclada con la expectativa de lo que vendría después.
Cuando Nicholas entró al aula de Runas, el murmullo de las plumas sobre el pergamino se interrumpió. La profesora Babbling lo miró con cejas arqueadas, y por un instante en sus ojos se dibujó claramente la intención de dejarlo fuera. Nicholas, sin perder tiempo, extendió el pergamino firmado por McGonagall.
La mujer lo leyó con rapidez, frunció los labios y asintió apenas.
—Tome asiento, señor Scratch.
Con eso, el aire se relajó y la profesora retomó su agradable conferencia sobre la importancia de los sigilos y sus diferentes grados de dificultad, ejemplificando con símbolos antiguos que llenaban de vida la pizarra encantada. Nicholas sacó sus apuntes y se sumergió en el tema, agradeciendo que, al menos allí, la atmósfera fuera tranquila.
Al terminar la explicación, Babbling asignó unos ejercicios prácticos y se alejó entre los pupitres para supervisar. Apenas Nicholas había empezado a descomponer el sigilo cuando Hermione apareció a su lado, inclinándose con ojos brillantes de curiosidad.
—¿Qué sucedió? —susurró ansiosa—. ¿Dónde estabas?
Nicholas se permitió una sonrisa contenida, disfrutando el suspenso del momento.
—En la clase de McGonagall, aprendí un hechizo de transfiguración de sexto —respondió bajito, casi triunfal—. ¿Puedes creerlo?
Hermione lo miró como si acabara de decirle que había volado sin escoba. Su rostro osciló entre la sorpresa, la incredulidad y la envidia pura, esa que solo despertaba la magia avanzada en ella.
—¡¿Un hechizo de sexto?! —repitió, olvidando por un instante la pregunta inicial.
Nicholas asintió, disfrutando del efecto de sus palabras, mientras se inclinaba de nuevo sobre su pergamino como si aquello fuera lo más natural del mundo.
Hermione lo miro con el ceño fruncido, los brazos cruzados como cuando se cansaba de las divagaciones de Ron.
—¡Nicholas! —se quejó en un susurro apremiante—. Sabes que no me refiero a eso.
Nicholas ladeó la cabeza, sonriendo con aire inocente.
—Está bien, está bien… ¿puedes creer que recuperé treinta puntos para la casa? Es como si Snape solo me hubiera quitado veinte.
Hermione parpadeó, incrédula.
—¿En serio? Eso es genial… ¡Nicholas! —protestó otra vez, esta vez más roja de frustración cuando de inmediato se percató del cambio de tema.
Él alzó las manos, rindiéndose al fin.
—Le conté todo lo que pasó a McGonagall.
Hermione se inclinó aún más hacia él, los ojos muy abiertos.
—¿Y?
—Va a hablar con el director sobre la expulsión de la clase de Pociones…
—¿Y?
Nicholas la miró, extrañado, como si la conversación hubiera llegado a su punto lógico.
—¿Y? —repitió, sin comprender la insistencia.
Hermione apretó los labios, la paciencia al borde de romperse.
—Entonces… ¿es verdad lo que dijiste del profesor Snape?
La sonrisa de Nicholas se borró, reemplazada por una seriedad tranquila.
—¡Claro que sí! —dijo sin titubear—. ¿Pensaste que me enfrentaría a él con una mentira?
Hermione se quedó en silencio, mordiéndose el labio. La seguridad en la voz de Nicholas hacía imposible la duda, y eso la inquietaba más que cualquier rumor.
La oficina olía a pergamino viejo y limón confitado, como siempre. Minerva entró primero, erguida y con paso firme; un minuto después, la puerta se abrió de nuevo y Severus irrumpió con el movimiento de sus túnicas negras, como una sombra.
—Veo que ya te has enterado, Minerva —dijo con acritud, sus ojos oscuros brillando de furia contenida.
—¡Claro que sí! —replicó ella sin titubear—. El muchacho vino de inmediato en mi búsqueda.
En sus labios se dibujaba algo parecido al orgullo. Nicholas había hecho lo que pocos estudiantes se atrevían: buscar a la autoridad competente para dar su versión. Para Minerva, era la marca de un Gryffindor auténtico.
Severus esbozó una mueca de desprecio.
—Entonces también sabrás que reveló información que no le competía… delante de toda la clase.
Albus se aclaró la garganta suavemente, desviando la mirada de los dos para imponerse con calma.
—Agradecería que me informaran de lo sucedido, paso a paso.
Fue entonces que Minerva relató lo que Nicholas le había contado: la provocación de Severus, el insulto a Hermione, el castigo a Ron, y finalmente el estallido del muchacho, acusando al profesor de ser un mortífago y cuestionando su capacidad como docente.
El rostro de Albus se ensombreció poco a poco. No se trataba de sorpresa —él lo sabía todo demasiado bien, para cuando el chico había llegado con Minerva, un retrato ya le había informado de lo sucedido—, sino de preocupación. Una declaración tan aventurada, delante de una veintena de alumnos, sería imposible de ocultar por mucho tiempo.
Cuando Minerva terminó, se giró hacia su colega con cejas arqueadas.
—¿He omitido algo, Severus?
Snape permaneció en silencio, los labios apretados en una línea dura. No había esperado que el chico fuese tan descarado como para repetir su insolencia palabra por palabra, ni que Minerva se la transmitiera con semejante detalle.
—¿Severus? —insistió la profesora, con ese tono que utilizaba cuando esperaba una respuesta inmediata.
Los ojos de Snape se clavaron en ella un instante, luego en Albus. Por primera vez en mucho tiempo, la sombra de la vacilación se reflejó en sus facciones. Y ante todo pronóstico, guardo silencio
—En palabras del muchacho —empezó Minerva, con la barbilla en alto—, no deberías de provocar a alguien si desconoces como reaccionara.
—Es un majadero… —espetó Snape, con voz envenenada.
—¡Eres un adulto, Severus! —replicó ella, alzando la voz más de lo habitual—. E insultaste a su amiga delante de toda la clase.
—Minerva, te ruego… —intervino Albus, alzando una mano para calmarla.
—¡No, Albus! —lo cortó, sin apartar la mirada de Snape—. Sinceramente, no culpo al chico. ¿Acaso crees que es la primera vez que un estudiante viene a quejarse de las formas de Severus?
El silencio cayó como un manto pesado. Nadie dijo nada.
Finalmente, Minerva prosiguió con voz más controlada:
—No puedo obligar a Severus a levantar la expulsión. Como muy bien el mismo le señaló el muchacho, antes de intentar aumentarle el castigo, el chico conoce el reglamento. Y, para su edad, ha demostrado cierta madurez frente a ello, y sin embargo, hablar con él, no prometo que no se defienda nuevamente de tus… formas, Severus.
Albus ladeó la cabeza, observándolos a ambos.
—Sabes… ¿qué tanto cree conocer el joven Scratch sobre el pasado de Severus? —preguntó con cautela.
—No lo sé —respondió Minerva, frunciendo el ceño—. Pero en sus palabras hay fuertes… opiniones contra presuntos mortífagos.
Severus inspiró con fuerza, a punto de replicar, pero Albus se adelantó, su voz serena, aunque firme:
—Le retirarás la expulsión, Severus. Según el reglamento, ya le has quitado puntos. Eso basta como sanción por insubordinación.
—No haré tal cosa. El muchacho es un insolente… —gruñó Snape.
—Lo harás, Severus —dijo Dumbledore, esta vez sin espacio para discusión—. Y, Minerva, si llegan noticias de los padres, temo que yo mismo deberé responder. Puedes retirarte, gracias.
McGonagall inclinó la cabeza en un gesto de cortesía y se volvió hacia la puerta. Mientras caminaba por el pasillo en dirección a las escaleras de la gárgola, escuchó, justo antes de que la puerta se cerrara, el inconfundible estrépito de algo rompiéndose dentro de la oficina.
Chapter 21: Capítulo 21.
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Como lo había previsto Nicholas, al llegar la hora del almuerzo el Gran Comedor era un hervidero de murmullos. El aire estaba cargado de un zumbido incesante de voces que se alzaban y caían como olas contra las paredes de piedra. Apenas habían pasado unas horas desde su enfrentamiento con Snape, y ya todos parecían saberlo, pero el punto central de las conversaciones no era la critica de su capacidad como maestro.
—…no hay mejor puesto que jefe de Slytherin para un mortífago… —decía alguien desde la mesa de Ravenclaw.
—…no es una sorpresa que lo sea, ¿Cómo es que nadie lo sabía? … —añadió una voz desde más lejos.
—… ¡No lo puedo creer! Es desagradable y malvado… pero ¿Cómo es posible que le permitan ser maestro? …
Las reacciones se multiplicaban en cada mesa. Algunos reían incrédulos, otros hablaban con indignación real, y unos pocos guardaban silencio, como si el tema los incomodara demasiado.
Cuando los rumores llegaron a la mesa de Slytherin, solo quienes tenían buena vista notaron lo que sucedía: rostros pálidos, expresiones rígidas, una mueca apenas contenida en los labios. A medida que el murmullo avanzaba por la mesa, varios bajaron la vista hacia sus platos, como si de repente la sopa fuera lo más fascinante del mundo.
Nicholas, sentado entre Harry, Ron, comía con absoluta calma. Su expresión era tan neutral que contrastaba con el alboroto que lo rodeaba. No se giraba ante los cuchicheos, no replicaba a los señalamientos que empezaban a caer sobre él. Simplemente cortaba su pan y lo llevaba a la boca como si nada estuviera pasando.
Harry, en cambio, no lograba apartar la vista de él. Había un nudo en su estómago, mezcla de asombro y preocupación. Lo que Nicholas había dicho esa mañana seguía resonando en su cabeza: mortífago. Una palabra tan grande, tan peligrosa, que ni él se hubiera atrevido a pronunciarla en voz alta.
—No puedo creer que le respondieras de esa manera —murmuró Harry en voz baja, inclinándose hacia él.
Nicholas le dedicó apenas una mirada serena.
—Alguien tenía que hacerlo.
Ron, que había estado tragando a toda prisa, se inclinó también, la voz cargada de una emoción casi divertida.
—¡Fue brillante! La cara que puso. Estoy seguro de que, si Percy llega a enterarse de cómo le hablaste, le da un infarto.
—¡Ron! —lo reprendió Hermione, con los ojos muy abiertos al otro lado de la mesa—. ¡No es nada gracioso! Snape podría… podría…
—¿Qué? ¿Vengarse de mí? ¿Hacerme la vida imposible? —interrumpió Nicholas con calma, dejando el tenedor sobre el plato—. Ya lo hace, lo hace a todos desde que lo conozco.
Hermione cerró la boca de golpe, incapaz de refutarlo, aunque la ansiedad en su expresión no desapareció.
Un murmullo más fuerte recorrió de pronto el comedor, como si todos se hubieran puesto de acuerdo en hablar al mismo tiempo. Y entonces, dos figuras pelirrojas se materializaron detrás de Harry y Ron. Sin la menor delicadeza, los apartaron a un lado y se acomodaron a ambos lados de Nicholas, pasándole un brazo por cada hombro.
—Aquí está —dijo Fred con teatralidad.
—Nuestro defensor —completó George con una sonrisa astuta.
Nicholas parpadeó, sorprendido, mientras los gemelos lo jalaban un poco hacia ellos como si lo hubieran adoptado de pronto.
—¿Cómo es que no sabíamos de un Gryffindor con tantas agallas? —preguntó Fred, inclinando la cabeza para mirarlo mejor.
Hermione, que ya iba a replicar de nuevo, se dio media vuelta de golpe, indignada ante el incesante aliento que le daban a Nicholas sin pensar en las consecuencias que podría haber enfrentado tras hablar de semejante manera a un maestro.
—¡Ya déjenlo! —protestó Ron, aunque más molesto por la brusquedad con que lo habían apartado que por otra cosa.
Harry, por su parte, no pudo evitar pensar que los gemelos eran geniales. Su desparpajo, su aire travieso, la manera en que parecían moverse con naturalidad en medio del caos… había algo contagioso en su presencia.
Nicholas, sin embargo, no parecía tan impresionado.
—Bueno… —respondió con sequedad— cualquiera en Gryffindor sabe que es mejor ser invisible para ustedes dos.
Los gemelos soltaron una carcajada al unísono, genuinamente divertidos por la insolencia.
—Bueno, ya no lo eres —replicó Fred, con una chispa peligrosa en los ojos.
—Si eres capaz de hacerle frente a Snape, quizás eres tan bueno confabulando como nosotros —añadió George.
—Tal vez podríamos… —empezó uno.
—…ponerte a prueba —terminó el otro, con una sonrisa escalofriante.
La sonrisa segura de los gemelos fue suficiente para helarle la sangre a Nicholas. Por primera vez en mucho tiempo, la amenaza velada de dos adolescentes le resultaba más inquietante que la propia posibilidad de una venganza por parte de Snape. Y entonces, hizo algo con la esperanza de mantener a raya a los gemelos.
Deslizó su mano bajo la mesa y de su manga salió su varita, hizo un leve movimiento con ella y entonces los hizo dar un respingo inmediato al sentir el primer efecto del hechizo, los gemelos parecieron intercambiar miradas significativas, pero ninguno cedió a retirar el brazo que aún tenían sobre sus hombros.
—No, no creo que les interese jugar conmigo —dijo Nicholas con calma, mientras se concentraba en aumentar el pulso eléctrico que estaba haciendo subir por las piernas de los gemelos, subiendo peligrosamente a donde no les daba el sol. Levantó la mirada con un brillo desafiante en los ojos—. ¿O sí?
Los rostros de los gemelos adquirieron un rojo tan intenso que rivalizaba con su cabello.
—N-no, no creo que nos interese, amigo… —balbuceó George, tragando saliva.
—Sí… eso creí —sentenció Nicholas, guardando rápidamente la varita, y llevando su mano de vuelta a la mesa con un gesto de suficiencia. La humillación fue tan efectiva como hubiera querido. Los gemelos lo soltaron al instante, carraspearon con torpeza y se retiraron entre balbuceos, perdiéndose en dirección contraria mientras trataban de ocultar el leve brinquito de sus piernas.
Harry los siguió con la mirada, incrédulo, y luego clavó los ojos en Nicholas.
—¿Qué… qué fue eso?
—No sé —respondió él, con absoluta naturalidad, volviendo a su plato—. Al parecer, después de todo no quieren jugar.
Ron lo miraba con los ojos desorbitados y la boca entreabierta, incapaz de articular palabra.
—¿C…cómo hiciste eso? —preguntó, inclinándose hacia él—. ¡Jamás los he visto tan rojos! Hiciste tartamudear a George… o a Fred… ¡da igual! ¡A uno de ellos!
Ron parecía genuinamente asombrado, como si hubiera presenciado un prodigio de magia avanzada.
Nicholas alzó una ceja y, con la calma más absoluta, pinchó un trozo de carne con el tenedor.
—No sé a qué te refieres Ron.
Ron lo miró, entre divertido y horrorizado.
—¡Merlín! Si supieran en casa… mamá y papá… bueno, estarían muy sorprendidos.
Hermione, que ya había decidido no preguntar qué demonios había ocurrido mientras ella les daba la espalda, apretó los labios con fuerza. Harry, por su parte, dejó escapar una risa nerviosa, incapaz de contener la imagen de Fred y George huyendo con las orejas color escarlata.
Pero la burbuja de diversión se rompió tan rápido como había aparecido. Una sombra se proyectó sobre la mesa y, al alzar la vista, Nicholas se encontró con el semblante serio de Percy Weasley.
El premio anual llevaba la insignia brillante en el pecho y la mirada tan rígida como su postura.
—Scratch —dijo con sequedad, sin molestarse en saludar a los demás—. La profesora McGonagall desea verte en su despacho. Ahora.
—Vaya Ron, tus hermanos me persiguen, están por todas partes —dijo Nicholas mientras se levantaba de la mesa, causando una sonrisa de Ron y Harry.
Percy no esperó respuesta alguna y echó a andar con paso marcial hacia la salida del Gran Comedor. Nicholas lo siguió sin prisas, con esa calma que irritaba aún más al prefecto. El murmullo no se extinguió tras ellos; si acaso, pareció intensificarse, como si el eco de lo que había sucedido en clase de Pociones los persiguiera en cada paso.
El aire del pasillo era más fresco, impregnado del olor a piedra húmeda. Percy caminaba rígido, con el mentón alto y la insignia brillando bajo la luz de las antorchas. Nicholas lo observaba de reojo con una media sonrisa. “Tan orgulloso de sí mismo que parece que fuera él quien me citara”, pensó.
—Estarás contento —dijo Percy con voz severa, casi resonando en el vacío del pasillo—. Dirigirse de esa manera a un profesor… decir esa barbaridad sobre un miembro del personal.
Nicholas no se detuvo ni un segundo.
—Primero —respondió con calma helada—, lo que dije sobre el mortífago es verdad. Los registros son públicos en el Ministerio. O, si prefieres, puedes preguntarle a tu padre.
Percy parpadeó, sorprendido por la frialdad de la respuesta. Nicholas giró apenas el rostro y añadió:
—Y segundo… me importa muy poco tu opinión, Weasley.
El prefecto se enrojeció de inmediato, apretando los labios hasta que quedaron blancos. Su mano se posó de forma inconsciente sobre la insignia en el pecho, como si buscara aferrarse a la autoridad que esta le confería. No volvió a pronunciar palabra.
Fue entonces cuando Nicholas lo notó.
No era la primera vez que se sentía observado —era Hogwarts, al fin y al cabo, un lugar en el que los retratos rara vez guardaban silencio o se quedaban en sus propios marcos—, pero aquella tarde el peso de las miradas era distinto. Demasiado insistente.
Un brujo de barba puntiaguda, en un cuadro colgado sobre la escalera, lo miraba con una fijeza incómoda; apenas Nicholas sostuvo el contacto, la figura desapareció del marco. En la esquina siguiente, dos damas medievales cuchicheaban detrás de sus abanicos, y en cuanto pasó frente a ellas, se escurrieron hacia otro cuadro contiguo.
Nicholas frunció el ceño.
Podía ser paranoia… o podía ser la red de vigilancia del director en acción. “¿Esta es su medida? —se dijo—. Mandar a los retratos a seguirme como sabuesos.” El pensamiento lo incomodó más que cualquier castigo formal.
—Vamos, Scratch, la profesora no tiene todo el día —apremió Percy, sin darse cuenta del silencio tenso que se había instalado a su alrededor.
Cuando al fin llegaron al despacho, Percy tocó con los nudillos y la puerta se abrió sola. La profesora McGonagall los esperaba tras su escritorio, con las gafas en la punta de la nariz y un pergamino aún en la mano.
—Gracias, señor Weasley, puede retirarse —dijo con firmeza.
Percy asintió, hinchado de importancia, y se marchó con paso solemne. La puerta se cerró de golpe.
El silencio que quedó era distinto al del pasillo: sobrio, cargado de autoridad.
—Siéntese, señor Scratch —indicó McGonagall.
Nicholas obedeció sin perder la compostura, aunque por dentro seguía alerta.
La profesora dejó a un lado el pergamino y lo miró por encima de las gafas.
—Me he reunido con el director para revisar la situación con el profesor Snape —dijo, haciendo una breve pausa que pesó más de lo que Nicholas hubiera querido admitir—. Y tras discutirlo, la sanción de expulsión de su clase ha sido retirada.
Nicholas no parpadeó. Solo inclinó la cabeza en un gesto breve, levemente sorprendido de tal cosa.
—Sin embargo —continuó ella, más seria aún—, espero que entienda que enfrentarse a un profesor de esa manera es un asunto grave. Gryffindor tiene fama de valiente, pero existe una diferencia entre la valentía y la temeridad.
Los ojos de Nicholas brillaron un instante, como si una respuesta mordaz quisiera escapársele. Pero se contuvo.
—Lo entiendo, profesora —dijo con calma.
McGonagall lo observó unos segundos más, buscando quizá algún destello de insolencia. No lo encontró. Sus labios se curvaron apenas en una línea fina, no tanto una sonrisa como un reconocimiento.
Entonces, justo antes de hablar de nuevo, sus ojos se desviaron fugazmente hacia un retrato en la pared lateral: un mago de barba gris que fingía leer un pergamino demasiado grande para su marco. Nicholas no lo había notado hasta ese momento, pero el hombre parecía tensar los dedos como si escuchara con excesiva atención.
La profesora recuperó el contacto visual con él y dijo, con voz firme:
—Señor Scratch, espero que esto no se repita. Ya ha llamado demasiado la atención, y no de una buena manera… Bien. Puede retirarse.
Nicholas se levantó despacio, inclinó la cabeza otra vez y salió del despacho.
El eco de la última advertencia le persiguió en el pasillo. Y justo antes de doblar la esquina, se detuvo un instante: uno de los cuadros que había visto ocupado en el trayecto estaba ahora vacío.
No supo si aquello era un recordatorio general… o una confirmación de que sus sospechas sobre la vigilancia del director no estaban del todo erradas.
Durante el resto de la tarde, la sensación no lo abandonó. Cada pasillo parecía más estrecho de lo habitual, cada cuadro demasiado atento. Tal vez se había sugestionado después de la caminata con Percy, o quizá había visto fantasmas donde no los había, pero Nicholas no lograba deshacerse de la impresión de que alguien —o algo— lo seguía con la mirada.
El murmullo de las clases del viernes se desvaneció al fin con el sonido de las campanas que anunciaban el término del día.
Después de la cena en el Gran Comedor, el murmullo de los estudiantes se transformó en un río lento que ascendía por las escaleras hacia sus respectivas torres. El viernes por la noche parecía invitar más al descanso que al estudio: algunos hablaban de partidas de Snap Explosivo o Ajedrez, otros planeaban dormir hasta tarde al día siguiente, y casi nadie parecía dispuesto a pensar en deberes.
Nicholas, sin embargo, no cedió.
—Vamos —dijo con un gesto seco, y sin dar margen a discusión tomó la delantera rumbo a la torre de Gryffindor.
Ron gimió como si lo arrastraran hacia la sala de castigos.
—¡Es viernes, Nick! —protestó, arrastrando los pies—. ¿De verdad tenemos que hacer los deberes hoy?
—Sí —secundó Harry, aunque con menos entusiasmo—. Solo esta vez podríamos dejarlos…
Nicholas no respondió. Con paso firme cruzaron el retrato de Sir Cadogan y se abrió paso entre los sillones atestados de estudiantes hasta encontrar una mesa vacía junto a la ventana. Hermione, para sorpresa de nadie, no protestó en absoluto; parecía complacida.
—Es lo mejor —dijo, sentándose con expresión satisfecha—. Mientras todos los demás se distraen, tendremos la mesa para nosotros.
Ron dejó caer la mochila en el suelo con un golpe sordo.
—Eres igual que ella —rezongó, señalando a Hermione—. Una copia.
Nicholas arqueó una ceja.
—No, Ronald. Ella disfruta los deberes. Yo simplemente no confío en dejar cosas para mañana. Nunca sabes qué clase de… imprevistos —añadió, lanzando una mirada significativa a Harry— pueden surgir.
Harry se encogió en su asiento, consciente de la indirecta.
Los cuatro se acomodaron alrededor de la mesa, sacando pergaminos, plumas y libros. Afuera, la noche parecía haber caído más rápido de lo que cualquiera hubiera pensado, a través de las ventanas solo se podía distinguir el azote de la lluvia que no parecía haber menguado en todo el día. El fuego de la chimenea crepitaba al fondo de la sala común. Todo parecía seguro, pero Nicholas no dejaba de lanzar miradas rápidas a los retratos colgados en las paredes: un caballero que bostezaba, una anciana que hojeaba un libro con demasiado interés.
“¿Me estarán observando… o estoy perdiendo la cabeza?”, pensó, apretando la pluma con más fuerza de la necesaria.
Hermione ya había empezado a escribir con la pluma danzando ágilmente sobre el pergamino. Ron se dejó caer de medio lado, usando el brazo como almohada mientras fingía leer. Harry, en cambio, levantó la vista hacia Nicholas, intrigado por la tensión en su rostro.
—Oye, ¿estás bien? —preguntó en voz baja.
Nicholas titubeó, la respuesta en la punta de la lengua, pero al ver que Hermione y Ron estaban absortos en sus propios mundos, se inclinó un poco hacia él.
—Si, si, lo estoy —susurro tratando de convencerse así mismo.
Después de lo que pareció una hora, la sala común empezó a vaciarse, dejando solo algunos grupos disfrutando de charlas.
Nicholas saco su varita y lanzo un Muffliato alrededor de ellos.
—Muy bien, ahora, ¿Qué es lo que quieren preguntar? —no hacía falta especificar que era lo que quería decir al preguntar aquello, Nicholas sabía que la noticia del pasado de Snape como mortifago, era lo suficientemente interesante para el trio como para dejarla pasar.
Hermione levantó la vista de inmediato, como si hubiera estado esperando el permiso para hablar. Sus ojos brillaban con un fuego de curiosidad que trataba de controlar, pero la urgencia en su voz la delataba.
—¿Cómo lo sabes, Nicholas? —preguntó en un susurro rápido, inclinándose sobre la mesa—. ¿Cómo puedes estar tan seguro de que el profesor Snape… de que él fue un mortífago?
Ron enderezó la espalda de golpe, como si el cansancio hubiera desaparecido de pronto.
—¡Exacto! —dijo con un poco más de fuerza de la necesaria— ¿De dónde sacaste eso? No es el tipo de cosa que uno se inventa porque sí.
Harry permaneció en silencio. Tenía la mirada fija en Nicholas, una mezcla de expectación y cautela. No parecía sorprendido de que Hermione y Ron quisieran respuestas, pero había algo más en su expresión: una necesidad casi personal de entender lo que había escuchado en el aula.
Nicholas dejó la pluma sobre el pergamino, cruzó los brazos y se recargó en el respaldo de la silla. El zumbido leve del Muffliato llenaba el aire como un murmullo distante.
—Digamos que hay cosas que los adultos no dicen en voz alta, pero que no son tan difíciles de comprobar si sabes dónde mirar —respondió con calma, midiendo cada palabra—. Snape estuvo en el bando equivocado durante la guerra. No es un rumor, es un hecho.
—¿Un hecho? —Hermione lo miraba como si no supiera si enfadarse o tomar notas—. ¿Cómo puede ser que algo tan importante… que nadie lo…?
—Porque a veces —interrumpió Nicholas, con un tono más frío del habitual—, la verdad se oculta mejor a la vista que enterrada en secreto.
Ron se inclinó hacia adelante, incrédulo.
—¿Y Dumbledore lo sabe? —preguntó con un hilo de voz.
Nicholas sostuvo la mirada de Harry antes de responder.
—Claro que lo sabe. Y si lo sabe él… entonces también acepto el pasado del hombre.
El silencio cayó sobre la mesa, más pesado que el rumor de la sala común. Harry tragó saliva, incapaz de apartar los ojos de Nicholas.
—¿Y si es cierto… por qué lo mantiene aquí? —murmuró, con una mezcla de rabia y desconcierto.
—Esa, Harry… es la verdadera pregunta.
Nicholas dejó que el silencio pesara un poco más, hasta que Hermione, incapaz de contenerse, habló en un murmullo apremiante:
—Pero… Dumbledore confía en él lo suficiente como para tenerlo aquí, siendo profesor. Eso debe significar algo.
Nicholas ladeó la cabeza, como si la réplica hubiera sido esperada.
—Hermione, eso para mí no significa nada, como les he dicho el pasado de Snape no es secreto, acaso creen que todos los “presuntos” mortifagos que quedaron libres, lo hicieron porque si, pues no, algunos alegaron estar hechizados, obligados por la maldición Imperius, pero no todos se pudieron dar ese lujo, y tras un tiempo con los dementores, empezaron a venderse entre ellos con tal de obtener menores sentencias y adivinen a quien mencionaron en varias ocasiones…
—¿y si lo hicieron por que no fue a prisión? —pregunto Ron casi acostado sobre la mesa, inclinándose para estar cerca.
—Snape no estuvo en Azkaban porque Dumbledore intercedió por él. Eso es un hecho.
El rostro de la muchacha palideció un poco, pero Nicholas continuó, su tono tranquilo contrastando con la dureza de sus palabras:
—Y eso es aún más peligroso. Francamente deja mucho que decir del sistema legal del ministerio. El hombre pudo haber hecho cosas horribles a la orden del que no debe ser nombrado, pero al parecer… basta con arrepentirse en el momento justo y con la persona correcta, y con eso es suficiente para no pisar una celda.
Ron abrió la boca, incrédulo, pero no encontró palabras. Hermione, en cambio, intentó protestar.
—Pero…
—Hermione —la interrumpió Nicholas con frialdad, clavando sus ojos en los de ella—, dime: ¿un asesino devuelve la vida a su víctima por arrepentirse?
La pregunta se quedó suspendida sobre la mesa como un hechizo sin disiparse.
Hermione no pudo responder. Sus labios temblaron un instante antes de cerrarse con fuerza, como si intentara obligarse a creer en algo que de pronto sonaba menos sólido.
Harry, con los puños apretados bajo la mesa, sintió un nudo en la garganta. La confianza ciega que siempre había asociado con Dumbledore se tambaleó, y lo inquietó descubrir que Nicholas lo había notado.
Nicholas se recostó en la silla, rompiendo el contacto visual.
—Ese es el tipo de mundo en el que vivimos —sentenció, apenas por encima de un susurro—. Uno donde no importa lo que hiciste, sino a quién convences de que ya no lo harías de nuevo, o de lo que estarías dispuesto hacer para enmendar tu error.
El crepitar de la chimenea fue lo único que llenó el silencio que siguió.
Esa noche, mientras los demás ya roncaban en el dormitorio, Harry yacía despierto, con los ojos clavados en el dosel de su cama. El murmullo de la lluvia golpeando contra las ventanas lo acompañaba, pero no lograba adormecerlo.
Debería estar pensando en el partido del día siguiente. En las estrategias de Wood, en la presión de ser buscador, en la victoria que Gryffindor tanto necesitaba. Sin embargo, la emoción del Quidditch se mezclaba con una inquietud que no conseguía apartar: las palabras de Nicholas.
¿De verdad Dumbledore había tenido el poder de influir en la ley hasta ese punto?
¿De verdad un solo hombre podía decidir si alguien que había servido a Voldemort iba a prisión o no?
La idea lo revolvía por dentro. Había crecido pensando que la justicia era algo firme, y como recién había descubierto, en el mundo mágico, Azkaban estaba allí para castigar a quienes habían cometido crímenes indescriptibles. Y ahora descubría que no: que bastaba con que el director de Hogwarts extendiera la mano en el momento oportuno para cambiarlo todo.
Harry se giró en la cama, apretando los puños contra las sábanas.
¿Y si Dumbledore usaba ese poder a conveniencia?
¿Y si Snape había escapado de pagar por lo que había hecho solo porque el director lo había querido así?
La imagen de Snape, altivo y cruel en el aula, se mezcló con la de una figura envuelta en oscuridad, varita en mano. El pensamiento lo estremeció.
¿Cómo era posible que un mortífago pudiera caminar libremente por el castillo, protegido por la palabra de Dumbledore?
Harry cerró los ojos, tratando de convencerse de que debía concentrarse en el partido, en la Snitch, en su escoba. Pero las dudas no se disiparon. En el fondo, había algo mucho más difícil de atrapar que una pelota dorada: la certeza de que la persona en quien más confiaba tal vez no era tan intachable como siempre había creído.
Para las doce de la noche, Nicholas era el único que quedaba en la sala común. Las llamas de la chimenea se habían reducido a brasas anaranjadas, y el murmullo constante del día se había apagado en un silencio espeso. El retrato de Sir Cadogan roncaba en la entrada, y solo el repiqueteo de la lluvia contra las ventanas recordaba que el mundo seguía ahí afuera.
Nicholas se había quedado con los codos sobre la mesa, la mirada fija en el pergamino con la redacción sobre los hombres lobo. Sus pensamientos, sin embargo, estaban muy lejos de los deberes.
A medida que avanzaban las horas, las dudas y las inquietudes habían regresado con más fuerza.
¿Se había sobrepasado?
¿Su explosión en clase de Snape había cambiado algo en el futuro?
La pregunta lo atenazaba, más pesada que cualquier castigo. Sabía que su intervención en la historia era inevitable, pero cada palabra, cada gesto, podía ser una piedra lanzada a un estanque, dando origen a ondas que se expandirían sin control.
Se pasó una mano por el rostro, sintiendo el calor persistente del fuego en la piel. “He llamado la atención”, pensó con amargura. Pero lo que realmente lo inquietaba no era la atención que había captado de los profesores o el director, sino la forma en que Harry lo había mirado esa noche, con esa mezcla de admiración y respeto.
—¿Qué demonios estoy haciendo? —susurró en voz baja, sin esperar respuesta.
El eco se perdió entre las paredes, y por un instante Nicholas tuvo la incómoda sensación de no estar tan solo. Sus ojos recorrieron la sala: los sillones vacíos, la escalera en penumbra que conducía a los dormitorios, los retratos que colgaban en la pared. Uno de ellos, el de una bruja de aspecto severo, parecía más despierto de lo que debería a esa hora.
Nicholas desvió la vista de inmediato, con el corazón acelerado.
“¿Me estarán observando… o ya me estoy volviendo paranoico?”, se preguntó.
Se recostó contra el respaldo de la silla y cerró los ojos, buscando calma. Pero en lugar de descanso, encontró un torbellino de pensamientos: Dumbledore, Snape, Harry, el futuro incierto. Y el temor constante de que, sin darse cuenta, ya hubiera cruzado una línea invisible de la que no habría retorno.
Retomó sus deberes con un suspiro resignado. Con la fuerte convicción de que debía de adelantar tanto como le fuese posible, la costumbre lo había arrastrado a esa rutina: cada viernes en la noche procuraba adelantar todo lo pendiente, así el fin de semana quedaba libre para sus propios estudios magia oscura y pociones.
La pluma raspaba sobre el pergamino mientras terminaba una redacción de Defensa, y en su mente ya iba más adelante de lo que sus manos podían escribir. Pensaba en el nuevo equipo de pociones que había conseguido en el viaje a Hogsmeade. Le ardían las ganas de pasar de la lectura a la práctica, de comprobar si podía mejorar sus pociones más allá de lo que la clase de Snape le permitía.
Pero justo cuando la idea empezaba a tomar forma, un pensamiento le cortó en seco la inspiración.
Si lo estaban siguiendo como creía… si los retratos realmente se habían convertido en espías, no podría volver a entrar a la Sala de Menesteres sin que eso llamara la atención.
Se quedó con la pluma suspendida a medio trazo, el corazón latiendo más rápido. El refugio que hasta ahora había considerado seguro de pronto parecía una trampa a plena vista. Bastaba con que un cuadro lo viera entrar y “casualmente” comentara su desaparición en el pasillo.
Nicholas se recargó en la silla, frotándose las sienes. Trataba de ordenar sus pensamientos, de trazar mentalmente algún plan que le permitiera moverse por el castillo sin levantar sospechas, sin sentir esas miradas que lo perseguían a cada paso. Necesito pasar inadvertido… encontrar un modo de que los muros no me sigan con los ojos… de ser invisible…
El silencio de la sala común era tan profundo que cada crepitar de la brasa sonaba como un trueno. Nicholas recogió la pluma y forzó a su mano a continuar, delineando palabras sin pensar, más por necesidad de distraerse que por deber real.
Cuando levantó la vista, el retrato de la bruja severa lo observaba con los ojos entornados, como si jamás hubiera cerrado los párpados en toda la noche. Nicholas apretó la mandíbula, decidido a no darle importancia, y regresó al pergamino.
Al cabo de unos minutos, volvió a mirar… y el marco estaba vacío.
El corazón le dio un vuelco. Se levantó de golpe, arrastrando la silla contra la piedra con un chirrido demasiado fuerte. Recorrió con la vista todos los cuadros cercanos: un caballero que dormitaba, una naturaleza muerta de frutas inmutables, un tapiz de grifos que parecía agitar las alas con más nerviosismo del habitual. Pero el retrato de la bruja ya no estaba.
Nicholas se obligó a respirar hondo, a recobrar la calma. Quizá se marchó a otro cuadro. Eso es lo que hacen… eso es lo normal.
Pero el nudo en el estómago no cedió.
Finalmente, recogió sus cosas con manos tensas y apagó la vela con un soplido. Antes de subir a su dormitorio, lanzó una última mirada hacia la pared. El marco vacío seguía allí, oscuro e inquietante.
Subió las escaleras en silencio, con la certeza amarga de que, real o no, su sensación de vigilancia no lo abandonaría esa noche.
Notes:
Un poquito de locura y paranoia.
Chapter 22: Capítulo 22.
Chapter Text
Harry despertó sobresaltado, por un instante creyó que lo había despertado el ruido del viento. Luego sintió una brisa fría en la nuca y se incorporó en la cama. Peeves flotaba a su lado.
—¿Por qué has hecho eso? —le preguntó Harry enfadado tratando de contener la voz para no despertar a los demás.
Peeves hinchó las mejillas con aire, sopló muy fuerte y salió del dormitorio hacia atrás, a toda prisa, riéndose.
Harry tanteó en busca de su despertador y lo miró: eran las cuatro y media. Echando pestes de Peeves, se dio la vuelta y procuró volver a dormirse.
Intentó cerrar los ojos, pero el trueno que retumbó justo encima de la torre hizo vibrar los cristales de la ventana. El viento azotaba las piedras del castillo con violencia, y el crujir del Bosque Prohibido se colaba entre los intervalos de silencio como un recordatorio de que la tormenta no amainaría pronto. Harry suspiró hondo y enterró la cabeza en la almohada, convencido de que ya no volvería a dormirse.
Su mente, traicionera, comenzó a darle vueltas a lo ocurrido en los últimos días. Pensó en Nick, en cómo en apenas un par de meses le había abierto los ojos a situaciones que él mismo jamás se habría detenido a contemplar. Recordó la manera en que se había enfrentado a Snape el día anterior. No era algo que él pudiera imaginarse haciendo, al menos no todavía, y, sin embargo, ver a Nick plantarle cara al profesor había removido algo dentro de él: una mezcla de asombro, preocupación y, extrañamente, alivio. Como si alguien hubiese dicho en voz alta lo que él —y probablemente muchos otros— llevaban años guardándose en silencio.
Unas horas después se hallaría allí fuera, en el campo de Quidditch, batallando en medio del temporal. Finalmente, renunció a su propósito de volver a dormirse, se levantó, se vistió, cogió su Nimbus 2000 y salió silenciosamente del dormitorio.
Cuando Harry abrió la puerta, algo le rozó la pierna. Se agachó con el tiempo justo de coger a Crookshanks por el extremo de la cola peluda y sacarlo a rastras.
—¿Sabes? Creo que Ron tiene razón sobre ti —le dijo Harry receloso—. Hay muchos ratones por aquí. Ve a cazarlos. Vamos —añadió, echando a Crookshanks con el pie, para que bajara por la escalera de caracol—. Deja en paz a Scabbers.
El ruido de la tormenta se intensificaba a cada paso que daba hacia la sala común. Las ráfagas de viento golpeaban las ventanas con tal fuerza que parecía que el castillo entero se estremecía. Harry pensaba en lo difícil que sería atrapar la snitch bajo aquel temporal, con la lluvia en los ojos y los relámpagos iluminando el campo a cada minuto.
Pero la corriente de sus pensamientos se detuvo en seco.
Allí, en uno de los sillones más cómodos frente a la chimenea, estaba Nicholas. Tenía un libro abierto sobre las rodillas, y la luz del fuego iluminaba su rostro serio, reflejando un aire de concentración tranquila que contrastaba con el caos que rugía en el exterior. A su lado, sobre la mesa baja, descansaba una taza de porcelana de la que aún salía un hilo de vapor.
Harry parpadeó, incrédulo.
—¿Nick? —preguntó, sin poder evitar que se le escapara en voz alta.
Nicholas se sobresaltó. Con un movimiento rápido cerró el libro y lo deslizó entre el cojín y el brazo del sillón, como si hubiera estado hojeando algo sin importancia. El gesto, sin embargo, lo delató: los hombros tensos, la mirada esquiva.
La verdad era que apenas había dormido un par de horas. Desde el almuerzo arrastraba la sensación de que lo vigilaban; no era paranoia, estaba bastante seguro de ello. Y la idea de perder su ya limitada libertad de movimiento dentro del castillo lo carcomía más que cualquier castigo.
Después de revolverse inútilmente en la cama, había acabado recurriendo a lo que encontró en la Sala de los Menesteres: un par de tomos polvorientos que tal vez ocultaban un encantamiento desilusionador o algo similar, algo que le permitiera moverse por Hogwarts sin ser visto. Había bajado a la sala común para leer sin molestar a nadie con la luz de su varita, pero hasta ahora no había tenido éxito en su búsqueda.
Harry lo miraba con curiosidad, con la Nimbus en una mano y la tormenta reflejada en los cristales a su espalda.
Nicholas carraspeó, tratando de recobrar naturalidad.
—No podía dormir —dijo al fin, forzando una sonrisa cansada—. Y parece que tú tampoco.
Harry dejó la Nimbus recostada contra el brazo del sillón contiguo y, sin pensarlo demasiado, se dejó caer junto a Nicholas. El calor de la chimenea le envolvió de inmediato, borrando un poco el frío que aún le recorría el cuerpo. Los truenos continuaban rugiendo afuera, pero sus pensamientos sobre el partido se habían disipado; ahora lo único que lo intrigaba era la reacción de Nick.
—¿Qué lees? ¿Deberes? —preguntó, inclinándose un poco, intentando asomar la vista hacia el cojín donde Nicholas había escondido el libro.
Nicholas bajó la mirada, consciente de que su reacción lo había delatado. Podría inventar una excusa: Historia de la Magia, algún ensayo… cualquier cosa serviría. Pero algo dentro de él se resistía. Harry lo observaba con genuina curiosidad, no con desconfianza. Y ese detalle, por mínimo que fuera, lo hizo tambalearse en su decisión de mentir, entonces la mirada llena de admiración y respeto que le había dedicado la noche anterior volvió a su mente, eso fue suficiente.
Respiró hondo y murmuró, con voz baja para no despertar a nadie más:
—No, no son deberes. Es… otra cosa.
El silencio entre ellos se tensó apenas un instante. Harry arqueó una ceja, intrigado, pero esperó sin presionar.
Nicholas tamborileó con los dedos sobre la tapa del libro aún oculto. Quería ser sincero con él, pese a todo lo que había pasado desde el día anterior. La verdad era peligrosa, pero más lo era seguir levantando muros entre ambos.
—He estado buscando… algo —dijo por fin, bajando la voz.
Harry lo miró en silencio unos segundos, y luego preguntó con amabilidad:
—¿Quieres que te ayude?
Nicholas negó suavemente, aunque el gesto fue más cansado que tajante.
—No creo que haga falta. Ya he revisado, y dudo que lo que busco esté en estos libros…
—Podríamos seguir buscando en la biblioteca —sugirió Harry con sinceridad—. Sé que después del partido será imposible, pero mañana… mañana podríamos hacerlo.
La oferta lo tomó desprevenido. Nicholas no pudo evitar reírse en voz baja, contagiado por la ternura que le provocaba aquel chico de ojos verdes.
—De verdad, Harry, no creo que haga falta. Además, los libros en los que podría encontrar lo que busco posiblemente estén restringidos.
—¡Oh! —exclamó Harry con sorpresa, inclinándose un poco hacia él—. ¿Estás planeando hacer algo? ¿Necesitas ayuda? —preguntó, esta vez con tono confidente.
El ofrecimiento arrancó otra sonrisa a Nicholas, más cálida que burlona.
—No, Harry, no planeo nada. Pero si llegas a encontrar una manera de hacerse invisible… por favor, házmelo saber.
Nicholas no pensó mucho antes de decirlo. En ningún momento había considerado pedir prestada a Harry su capa de invisibilidad; se suponía que él no sabía nada de su existencia. Pero en cuanto vio cómo los ojos de Harry brillaban con esa chispa de complicidad, supo que algo había cruzado por su mente.
—¡Sé lo que te puede ayudar! —exclamó Harry, un poco emocionado por la idea de poder hacer algo por Nicholas.
—¿En serio? —preguntó Nicholas, tratando de fingir sorpresa, aunque el pulso le dio un pequeño salto.
Harry asintió con entusiasmo, inclinándose hacia él.
—Después del partido te lo mostraré.
Nicholas lo observó unos segundos en silencio, con una media sonrisa que escondía una tormenta de pensamientos. No había planeado llegar hasta allí, pero la sinceridad de Harry le desarmaba de una manera que ninguna estrategia lo había hecho nunca.
Un relámpago iluminó la sala común y el trueno que le siguió los sacudió de su pequeña burbuja compartida. Nicholas miró hacia las ventanas, donde el viento azotaba con furia, y frunció el ceño: el clima no parecía dispuesto a mejorar.
—¿Crees que cancelen el partido? —preguntó con esperanza.
Harry bufó divertido.
—No, no creo que lo hagan por la lluvia.
La perspectiva de verlo volando bajo aquel temporal, con los dementores rondando el campo, le provocó un escalofrío a Nicholas. No podía evitarlo. Quizá no lograría impedir que las cosas sucedieran como estaban escritas, pero al menos podía intentar hacerle la vida un poco más fácil a Harry.
—Bueno, antes del partido deberías pedirle a Oliver o a alguna de las chicas que encanten tus lentes para repeler el agua —sugirió de pronto.
Harry lo pensó un instante, sorprendido.
—¡Eso sería genial!
—Y con tanta lluvia, tal vez un encantamiento calefactor en tu uniforme no vendría mal.
Harry se entusiasmó con la idea, pero enseguida recordó algo.
—Sería perfecto, pero mi uniforme está en los vestidores del campo… y yo no conozco ninguno de esos hechizos. Tal vez alguno de los chicos lo sepa.
—Ven, te enseñaré uno bastante bueno —dijo Nicholas, dejando que su varita se deslizara sola desde la funda hasta su mano.
Harry lo observó fascinado.
—¿Cómo es que siempre haces eso? —preguntó, señalando su antebrazo.
Nicholas sonrió y levantó la manga de la pijama, mostrando la funda de cuero ajustada al brazo.
—Genial —murmuró Harry, con los ojos brillando de interés.
El tiempo pasó rápido mientras Nicholas le enseñaba a pronunciar y ejecutar el encantamiento calefactor. Entre chispas fallidas y risas ahogadas, la tensión de la tormenta pareció desvanecerse por un rato. Cuando se dieron cuenta, el reloj ya marcaba las siete y media.
Harry se levantó, recogió la Nimbus y decidió adelantarse al Gran Comedor para desayunar antes del partido. Nicholas, por su parte, volvió a su dormitorio, dispuesto a cambiarse de ropa y guardar los libros prohibidos fuera de la vista.
Cuando Nicholas salió de su dormitorio, pensó que tal vez debería mostrarse más animado delante de Ron y Hermione, que seguramente lo estarían esperando en algún lugar. Entonces se percató de Crookshanks, que rasguñaba con insistencia la puerta del otro dormitorio de tercero. Por un momento contempló la idea de abrirle, pero tras considerar que había más contras que pros en esa decisión, se inclinó y alzó al gato en brazos.
—Creo que deberías ser más sutil si quieres almorzarte a la rata… —murmuró en tono de confidencia, como si le diera un consejo a un amigo—. Deja que la rata tome confianza, y no dejes que te vean…
Crookshanks respondió con un maullido grave y empezó a ronronear bajo las caricias de Nicholas.
Al llegar a la sala común lo dejó en un sofá junto a la chimenea y salió al pasillo. El frío en el castillo parecía empeorar conforme las lluvias persistían; pronto se detendrían y el hielo daría paso a la nieve. Nicholas había estado meditando la posibilidad de conseguir más comida y abrigo para Canuto antes de que empezara a nevar, pero de nada servía reunir suministros si no podía pasar por el pasadizo bajo el Sauce Boxeador.
No estaba seguro de que el túnel hacia la Casa de los Gritos no estuviera anegado por las lluvias. Era poco probable —Madame Pomfrey nunca habría dejado de sacar a Lupin si la luna llena lo exigía—, pero habían pasado al menos quince años desde la última vez que se utilizó con ese propósito. Y ahora, a la incertidumbre del clima se sumaba su nuevo estatus de vigilado. Otro obstáculo más, al menos hasta que encontrara la forma de emplear un encantamiento desilusionador.
Los últimos meses los había dedicado a aprender magia básica: aquella que todo mago utilizaba en su día a día. Había empezado con el libro Hechizos y Encantamientos para el Día a Día, y tras comprobar lo útil que podía ser aquella “magia menor” —tal como la señora Pince la había despreciado—, decidió que practicar cualquier tipo de conjuro era mejor que no practicar nada. Cada hechizo dominado, aunque sencillo, era una pieza más en la construcción de sus habilidades, mientras no pudiera arriesgarse con artes más delicadas o mal vistas en público.
Confiaba en que no tardaría mucho en dominar el encantamiento que necesitaba si lo encontraba.
Nicholas entró en el Gran Comedor, poco hambriento, pero con la certeza de que allí encontraría a Ron y Hermione. Y así fue: la pareja de amigos ya ocupaba su lugar en la mesa de Gryffindor. Se dejó caer en el banco junto a Hermione, sirviéndose una taza de café y un par de tostadas más por inercia que por apetito.
Ron estaba inmerso en una acalorada discusión sobre quidditch con Dean y Seamus, tan absorto en las estrategias que apenas notó su llegada. Hermione, en cambio, permanecía callada, con la mirada fija en su plato, sin intención aparente de intervenir en la conversación. Para Nicholas, aquello resultaba un alivio: tampoco tenía ganas de hablar.
El café, caliente y amargo, no logró calmar el retortijón de su estómago. Cada vez que pensaba en el partido y en la posibilidad de que algo se desviara del canon —que Dumbledore no alcanzara a detener la caída de Harry a tiempo—, la náusea volvía. No quería mostrarse preocupado, así que obligó a su mente a distraerse en otros pensamientos: lo que sucedería después del partido, la inminente llegada de la Navidad, las pequeñas ventajas que podía planear en silencio.
El bullicio en el Gran Comedor creció cuando los equipos empezaron a levantarse de las mesas. Llegaba el momento de salir rumbo al campo de quidditch. Nicholas apuró el último sorbo de café, se puso en pie y caminó con los demás hacia la salida.
A falta de paraguas, sacó su varita. Un leve movimiento bastó para que un toldo invisible, reluciente bajo la lluvia, se desplegara desde la punta. Las gotas resbalaron por encima sin llegar a tocarlo.
—Vaya, qué útil —comentó Hermione, que se había colocado a su lado. Nicholas le ofreció el brazo con una cortesía casi automática, y ella lo tomó con naturalidad, refugiándose bajo el hechizo mientras avanzaban juntos hacia la tormenta que rugía sobre el estadio.
El estadio de quidditch era una marea de voces y gritos de ánimo pese al temporal. La lluvia caía en ráfagas que obligaban a los estudiantes a encogerse bajo sus capas, mientras el viento hacía temblar las gradas con cada embate. Nicholas se había acomodado entre Hermione y un grupo de chicos de cuarto, pero no lograba encontrar reposo en ninguna postura.
Los gritos y los coros de las aficiones se mezclaban con el rugido de la tormenta, haciendo vibrar el estadio entero. A Nicholas le costaba seguir la quaffle, y más aún distinguir a Harry entre la lluvia que lo envolvía todo en un velo gris. De vez en cuando, un relámpago iluminaba el campo y entonces alcanzaba a verlo, diminuto en el aire, aferrado a su Nimbus como si luchara contra el mismo cielo.
Su corazón se agitaba con cada embestida de los jugadores de Hufflepuff. Hermione aplaudió un tanto de Gryffindor, y el rugido de la grada se alzó sobre el viento. Nicholas, sin embargo, se quedó helado al escuchar el marcador: era la quinta anotación.
Palideció. Sí, lo recordaba. Era después de eso.
El pitido de la profesora Hooch reclamó un tiempo muerto solicitado por Oliver Wood. El equipo descendió, empapado y temblando, hacia el suelo. Las figuras rojas se agruparon bajo la lluvia torrencial, las voces perdidas en la distancia. Hermione tiró de él hacia el borde del campo, y Nicholas, con el estómago revuelto, comprendió que cada detalle encajaba con lo que estaba por venir.
Apretó la varita entre los dedos, aún manteniendo el toldo invisible que los protegía de la lluvia.
—Cincuenta puntos a nuestro favor. Pero si no atrapamos la snitch, seguiremos jugando hasta la noche —escuchó decir a Oliver Wood cuando estuvieron lo bastante cerca.
—Estoy haciendo todo lo posible —dijo Harry, tratando de disimular el castañear de sus dientes.
Nicholas recorrió al equipo con la mirada: todos más altos y robustos que Harry. El frío debía de estar calándose en sus huesos. Sin prestar atención a la charla de Wood, se acercó a Harry y, con la ayuda de Hermione, lanzó varias veces el encantamiento calefactor sobre su uniforme y guantes. El suspiro de alivio de Harry fue casi inmediato.
Al menos, pensó Nicholas, sus lentes parecían estar encantados para repeler el agua: no se quejaba de la visión como en el canon.
—… ¡De acuerdo, vamos a ello! —dijo Wood alzando la voz.
El equipo volvió a remontar vuelo tras el silbato de la profesora Hooch. Nicholas sintió la tensión retorcerse en su estómago. Todo era un preludio, y lo único que deseaba en ese instante era que Harry saliera ileso de lo inevitable.
Hermione intentó tirar de él de nuevo hacia las gradas, pero Nicholas se quedó bajo una saliente, observando con el corazón encogido.
El juego se reanudó, y tras unos minutos el grito de Wood resonó por encima de la tormenta: ¡Cedric había visto la snitch!
A partir de ahí, todo se volvió una sucesión de imágenes enrarecidas por un velo de fría pesadez. Y entonces, sucedió: Harry comenzaba a caer.
El potente grito de Dumbledore retumbó en el campo, seguido de un destello de luz blanca que golpeó a Harry, ralentizando su caída sin llegar a detenerla del todo. Nicholas, incapaz de contenerse —de siquiera permitir que Harry se estrellara contra el suelo—, salió corriendo al campo, el agua salpicándole el rostro, un destello de luz sobre voló el campo, pero no aparto sus ojos de la figura de Harry.
—¡Levioso! —vociferó con todas sus fuerzas, apuntando la varita hacia Harry.
El hechizo impactó contra el costado del muchacho y, por un instante, Nicholas sintió cómo la magia tiraba de él hacia abajo, como si la lluvia misma se resistiera. Pero el conjuro se sostuvo: Harry quedó suspendido a pocos metros del suelo, inmóvil bajo el aguacero.
Un murmullo estremecido recorrió las gradas. Algunos profesores aparecían ya desde los laterales, corriendo bajo la lluvia. La profesora Hooch descendió con tanta rapidez que casi saltó de su escoba, la varita en alto.
—¡Mantenlo así, muchacho! —ordenó con urgencia, mientras trazaba un rápido movimiento en el aire.
Una camilla surgió frente a ellos. Con otro gesto ágil, Hooch tomó el control del hechizo de Nicholas y dirigió el cuerpo suspendido de Harry hasta depositarlo con cuidado sobre la superficie mullida.
—Muy bien hecho —escuchó Nicholas, y dio un respingo. Giró para encontrarse con Dumbledore a su lado. Había aparecido en silencio, como si hubiera surgido del aire. Su voz, serena, apenas se elevaba sobre el rugido del viento—. ¿Está bien el señor Potter, Rolanda?
—Lo está —respondió la profesora Hooch, inclinándose sobre Harry para comprobarlo—. Pero hay que llevarlo de inmediato a la enfermería.
Dumbledore asintió, y con un leve movimiento de su varita la camilla se elevó suavemente, dispuesta a partir entre el murmullo inquieto del estadio entero.
Nicholas, empapado y con el pulso aún acelerado, apenas podía apartar los ojos de la figura tendida en la camilla.
Nicholas había corrido tras Dumbledore, y detrás de él venían Hermione y Ron, empapados y con la respiración entrecortada.
Al llegar a la enfermería, Madame Pomfrey salió de su oficina y su ceño se frunció casi de manera inmediata, consternada por el aspecto de todos. En cuanto el director hizo descender la camilla y dejó a Harry sobre una de las camas, la sanadora se abalanzó sobre él, revisándolo de arriba abajo con la varita en una mano y el ceño cada vez más apretado.
Nicholas, que no apartaba los ojos de Harry, apenas fue consciente de lo rápido que Dumbledore había abandonado la estancia, ni de cómo Hermione parecía derrumbarse a su lado, llorando de manera inconsolable. Ron, incómodo y torpe, trataba de calmarla con palabras atropelladas y palmaditas en el hombro que parecían no surtir efecto.
Nicholas permanecía inmóvil, los puños cerrados a ambos lados del cuerpo, con el pulso aún disparado. Solo cuando Harry dejó escapar un débil gemido y Madame Pomfrey lo obligó, mágicamente, a beber una poción humeante, sintió que podía respirar de nuevo.
Siguiendo el ejemplo de la enfermera, que se concentraba en poner cómodo a Harry antes de cubrirlo con una manta, Nicholas se dio un momento para secar su ropa —que estaba dejando un charco a sus pies— y entrar en calor con un encantamiento calefactor sobre su túnica. Cuando terminó consigo mismo, se volvió hacia sus amigos. Ron no había logrado calmar a Hermione: los rastros de lágrimas se alternaban con espasmos de sollozos que volvían a humedecer su rostro.
Nicholas se acercó y apoyó la varita sobre la túnica de Hermione, secándola con un gesto rápido y eficaz. Luego la rodeó con los brazos y la abrazó con fuerza; aquello desencadenó un nuevo sollozo, pero también un abrazo de vuelta, largo y necesario. Pasaron un par de minutos antes de que lograra recomponerse del todo.
Cuando pareció haber recuperado la calma suficiente, se apartó de Nicholas para secarse las lágrimas.
—No sé por qué se pone así —murmuró, intentando restarle gravedad—. Harry está bien…
—¡Ronald! —exclamó Hermione, con la voz rota—. ¡Harry casi muere!
—Pero el director detuvo la caída —objetó Ron, atropellado.
—¿Y si no lo hubiera alcanzado? —replicó Nicholas, con dureza—. Bastaba con que el cuello se hubiera colocado mal para que fuera irreversible. Hay cosas que la magia no puede reparar, Ron.
Aquellas palabras fueron lo bastante crudas como para acallar las réplicas inconscientes de Ron.
Pasaron un par de minutos más antes de que el murmullo del castillo volviera a hacerse presente: por lo que parecía, los estudiantes regresaban poco a poco desde el campo de quidditch hacia la seguridad de las murallas.
Nicholas, sentado en un banquito junto a la cama de Harry, se dio cuenta entonces de algo que había pasado por alto: lo pequeño y menudo que era. En comparación con la mayoría de los chicos de tercero, Harry parecía frágil; fácilmente podría pasar por un segundo año, o por un primer año demasiado alto. Su constitución, aunque ideal para un buscador de quidditch, no le parecía en absoluto la adecuada para un niño que debería estar creciendo con normalidad.
“Tal vez podría hacer que subiera de peso”, pensó, aunque enseguida se dio cuenta de que no solucionaba nada. Durante los meses de verano, Harry volvería a perder todo lo ganado, víctima del hambre en la casa de los Dursley. Esa idea lo abrumó, y pronto su mente se vio atrapada en una espiral de pensamientos incoherentes y contradictorios.
¿Y si pudiera estar cerca de él en verano?
No, no debería hacer eso.
Quizá había alguna manera de mejorar su salud.
¿Y si lo sacaba de la casa de sus tíos?
Pero las consecuencias de intervenir…
Tal vez un médico podría hacer algo.
No, no debería hacer eso.
Las ideas lo asaltaban sin orden, como ráfagas que no lograba contener, hasta que el sonido de pasos acercándose por el pasillo de la enfermería lo distrajo lo suficiente para romper el ciclo.
En pocos minutos todo el equipo de Quidditch estaba en la enfermería, que empezaba a comentar todo lo sucedido. La puerta de la enfermería se volvió a abrir nuevamente un par de minutos después, el profesor Flitwick entro un momento con semblante apesadumbrado, para dejar los restos de la escoba de Harry.
Si mal no recordaba, Harry pronto despertaría, pero no fue sino hasta que Fred exclamo el nombre de Harry, que Nicholas levanto la vista para volver a verlo, ahora sentado en la cama.
—¡Harry! —exclamó Fred, que parecía exageradamente pálido bajo el barro—. ¿Cómo te encuentras?
El rostro de Harry parecía volver a perder el color mientras una mueca de confunción tomaba forma
—¿Qué sucedió? —dijo incorporándose en la cama, tan de repente que los demás ahogaron un grito.
—Te caíste —explicó Fred—. Debieron de ser... ¿cuántos? ¿Veinte metros?
—Creímos que morirías —dijo Alicia, temblando.
Hermione dio un gritito. Tenía los ojos rojos.
—Pero el partido —preguntó Harry—, ¿cómo acabó? ¿Se repetirá?
Eso solo le saco un bufido de enojo a Nicholas, que solo se preguntaba en como era posible que Harry actuara tan despreocupado de su propia vida cuando le acababan de decir que casi había muerto
—¿No habremos... perdido? —insistió Harry
—Diggory atrapó la snitch —respondió George— poco después de que te cayeras. No se dio cuenta de lo que pasaba. Cuando miró hacia atrás y te vio en el suelo, quiso que se anulara. Quería que se repitiera el partido. Pero ganaron limpiamente. Incluso Wood lo ha admitido.
—¿Dónde está Wood? —preguntó Harry de repente, notando que no estaba allí.
—Sigue en las duchas —dijo Fred—. Parece que quiere ahogarse.
—Wood se puede ir a la mierda —dijo Nicholas sin tratar de ocultar su molestia— parece que le molesta mas el partido, que el que Harry casi se hubiera estrellado contra el suelo…
Eso pareció cortar cualquier rumbo de la conversación, era indignante que el silencio le otorgara la razón, Harry parecía seriamente culpable.
—Vamos, Harry, es la primera vez que no atrapas la snitch.
—Tenía que ocurrir alguna vez —dijo George.
—Todavía no ha terminado —dijo Fred—. Hemos perdido por cien puntos, todo dependerá del resultado de los siguientes partidos.
Después de unos diez minutos, la señora Pomfrey llegó para pedirle que se fueran.
—Luego vendremos a verte —le dijo Fred—. No te tortures, Harry. Sigues siendo el mejor buscador que hemos tenido.
El equipo salió en tropel, dejando el suelo manchado de barro. La señora Pomfrey cerró la puerta detrás del último, con cara de mal humor. Ron y Hermione se acercaron un poco más a la cama de Harry, mientras que nicholas mantenía su lugar sentado junto a la cama
—Dumbledore estaba muy enfadado —dijo Hermione con voz temblorosa—. Nunca lo había visto así. Corrió al campo mientras tú caías, agitó la varita mágica y entonces se redujo la velocidad de tu caída. Luego apuntó a los dementores con la varita y les arrojó algo plateado. Abandonaron inmediatamente el estadio... Le puso furioso que hubieran entrado en el campo... lo oímos...
Eso pareció distraer un poco a Nicholas, ya que ahora que trataba de recordar, no había escuchado nada de Dumbledore, su mente solo se había centrado en Harry.
—Entonces te pusieron en una camilla por arte de magia —explicó Ron—. Y el director te trajo al colegio flotando en la camilla. Todos hubieran pensado que habías muerto si no fuera porque Nicholas detuvo tu caída completamente a pocos metros del suelo...
La voz de Ron se apagó, parecía haber entendido hasta ese momento lo cerca que había estado Harry de morir.
Aunque Harry se volvió hacia Nicholas agradecido, Nicholas sabia que su mente estaría dándole vueltas a lo que los dementores le habían causado.
—¿Recogió alguien la Nimbus?
La pregunta avivo la irritación y molestia, la indiferencia de Harry por su propia vida le sacaba de quicio, dejándolo con la certeza de que hasta el momento Dumbledore estaba encaminando a Harry para ser un sacrificio. Pensando que tal vez sucedería lo mismo que el día anterior, y su enojo le llevaría a decir algo sin pensarlo, se levanto de un salto y salió de la enfermería dando un portazo tras de el.
Chapter 23: Capítulo 23.
Notes:
La verdad creo que en este cap se me fue un poco la mano con el poder del guion y el cliché de un OC roto, pero a la larga algunas cosas son necesarias.
En fin, espero les guste.
Chapter Text
Al igual que en los días previos, la oscuridad de la tormenta que arreciaba parecía tomar forma aún temprano en la tarde. Nicholas estaba en la sala común, sentado en uno de los sillones frente al fuego, con un libro abierto sobre las rodillas que no había leído en absoluto. Sus ojos recorrían las líneas, pero su mente seguía fija en otra parte: en la enfermería, en el cuerpo de Harry desplomado después del partido, en la fragilidad que había vuelto a recordarle lo injusto que era todo.
No era contra Harry contra quien se enfadaba, ni siquiera contra los profesores negligentes que parecían resignados a que él cargara con más de lo que un niño debía soportar. Su enojo iba más lejos: contra el mundo, contra el azar, contra cualquier fuerza o deidad que permitiera que alguien como Harry —un chico que apenas comenzaba a vivir— tuviera que enfrentarse una y otra vez a la muerte.
Un golpe de viento hizo crujir los ventanales, y Nicholas cerró el libro con fuerza. Le escocían los ojos, aunque no sabía si era el cansancio o la rabia.
La voz de Harry lo sacó de sus pensamientos.
—Nick.
Levantó la mirada y, sorprendido, lo vio acercarse en silencio.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Nicholas con confusión, recordando que en el canon Harry se quedaba en la enfermería el resto del fin de semana—. Pensé que dormirías allí.
Harry se dejó caer junto a él en el sillón, satisfecho de poder hacerlo.
—En parte fue gracias a ti —declaró con buen humor—. Madame Pomfrey quería que me quedara, pero le insistí un poco y, ya que gracias a ti no llegué a tocar el suelo, en realidad no había razón para sospechar que estuviera herido…
Nicholas no sabía si alegrarse por ver a Harry tan animado, por no sentirse tan débil como su reacción a los dementores le hacía creer, o preocuparse por la ligereza con la que se lo tomaba. En el fondo, lo único claro era que su intervención en el accidente había generado un pequeño cambio en el canon.
Nicholas lo miró de reojo, el ceño aún fruncido.
—No sé si alegrarme o preocuparme —admitió al fin, recostándose contra el respaldo del sillón—. En mi opinión, deberías haberte quedado en la enfermería.
—Ya lo sé —replicó Harry, con una sonrisa desafiante—. Pero no quería pasar otro día entero allí, sin poder moverme, como si estuviera herido. No lo estoy.
El silencio que siguió se llenó con el crepitar del fuego y el rugido lejano de la tormenta. Nicholas apretó el libro entre las manos hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Había tantas cosas que quería decirle, advertencias que no podía pronunciar sin temer las consecuencias, palabras que ardían en su garganta y que solo podían quedarse atrapadas ahí.
Harry lo observaba con calma, como si adivinara algo de esa lucha interna.
—¿Estás molesto? —preguntó.
Eso lo descolocó un poco, pero respondió de inmediato:
—Sí, un poco…
—¿Conmigo? —Harry parecía nervioso, jugueteando con el borde de su túnica con manos inquietas.
Eso enterneció a Nicholas. La actitud indiferente de Harry ante su propia fragilidad le había molestado, pero su ira se había redirigido contra todo y nada. Después de todo, ¿qué culpa tenía Harry de haber aprendido a restarle importancia a algo que ocurría una y otra vez en su vida?
—No, Harry, no es contigo…
—Pero en la enfermería… —lo interrumpió—. Saliste molesto, el golpe de la puerta fue bastante claro.
Nicholas no pudo evitar sonreír.
—Bueno, sí, en ese momento sí estaba molesto contigo —admitió, con una sinceridad que lo sorprendió a sí mismo—. No me gustó que te sintieras culpable, ni que te importara más el resultado del partido o la escoba, que tu propia vida. Actuabas como si el hecho de que casi murieras no tuviera importancia.
Harry bajó la mirada.
—Supongo que ya estoy acostumbrado… los dos últimos años. Además, los accidentes en el quidditch… —murmuró—. Todo sigue, y yo… sigo también. Si me quedo pensando en cada vez que pasa algo malo, no terminaría nunca.
Nicholas tragó saliva, sintiendo que esas palabras le atravesaban. Era exactamente eso lo que le dolía: que Harry, con apenas trece años, hablara como alguien que ya había vivido demasiado y ahora solo se resignaba.
—Tal vez. Pero no está bien que te acostumbres a eso —dijo por fin, su voz más baja, casi un ruego—. No tienes que actuar como si no importara. Tu vida también es preciosa, y debes cuidarla.
Harry alzó la vista despacio. No había reproche en sus ojos, solo cansancio y un brillo tímido.
—Tú actúas como si importara —susurró—. Eso es agradable. Después de Hermione o los Weasley, pocos parecen interesados. Gracias por salvarme.
La frase lo tomó desprevenido. No recordaba una declaración tan personal de Harry a los trece, Nicholas sintió cómo la tensión en sus hombros se aflojaba. Se quedó un momento sin saber qué hacer con las manos, hasta que Harry sacó su varita del bolsillo y dijo:
—Muffliato.
El murmullo familiar los envolvió, y Nicholas lo reconoció de inmediato.
—¡Genial! ¿Cuándo aprendiste a hacerlo?
—Hace poco. Me pareció buena idea aprender hacerlo, en caso de que no estuvieras para hacerlo.
—Si querías aprender, podrías haberme preguntado. No me molesta enseñarte.
Las mejillas de Harry se tiñeron de rojo, y rápidamente cambió de tema. Deslizó la mano dentro de su túnica y sacó un bulto plateado que brillaba líquido bajo la luz del fuego.
—Antes del partido te dije que tenía algo que podía ayudarte —dijo en voz baja, como un secreto compartido—. Es la capa de mi padre.
Nicholas parpadeó, la respiración atrapada en el pecho. Sabía exactamente lo que era, pero verlo allí, en manos de Harry, resultaba distinto, casi irreal.
—¿Y qué hace? —preguntó, con la voz más áspera de lo que hubiera querido.
—Es una capa de invisibilidad. —Harry lo dijo con naturalidad, como si no significara nada más que eso. Pero para Nicholas era demasiado: un símbolo de confianza absoluta, un lazo invisible que pesaba más que cualquier juramento.
Nicholas extendió la mano, dudando un segundo antes de tocar la tela. El material se deslizó entre sus dedos como agua helada, y un estremecimiento le recorrió el cuerpo. No supo si era por la magia de la prenda o por la certeza de lo que implicaba que Harry se la confiara.
—Vaya… —murmuró, más para sí que para Harry.
—Nick… —lo interrumpió suavemente, con los ojos verdes brillando a la luz del fuego—. Confío en que la cuides y me la devuelvas en cuanto termines. Es lo único que tengo de mi padre.
El silencio volvió a caer, pesado y cálido a la vez.
Nicholas guardó la capa bajo su suéter justo en el momento en que el equipo de quidditch parecía acercarse para hablar con Harry.
La noche avanzó envuelta en el mismo rugido de la tormenta reacia a disiparse. Las horas se deslizaron lentas entre conversaciones apagadas en la sala común, las visitas de los compañeros del equipo y otros Gryffindor que se acercaron a Harry para comprobar su estado, y finalmente el silencio que se instaló cuando todos subieron a dormir.
Nicholas permaneció despierto mucho después de que las respiraciones acompasadas llenaran el dormitorio. Cada vez que cerraba los ojos, la sensación del tejido plateado deslizándose entre sus dedos volvía con una claridad inquietante. La capa parecía latir, aguardando.
No había mejor momento que esa misma noche.
Con un movimiento decidido, se incorporó con cuidado de no despertar a nadie. Esperó en silencio, atento a cualquier movimiento en las camas cercanas, pero solo escuchó respiraciones profundas y algún ronquido. Entonces sacó la capa de debajo de su suéter.
Al extenderla sobre sí mismo, el mundo pareció abandonarlo de golpe: su cuerpo entero desapareció. Era como zambullirse en un mar de sombra transparente.
El corazón aún le latía con fuerza cuando cruzó la sala común y se deslizó por el retrato. Sir Cadogan dormía tan profundamente que ni siquiera notó el leve movimiento de su marco. Con pasos cuidadosos, Nicholas tomó el camino hacia las escaleras que lo llevarían al séptimo piso. Había algo en la urgencia de esa noche, en la certeza de que la Sala de los Menesteres lo estaba esperando.
El castillo dormía, pero no en completo silencio. Las ráfagas de viento hacían vibrar los cristales de las ventanas, y de vez en cuando un trueno iluminaba los muros con un resplandor súbito. Nicholas se movía pegado a las paredes, la capa ajustada sobre los hombros, procurando que sus pasos no resonaran en los corredores vacíos.
Un par de veces sintió el corazón salírsele del pecho: primero al escuchar el arrastre lento de unas zapatillas de fieltro, acompañado de la luz de una varita; después, cuando la sombra alargada de la señora Norris apareció doblando una esquina. El gato olfateó el aire con suspicacia y sus ojos amarillentos brillaron en la penumbra, pero Nicholas se quedó inmóvil, conteniendo incluso la respiración, hasta que se alejó con un bufido casi inaudible.
El recorrido fue más largo de lo que esperaba, pero al fin alcanzó el séptimo piso. El pasillo lo recibió con su familiar extensión de piedra y el tapiz de aquel tonto tratando de enseñar ballet a un grupo de trolls. Inspiró hondo y se paseó por el pasillo: una, dos, tres veces caminó frente a la pared, tratando de recordar con toda la fuerza de su pensamiento aquel lugar que había descubierto después de múltiples intentos, pidiendo lo que necesitaba a la Sala.
La puerta apareció con el mismo silencio solemne de siempre. Nicholas la empujó con cautela y, al traspasarla, sintió un escalofrío.
Era la misma sala… o al menos lo parecía. Pero no del todo. Los estantes estaban allí, repletos de volúmenes apilados hasta el techo, solo que ahora había más, muchos más. El espacio se extendía como si hubiera respirado profundamente, abriéndose ante él con una amplitud nueva y extraña. La penumbra estaba cargada de un olor a polvo y pergamino viejo más intenso que nunca.
Nicholas avanzó unos pasos, maravillado y a la vez inquieto. La Sala lo reconocía, sin duda… pero también le estaba mostrando algo distinto. Algo que quizá no había pedido, pero que la Sala sabía —con esa lógica silenciosa que solo ella seguía— que él necesitaba.
Nicholas giró lentamente sobre sus talones, dejando que la vista recorriera los interminables estantes. Sabía que allí encontraría lo que necesitaba. Sin embargo, la magnitud del lugar lo abrumaba: cada estante rebosaba de volúmenes encuadernados en cuero, pergaminos enrollados, manuales polvorientos que parecían reclamar su atención a la vez.
“Un catálogo no estaría nada mal”, pensó con ironía, deseando por un instante la simpleza de un sistema de fichas como el de la biblioteca.
El suelo vibró suavemente bajo sus pies, apenas un murmullo sordo que le erizó la piel. A su izquierda, una de las paredes se dilató como si respirara, y en el hueco recién abierto apareció un pedestal de piedra. Sobre él descansaba un libro monumental, encuadernado en un cuero oscuro y gastado, con filigranas doradas que se encendían al contacto con la luz de las antorchas.
Nicholas se acercó con cautela. El volumen carecía de título, pero parecía latir con la misma fuerza silenciosa que la Sala, como si fuera una extensión de la misma. Con cuidado, colocó la mano sobre la tapa y la abrió.
En la primera página encontró exactamente lo que había pedido: una lista. Filas y filas de títulos perfectamente ordenados, cada uno acompañado de una breve descripción y la localización exacta entre los estantes.
Su corazón dio un brinco de alivio, y comenzó a pasar las páginas con rapidez, maravillado por la precisión del registro. Sin embargo, a medida que avanzaba, un patrón empezó a revelarse con inquietante claridad.
Tratados de Curación Avanzada.
Anatomía del Cuerpo Mágico.
Regeneración mediante Pociones.
Hechizos para la Reparación de Nervios y Tejidos.
Cuidado de heridas causadas por maldiciones.
Nicholas tragó saliva, deteniéndose en seco al comprender. Había cientos de volúmenes dedicados a la medicina mágica, a técnicas de curación que jamás había visto mencionadas en la biblioteca.
De pronto entendió que la Sala le había mostrado justo lo que él necesitaba: un arsenal de conocimiento para ayudar a reparar el daño que la vida —y los Dursley— habían dejado en Harry.
La emoción lo embargó tanto como el miedo. Ese poder estaba al alcance de su mano, pero… ¿y si no podía con ello? La mayoría de los libros parecían estar fuertemente influidos por el arte de las pociones. ¿Y si se equivocaba? …
Dando por hecho que toda aquella información seguiría a su disposición cuando definiera con claridad qué podía servirle para ayudar a Harry, Nicholas decidió no precipitarse. Primero, debía resolver algo más inmediato: encontrar un modo de volverse invisible sin depender de la capa de Harry.
Con esa intención, comenzó a hojear de nuevo el catálogo. A diferencia de la interminable lista de volúmenes sobre medicina, los títulos dedicados al ocultamiento eran muchos menos. El número descendía drásticamente, como si se tratara de un conocimiento reservado a unos pocos.
La sección se reducía a técnicas de sigilo avanzado, tratados sobre metamorfosis parcial y, lo que más le sorprendió, un puñado de títulos relacionados con pociones.
Extractos de Oscuridad: teoría y práctica del camuflaje líquido.
El Arte del Desvanecimiento.
Pociones de Ocultamiento y Disimulo.
El Velo de la Serpiente: brebajes de invisibilidad temporal.
Nicholas pasó los dedos por la página, como si al rozar las letras pudiera sentir la potencia de lo que encerraban. No eran muchos, pero suficientes para abrir una nueva línea de estudio. La sola idea de lograr ocultamiento por sí mismo —sin depender de la capa de Harry— lo llenaba de una mezcla de entusiasmo y miedo.
Sin embargo, depender de una poción en lugar de un encantamiento no significaba un gran cambio; así que, aunque llamaron su atención, decidió que lo mejor era conseguir algo que se obtuviera con su varita.
Si lo conseguía, no solo tendría más libertad para moverse en el castillo y seguir investigando sin la preocupación de que lo siguieran, sino que también podría devolver la capa. Era lo justo: Harry le había confiado un tesoro, y él no quería abusar de esa confianza.
Alzó la vista hacia los estantes que lo rodeaban, y el eco de la tormenta afuera se sintió lejano, como si la Sala lo aislara en un mundo distinto, hecho de posibilidades infinitas.
El péndulo dio las tres de la mañana, y el eco de un reloj lejano resonó como un recordatorio de cuánto tiempo llevaba allí. Nicholas continuaba inclinado sobre una pila de libros, el cansancio pesándole en los párpados, cuando una breve introducción al inicio de un nuevo capítulo le atrapó la mirada:
«…de ejecutarse de manera correcta, el resultado será un poderoso encantamiento desilusionador utilizable en cualquier ambiente…»
Se enderezó en el asiento, el corazón acelerándose. El texto proseguía con un tono solemne, como si hablara directamente a quienes habían esperado demasiado para leer esas palabras:
El Encantamiento Desilusionador, explicaba, no era un simple truco de invisibilidad. Su esencia radicaba en doblar la percepción de los demás, en convencer a la mente de que lo que miraba carecía de importancia. La diferencia era sutil pero crucial: no se trataba de desaparecer del todo, sino de volverse irrelevante, indistinguible de lo que lo rodeaba.
Nicholas aún recordaba cómo describían un encantamiento desilusionador en el verano antes del quinto año de Harry; este no parecía ser el mismo. Sin embargo, su descripción era justo lo que necesitaba en ese momento.
El libro detallaba la teoría con precisión:
- El movimiento de varita debía ser firme, un trazo descendente que terminara en curva.
- La intención debía sostenerse con claridad: “No me veas”.
- La concentración era fundamental, pues cualquier titubeo podía fracturar el velo y dejar al ejecutor parcialmente visible, como una imagen mal enfocada.
Advertía también que el hechizo no debía confundirse con la invisibilidad total: la magia no doblaba la luz, sino la atención. Quien lo usara podía dejar huellas, generar sonidos o incluso ser detectado por criaturas mágicas sensibles. Y, sin embargo, en manos de un mago disciplinado, era una de las formas más eficaces de ocultamiento.
Nicholas repasó cada línea con creciente fascinación. Apoyó la frente en su mano y respiró hondo, tratando de contener su emoción.
Apretó el lomo del libro con una fuerza casi ridícula, como si temiera que la Sala decidiera arrebatárselo en cualquier momento. El cuero crujió bajo sus dedos, recordándole que estaba solo.
Sacudió la varita un par de veces en el aire, liberando la tensión acumulada. Con un movimiento de muñeca, guio los demás volúmenes a sus estantes: los libros se alzaron en silencio y volvieron a ocupar sus lugares.
Buscó un rincón apartado, junto a una hilera de sillas tapizadas de terciopelo que parecían haber surgido en ese instante para recibirlo. Se sentó, colocó el gran tomo sobre un atril improvisado y lo abrió por la sección del Encantamiento Desilusionador.
Respiró hondo. Sabía que no lo lograría a la primera —ningún hechizo de ese calibre se rendía tan fácilmente—, pero también era consciente de algo más: su mente no era la de un chico de trece años. Llevaba encima la memoria de otra vida, de una disciplina adulta, de un sentido de concentración y determinación que ahora, más que nunca, eran su ventaja.
Apoyó la varita contra su rodilla, cerró los ojos por un momento y dejó que la idea se formara con claridad: no me veas, no me notes, no existo más que como parte de lo que me rodea. El silencio de la Sala era absoluto, como si aguardara el resultado de ese primer intento.
Nicholas abrió los ojos, levantó la varita y se preparó para pronunciar:
—Occultare.
La palabra salió de su boca con firmeza, aunque con un ligero temblor en la voz.
Al principio no pasó nada. El aire seguía igual de denso, las antorchas iluminaban sin cambios, y por un segundo temió haberlo hecho mal. Pero al bajar la vista hacia sus propias manos, un sobresalto le recorrió el cuerpo: los dedos no habían desaparecido, pero se veían… distintos.
Borrosos.
Como si estuviera mirándolos a través de un vidrio empañado. Los contornos se desdibujaban y, al moverlos, la vista no podía seguirlos con claridad. Era un efecto extraño, desconcertante, casi como si su cuerpo se negara a ser enfocado.
Se puso de pie de un salto, con el corazón martilleando. El hechizo no lo había vuelto invisible, no del todo, pero había hecho algo. El primer paso estaba allí: un velo imperfecto, una ilusión que engañaba sus propios ojos.
El efecto se deshizo tan rápido como había comenzado, y Nicholas soltó una carcajada nerviosa que resonó en el silencio de la Sala. No había sido un triunfo, pero tampoco un fracaso. Era la prueba de que podía lograrlo.
Se pasó una mano por el cabello, intentando calmar la adrenalina. Sus pensamientos corrían: Con práctica, podría perfeccionarlo, podría hacerlo estable.
Con renovada determinación, volvió a sentarse, el libro abierto frente a él, y se preparó para repetirlo.
El reloj anunció las cuatro de la mañana con un tañido grave que pareció extenderse por toda la Sala. Nicholas parpadeó, aturdido: no se había dado cuenta de cuánto tiempo había pasado.
Para entonces ya había conseguido ejecutar el encantamiento un par de veces con éxito. No era perfecto: la ilusión duraba apenas unos segundos antes de deshacerse como un espejismo, pero era suficiente para darle la certeza de que estaba en el camino correcto.
Se había concentrado no solo en lograr el efecto, sino en percibirlo: en registrar cómo se sentía cuando el velo lo cubría, qué lugar de su mente debía encender para que la magia respondiera. La clave, comprendió, no era la fuerza ni la velocidad; la intención estaba clara, pero quería recordar la emoción precisa, la sensación que la magia dejaba sobre él.
Y allí estaba el obstáculo. Cada vez que lo lograba, una oleada de entusiasmo le recorría el cuerpo y rompía la concentración. Su propio orgullo, la euforia de saberse capaz, le arrebataba el éxito.
Respiró hondo, cerrando los ojos. Calma. Solo calma. Recordó la sensación como si fuera un olor, un peso ligero sobre los hombros, una vibración sutil en el aire. Ese era el sentimiento correcto, el que debía guardar en su memoria y convocar sin titubeo.
El tañido grave del reloj se deshizo en ecos que parecían venir de muy lejos. Nicholas inspiró profundamente y, esta vez, no se permitió dejarse arrastrar por la euforia ni por la fatiga. Había repetido el hechizo hasta rozar el fracaso por cansancio, pero sabía que estaba a un paso de conseguirlo.
Se levantó despacio, se colocó en el centro de la Sala y levantó la varita. El gesto descendente con la curva final salió fluido, sin titubeos. Pronunció el encantamiento con una voz firme y, al mismo tiempo, dejó que su mente se aquietara: no me veas, no me notes, soy parte de lo que me rodea.
El cambio fue inmediato. Esta vez no hubo borrosidad parcial ni contornos temblorosos. Al bajar la vista, no vio nada: sus manos, sus brazos, su torso entero habían desaparecido, envueltos en un velo perfecto. La ilusión era más que convincente.
El corazón le golpeó con fuerza, pero en lugar de dejar que la emoción lo saboteara, se obligó a respirar con calma, a sostener la sensación como quien equilibra agua en una copa. Permaneció así unos segundos que le parecieron eternos, recorriendo la experiencia con todos sus sentidos: el ligero cosquilleo en la piel, la vibración de la magia rodeándolo, la certeza de ser invisible sin necesidad de la capa.
Cuando al fin liberó la concentración, su cuerpo volvió a materializarse poco a poco, como emergiendo de un reflejo líquido.
Nicholas soltó una risa contenida, incrédulo. Lo había conseguido. De verdad lo había conseguido.
La emoción lo inundaba, pero ahora ya sabía cómo mantenerla bajo control. Tenía grabado en la memoria el sentimiento exacto que debía convocar, la llave que abría el encantamiento.
Se dejó caer en la silla más cercana, exhausto, con el libro abierto todavía en el atril. Un cansancio dulce lo envolvió, más pesado que cualquier encantamiento. Se acomodó en una de las sillas tapizadas, aún con la varita floja entre los dedos, y dejó que los párpados cayeran sin resistencia.
La última imagen que vio antes de rendirse al sueño fue la de los estantes infinitos respirando en penumbra, como guardianes silenciosos de su secreto.
La Sala no lo echó ni lo perturbó. Al contrario, lo arropó con un silencio cálido, como si lo aceptara en su regazo.
Cuando despertó, el aire olía distinto: más fresco, impregnado de la claridad del día que entraba a través de ventanales inexistentes. Nicholas se incorporó sobresaltado, el corazón acelerándose al notar que ya no estaba en penumbra. Un reloj de pie, colocado al lado del pedestal, marcaba con insistencia la hora: las nueve de la mañana.
Se frotó los ojos, incrédulo, y sonrió, todavía somnoliento, al recordar el hechizo conseguido horas atrás. Lo había logrado. Ahora llevaba consigo una nueva certeza: el Encantamiento Desilusionador era suyo.
Con la luz de un nuevo día —que no sabía si correspondía del todo al que se presentaba fuera de la Sala—, Nicholas miró a su alrededor. Había hecho una hazaña al dominar un hechizo avanzado en un par de horas, pero ese asunto ya estaba resuelto. Tocaba volver al tema que había dejado a un lado durante la noche.
Si bien la descripción física de Harry en los libros era indulgente con la realidad, no había sido hasta el día anterior, al verlo tan pequeño e indefenso, que la idea de mejorar su salud se había implantado en su mente de manera inamovible.
Los recursos ya estaban a su disposición; la Sala se había encargado de ello.
Podría volver ahora, presentarse en el desayuno como si nada. Nueve en punto. Todavía estaba a tiempo de parecer un alumno que había dormido hasta tarde un domingo. Pero la idea de irse, con la certeza latiéndole en la punta de la varita y con aquellos estantes repletos de respuestas, le supo a traición.
La Sala, comprensiva hasta lo inquietante, ajustó la luz a un ámbar más claro, como si le dijera que no corría prisa. Nicholas volvió al catálogo y pasó las páginas de medicina con la atención tensa de un arquero. No buscaba una cura milagrosa, sino algo más humilde: reparar lo que el abandono había roto despacio.
El índice lo llevó a un apartado: “Restituciones Progresivas y Regímenes de Soporte: Poción de Apoyo Vital y Crecimiento”. Allí los títulos variaban en promesas y peligros. Algunos sonaban a alquimia temeraria; otros, a sentido común embotellado. Nicholas siguió las referencias a un tramo de estantería que se abrió como un acorde.
Tomó un volumen encuadernado en lino gris: Tónicos de Reconstitución Profunda. El prefacio no hablaba de hazañas médicas, sino de paciencia. Repetía algunas palabras que le gustaron: “apoyo”, “soporte”, “mejora”. Apoyar la absorción, mejorar el tejido, facilitar el descanso reparador.
El índice aclaraba que se trataba de una fórmula autorizada en siglos pasados por el propio Concilio de Magos de San Mungo, destinada a jóvenes magos que habían sufrido descuido o enfermedades prolongadas que afectaban su desarrollo. No era una cura milagrosa, ni pretendía alterar la genética ni forzar un crecimiento imposible: simplemente fortalecía lo que ya existía, ayudaba al cuerpo a nutrirse, ganar peso y recuperar la salud e integridad que habían sido dañadas.
La descripción era clara:
—Preparación de dificultad intermedia, recomendada solo a magos con formación en pociones, por la necesidad de mantener la temperatura exacta durante varias horas.
—De uso seguro en adolescentes, siempre que se administrara con regularidad.
—Dosis: una toma diaria, durante no menos de seis semanas, para permitir que los efectos fueran acumulativos.
Nicholas notó un nudo en la garganta. Esto… esto podría ayudar a Harry.
El libro añadía advertencias: la poción debía tomarse de manera constante, nunca interrumpida; de lo contrario, los resultados no serían los esperados y el tratamiento tendría que prolongarse. No servía para casos urgentes, sino como apoyo prolongado. Exactamente lo que Harry necesitaba: un refuerzo silencioso que trabajara día tras día, reparando poco a poco los años de hambre y descuido.
Para cuando Nicholas decidió que era momento de volver al castillo —por muy irónico que fuera el hecho de que en realidad nunca había salido de él—, ya tenía un plan. Los suministros que había conseguido le serían útiles, y algunos ingredientes podría obtenerlos del armario de los estudiantes.
La Sala de los Menesteres sería el lugar idóneo para hacer las primeras pruebas en la elaboración de la poción.
Antes de salir de la sala, estuvo a punto de ponerse de nuevo la capa de Harry, pero se detuvo. Lo mejor sería usar el encantamiento. Después de todo, la práctica hace al maestro.
Chapter 24: Capítulo 24.
Chapter Text
Para el lunes por la mañana la lluvia por fin se había detenido; el cielo, por primera vez en días, se dejaba ver azul tras las nubes grises, y el frío parecía asentarse con más fuerza.
La jornada había empezado cargada de nuevos rumores. No bastaba con lo que todos susurraban desde el viernes: que Nicholas Scratch se había enfrentado a Snape. Ahora se repetía también la versión de que el profesor lo había expulsado de su clase.
Y, sin embargo —acallando, o quizá alimentando, los rumores—, Nicholas apareció junto a sus compañeros en el aula de Pociones. Harry, Ron y Hermione todavía no se explicaban cómo era posible que Snape hubiera levantado la supuesta expulsión, y Nicholas coincidía con ellos: lo más probable era que hubiera sido obra del director.
Para sorpresa general, la clase compartida con Slytherin transcurrió con una calma inusual. Aunque algunas veces Malfoy lanzaba miradas escrutadoras hacia los Gryffindor, limitaba sus insolencias a susurros y risas contenidas; eran molestos, pero fáciles de ignorar. La actitud de Snape no había cambiado —ni su veneno ni su manera de enseñar—, pero Nicholas notó con extraña satisfacción cómo el hombre parecía morderse la lengua cada vez que lo miraba.
Y aunque satisfecho, se dio cuenta de que nuevamente el canon había cambiado, pues creía recordar que en aquella clase Ron lanzaba su corazón de cocodrilo sobre Malfoy. El resto de la lección Nicholas solo pudo pensar en si la falta de castigos alteraría algo.
Cuando la clase terminó, y resuelto a que no sabría si la historia había cambiado hasta que llegara el momento, Nicholas agradeció que el clima se mantuviera en calma. Esa misma noche retomaría sus planes inmediatos.
Primero, revisaría el estado del túnel bajo el Sauce Boxeador; con suerte, el pasadizo no estaría inundado y, de ser así, enviaría a Egaeus con un pedido a Pelajes y Plumas, en Hogsmeade: comida suficiente para algunos meses más y un edredón para Canuto. Por un momento dudó en hacerlo —en el canon, el hombre no parecía haber tenido problemas para sobrevivir al invierno— y era consciente de que, en el futuro, podría parecer sospechoso que alguien lo hubiera alimentado. Pero su conciencia no le permitiría vivir tranquilo: la imagen del perro acurrucado en la destartalada casa lo perseguía. Llegó a la conclusión de que, si era necesario, jugaría su as bajo la manga: la imagen de un niño preocupado por un perro callejero, para disipar cualquier sospecha.
Una vez calmada su conciencia, comenzaría con las pruebas para la elaboración de la poción para Harry. Aún seguía leyendo sobre su preparación y contrastando los ingredientes en el Manual de uso avanzado de ingredientes que había conseguido en J. Pippin.
—Si Snape vuelve a dar la clase de Defensa Contra las Artes Oscuras, me pondré enfermo —dijo Ron con tono ofendido mientras se dirigían al aula de Lupin tras el almuerzo—. Mira a ver quién está, Hermione.
Hermione asomó la cabeza al aula por un instante.
—¡Estupendo! —dijo, dando un saltito de emoción.
Lupin había vuelto. Ciertamente tenía aspecto de convaleciente: los efectos de la luna se notaban más drásticos en persona. La ropa le quedaba grande, los ojos hundidos, enmarcados por ojeras violáceas, y la piel mostraba un tono cetrino enfermizo.
Y, sin embargo, sonrió a los alumnos mientras tomaba asiento detrás de su escritorio. Nicholas entró tras sus amigos y tomó su lugar habitual, observando cómo toda la clase se abalanzaba sobre Lupin en una marea de quejas por la última lección con Snape.
—No es justo. Solo estaba de sustituto, ¿por qué tenía que mandarnos trabajo?
—No sabemos nada sobre los hombres lobo…
—¡…dos pergaminos!
—¿Le dijeron al profesor Snape que todavía no habíamos llegado ahí? —preguntó Lupin, frunciendo un poco el entrecejo.
Se produjo otro barullo.
—Sí, pero dijo que íbamos muy atrasados…
—…no nos escuchó…
—¡…dos pergaminos!
El profesor Lupin sonrió ante la indignación que se dibujaba en todas las caras.
—No se preocupen, hablaré con el profesor Snape. No tendrán que hacer el trabajo.
—¡Oh, no! —exclamó Hermione, decepcionada—. ¡Yo ya lo he terminado!
La clase sobre los hinkypunks fue agradable. Sin embargo, las constantes miradas de Lupin hacia Nicholas lo inquietaban. Un par de veces intentó sostenerle la mirada, queriendo escudriñar el rostro del profesor en busca de alguna señal de cambio. Desde aquella primera clase, Lupin se había mostrado excepcionalmente distante con él, pero ahora parecía querer abrir un hoyo en su frente con la vista.
Al sonar el timbre, todos se movieron rápidamente hacia la salida. Los cuatro estaban por marcharse; mientras Ron ayudaba a Hermione a sostener algunos de sus libros, Nicholas había tomado la mano de Harry casi de manera inconsciente, tirando de él hacia la puerta. Entonces se escuchó la voz de Lupin.
—Espera un momento, Harry —dijo en voz alta, haciendo que los cuatro se giraran.
Harry se hizo a un lado, dejando ver a Lupin cómo Nicholas le sostenía la mano. Nicholas se percató de la repentina mueca en el rostro del profesor.
—Me gustaría hablar un momento contigo.
Harry volvió sobre sus pasos, alejándose de sus amigos, y encontró al profesor Lupin guardando la caja del hinkypunk.
—Me han contado lo del partido —dijo Lupin, mientras volvía a su mesa y metía los libros en su maletín—. Y lamento mucho lo de tu escoba. ¿Será posible arreglarla?
—No —contestó Harry—. El árbol la hizo trizas.
Lupin suspiró.
—Plantaron el Sauce Boxeador el mismo año que llegué a Hogwarts. La gente jugaba a aproximarse lo suficiente para tocar el tronco. Un chico llamado Davey Gudgeon casi perdió un ojo y se nos prohibió acercarnos. Ninguna escoba habría salido airosa.
—¿Ha oído también lo de los dementores? —dijo Harry, haciendo un esfuerzo por hablar de algo que le molestaba.
Lupin le dirigió una mirada rápida.
—Sí, lo oí. Creo que nadie ha visto nunca tan enfadado al profesor Dumbledore. Están cada vez más rabiosos porque Dumbledore se niega a dejarlos entrar en los terrenos del colegio… Fue la razón por la que te caíste, ¿no?
—Sí —respondió Harry. Dudó un momento y se le escapó la pregunta que le rondaba por la cabeza—. ¿Por qué? ¿Por qué me afectan de esta manera? ¿Acaso soy…?
—No tiene nada que ver con la cobardía —dijo el profesor Lupin tajantemente, como si le hubiera leído el pensamiento—. Los dementores te afectan más que a los demás porque en tu pasado hay cosas horribles que los demás no tienen. —Un rayo de sol invernal cruzó el aula, iluminando el cabello gris de Lupin y las líneas de su joven rostro—. Los dementores están entre las criaturas más nauseabundas del mundo. Infestan los lugares más oscuros y sucios. Disfrutan con la desesperación y la destrucción ajenas; se llevan la paz, la esperanza y la alegría de cuanto les rodea. Incluso los muggles perciben su presencia, aunque no pueden verlos. Si alguien se acerca mucho a un dementor, este le quitará hasta el último sentimiento positivo y hasta el último recuerdo dichoso. Si puede, se alimentará de él hasta convertirlo en su semejante: en un ser desalmado y maligno. Dejará a su víctima sin otra cosa que las peores experiencias de su vida. Y el peor de tus recuerdos, Harry, es tan horrible que derribaría a cualquiera de su escoba. No tienes de qué avergonzarte.
—Cuando hay alguno cerca de mí… —Harry miró la mesa de Lupin, tenso—, oigo el momento en que Voldemort mató a mi madre.
Lupin hizo con el brazo un movimiento repentino, como si fuera a coger a Harry por el hombro, pero lo pensó mejor.
Hubo un momento de silencio y luego…
—¿Por qué acudieron al partido? —preguntó Harry con tristeza.
—Están hambrientos —explicó Lupin tranquilamente, cerrando el maletín, que dio un chasquido—. Dumbledore no los deja entrar en el colegio, de modo que su suministro de presas humanas se ha agotado… Supongo que no pudieron resistirse a la gran multitud del estadio. Toda aquella emoción… el ambiente caldeado… Para ellos, tenía que ser como un banquete.
—Azkaban debe de ser horrible —masculló Harry, y Lupin asintió con melancolía.
—La fortaleza está en una pequeña isla, perdida en el mar. Pero no hacen falta muros ni agua para tener a los presos encerrados, porque todos están atrapados dentro de su propia cabeza, incapaces de tener un pensamiento alegre. La mayoría enloquece al cabo de unas semanas.
—Pero Sirius Black escapó —dijo Harry despacio—. Escapó…
El maletín de Lupin cayó de la mesa. Tuvo que inclinarse para recogerlo.
—Sí —dijo incorporándose—. Black debe de haber descubierto la manera de hacerles frente. Yo no lo habría creído posible… En teoría, los dementores quitan al brujo todos sus poderes si están con él el tiempo suficiente.
—Usted ahuyentó en el tren a aquel dementor —dijo Harry de repente.
—Hay algunas defensas que uno puede utilizar —explicó Lupin—. Pero en el tren solo había un dementor. Cuantos más hay, más difícil resulta defenderse.
—¿Qué defensas? —preguntó Harry inmediatamente—. ¿Puede enseñarme?
—No soy ningún experto en la lucha contra los dementores, Harry. Más bien lo contrario…
—Pero si los dementores acuden a otro partido de quidditch, debo tener algún arma contra ellos.
Lupin vio a Harry tan decidido que dudó un momento y luego dijo:
—Bueno, de acuerdo. Intentaré ayudarte. Pero me temo que no podrá ser hasta el próximo trimestre. Tengo mucho que hacer antes de las vacaciones. Elegí un momento muy inoportuno para caer enfermo.
Harry asintió, satisfecho con la promesa de que Lupin le daría clases contra los dementores, y con ella la esperanza de que tal vez no tuviera que volver a oír la muerte de su madre…
La sonrisa de Lupin flaqueó tras unos segundos de silencio, como si pesara las siguientes palabras. Sus ojos se fijaron de nuevo en Harry, pero esta vez no con la melancolía de antes, sino con un matiz de cautela.
—Harry… —empezó con voz más baja—. Quiero preguntarte algo…
Harry sintió un nudo en el estómago.
—Sí, profesor.
—Sobre tu compañero… Nicholas Scratch. —Lupin pronunció el nombre con un énfasis casi imperceptible—. Lo he visto muy cerca de ti últimamente. Más de lo que suele ser habitual entre compañeros.
Harry parpadeó, sorprendido, sin comprender el rumbo de la pregunta.
—Nick es… es mi amigo —respondió al instante, con firmeza.
Lupin entrecerró los ojos, como si evaluara cada gesto de su rostro.
—¿Lo conoces desde hace mucho tiempo? ¿Cuánto lo conoces? —preguntó al fin—. No me refiero a la rutina del colegio ni a las clases. Me refiero a… realmente conocerlo.
Harry abrió la boca, inseguro, y aun así la respuesta le salió natural:
—Empezamos a ser cercanos este año… Lo conozco lo suficiente como para saber que es mi amigo —dijo, quizá con demasiada brusquedad.
El silencio que siguió fue denso, cargado de algo que Harry no terminaba de entender. Lupin, sin apartar la vista de él, asintió lentamente.
—Ya veo.
No añadió nada más. Se colocó el maletín bajo el brazo y le indicó con un gesto que podía retirarse.
Harry salió del aula con el corazón acelerado, con la sensación de que, más allá de los dementores o de Sirius Black, Lupin desconfiaba de Nicholas.
Lupin se quedó solo en el aula, con el maletín bajo el brazo, viendo cómo Harry se alejaba.
Consternado por lo que el muchacho le había contado sobre los efectos de los dementores, pensó en los horrores que tendría que haber vivido el hijo de sus amigos para que esas criaturas lo afectaran de tal manera, evocando recuerdos de los que no debería tener memoria. La sola idea lo agotó.
Y, sin embargo, su mente no estaba ocupada únicamente por Harry.
No era la primera vez que pensaba en Nicholas Scratch. Desde aquella primera clase —cuando insinuó palabras incómodas que parecían más propias de un adulto que de un alumno—, algo en ese muchacho le había provocado una inquietud que no lograba sacudirse. No era miedo, no exactamente. Era la certeza de que había algo oculto tras el aspecto inocente de aquel chico de trece años.
La luna, con sus efectos residuales, agudizaba sus sentidos: podía oler la mentira, el peligro. Y esas sensaciones se habían intensificado al escuchar los rumores que recorrían el castillo y se asentaron cuando Albus los confirmó: Scratch había enfrentado a Severus en plena clase. Mortífago. Mediocre. Lo más alarmante no era el enfrentamiento, sino la convicción con que lo había dicho, hasta el punto de que los estudiantes parecían creerlo sin rechistar.
Remus había vivido lo suficiente para saber que esas acusaciones no eran cualquier cosa. Que además vinieran de un niño, y que el resto lo celebrara en susurros, solo volvía el asunto más inquietante.
El recuerdo de los ojos de Nicholas, firmes, sin un asomo de duda y con ese rastro de desdén, volvió a su mente. Eso no era valentía adolescente. Era convicción. ¿De dónde la sacaba? ¿Quién le había enseñado a mirar de ese modo?
Frunció el ceño, apoyándose contra el escritorio. Había visto a muchos estudiantes en Hogwarts: algunos brillantes, otros temerarios. Nicholas no encajaba en ninguna de esas categorías. No era un Gryffindor más. Se movía con un aire contenido, como quien mide cada palabra y cada gesto. Sí, parecía encajar en Gryffindor por su arrojo, pero había algo en él —su prudencia, su manera calculadora— que lo hacía parecer también un Slytherin. Una quimera desconocida.
Y Harry… Harry lo seguía demasiado de cerca.
Remus se pasó una mano por el rostro, cansado. Había prometido enseñar a Harry a defenderse de los dementores, y lo haría. Pero no podía dejar de preguntarse si, además de cuidar al hijo de James, no debía también vigilar a Nicholas Scratch… y la influencia que pudiera ejercer sobre él.
Para el final del día, los últimos rastros de azul en el cielo habían desaparecido, y una brisa fina y helada se había instalado, persistente. La lluvia sería un factor a tener en cuenta en los planes de Nicholas: aunque podía volverse “invisible”, su cuerpo seguía siendo tangible, y las gotas suspendidas en el aire al chocar contra él podrían delatarlo.
Aun así, había tomado una decisión. Continuaría con sus planes esa misma noche, esperando solo a que la oscuridad fuera lo bastante densa como para ocultar su silueta.
Después de las clases, siguió su rutina habitual. Acompañó a Harry, Ron y Hermione hasta la torre de Gryffindor; dejaron los libros y mochilas, y bajaron juntos al Gran Comedor.
El lugar bullía con el murmullo de la cena: cubiertos chocando, voces superpuestas, risas dispersas. Nicholas, sin embargo, mantenía la atención en la mesa de los profesores. Sabía que no podía marcharse hasta asegurarse de que todos estuvieran allí. Su plan dependía, como antes, de la rutina y de la distracción colectiva.
Pasó un largo rato antes de que el último en llegar —el profesor Snape— tomara asiento junto a los demás. Nicholas esperó un minuto más, hasta convencerse de que no habría interrupciones. Entonces dejó los cubiertos, se disculpó con una sonrisa rápida y se levantó.
—Ya vuelvo —murmuró, sin dar lugar a preguntas.
Apenas cruzó las puertas del comedor, echó a correr. El eco de sus pasos resonó en el corredor de piedra mientras tomaba atajos entre pasillos vacíos, subiendo y bajando escaleras que cambiaban de lugar con un retardo de segundos. No se detuvo hasta llegar a un baño del segundo piso. Empujó la puerta, dejándola entreabierta para volver a salir.
El corazón le latía con fuerza, no por el esfuerzo, sino por la adrenalina de saberse al borde de lo prohibido.
Apuntó su varita hacia sí mismo.
—Occultare —susurró.
Sintió el encantamiento recorrerle la piel como un hilo helado que se extendía hasta la nuca. El aire a su alrededor tembló un instante, y su reflejo desapareció del espejo ante sus propios ojos.
Salió del baño sin cerrar la puerta tras de sí y echó a correr de nuevo. Los pasillos se abrían silenciosos, apenas iluminados por las antorchas, y el sonido de su respiración se mezclaba con el golpeteo distante del viento.
Al atravesar la entrada principal, la brisa le golpeó de lleno. Las primeras gotas de lluvia le rozaron el rostro, frías como alfileres. Por un instante temió que el agua delatara su silueta, pero la oscuridad era tan espesa que apenas se notaba el instante en que las gotas parecían detenerse en el aire.
Corrió campo a través, directo hacia el Sauce Boxeador. El terreno estaba resbaladizo, la capa empapada le pesaba sobre los hombros, y cada respiración salía convertida en vapor. Cuando por fin divisó el árbol, buscó refugio tras un grupo de arbustos, observando los movimientos lentos de las ramas que se agitaban al son de un vientecillo inexistente.
Sacó la varita y apuntó hacia el nudo del tronco.
—Depulso —susurró.
El árbol se estremeció; las ramas dejaron de moverse y el silencio se extendió por unos segundos. Nicholas no perdió tiempo: corrió hasta la base del tronco, se agachó y se deslizó dentro del agujero.
El túnel olía a tierra húmeda y moho.
—Lumos —susurró.
La luz de su varita iluminó las paredes embarradas: algunas secciones estaban encharcadas, pero no parecía haber inundación. El brillo rebotaba en la superficie del agua formando destellos pálidos que se movían como si respiraran con él.
Por primera vez en el día, exhaló satisfecho.
Se había asegurado de que el túnel no estuviera inundado. No había necesidad de permanecer más tiempo bajo tierra.
Apagó su varita y se deslizó fuera del árbol. Emprendió el regreso hacia el castillo. La brisa constante terminó de filtrarse en su ropa y pronto esta empezó a gotear. Corrió por los terrenos embarrados, sintiendo el frío calarle hasta los huesos.
En lugar de dirigirse a la entrada principal, tomó un desvío por los invernaderos. El aire allí olía a tierra viva y hojas húmedas. Aprovechó la relativa calma del lugar —y la ausencia de retratos— para finalizar el encantamiento desilusionador, sacudirse el agua y limpiar el barro de sus zapatos y su capa. Luego apuntó la varita hacia sí mismo y murmuró una serie de encantamientos secadores y calefactores. El calor mágico lo envolvió poco a poco, y el castañeteo de sus dientes se detuvo.
Una vez satisfecho con su aspecto —sin rastro visible de su pequeño paseo—, salió de los invernaderos y se encaminó de nuevo al castillo. Subió las escaleras con paso rápido y silencioso, evitando cruzarse con nadie, hasta llegar a la torre de Gryffindor.
Al llegar al pasillo del retrato, Nicholas se detuvo en seco.
Una figura lo esperaba frente al marco de Sir Cadogan, inmóvil, con los brazos cruzados.
Hermione.
El corazón de Nicholas dio un vuelco. Por un instante pensó que era una coincidencia, pero el brillo en los ojos de ella disipó cualquier duda.
Sin darle tiempo a decir palabra, Hermione se adelantó unos pasos.
—¿En dónde estabas? —preguntó con voz firme, mandona, y los ojos entrecerrados.
Nicholas parpadeó, fingiendo desconcierto.
—¿Por ahí? —respondió con aire inocente—. ¿Pasó algo? ¿Por qué estás afuera?
—Te esperaba a ti —declaró Hermione, sin titubear. Su expresión era tan seria que el aire pareció enfriarse entre ellos.
—¿En dónde estabas, Nicholas?
El silencio se estiró. Detrás de ellos, el retrato de Sir Cadogan trataba de llamar su atención, retándolos a duelo. Hermione soltó un suspiro impaciente, pero ninguno apartó la mirada.
La lluvia seguía golpeando los ventanales, marcando el compás de un enfrentamiento que ninguno de los dos estaba dispuesto a perder.
—Ustedes son geniales, pero necesito tiempo a solas de vez en cuando —dijo Nicholas, intentando restarle importancia al tema mientras se acercaba al retrato.
—¿Y para eso necesitas desilusionarte? —replicó Hermione con calma helada.
El frío recorrió la espalda de Nicholas. Su mente se llenó de preguntas en un instante. ¿Cómo lo sabía? ¿Alguien más lo había visto?
—¿Cómo lo…? —empezó, pero Hermione lo interrumpió.
—Te vi en el baño —dijo sin rodeos—. Pensé que te sentías mal, así que fui tras de ti. Dejaste la puerta abierta… te vi desaparecer.
Nicholas la observó con una mezcla de incredulidad y fastidio.
—Pero al salir…
—Me oculté —respondió ella con tono resuelto—. Después de todo, no querías que te vieran… ¿o sí?
Dio un paso hacia él, sin apartar la vista.
—¿A dónde ibas?
Nicholas respiró hondo. La molestia amenazaba con filtrarse en su voz. No quería mentirle, pero tampoco podía decir la verdad. Así que eligió otro camino.
—¿Cómo haces tú para ir a todas las clases? —preguntó con fingida naturalidad—. No has faltado a ninguna, y Cuidado de Criaturas Mágicas es a la misma hora que Runas Antiguas, ¿no?
Hermione boqueó como un pez fuera del agua. Las palabras se le enredaron en la garganta; intentó articular una respuesta, pero solo consiguió emitir un par de sílabas ininteligibles.
Finalmente, se dio media vuelta con el rostro encendido y murmuró la contraseña al retrato.
El cuadro se abrió con un chirrido, y Hermione desapareció en el interior de la torre sin mirar atrás.
Nicholas permaneció un momento en el pasillo, escuchando cómo el retrato volvía a cerrarse con un golpe sordo.
Solo entonces dejó escapar un suspiro y se pasó una mano por el rostro.
Había ganado la discusión… pero algo en su pecho le dijo que esa victoria no duraría mucho.
Chapter 25: Capítulo 25.
Chapter Text
Nicholas se levantó más temprano de lo normal. Tomó su escoba y salió del dormitorio. Apenas una claridad indecisa rozaba los ventanales cuando bajó a la sala común y cruzó el retrato con pasos silenciosos. Tenía la carta lista —el pedido detallado y el pago—, pero mientras avanzaba por los pasillos fríos del castillo, con la escoba al hombro, no dejaba de darle vueltas a lo mismo: no sabía si Pelajes y Plumas aceptaría enviar un paquete así a Hogwarts, ni cómo lo harían llegar sin preguntas. Y si respondían que no… tendría que planear otra salida del castillo.
La idea le cayó sobre los hombros como otra capa de peso, pero no se detuvo. Empujó la puerta principal y el aire de la mañana le borró de inmediato los restos de sueño. La brisa era fina y cortante; le humedecía la cara y le enrojecía las manos. Se montó en la escoba y, con un empujón seco, se elevó por encima del patio. Sobrevoló los terrenos en una línea recta y discreta hacia la torre de las lechuzas: tejados húmedos, el resplandor pálido del amanecer y, a lo lejos, el Bosque Prohibido, oscuro, sin una sola grieta de luz.
Aterrizó rápido. El interior de la torre olía a heno húmedo y a pluma; corrientes de aire se colaban por las aberturas altas y hacían vibrar las cuerdas de los posaderos. Subió los peldaños de piedra, tanteando con la mirada los travesaños.
No hizo falta buscar mucho.
Egaeus se posó en una viga cercana con un batir de alas suave, como si lo hubiera estado esperando.
—¿Cómo estás? —preguntó Nicholas, acercándose con la mano alzada. Deslizó los dedos por el plumaje del cuello, tibio y limpio—. Si tienes mucho frío, puedes quedarte conmigo en el dormitorio.
La lechuza se esponjó con un ulular corto, satisfecho.
Nicholas sacó de la túnica —ya perlada de humedad— la carta. El sobre llevaba, además de la lista de artículos, un pequeño saquito bien anudado con galeones y sikles. Egaeus estiró la pata con una elegancia casi teatral.
—A Pelajes y Plumas —indicó Nicholas, anudando con firmeza—. Espera respuesta. Te veo al almuerzo.
Egaeus inclinó la cabeza, como si aprobara la logística. Nicholas le rozó el pico con los nudillos en un gesto automático. La lechuza se impulsó, ganó dos metros de altura y salió por la abertura más alta de la torre, fundiéndose con el cielo de plomo.
Nicholas lo siguió con la vista hasta perderlo. Se quedó un momento en silencio, escuchando el rumor apagado de otras alas en los posaderos. Luego bajó la mirada hacia sus propias manos, aún frías, y respiró hondo. Si la respuesta era negativa, tendría que replantearlo todo: otra salida, otro horario, otra coartada. Calculó, sin querer, cuántos días harían falta para hacer esa excursión, de ser necesario.
La brisa volvió a colarse por la piedra como un silbido. Nicholas se colgó la escoba al hombro y emprendió el descenso por la torre. El día apenas empezaba, y ya había puesto una pieza en movimiento. Con suerte, a la hora del almuerzo Egaeus traería la confirmación.
Y si no, tenía un plan B.
Al salir de la torre de las lechuzas se dio un momento para contemplar el paisaje y la distancia hasta el castillo. Era increíble que los estudiantes no usaran una escoba para llegar hasta allí: el trayecto era fácilmente de veinte o treinta minutos caminando.
Nicholas subió a su escoba, sobrevoló nuevamente los terrenos y, decidido a no llamar la atención con su aspecto ya mojado, entró al castillo por los invernaderos. Desde allí subió en silencio las escaleras hacia la torre de Gryffindor.
En el dormitorio, todos parecían ya despiertos, revolviendo baúles y buscando pertenencias. El murmullo de voces y cierres de hebillas llenaba la estancia. Nicholas dejó la escoba junto a su cama, cambió la túnica húmeda por una seca y se pasó los dedos por el cabello, tratando de peinarlo un poco sin demasiado éxito: el agua y el viento del vuelo parecían haberlo dejado fijado en un extraño desorden.
Una vez preparado, bajó a la sala común.
Harry y Ron lo esperaban junto al fuego; Hermione estaba de pie junto a ellos, pero, a diferencia de los chicos —que mostraban su semblante matutino habitual—, la molestia se dibujaba con claridad en su rostro y se acentuaba en su postura, con los brazos cruzados y los libros apretados contra el pecho. Tenía la barbilla alzada en ese gesto minúsculo que, en ella, equivalía a un reproche entero.
—Buenos días —dijo Nicholas, con naturalidad.
—Buenos días —respondieron Harry y Ron a la vez.
Hermione no respondió. Le sostuvo la mirada un segundo con frialdad y luego se volvió hacia la salida.
Ron carraspeó, incómodo. Harry le sostuvo la mirada a Nicholas apenas un segundo, como preguntando si todo estaba en orden.
Nicholas respiró despacio. La irritación le subió a la lengua, pero la sujetó. Paciencia, se repitió. Son niños —física y mentalmente—, y no tienen por qué actuar con tu mismo nivel de madurez. Un amigo no está obligado a contarlo todo.
Mientras los cuatro caminaban por los pasillos del castillo rumbo al Gran Comedor, Harry no pudo evitar sentir curiosidad por la distancia repentina de Hermione con Nicholas; generalmente, ese ceño y esa mirada iban dirigidos a Ron.
—¿Todo bien? —le preguntó a Nicholas en un susurro.
—Sí —respondió, sin mucho ánimo—. Luego te cuento —se apresuró a añadir cuando se percató de la mirada de soslayo que les dedicaba Hermione.
El Gran Comedor olía a pan recién hecho y a café. Las voces de los estudiantes formaban un murmullo constante, salpicado por el tintinear de cubiertos y el aleteo ocasional de alguna lechuza. Nicholas se sentó frente a Harry, junto a Ron y Hermione, con un plato casi intacto frente a él.
Mientras los demás conversaban distraídos sobre la clase de Adivinación —Ron exagerando sus interpretaciones y Hermione bufando con exasperación—, Nicholas se obligó a apartar de su mente el asunto de Pelajes y Plumas. La carta ya estaba en camino; nada ganaba con seguir dándole vueltas.
Tenía otros planes que merecían su atención.
Sacó del bolsillo interior de su túnica un pequeño cuaderno doblado y una pluma. Lo abrió con discreción, pasando las páginas llenas de anotaciones hasta llegar a una lista con varias correcciones: ingredientes, proporciones, tiempos de maceración, advertencias del manual. Había pasado buena parte de la noche anterior revisando las diferencias entre algunos polvos y extractos en infusión. Ahora todo parecía encajar en una serie de pasos que podría hacer sin ayuda.
Le dio una última ojeada a las notas y las cerró antes de que Hermione pudiera curiosear por encima del borde de su cuaderno. Aquella tarde comenzaría a preparar los ingredientes; no tomaría mucho tiempo. Solo necesitaba una cosa más.
Fuego. Uno constante y que no necesitara combustible.
Buscó en su mochila hasta dar con un frasco de vidrio vacío. Lo sacó con cuidado y lo sostuvo entre las manos, pensativo. Luego, sin apartar la vista del recipiente, dijo de manera natural:
—Hermione, ¿me haces un fuego, por favor?
Ella levantó la mirada de inmediato, arqueando una ceja.
—¿Un fuego… aquí? —preguntó señalando el lugar, con ese tono que anunciaba un inminente discurso sobre reglas escolares.
—Dentro del frasco —aclaró Nicholas, alzándolo con una sonrisa serena—. Prometo no incendiar nada.
Hermione comprendiendo lo que Nicholas le pedía, lo observó como si evaluara la veracidad de esa promesa. Por un momento pareció debatirse entre reprenderlo o ceder a la curiosidad. Finalmente suspiró, tomó el frasco y lo examinó con aire crítico.
—Está bien —murmuró, pero ya estaba moviendo la varita con destreza.
Pronunció una serie de encantamientos en voz baja, girando el frasco lentamente entre las manos. El aire dentro del vidrio comenzó a distorsionarse, a vibrar. Y entonces, de la nada, nació una llama pequeña, azulada, que se curvó suavemente hacia arriba, danzando sin consumir el oxígeno a su alrededor.
El resplandor se reflejó en los ojos de ambos.
—Listo —dijo Hermione, entregándole el frasco con una mezcla de orgullo y advertencia velada en su tono
Nicholas asintió con una sonrisa sincera.
—Gracias.
Tapó el frasco con cuidado y lo guardó de nuevo en la mochila, satisfecho. Harry, que había estado observando en silencio, lo miraba con curiosidad evidente.
—¿Para qué necesitas fuego en un frasco? —preguntó finalmente.
Nicholas se limitó a encogerse de hombros, con esa calma enigmática que ya empezaba a desesperar a Hermione.
Para la hora del almuerzo, Nicholas decidió pasar primero por la torre de Gryffindor. Su intención era dejar la mochila antes de bajar al Gran Comedor, aunque en el fondo lo hacía para darse unos minutos de respiro antes de volver a mezclarse con el bullicio de los estudiantes.
Se despidió de sus amigos a mitad del pasillo, asegurándoles que los alcanzaría más tarde, y emprendió el camino hacia la torre sin prisa. El castillo estaba lleno de ruido —risas, pasos, voces que rebotaban en las paredes de piedra—, pero Nicholas avanzaba como si caminara dentro de una burbuja silenciosa.
No era cansancio lo que sentía, sino saturación.
Demasiadas piezas en movimiento: los deberes de clase que no podía descuidar, los estudios independientes que lo mantenían por las noches, los preparativos para ese perro que deambulaba en los márgenes del mapa, y ahora, la poción que esperaba poder elaborar para Harry. Todo aquello se entretejía en su mente como un enjambre de pensamientos que apenas podía mantener en orden.
Sus pasos resonaban acompasados en el pasillo vacío, y sin darse cuenta dejó escapar un suspiro largo, luego otro, y otro más.
No se sentía agotado, pero la idea de que el día solo tuviera veinticuatro horas empezaba a parecerle una limitación personal.
Cuando el retrato de Sir Cadogan se abrió con un decir automático de la contraseña y pasó por la sala común rumbo a los dormitorios, Nicholas ya había pasado tanto tiempo inmerso en su propio laberinto mental que la visión que lo esperaba dentro lo detuvo en seco.
Sobre su cama, con el plumaje gris perlado reluciendo bajo la luz que entraba por la ventana, Egaeus se acicalaba con un aire de satisfacción tan solemne que parecía deliberado. A su lado, reposaba un pequeño saco de tela oscura, apenas más grande que la propia lechuza.
—Vaya, no esperaba que fueras tan rápido —murmuró, avanzando hasta la cama—. Para ser sincero, pensé que me responderían con una negativa.
Egaeus alzó la cabeza con un ulular breve, orgulloso, y dio un par de pasos hacia atrás, como si le cediera espacio a su dueño. Nicholas se sentó al borde del colchón, aflojó el nudo del saco y extrajo un pequeño sobre lacrado. El sello: Pelajes y Plumas, Tienda de Suministros para Criaturas Mágicas – Hogsmeade.
Una sonrisa apenas perceptible le curvó los labios.
Nicholas se recostó apenas sobre la cama, viendo cómo Egaeus emprendía el vuelo hacia la ventana abierta. El sonido de las alas alejándose se mezcló con el silencio acogedor del dormitorio.
Lo invadió un pequeño alivio, como si una pieza del rompecabezas al fin encajara donde debía. La respuesta de Pelajes y Plumas fue un alivio: los suministros estaban asegurados y, con un poco de suerte, esa misma noche podría dar por concluido, al menos por un tiempo, uno de los asuntos que le habían quitado el sueño.
Se levantó, guardó el sobre y el saco con cuidado bajo su cama y respiró hondo. El saco olía a comida de perro, un aroma familiar que, por extraño que pareciera, le resultó reconfortante.
Con un gesto más ligero que el de la mañana, salió del dormitorio.
Descendió las escaleras de la torre con paso tranquilo, y cuando el retrato de Sir Cadogan se cerró tras él, llevaba en el rostro una expresión distinta: menos tensa, más serena. El día, que había empezado entre dudas, ahora se abría con una promesa de calma.
Con la mente despejada y el ánimo renovado, emprendió el camino hacia el Gran Comedor, decidido a reunirse con sus amigos y, por fin, disfrutar del almuerzo.
La tarde se deslizaba lentamente sobre los pasillos de piedra. Después de las clases, los estudiantes de tercero se dispersaban por el castillo con el rumor de costumbre: algunos hacia la biblioteca, otros hacia el patio interior, y unos cuantos —una minoría— a disfrutar de las dos horas libres que el horario concedía en sus rutinas.
A esas alturas del año, la mayoría había comprendido que ese tiempo existía para ponerse al día con la creciente cantidad de deberes o estudiar antes de los exámenes.
Bueno, casi todos.
Ron aún protestaba cada vez que Hermione lo arrastraba a la biblioteca, pero lo hacía más por costumbre que por convicción; ya no discutía tanto. Harry solía seguirlos resignado, con la tarea a medio hacer y la mirada puesta en la ventana, soñando con el campo de Quidditch.
Nicholas, en cambio, no los acompañó esa tarde. Esperó el momento justo en que el grupo se separó en la escalera del segundo piso y, sin llamar la atención, tomó el pasillo opuesto.
Solo bastó una breve entrada en el baño más cercano y, cuando salió, sus pasos se volvieron más firmes y silenciosos a medida que avanzaba hacia el séptimo piso, envuelto en el encantamiento desilusionador. El aire del castillo olía a cera, pergamino y piedra tibia: un olor familiar que se iba debilitando mientras se adentraba en zonas poco transitadas por los estudiantes.
Pasó frente al tapiz de Barnabás el Chiflado y caminó tres veces ante la pared vacía, con el pensamiento fijo en ese lugar que ya le era conocido. Cuando la puerta apareció ante él, Nicholas sintió un leve tirón de satisfacción en el pecho al reconocerla. La abrió sin dudar.
La sala volvió a sorprenderlo. Parecía haberse anticipado a sus necesidades, pues se había redistribuido de forma imposible, dejando a su disposición un nuevo espacio anexo al que antes semejaba una biblioteca. Ahora había un área de aspecto seguro, con buena ventilación y suficiente espacio como para trabajar sin poner en riesgo los libros.
El lugar era amplio, de paredes lisas y cálidas, iluminado por una serie de lámparas flotantes que se balanceaban suavemente en el aire. En el centro, una mesa de madera pulida lo esperaba, junto a un par de estanterías con utensilios básicos de pociones y un fregadero de piedra en el rincón más cercano.
Nicholas dejó la mochila sobre la mesa y la abrió con cuidado. Sacó el frasco de vidrio que contenía la llama azul y su juego de calderos.
Ahora más que nunca agradecía que su mochila, vacía de libros, fuera lo bastante grande para contener uno.
Tomó uno de los soportes y, sobre él, colocó el caldero de peltre. Debajo, en el centro del armazón metálico, situó el frasco de vidrio y retiró la tapa. Con un toque de su varita, el fuego se avivó, acariciando la base del caldero.
—Perfecto —susurró, más para sí mismo que para nadie.
Uno a uno, fue sacando los ingredientes del saco: raíces secas, frascos con líquidos viscosos, hojas prensadas entre papel encerado y un pequeño cuenco con polvo plateado. Los organizó con precisión, formando pequeñas filas que le recordaban a los esquemas de su cuaderno.
—Bien —murmuró, tomando aire—. Hagámoslo con calma.
Abrió el libro que había leído sin descanso los últimos dos días y repasó las páginas marcadas con notas al margen. La receta era exigente, pero no complicada. Lo esencial no era la potencia, sino la proporción.
Dividió los ingredientes según el orden de mezcla: primero las raíces, luego los extractos, después las infusiones. El fuego del frasco serviría para mantener la temperatura constante sin riesgo de quemar los compuestos.
Durante unos segundos, el silencio lo envolvió por completo. La sala parecía contener la respiración junto a él.
El sonido del agua al verterse en el caldero rompió el silencio. Nicholas tomó la primera raíz, la cortó en pequeños fragmentos y los dejó caer uno a uno. El líquido burbujeó con un tono ámbar. En el aire comenzó a extenderse un aroma terroso, mezclado con el leve olor metálico del polvo que pronto añadiría.
Mientras el vapor ascendía, Nicholas se permitió perderse en la tarea precisa y relajante de preparar los ingredientes. Seguía los consejos del manual con paciencia, vertiendo cada medida exacta y contando los segundos entre cada paso.
El líquido en el caldero había adquirido un brillo denso, entre el ámbar y el bronce. Nicholas bajó un poco el fuego con un gesto de varita y consultó el libro una vez más. Solo quedaba un paso.
Tomó el frasco con la infusión de díctamo y lo sostuvo a contraluz. La mezcla desprendía un aroma fresco, casi medicinal, que contrastaba con el aire terroso del resto de la preparación. Según la receta, ese último añadido sellaría la estabilidad de la poción y prolongaría sus efectos. Era el punto de equilibrio entre la vida y la inestabilidad mágica: demasiado pronto, y el compuesto se disolvería; demasiado tarde, y el calor arruinaría la estructura del brebaje.
Nicholas esperó a que la superficie del líquido en el caldero dejara de agitarse. Contó los segundos mentalmente, con la mirada fija en el burbujeo cada vez más espaciado.
—Ahora —susurró.
Vertió lentamente la infusión. La primera gota produjo un leve siseo, luego un destello esmeralda que se expandió como un latido por toda la mezcla. El vapor cambió de color, tornándose de un dorado cálido a un verde pálido que llenó la sala con una fragancia suave y vegetal.
Nicholas se inclinó ligeramente sobre el caldero, observando cómo el contenido se estabilizaba. Las burbujas disminuyeron hasta quedar una sola que subía y estallaba a intervalos regulares.
El libro no mentía: el díctamo había hecho su trabajo.
Retiró el caldero del fuego y lo colocó sobre una base de piedra, dejando que la temperatura descendiera poco a poco. Con movimientos meticulosos, limpió los restos del borde y cerró los frascos de ingredientes que habían quedado vacíos.
La calma que lo invadió fue diferente de otras veces; no era alivio ni orgullo, sino una sensación más profunda, casi íntima. Había pasado tanto tiempo intentando mantener el control sobre sí mismo y su posible influencia sobre cada variable —imposible de controlar— que ahora, al ver la mezcla final, sentía un reconfortante dominio sobre el control: algo que solo la elaboración de una poción le había permitido sentir.
El vapor seguía flotando sobre la superficie del caldero, dibujando remolinos suaves en el aire. Nicholas lo observó en silencio, como si esperara que la poción le respondiera.
Un brillo dorado recorrió la superficie del líquido antes de desvanecerse. Sin explosiones, sin chispas. Solo silencio.
—Perfecto —murmuró, apenas audible.
Con cuidado, empezó a verter porciones de la poción en frascos pequeños, de apenas un par de onzas, para luego sellarlos con sus propios tapones. La etiqueta que trazó con la pluma tembló ligeramente bajo su pulso cansado: Primera muestra.
El silencio en la sala era total. Trabajó con una calma metódica, sin desperdiciar una sola gota. La mezcla, ahora un poco más fría, desprendía un resplandor opaco y uniforme.
Cuando terminó, contempló el resultado alineado sobre la mesa: siete frascos idénticos, ordenados con la misma precisión que él exigía de sí mismo.
Tomó uno entre las manos. El líquido reflejó la luz de las lámparas con un brillo verdoso, suave. Por un instante, Nicholas permitió que una chispa de esperanza cruzara su mirada. Si funcionaba… si realmente era capaz de reparar el daño que Harry había sufrido durante tantos años, tal vez esta sería una de las pocas cosas que realmente cambiarían algo.
Pero el pensamiento se desvaneció con la misma rapidez con que había llegado.
No podía confiar a ciegas en una primera versión.
Suspiró, dejando el frasco sobre la mesa con cuidado.
—Primero las pruebas —murmuró para sí, casi en un suspiro.
Revisó que los sellos estuvieran firmes, guardó los frascos uno por uno en una caja acolchada y la colocó dentro de su mochila. La llama azul, agotada por el esfuerzo, se había reducido a un punto titilante en el fondo del frasco; Nicholas la avivó con un pequeño toque de varita antes de taparla.
Cuando finalmente recogió sus cosas y se dispuso a salir, la Sala de los Menesteres parecía aún más silenciosa que antes. El aire olía a hierbas cocidas y metal templado.
Nicholas se detuvo un momento frente a la puerta, la mano en el pomo, y pensó que, por primera vez en mucho tiempo, no temía al fracaso. Solo necesitaba comprobar si la esperanza era un riesgo calculado o una ilusión más.
Luego se lanzó el encantamiento desilusionador y salió, cerrando la puerta tras de sí.
Nicholas avanzó por los pasillos con paso rápido, la mochila bien ajustada al hombro. Podría esperar hasta la noche, hacer un registro más preciso de los efectos o buscar la manera menos peligrosa de probar la poción… pero la verdad era que no veía razón para aplazarlo. Había hecho todo con el mayor cuidado posible, y si algo salía mal, al menos sabría exactamente qué corregir.
Además —pensó con una sonrisa seca—, no había mejor lugar para caer envenenado que la enfermería.
Una vez lejos del séptimo piso, se detuvo en un baño desierto, deshizo el encantamiento desilusionador y se miró un instante en el espejo: el reflejo le devolvió la imagen de un chico de trece años con el gesto serio de un adulto que estaba a punto de hacer algo que sabía imprudente.
—Al menos no podré decir que no me lo advertí —murmuró.
Guardó la varita y salió al pasillo.
La enfermería estaba tranquila. El aire olía a pociones desinfectantes y a sábanas limpias. Madame Pomfrey, ocupada en su escritorio, revisaba un pergamino largo como una lista de mercado, y apenas levantó la vista cuando Nicholas cruzó la puerta, sin siquiera registrar su presencia.
Sin hacer ruido, caminó hasta la segunda cama del ala izquierda y se sentó. La colcha era suave, con ese olor inconfundible a polvo estéril y hierbas secas.
—Perfecto —susurró, más para sí que para nadie.
Sacó uno de los frascos de su mochila, lo sostuvo un momento entre los dedos y, sin dramatismo alguno, le quitó el tapón. El líquido brilló bajo la luz que entraba por las ventanas altas, un verde tenue y sereno. Nicholas lo observó apenas unos segundos, luego se lo llevó a los labios y lo bebió de un trago.
El sabor era extraño: un poco picante, con una sensación de calor que se le extendió por la lengua. No desagradable, pero sí intenso. Como si hubiera exagerado con la pimienta en la comida.
Esperó.
Durante varios minutos permaneció sentado, atento a cualquier cambio: un mareo, un hormigueo, un ardor, dolor. Nada.
Solo el silencio habitual del lugar, el roce del papel al otro lado del escritorio y el eco distante de pasos en el pasillo.
Nicholas respiró despacio, soltó el aire con calma y, resignado, sacó de su mochila el libro de Historia de la Magia. Lo abrió sobre las rodillas, como si estuviera en cualquier otra parte del castillo, y comenzó a leer.
El tiempo pasó sin incidentes. A medida que las páginas se sucedían, su concentración volvió a dispersarse entre los párrafos áridos sobre los juicios mágicos del siglo XIV y la curiosidad latente por saber si la poción estaba haciendo algo en absoluto.
Cuando la campana sonó, anunciando el final del último periodo de clases, Nicholas alzó la vista del libro. Ningún mareo, ninguna sensación extraña. Estaba intacto.
Cerró el libro, lo guardó en la mochila y se levantó con naturalidad. Madame Pomfrey ni siquiera reparó en que había estado allí.
Mientras cruzaba la puerta hacia el pasillo, no pudo evitar sonreír.
—Genial —murmuró en voz baja—. Nada mal para un posible envenenamiento.
Y, sin mirar atrás, se perdió entre el murmullo del castillo que volvía a llenarse de vida, pensando en la siguiente parte de la prueba a largo plazo.
La cena transcurrió sin incidentes.
Harry y Ron, sumidos hasta las orejas en los deberes de Encantamientos y Adivinación, apenas notaron la presencia —o ausencia— de Nicholas en la mesa. Ron se quejaba en voz baja sobre las interpretaciones imposibles, mientras Harry intentaba sin éxito terminar un pergamino que su mente se negaba a priorizar.
Hermione, sin embargo, no estaba tan distraída.
Entre bocados y comentarios sobre el horario del día siguiente, lanzó a Nicholas más de una mirada calculadora. No dijo nada, pero su silencio pesaba más que cualquier reproche. Nicholas fingió no notarlo; había aprendido que, a veces, la mejor manera de no levantar sospechas era comportarse exactamente como si no las hubiera.
La velada terminó con el murmullo habitual de platos desapareciendo y estudiantes dispersándose por los pasillos. Nicholas caminó con ellos de regreso a la torre, respondiendo a medias las conversaciones, hasta que el grupo se separó hacia los dormitorios.
Siguiendo la rutina junto a sus compañeros, se preparó para ir a la cama: escuchó las conversaciones en silencio, asintió y respondió a las preguntas corteses que lo incluían.
Horas después, cuando la energía de sus compañeros parecía haberlos abandonado del todo y las respiraciones acompasadas delataban el sueño profundo, Nicholas se incorporó despacio, apartando las cortinas del dosel sin hacer ruido. Los pocos rayos de luna que entraban por la ventana alta recortaban su silueta contra la pared. Se vistió con movimientos precisos: túnica oscura, la bufanda doblada sobre el cuello.
Se agachó y buscó bajo la cama el saco que había llegado esa misma tarde de Pelajes y Plumas. Lo colocó sobre la cama y verificó el contenido bajo la débil luz plateada: reducidas dentro del saco, se distinguían las bolsas de alimento y lo que parecía una manta. Todo estaba en orden.
Guardó los objetos dentro de su túnica.
Cuando estuvo listo, se detuvo un instante junto a la ventana. Afuera, el cielo estaba un poco despejado; una ligera brisa persistía. El resplandor lunar bañaba los tejados húmedos de Hogwarts con una luz fría y constante.
Nicholas se lanzó el encantamiento desilusionador y se deslizó fuera del dormitorio. Bajó las escaleras hacia la sala común, donde el fuego moría en brasas naranjas y un par de cabezas aún se inclinaban sobre libros. Con movimientos contenidos —para no llamar la atención con el sonido de sus pasos— cruzó la sala. El retrato se abrió apenas con un susurro.
Los pasillos estaban desiertos. El eco tenue de sus pasos —y su propio corazón— parecía ser lo único audible mientras caminaba entre las sombras.
Esta vez no se dirigía a la Sala de los Menesteres.
Tenía un destino más específico.
Mientras avanzaba por los corredores, repasó mentalmente el camino hasta el Sauce Boxeador. La noche era silenciosa, tan quieta que hasta el roce de su capa sonaba como una respiración ajena.
Cuando finalmente salió del castillo por el patio de la torre del reloj, el aire frío lo recibió con una bofetada seca. A lo lejos, el Sauce se erguía inmóvil; su silueta, lejana y retorcida, se recortaba contra la luz pálida de la luna.
Nicholas ajustó el saco dentro de la capa y descendió por el sendero con paso seguro.
El destino era claro: la Casa de los Gritos.
El terreno estaba húmedo y resbaladizo. Cada paso que daba hundía las suelas de sus zapatos en el barro, levantando el olor denso de la tierra recién empapada. El viento del lago arrastraba un murmullo bajo, frío, que rozaba las ramas desnudas de los árboles cercanos.
—Debería comprar unas botas —susurró para sí mismo.
Nicholas avanzó despacio por el sendero, atento a cada ruido. La luna se reflejaba en los charcos dispersos y dibujaba destellos sobre el suelo irregular. A lo lejos, el Sauce Boxeador se recortaba contra el cielo, inmóvil, pero aun así imponente; su tronco parecía respirar con un ritmo apenas perceptible, como un animal dormido que podía despertar en cualquier momento.
Se detuvo a una distancia prudente.
Su respiración formaba pequeñas nubes frente a la cara.
—Depulso —susurró.
El encantamiento partió de la punta de su varita como un destello limpio y preciso. Impactó en el nudo del tronco, y un sonido seco, casi un crujido, se propagó entre las ramas. El árbol se estremeció una vez, como irritado, y luego quedó completamente inmóvil.
Nicholas esperó unos segundos, asegurándose de que las ramas no volvieran a moverse.
Solo cuando el silencio volvió a asentarse, avanzó.
El barro se le pegaba a los zapatos al llegar hasta la base del árbol. Se inclinó, palpó el hueco entre las raíces gruesas y encontró la abertura. El túnel se abría oscuro y angosto, exhalando un aire húmedo y denso.
Se deslizó dentro sin vacilar.
—Lumos —murmuró.
La luz brotó al instante, extendiendo un halo dorado que reveló las paredes de tierra compacta. El túnel descendía en una pendiente irregular, con raíces retorcidas sobresaliendo como dedos. Nicholas bajó con cuidado, apoyando una mano contra la pared para mantener el equilibrio.
El silencio era absoluto, interrumpido solo por el eco lejano de alguna gota cayendo sobre la piedra.
A medida que avanzaba, no pudo evitar recordar la primera vez que había atravesado ese mismo túnel.
El miedo, la oscuridad, el peso del aire sin la ayuda de una varita que respondiera correctamente a su magia. La sensación de frustración y vulnerabilidad que le había quedado grabada, de enfrentarse a un espacio donde la oscuridad parecía viva.
Su antigua varita había sido torpe y caprichosa. Recordó los destellos inestables de luz, los fallos, el temblor en las manos.
Ahora, en cambio, el resplandor estable de su Lumos iluminaba el camino con una serenidad que casi parecía un triunfo.
—Qué diferencia —murmuró para sí, con una sonrisa breve.
Siguió avanzando, escuchando el leve roce de sus pasos sobre la tierra húmeda. La luz oscilaba con cada movimiento, arrancando destellos al moho que cubría las paredes. El aire se volvió más frío, más denso, y el túnel comenzó a ensancharse poco a poco.
El final no estaba lejos.
Entonces se detuvo en seco, dudando en si retirar o no el encantamiento desilusionador.
Nicholas apretó con más fuerza la varita, sintiendo el pulso constante de la magia vibrar en su interior.
De pie, con la varita iluminando la próxima entrada a la Casa de los Gritos, consideró las posibilidades.
Y, no encontrando más remedio, deshizo el encantamiento.
El túnel terminó en una abertura baja, cubierta por una tabla astillada. Nicholas subió las angostas escaleras, la empujó con cuidado y salió a la estancia de la Casa de los Gritos.
El aire era frío y viciado; olía a madera vieja, polvo y humedad.
El lugar no parecía haber cambiado desde su última visita: los muebles rotos seguían apilados en los rincones, las cortinas raídas colgaban inmóviles y el suelo crujía bajo cada paso.
Solo una cosa rompía la quietud.
En el rincón donde recordaba haber dejado los sacos de comida la primera vez, algo era distinto.
Nicholas iluminó el lugar con la varita y se acercó. Los sacos estaban allí, pero vacíos. En uno apenas quedaban restos triturados de la comida. Sin poder evitarlo, su mente se llenó de inquietud. ¿Había llegado justo a tiempo o la comida se había acabado hacía mucho?
Miró a su alrededor una vez más. Nada.
Ni un movimiento, ni un sonido.
Se quedó pensativo un momento. No creía que Canuto hubiese cambiado de refugio; aquel sitio, por inhóspito que fuera, era seguro y discreto.
Así que se apresuró.
Del interior de su capa extrajo el saco que había traído de Pelajes y Plumas y, de su interior, los pequeños paquetes reducidos.
—Finite —murmuró.
En cuanto el hechizo los alcanzó, los paquetes recuperaron su tamaño real con un sonido seco y una leve ráfaga de aire: tres grandes sacos de comida y lo que parecía un edredón doblado.
Nicholas movió los sacos vacíos hacia un lado y colocó los nuevos en su lugar. El peso lo obligó a soltar algún que otro quejido, pero trabajó con rapidez. Al levantar los sacos vacíos, notó algo que lo hizo fruncir el ceño: los antiguos habían sido abiertos con precisión. No había desgarros ni marcas de colmillos. Habían sido abiertos… con manos.
—Bueno… —murmuró en voz baja.
Terminó de acomodar los nuevos sacos, dejando uno abierto, igual que la vez anterior.
Luego tomó el edredón y lo desplegó. Al tacto era grueso y firme, y de su interior emanaba un calor suave que se extendía en pulsos breves, como latidos.
Satisfecho, lo dobló por la mitad y lo extendió sobre el suelo, junto a la comida.
En ese instante, un crujido sonó en algún lugar del piso superior. Nicholas se irguió, con el corazón acelerado, y recorrió el lugar con la mirada. La luz de su varita tembló sobre las paredes desconchadas, pero no encontró nada fuera de lugar.
—Hora de irse —murmuró para sí, guardando la varita.
Giró sobre sus talones y avanzó hacia la salida, decidido a retomar el túnel antes de tentar más a la suerte.
Sin embargo, al llegar a la esquina que separaba la estancia de la entrada, se detuvo de golpe.
Su respiración se cortó.
Allí, acostado contra la pared, con la cabeza apoyada sobre las patas delanteras y el cuerpo cubierto de polvo, estaba Canuto.
El perro levantó apenas una oreja, sin moverse. La luz de la varita se reflejó en sus ojos, brillando como dos brasas oscuras.
Nicholas se quedó inmóvil.
No supo si debía hablar, retroceder o simplemente esperar.
¿Cuánto tiempo ha estado ahí? ¿Está esperando para lanzarse sobre mí? pensó, evaluando las posibilidades.
El silencio de la casa volvió a llenarse del tenue sonido de su propia respiración.
El perro no se movió.
Permanecía tendido contra la pared, con la cabeza apoyada sobre las patas y la mirada fija en él. Aun así, algo era distinto. La última vez, aquellos ojos le habían parecido abismos llenos de furia y dolor; ahora, aunque seguían oscuros, ya no veía la misma desesperación en ellos. Había cansancio, sí, pero también una especie de reconocimiento.
Nicholas se mantuvo inmóvil, sin darle la espalda. Su mente evaluó, con frialdad, las posibilidades.
Si se lanza, un Depulso bastará. Lo haría atravesar todo… paredes incluidas.
Respiró despacio y, con la misma serenidad con que hubiera hablado con un humano, dijo:
—Vaya… te ves mejor.
La voz resonó suave en el aire quieto de la habitación.
El perro alzó un poco la cabeza, observándolo con atención. A la luz de la varita, Nicholas notó los cambios: el pelaje, aunque aún enmarañado, tenía un brillo limpio, y el olor en el ambiente —aun inconfundiblemente de perro— ya no cargaba con la fetidez de días de encierro. Hasta parecía haber ganado peso; las costillas ya no se marcaban con tanta claridad bajo la piel.
El perro soltó un resoplido, casi un bufido, y movió la cola una sola vez, como si le respondiera sin palabras.
Nicholas no pudo evitar una sonrisa breve.
—Vaya, parece que no eres una especie de Crup después de todo —comentó en tono ligero—. Solo tienes una cola…
El comentario flotó en el aire con cierta ironía estudiada, un intento de mantener la apariencia del chico que no sospechaba nada.
Pero su cuerpo seguía alerta.
Cuando el perro se incorporó, Nicholas dio un paso atrás, firme, la varita ligeramente alzada.
Canuto —porque ya no cabía duda de quién era— bajó la cabeza y se acercó despacio. Sus pasos eran pesados pero tranquilos, las orejas a medio caer. Se detuvo a menos de un metro, olfateó la túnica de Nicholas con lentitud y, tras unos segundos, se apartó. Caminó sin apuro hasta el rincón donde estaban los nuevos sacos de comida, olfateó el que quedaba abierto y se echó junto a ellos con un suspiro largo.
Nicholas exhaló también, sin darse cuenta de que había estado conteniendo la respiración.
No había amenaza. No esa noche.
Mantuvo la varita en alto unos segundos más, por costumbre, y luego bajó el brazo.
—Bueno… —murmuró apenas audible—. Parece que seguimos con vida, ambos.
El perro no reaccionó. Solo movió una oreja, como si lo hubiera escuchado.
Nicholas dio un último vistazo al lugar. Los sacos estaban en orden, el edredón extendido junto a ellos, y la figura negra y grande de Canuto se confundía con las sombras. Era suficiente.
Sin ruido, retrocedió hasta la entrada del túnel.
El aire húmedo del pasadizo le devolvió el olor a tierra y piedra, un contraste extraño con el leve calor que dejaba atrás.
Con un último vistazo a la habitación, susurró para sí:
—Hasta la próxima.
Luego se deslizó dentro del túnel, dejando atrás la Casa de los Gritos y el sonido leve de una respiración acompasada que, por primera vez, no le pareció peligrosa.
Chapter 26: Capítulo 26.
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
La semana le había dejado el pecho liviano y el estómago hambriento. Liviano, porque la imagen de un perro encogido de frío ya no lo perseguía al cerrar los ojos; hambriento, porque su “tónico para la salud” —nombre aséptico que había elegido para no asustar a nadie al beberlo en el desayuno— parecía tener un efecto secundario clarísimo: abrirle el apetito como una puerta mal cerrada en una noche de viento. Lo había anotado sin florituras en la bitácora del jueves, tercer día.
Día 3: Apetito ++. Sueño reparador. Más energía. Sin mareos.
Nota: controlar tendencia a tercera ración (o cuarta).
No se había dado cuenta del cambio hasta que Ron lo miró con la boca abierta mientras llenaba su plato por tercera vez esa noche en la cena. Para Nicholas era claro: la poción incrementaba de alguna manera el consumo de calorías de su propio cuerpo, y a ello atribuía el creciente apetito.
Era domingo y caminaba por el sendero exterior del Bosque Prohibido con el paso de un fugitivo: atento al suelo y a cualquier sonido, protegido de la brisa por el toldo invisible que nacía de la punta de su varita. Mientras buscaba cualquier cosa útil en los márgenes, pensó en los últimos días. Hermione, pese a su inclemente pila de deberes, parecía seguirle a donde fuera. Nicholas estaba convencido de que, en algún punto, lo dejaría de hacer. O eso esperaba. A la mañana siguiente bebería el último frasco de la poción; a largo plazo no mostraba efectos adversos —si no se contaba el apetito rampante—, y entonces se pondría a fabricar un lote para Harry que cubriera el tiempo indicado en el libro: no menos de seis semanas.
El olor a tierra húmeda le despejó la mente. Respiró hondo y volvió a concentrarse en el entorno. Llevaba una bolsa de tela cruzada al pecho y el cuaderno en el bolsillo interior, listo para cualquier apunte que mereciera sobrevivir al día.
La recolección había sido mezquina, quizá por la época y la inminente llegada del invierno: un arbusto infestado de crisopas y dos colonias tímidas de hongos saltarines abrazadas a las bases de un par de robles. Guardó las crisopas vivas en un frasco con agujeros minúsculos y, a los hongos —que intentaron brincar fuera de su palma—, los calmó con un toque leve de varita.
Se detuvo para lavar un tallo con un Aguamenti mínimo y lo giró contra la luz gris. Las nervaduras brillaron un segundo; no era díctamo (demasiado pedirle al borde del bosque), pero olía a algo próximo, quizá una pariente muggle con pretensiones mágicas. Lo apuntó a medias en el cuaderno para luego buscar si servía de algo o, tal vez, preguntar a la profesora Sprout.
Al agacharse para escarbar junto a un tronco caído, encontró una huella. No de ciervo ni de jabalí. Humana. Fresca. Pequeña. Y una hebra de lana oscura se había quedado prendida en una zarza cercana.
—No soy el único que debería comprar botas —murmuró, y el murmullo se perdió en el aliento del bosque.
Miró alrededor sin mover la cabeza. Nada. Solo el rumor del lago a lo lejos y el crujido lento de las ramas en el interior del bosque, con esa paciencia arbórea que le ponía los nervios en sitio. Guardó la hebra en el cuaderno, como marcador, y se incorporó con la espalda atenta.
El umbral del bosque tenía esa cualidad incómoda de frontera: demasiado cerca del castillo para ser selva, demasiado dentro para ser patio. Entre dos piedras chatas encontró piel de serpiente, translúcida. No sabía a qué especie había pertenecido, pero el patrón le ayudaría a identificarla y, con ello, su utilidad. Sonrió pese al frío y la guardó con cuidado.
El aire cambió.
No fue viento ni brisa; fue algo más. Un silencio electrizante que le erizó la piel, ese sentimiento claro de ser observado. El bosque dejó de sonar durante un latido y, en ese latido, Nicholas supo que no estaba solo.
No levantó la varita a la defensiva. Controlando sus movimientos, la bajó solo un centímetro para mantener el toldo y dio un cuarto de giro, lo justo para prepararse para correr.
Entonces salieron de entre los troncos como quien cruza un telón: dos centauros, uno de pelaje castaño dorado y el otro de un negro bruñido que tragaba luz. El primero, de ojos de miel vieja. El segundo, con la gravedad de una noche sin luna. No parecía necesario que lo miraran: su mera presencia bastaba.
—No miras el cielo —dijo el de ojos de miel, sin reproche pero sin amabilidad.
Nicholas alzó la vista. Entre las ramas desnudas, la tarde de noviembre era una sábana pálida, rota en jirones. No se veían estrellas. Y, sin embargo, pensó, siempre hay quien las lee a plena luz.
—No busco nada allí —respondió, retrocediendo un par de pasos, consciente de su insignificante tamaño frente a ellos.
El centauro negro inclinó la cabeza hacia la bolsa cruzada en su pecho.
—Medicina. Hueles a díctamo, aunque no lo lleves encima.
El comentario le pinchó un nervio. ¿Lo delataban la Sala de los Menesteres, la enfermería… o él mismo, transpirando propósito? No mintió.
—Aprendo —dijo.
—Aprender no es atar los hilos del mundo con las manos —replicó miel, mirándolo con intensidad—. A veces los nudos dañan más allá de lo reparable.
Silencio. Los centauros no llenaban las pausas; las abrían. Nicholas pensó en un perro grande durmiendo sobre un edredón nuevo, en un niño demasiado pequeño para su edad, en una chica que hacía fuego en un frasco con el ceño fruncido.
—Y a veces remedian el daño innecesario —dijo al fin.
El centauro negro dio un paso. Su voz, baja, de piedra húmeda:
—Has tocado más de lo que debería estar a tu alcance. La noche, la luna y las estrellas te miran mientras caminas: lo que no debería ser está sucediendo.
Lupin, tal vez… O aquella constelación agazapada en forma de perro. En cualquiera de los dos casos, no retrocedería.
—No quiero guerra con el bosque —dijo, mirándolos a los ojos—. Ni con el firmamento.
—El firmamento no hace guerras —corrigió miel—. Las registra. Escribe lo que fue y lo que será. A veces, cuando algo nuevo lo cruza, deja un rastro.
El negro alzó la mirada a las ramas, como leyendo una constelación que Nicholas no podía ver.
—Hay hambre en los márgenes —murmuró—. Los guardas sin alma la traen. Si te empeñas en andar aquí cuando el sol se oculte, trae fuerza en el corazón y una luz que te proteja.
No sonaba a amenaza, sino a consejo de esos que luego parecen profecías. Los dementores rondaban las lindes como moscas de invierno; lo sabía.
—Me iré antes de que oscurezca —dijo Nicholas, tratando de tensar bien los hilos de lo escuchado.
El de ojos de miel lo enfocó por fin. No había ternura ni dureza, solo edad.
—Ya veo. Llevas dos inviernos en el pecho.
¿La tónica? ¿La otra vida? ¿Ambas, sin mezclarse del todo? No preguntó; a los centauros se les vive la imagen, no se les pide otra.
—No entres más —añadió el negro, volviéndose al bosque.
Nicholas asintió con respeto no ensayado. Los vio desaparecer sin ruido, como si el bosque cerrara detrás de ellos una página.
El aire volvió a sonar. Las hojas muertas recordaron que podían crujir. Nicholas exhaló por la nariz, lento, aflojando músculos que hasta entonces no sabía tensos.
Deshizo el toldo con un gesto leve. Dejó que la brisa de noviembre le golpeara como un cubo de agua clara y rehízo mentalmente su ruta a Hogwarts. Avanzó un poco más, dejando atrás el lugar donde el aire aún vibraba con la partida de los centauros. Pero la inquietud lo siguió.
Los centauros vivían en el bosque, sí; rara vez se dejaban ver tan cerca del límite.
¿Qué hacían en el sendero exterior? ¿Lo habían buscado? ¿O él había entrado justo en el minuto que el destino reservó para ese cruce?
Recordó las palabras del de ojos de miel: “El firmamento no hace guerras; las registra.”
¿Estaría su presencia también anotada en algún punto del cielo? ¿Había algo que los empujara a cruzar caminos, como si el destino —o lo que fuera que movía los hilos del mundo mágico— se empeñara en recordarle que sus actos, por pequeños que fueran, dejaban huellas en más de un plano?
Suspiró. La idea le resultó tan incómoda como familiar.
“¿Estaba destinado a ser?”, repitió. Por primera vez en días, la pregunta no le pareció absurda. Quizá había acertado en poner distancia de Trelawney… pero no del destino.
Dio media vuelta y volvió hacia el castillo. El sol se filtraba débil entre las ramas y la brisa arrastraba un olor dulce, a flores tardías o hongos recién abiertos. El aire parecía más claro, y el peso de la conversación con los centauros empezaba a disolverse.
Hasta que vio algo —o más bien, a alguien— a unos metros adelante, en medio del sendero.
Una figura pequeña, inmóvil.
Por un instante pensó en un hada. Pero cuando se acercó distinguió el cabello rubio, casi blanco bajo la luz, cayéndole sobre los hombros de una niña de no más de doce años. Estaba descalza, con los pies hundidos en la tierra húmeda, y su túnica se balanceaba con la brisa. No lo miraba: miraba dentro de un arbusto, como si esperara que algo emergiera.
Nicholas redujo el paso, dudando entre hablar o no.
—¿Hola? —dijo al fin, con cautela.
La niña levantó la cabeza. Sus ojos, enormes, de un gris de lago en invierno, lo observaron como si lo estuviera viendo y, al mismo tiempo, atravesándolo.
—Hola —respondió con naturalidad—. Tenías algo pegado en el hombro.
Nicholas miró, confundido. No había nada.
—Ya no —añadió, satisfecha, y volvió al arbusto.
—¿Qué haces aquí? —preguntó con suavidad—. No deberías estar tan cerca del bosque. Es peligroso.
La niña ladeó la cabeza, pensativa, quizá razonando también su presencia.
—El bosque no hace daño si no piensas que lo va a hacer. —Se encogió de hombros—. Vine a buscar snorkacks de cuerno arrugado, pero no creo que vivan tan cerca del castillo. Son muy buenos escondiéndose.
Nicholas no supo qué responder. Había algo tan sincero e inocente en su tono que cualquier intento de corregirla habría sonado grosero.
—¿Cómo te llamas? —preguntó en cambio.
—Luna. Luna Lovegood. —Dijo su nombre como un dato menor, mirando otra vez hacia las raíces.
Nicholas asintió despacio.
—Yo soy Nicholas Scratch.
—Sí, ya lo sé —dijo, y lo miró de nuevo, fijo—. Estás brillando un poco.
Nicholas se quedó helado.
—¿Brillando?
Luna sonrió con serenidad.
—No con luz. Con pensamiento. Cuando alguien piensa muy fuerte en cosas que no deberían pensarse, el aire alrededor se dobla un poco. Como las piedras del lago antes de llover. —Volvió la vista al arbusto y añadió—: A los centauros les pasa algo parecido.
La respiración de Nicholas se detuvo apenas un instante.
—¿Centauros? ¿Los viste?
—Mmm. —Hizo un sonido vago, como si la pregunta fuera obvia—. Siempre están. No todos los ven. Pero ellos sí te ven a ti.
Nicholas la miró con una mezcla de sorpresa y respeto. La niña hablaba como si conociera el lenguaje de las criaturas mejor que muchos adultos.
—Deberías volver al castillo —dijo, con amabilidad firme—. Está por oscurecer.
Luna lo pensó un momento y asintió, sin prisa. Se inclinó, recogió una piedra del suelo y la guardó en el bolsillo.
—Por si me olvido de hoy —explicó.
Nicholas la acompañó unos metros, hasta que el bosque quedó atrás y cruzaron los muros exteriores. Caminaron en silencio, pero un silencio distinto al de los centauros: no pesaba; flotaba, como si sus palabras siguieran revoloteando, invisibles y curiosas.
En la bifurcación que subía hacia el castillo, Luna se volvió.
—Te veré otra vez —dijo simplemente.
—Ya lo creo.
Sonrió y echó a andar. Se alejó con paso leve y saltarín, los pies hundiéndose en la hierba húmeda como si no le importara el frío.
Nicholas la observó un segundo más, incapaz de sacudirse la imagen: descalza por la hierba, con barro en los pies. Descalza. En pleno noviembre.
Entonces lo recordó.
Un hilo de memoria: el comentario casual de una alumna de Ravenclaw sobre “la lunática”, mezclado con recuerdos de su otra vida. Luna Lovegood era, en su memoria original, apenas un apellido que emergía de la marea de estudiantes hasta su primer encuentro con Harry en quinto año. Ahora, viviendo dentro de ese mundo, entendía que, como él, siempre estuvo ahí. Lo que se dijo de ella era una fracción que no contaba los cuatro años en los que nadie la mencionó.
Su mochila, sus libros, sus zapatos. Todo, robado.
El estómago se le apretó. La calma del bosque se fracturó como hielo bajo peso.
Tal vez los centauros tenían razón y todo estaba escrito. Tal vez el encuentro con Luna debía ser. Llevaba semanas conteniéndose, convenciéndose de dejar que el mundo siguiera su cauce. Pero el mundo —ese que tanto intentaba no tocar— insistía en tentarlo con injusticias.
¿Y qué clase de cobarde se quedaba quieto?
La vio desaparecer tras una curva del patio, el cabello rubio brillando un instante antes de perderse. Nicholas sintió el impulso de correr tras ella, pero se contuvo. El corazón le golpeaba el pecho, el pulso acelerado, el aire frío en bocanadas.
No era la primera vez que sentía aquello: los mismos resortes que lo habían impulsado a ayudar a Harry, que lo habían llevado a alimentar a un hombre al que el mundo llamaba monstruo. Eran sentimientos y decisiones intensas.
Se frotó las manos, intentando disipar el temblor.
—No es asunto tuyo —se dijo en voz baja, casi en un gruñido.
Cerró los ojos. Los pies de Luna, sobre tierra húmeda, le atravesaron la mente como una aguja.
No era el robo lo que lo enfurecía: era la humillación. Nadie en Hogwarts debería sentirla.
Abrió los ojos con una claridad cortante. El viento cambió, arrastrando olor a chimeneas y pan recién horneado. Un recordatorio: dentro, risas y cena; fuera, una niña descalza por culpa de algunos “bromistas”.
La decisión lo atravesó sin ruido, como un hechizo sin verbalizar.
No iba a dejarlo pasar.
Nicholas ajustó la túnica y comenzó a andar hacia el castillo. La furia tomaba forma dentro de él y alimentaba un fuego silencioso, lógico, que ya iba construyendo un plan.
Notes:
Perdón la tardanza, pero la vida de adulto es un asco.
Chapter 27: Capítulo 27.
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
La mañana llegó a Hogwarts con una calma engañosa, de esas que parecen prometer normalidad mientras esconden algo que todavía no tiene nombre. Nicholas caminaba junto a Harry rumbo al Gran Comedor; una nueva semana empezaba, era temprano, y Ron y Hermione parecían haberlos dejado atrás, bajando antes que ellos.
—¿Ya has pensado en qué escoba comprar? —preguntó Nicholas sin darle demasiada importancia al tema, pese a la conocida reticencia de Harry a tocarlo.
—No, aún no —respondió Harry, con un quejido mudo.
—Podría ser una Nimbus 2000 o 2001… aunque, si no quieres algo tan comercial, hay una tienda en Londres que hace escobas artesanales —añadió Nicholas, recordando vagamente el día en que compró la suya—. Puedo prestarte la mía para que pruebes de qué hablo. Podríamos salir a volar antes de que haga demasiado frío y viento.
—¡Genial! —dijo Harry; la incomodidad se le evaporó en una sonrisa—. Podría ser después de clases…
Al llegar a la antesala del Gran Comedor, donde se alzaban los relojes de arena que contaban los puntos de las casas, se encontraron con una pequeña multitud. Alumnos de distintos cursos se amontonaban frente al muro, bloqueando por completo la vista de las columnas de cristal.
—¿Qué habrá pasado? —preguntó Harry, inclinándose un poco para intentar ver por encima de algunos hombros.
—Quién sabe —respondió Nicholas con indiferencia y aparente inocencia—. Hay mucha gente, Harry. Seguro que dentro ya saben qué sucedió.
Y, con un gesto casi imperceptible, lo tomó de la mano y tiró de él, animándolo a seguir avanzando.
Dentro del Gran Comedor, el ambiente estaba… raro. No tenso de inmediato, no explosivo, sino cargado de un murmullo espeso. Tres de las mesas hervían de rumores; los comentarios iban y venían, chocaban entre sí, crecían al contacto.
La cuarta mesa, la de Ravenclaw, era distinta.
Allí no había risas ni corrillos animados. Las conversaciones eran bajas, fragmentadas, y muchos miraban sus platos sin tocarlos. La tensión era tan clara que parecía posible cortarla con un cuchillo.
Nicholas y Harry se sentaron junto a sus amigos, que ya estaban allí.
—¿Qué ocurre? —susurró Harry apenas tomó asiento.
Hermione se inclinó hacia ellos.
—Aún no han anunciado nada oficialmente —dijo en voz baja—, pero…
—Pero los puntos —completó Ron, mirando alrededor antes de continuar—. Algo raro pasó con los puntos de Ravenclaw.
—¿Raro cómo? —preguntó Nicholas, tomando su jarra con calma.
Hermione apretó los labios.
—Como si alguien hubiera golpeado al profesor Snape en el rostro —murmuró.
El murmullo creció de golpe, como una ola que encuentra orilla. Desde la entrada del comedor empezó a entrar la multitud, empujada solo por la presencia del profesor Snape tras ellos. Entonces surgió una exclamación en coro, una especie de oleaje humano que arrastró miradas consigo.
—Miren —dijo alguien, no muy lejos.
Los relojes de arena eran visibles ahora, a través de las puertas abiertas.
El de Ravenclaw estaba casi vacío.
No del todo: en el fondo, un pequeño montoncito de gemas azules descansaba como un resto arqueológico, testimonio de algo que había estado allí y ya no.
El Gran Comedor se llenó de susurros.
Nicholas sostuvo la mirada apenas un segundo más de lo necesario. Luego bajó los ojos hacia su plato, como si la escena no tuviera nada que ver con él.
Y, sin embargo, la imagen arrastró consigo otra, de apenas el día anterior.
El recuerdo regresó con nitidez incómoda: el sendero exterior, el barro frío, los pies descalzos de Luna hundiéndose en la tierra húmeda de noviembre. La ofensa, la rabia, casi física. La indignación.
No había vuelto directo a la torre.
Había subido las escaleras que llevaban al despacho del profesor Flitwick, con el paso contenido de quien ya ha tomado una decisión.
El resto —la conversación con palabras medidas y seleccionadas a conciencia, la mención meticulosa de normas y reglamentos, la diferencia exacta entre una broma aislada y una falta sistemática que, acumulada, se convertía en hurto— no había tenido nada de teatral. Se había apegado a una postura totalmente racional que disfrazaba las pequeñas pullas envueltas de empatía y lástima.
Nicholas no levantó la voz. No pidió castigos ejemplares. Se limitó a desplegar el reglamento y pedir que se cumpliera, señalando la falta de implementación de este: recuperación de objetos robados, sanciones colectivas cuando no había responsables identificados, ajustes de puntos como medida disuasoria ante conductas reiteradas.
Flitwick había escuchado con atención creciente.
Entonces Nicholas añadió algo más. No como acusación, sino como observación casual, casi académica.
Habló de lo fácil que era confundir la excentricidad y el ser diferente con provocación. De cómo la diferencia tendía a convertirse en un blanco seguro cuando no había consecuencias y nadie intervenía a tiempo. De cómo Hogwarts, incluso en sus mejores épocas, había tenido una relación incómoda con sus alumnos más… singulares.
—Usted lo sabe mejor que nadie, profesor —dijo, con un respeto impecable—. Ravenclaw no siempre es amable con quienes piensan y son distintos…
No hizo falta decir nombres. Flitwick conocía el suyo.
La palabra empatía no apareció como reproche, sino como recordatorio. Y Hogwarts, pese a todas sus falencias y vacíos reglamentarios, tenía mecanismos que funcionaban sorprendentemente bien cuando alguien sabía exactamente dónde presionar.
Nicholas parpadeó y volvió al presente.
Harry lo observaba de reojo, con esa atención silenciosa que había aprendido a reconocer.
—¿Sabías algo? —susurró.
Nicholas negó despacio, y no mentía del todo, pues al salir de la oficina del profesor Flitwick se había ido con la promesa de este de que se haría cargo.
—Pero parece que se lo merecían —respondió con suavidad, volviendo la cabeza hacia la mesa de Ravenclaw, donde nadie parecía querer levantar la mirada del plato.
Harry frunció el ceño, dudando, pero no insistió.
En la mesa de Ravenclaw, alguien alzó la vista por primera vez en varios minutos. Luna Lovegood miraba el reloj de arena con expresión tranquila, casi curiosa, como si estuviera observando un fenómeno natural.
Nicholas sostuvo esa imagen un instante más y luego volvió a su desayuno.
No había dramas inmediatos. No había culpables señalados.
Pero entonces Penélope Clearwater se levantó de su lugar y salió corriendo del comedor, envuelta en llanto.
—¿Qué le sucedió? —preguntó Hermione, un poco sorprendida por la escena.
—Escuché al profesor Flitwick decir que estaba considerando cambiar a todos los prefectos y, bueno, ella es de último año. No se verá bien que le hayan quitado el cargo… —dijo Lavender a un par de puestos de distancia. Luego se dio la vuelta y continuó chismorreando con Parvati.
—Debió de ser grave… —dijo Hermione.
El resto de la mañana transcurrió sin sobresaltos aparentes. Las clases se sucedieron con una normalidad casi sospechosa, como si el castillo entero contuviera el aliento. No fue sino hasta la hora del almuerzo cuando el motivo detrás de la pérdida de puntos de Ravenclaw empezó a circular con nombre propio.
Harry, Ron, Hermione y Nicholas almorzaban juntos, hablando de temas triviales, cuando una voz cercana —demasiado alta para ser casual— captó su atención.
—Resulta que ayer el profesor Flitwick se enteró de que a Luna Lovegood le han estado robando sus pertenencias desde mediados del año pasado —decía Parvati, con un dramatismo que rozaba el deleite—. La cosa es que, después de la cena, llamó a cada uno de los grupos para pedir información. Al parecer, nadie quiso hablar.
Hermione levantó ligeramente la cabeza, atenta.
—Entonces los reunió a todos en la sala común y les dio cinco minutos para que alguien se sincerara o señalara a un culpable —continuó Parvati—. Y como nadie dijo nada, empezó a restar veinte puntos por cada minuto que se quedaran callados.
Parvati hizo un gesto amplio con la mano, señalando vagamente hacia la entrada, donde se encontraban los relojes de arena.
—Y bueno… ya vimos que casi no sueltan la sopa —añadió con una sonrisa ladeada—. Hasta que un prefecto alzó la mano y señaló a un par de chicas, una de tercero y otra de segundo. Intentaron decir que solo era una broma, pero Flitwick dijo que lo que habían hecho no era más que un simple robo.
—Y es cierto —intervino Lavender, inclinándose hacia el grupo—. Yo me enteré de que, para finales del semestre pasado, casi todas sus cosas habían desaparecido. Su padre tuvo que enviarle zapatos para el viaje a Londres.
Lavender bajó la voz apenas un poco, como si compartiera una confidencia.
—Eso explica por qué la han visto caminar descalza por el castillo… y yo que pensé que lo hacía por ser… bueno, ya saben.
Algunos alumnos de tercer año, aún con la mueca de sorpresa marcada en el rostro, asintieron en silencio.
Harry apretó los labios. Ron dejó de masticar.
—¿Y qué tienen que ver los prefectos en todo esto? —preguntó Hermione, frunciendo el ceño.
Nicholas fue quien respondió.
—Hermione, los prefectos no están solo para mantener el orden —dijo con tono calmo, pero firme—. Están para supervisar a los más pequeños y para informar al jefe de la casa cuando algo ocurre.
Levantó apenas la mirada de su plato.
—Y creo que dejar que una niña camine descalza por el castillo, en pleno noviembre, deja bastante claro que no estaban haciendo bien su trabajo.
El silencio que siguió no fue incómodo, pero sí denso.
Hermione bajó la vista lentamente, procesando. Ron soltó el aire por la nariz. Harry miró a Nicholas de reojo, con una mezcla de admiración y algo que todavía no sabía nombrar.
—Al final el profesor castigó a las chicas y pidió que devolvieran las pertenencias de Luna, pero resulta que las chicas…
—Las ladronas —puntualizó Nicholas, sin levantar la voz.
—Sí, las ladronas —corrigió Parvati, rodando los ojos— habían dejado las cosas de Luna por todo el castillo y no recordaban dónde estaba todo. Parece que eso molestó aún más al profesor.
Lavender asintió con entusiasmo.
—Pero bueno, dicen que esta mañana el profesor Flitwick logró recuperar todo. Libros, ropa, objetos… incluso los zapatos.
Hubo un breve silencio.
—Me alegra —murmuró Hermione—. Ya era hora.
Nicholas no dijo nada. Solo volvió la vista, por un instante, hacia la mesa de Ravenclaw.
Luna Lovegood balanceaba ahora los pies calzados bajo el banco, como si nada estuviera sucediendo a su alrededor, ajena a las miradas indiscretas de los estudiantes.
Harry siguió esa mirada… y luego regresó la suya a Nicholas.
No había nada evidente en su expresión. Ningún gesto de triunfo, ninguna satisfacción visible. Solo la calma habitual, quizá un poco más quieta de lo normal.
Y aun así, algo en el pecho de Harry se tensó.
No sabía cómo, ni cuándo, ni a través de qué palabras o decisiones, pero lo supo con la misma certeza con la que sabía cuándo algo estaba a punto de salir mal en un partido de Quidditch: Nicholas había tenido algo que ver.
No era una acusación. Ni siquiera una sospecha clara. Era una intuición silenciosa, inexplicable… y extrañamente reconfortante.
Harry volvió a su plato, pero ya no comió con la misma ligereza.
A su lado, Nicholas siguió almorzando como si nada.
Las clases del día concluyeron sin más incidentes, y el castillo pareció exhalar con el sonido de las campanas anunciando el final de las clases. El cielo comenzaba a teñirse de tonos anaranjados cuando Nicholas y Harry se dirigieron a los terrenos, con Harry cargando en su hombro la escoba de su amigo, cumpliendo una promesa hecha aquella mañana.
Nicholas sentado en una roca cerca al lago, vio a Harry volar, no lo hizo demasiado alto ni demasiado lejos. Dio unas cuantas vueltas amplias, probando el viento, comparando sensaciones, riendo cuando una ráfaga inesperada le obligó a corregir el rumbo. Luego, cuando el frío empezó a calar, descendió y se sentó junto a su amigo.
Nicholas alzó la varita y, con un movimiento preciso, proyectó un toldo translúcido que se extendió sobre ambos como una burbuja protectora. La magia vibraba suavemente, cálida, aislándolos del viento y suave brisa.
Hablaron de escobas durante un rato: de modelos, de estabilidad, de cómo se sentía el equilibrio al despegar. Fue una conversación cómoda, ligera. Hasta que el silencio se instaló sin incomodar.
Harry jugueteó con el borde de la manga unos segundos antes de atreverse.
—Entonces… —dijo al fin—. ¿Sí tuviste algo que ver con lo que pasó con Ravenclaw?
La pregunta salió baja, casi tímida. Harry evitó mirarlo de inmediato, como si temiera haberse equivocado con su presentimiento, como si ponerlo en palabras pudiera romper algo.
Nicholas no respondió enseguida.
Miró el lago, pensativo, mientras sopesaba las implicaciones de contarle. Pero era solo Harry. Solo él. No encontró una razón real para negarlo.
—Bueno… —empezó despacio—. Ayer la encontré mientras daba un paseo por la linde del bosque.
Cortó ahí, con cuidado. No mencionó centauros. No mencionó el porqué de ese paseo.
—Caminaba descalza, a pesar del frío. Y ya había escuchado cosas sobre ella… no muy agradables —dijo tras una breve pausa, entonces debió alterar los hechos—. Le pregunté —continuó—. Luna tiene una forma particular de ver el mundo, de decir las cosas… pero entendí lo que me quería decir. Sus pertenencias estaban desapareciendo.
Harry levantó la vista entonces, atento, completamente presente.
—¿Y entonces fuiste con Flitwick?
Nicholas asintió.
—Entonces fui con Flitwick. A veces el camino más fácil para solucionar un problema es contárselo a alguien de confianza… o con la autoridad suficiente para hacer algo al respecto.
Guardó silencio un segundo, y luego añadió, sin pensarlo demasiado:
—El acoso, el maltrato, el bullying… son complicados. Sobre todo, para quienes lo viven. Y crece cuando nadie los detiene.
Se dio cuenta tarde de lo que acababa de decir. De a quién tenía al lado.
—Y… —se apresuró a agregar, con voz más suave— si está en mis manos, haré lo que pueda para ayudar a quienes lo merecen.
El rostro de Harry se ensombreció apenas, como si una sombra antigua hubiera cruzado por su memoria. Pero al mirarlo, al ver a Nicholas decirlo con tanta naturalidad, sin heroísmo ni promesas grandilocuentes, algo cálido le llenó el pecho.
No dijo nada.
Solo se quedó ahí, bajo el toldo mágico, escuchando el lago y el viento que ya no los tocaba.
Por primera vez en mucho tiempo, la idea de que alguien haría algo no le pareció una fantasía.
Notes:
Este capítulo está pensado para cerrar el arco de ganarse la confianza de Harry. A partir de aquí, Harry ya ha integrado a Nicholas dentro de su reducido círculo de personas de confianza; su palabra empieza a tener peso real para él.
Harry viene de un mundo donde la autoridad suele fallar, los adultos no actúan a tiempo y, cuando alguien “interviene”, muchas veces lo hace mal o demasiado tarde. Por eso, que confíe no es algo inmediato ni sencillo: ocurre cuando percibe acciones coherentes, silenciosas y constantes, no grandes discursos ni gestos heroicos.
En este capítulo, Harry no necesita pruebas ni explicaciones completas. Intuye. Y esa intuición, lejos de inquietarlo, le resulta reconfortante. Para mí, ahí es donde Nicholas deja de ser el chico nuevo y pasa a formar parte del “nosotros”, al menos desde la perspectiva de Harry.
Lo demás —cómo lo viven Ron, Hermione y el propio Nicholas— sigue desarrollándose poco a poco. Me interesa mucho leer cómo lo perciben ustedes.
